P.
Carlos Cardó, SJ
El juicio final, fresco de Miguel Ángel (1537-41), Capilla Sixtina, El Vaticano |
El relato es una parábola o representación del juicio final. Gira en torno a la antítesis: “vengan-apártense”; “benditos-malditos”; “me dieron-no me dieron”. Quedan separados como el trigo y la cizaña, (Lc 13,24ss) o como los peces malos y los peces buenos (Lc 13, 47ss). Lo decisivo para ser acogido o rechazado es haber socorrido o no a mis hermanos más pequeños. Éstos están agrupados de dos en dos, conforme a tres necesidades de la vida humana: la alimentación, la inserción social y la libertad.En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante Él todas las naciones, y Él apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda.Entonces dirá el rey a los de su derecha: ‘Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme’. Los justos le contestarán entonces: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?’. Y el rey les dirá: ‘Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron’.Entonces dirá también a los de su izquierda: ‘Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron’.Entonces ellos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o encarcelado y no te asistimos?’ Y Él les replicará: ‘Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo’. Entonces irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna".
El hambre y la
sed, si no se satisfacen, hacen que la vida no subsista, sobreviene
la muerte. El vestido y la patria hacen posible la
inserción social, pues la persona que no tiene un vestido digno se siente
incómoda, rechazada; y el forastero, forzado a vivir fuera de su patria, se siente
un ser extraño. La enfermedad y la cárcel, en fin, atormentan
al espíritu con la incomunicación, el aislamiento y la soledad.
Tanto los de la derecha como los de
la izquierda se asombran de lo que les dice el Rey y preguntan: ¿cuándo te
vimos hambriento...? El rey responde
afirmando su presencia en los necesitados: a mí me lo hicieron. La presencia de Cristo, misteriosa
-de incógnito-, pero real, en los pequeños de este mundo, da a nuestros
encuentros con ellos un valor trascendente, eterno.
Tratar de reconocer,
amar y servir al Señor en ‘estos pequeños’: de esta actitud depende el valor de
nuestra vida, su radical realización o su radical fracaso. Por eso el juicio
que hará de nosotros Cristo es el mismo juicio que hacemos ahora de los pobres
y pequeños. Así, somos nosotros, propiamente, quienes lo juzgamos: al acogerlo
o rechazarlo en los hambrientos y sedientos, en los desnudos y forasteros, en
los enfermos y en los encarcelados.
El juicio no
será más que la constatación de lo que hacemos. Al final quedará al descubierto
lo que libremente estamos haciendo con nuestra vida. Jesús nos lo advierte con la
parábola del juicio para que abramos los ojos y nos hagamos conscientes de lo
que hacemos o dejamos de hacer hoy.
“¡El pobre
es Cristo!”, solía decir san Alberto Hurtado. Con ello ponía énfasis a esta
verdad del evangelio: en el pobre siempre está Cristo. Así, el mandamiento del
amor a los pequeños de este mundo constituye el fundamento más firme y universal
del obrar humano que conduce a la unión de todos los seres humanos, por encima
de las diferencias. Con este mandamiento, Jesús establece un criterio de acción
que va más allá de todos los cuadros religiosos y propuestas ideológicas.
Y es un
mandamiento evidente para todos. El amor a los necesitados expresa, en un
lenguaje universal que todos comprenden, un mensaje que dice no sólo una verdad
sobre la persona humana sino una verdad sobre el misterio mismo de Dios. Además,
el amor al pobre es el que más manifiesta el modo como Dios ama, pues su amor incondicional,
sanante y liberador muestra toda su eficacia cuando levanta del polvo al desvalido
( 1 Sam 2, 8; Sal 113, 7) y a los hambrientos los colma de bienes (Lc
1, 53).
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