domingo, 31 de octubre de 2021

Homilía del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario: El amor a Dios y al prójimo (Mc 12, 28b-34)

 P. Carlos Cardó SJ

Los siete actos de misericordia, óleo sobre lienzo de Frans Francken (1613),  Museo del Hermitage, San Petersburgo

En aquel tiempo, uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?".
 Jesús le respondió: "El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que éstos".

El escriba replicó: "Muy bien, Maestro. Tienes razón, cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y que amado con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios".
Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo: "No estás lejos del Reino de Dios". Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

Un maestro de la ley plantea a Jesús un asunto fundamental: cuál es el mandamiento principal, que ha de regir al creyente. Jesús le responde como respondería un judío fiel, que lleva grabado en su corazón y recita cada mañana el “Schemá Israel”: Acuérdate, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas”.

Y añade Jesús que el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Ambos preceptos se encontraban ya en la Biblia, en el Dt 6,4-9 y en el Lev 19,18b, respectivamente. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición a amarlo con todo el ser.  El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado entre la enorme cantidad de preceptos, ritos y tradiciones que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.

El mandamiento del Levítico era éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Jesús dice: Ámense los unos a los otros como yo los he amado (Jn 15,11). Con ello, afirma una verdad indiscutible acerca de nuestra capacidad de amar: uno es capaz de amar a Dios y a sus semejantes si es amado y uno sólo puede amarse a sí mismo si ha sido objeto de amor. Más aún, la experiencia de sentirnos amados por Dios nos da la medida que debemos tener en el amor a los demás.

Ahora bien, nos cuesta entender y sentir que Dios nos ame de manera incondicional, gratuita y desinteresadamente, sin límite, sin restricción, sin depender de nuestros méritos o de nuestros defectos. No lo entendemos porque vemos demasiado amor interesado y de conquista, demasiada rivalidad y competencia, demasiado interés egoísta y lucrativo, demasiada agresividad y violencia en las relaciones entre las personas. Por eso, nos cuesta imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado.

Pero hay algo que alcanza indefectiblemente a todo ser humano que viene a este mundo: Dios, amor y fuente del verdadero amor, lo ha amado a él personalmente con un amor fiel e incondicional y ese amor se lo ha manifestado en Jesús con tal claridad, que ya nada podrá separarlo de ese amor (Rom 8,35.39). Quien se acerca a Jesús siente el amor en su vida y siente que puede amar, cualesquiera que hayan sido las carencias o infortunios sufridos en su historia personal.

En esto ha consistido la originalidad de Jesús: no sólo en haber unido los dos mandamientos, sino en habernos amado y enseñado a amarnos unos a otros con hechos y gestos concretos en el servicio desinteresado, en el hacer a los demás lo que queremos que nos hagan, en reconocer y respetar la sagrada dignidad de toda persona, en encontrarnos y reunirnos gozosamente, en compartir lo que tenemos, en ver como propia la necesidad ajena y procurar resolverla, en ejercitar el perdón, incluso cuando el otro se ha convertido en mi enemigo, y en estar dispuestos incluso a dar nuestra vida por los demás si fuere necesario.

En suma, Jesús nos enseña a vivir aquí y ahora de una manera diferente: con mirada limpia, no de competidor sino de hermano. Y esto trae consigo la felicidad íntima de sentirnos verdaderamente hijos de Dios y hermanos; esto nos humaniza y nos hace a la vez participar de la vida de Dios, que es amor.

Un texto de Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, filósofa judía asesinada en el campo de concentración de Auschwitz ilumina mucho la unidad de los dos mandamientos:

“Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen”… Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que esté emparentado o no con nosotros, que lo “amemos” o dejemos de amarlo, que sea o no “moralmente digno” de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).)

sábado, 30 de octubre de 2021

Elegir el último lugar (Lc 14, 1.7-11)

P. Carlos Cardó SJ

Boda campesina, óleo sobre lienzo de Jan Brueghel el viejo (1566 – 1569), Museo de Historia del Arte, Viena, Austria

Un sábado Jesús fue a comer a la casa de uno de los fariseos más importantes, y ellos lo observaban. Por casualidad había delante de él un hombre que sufría de hinchazón. Jesús preguntó a los maestros de la Ley y a los fariseos: «¿Está permitido por la Ley curar en día sábado o no?»
Pero ninguno respondió. Jesús entonces se acercó al enfermo, lo curó y lo despidió. Después les dijo: «Si a uno de ustedes se le cae su burro o su buey en un pozo en día sábado, ¿acaso no va en seguida a sacarlo?».Y no pudieron contestarle.
Jesús notó que los invitados trataban de ocupar los puestos de honor, por lo que les dio esta lección: «Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no escojas el mejor lugar. Puede ocurrir que haya sido invitado otro más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga y te diga: Deja tu lugar a esta persona. Y con gran vergüenza tendrás que ir a ocupar el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ponte en el último lugar y así, cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo, ven más arriba. Esto será un gran honor para ti ante los demás invitados. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado».

Las comidas, en especial los banquetes, suelen tener un carácter simbólico: son acontecimientos en los que se afirman valores o se establecen o refuerzan relaciones sociales. El comer no sólo sirve para alimentar el cuerpo. Una comida puede servir para iniciar o estrechar vínculos de amistad, establecer pactos y alianzas o celebrar acontecimientos importantes para la vida del grupo.

En Palestina, las comidas estaban regidas por normas tradicionales, que Jesús no dudó en modificar para transmitir mejor el significado que el banquete tenía en la predicación de los profetas: el banquete simbolizaba el Reino de Dios. Por eso, en contra de lo establecido, Él no dudaba en comer con publicanos y pecadores, para dar a entender que se debían superar las barreras y divisiones entre la gente y, sobre todo, hacer ver que Dios acogía en su Reino a los que, según las tradiciones judías, estaban excluidos de él.  Por eso las comidas de Jesús son tan importantes como sus curaciones de enfermos o el perdón que otorgaba a los pecadores.

El pasaje que comentamos, unido al de la curación de un enfermo en sábado, muestra cómo los fariseos y maestros de la ley, al criticar esa actitud de Jesús, no hacían otra cosa que manifestar su afán de dominio de lo religioso para someter al pueblo. Manipulaban las normas sociales de los banquetes para ocupar ellos los primeros lugares. Jesús desenmascara esta hipocresía y propone en cambio la lógica del Reino: hay que hacerse pequeños para entrar en el Reino de Dios. Su lógica es humildad, hecha de sinceridad, verdad y deseo de servir. Así han de obrar los que lo siguen.

No es fácil predicar hoy la humildad, en una sociedad que, tras el valor positivo de la búsqueda de superación personal, transmite imágenes falseadas del éxito, o del “triunfador”, como modelo de identificación. La humildad cristiana no frena la búsqueda del progreso personal y colectivo; lo que hace es librar a la persona de la mentira: la lleva a la aceptación de sí misma, a conocer sus limitaciones y debilidades, y la impulsa a obrar de acuerdo con ese conocimiento. Ser humilde no es sentirse inferior a los demás. “La humildad es andar en la verdad”, decía Santa Teresa.

El soberbio, en cambio, se engaña al pretender ubicarse donde no le corresponde. Cédele el puesto a éste, puede decirle quien lo invitó y, avergonzado, tendrá que ir a ocupar el último lugar. Esta vergüenza anticipa la del creyente a quien el Juez le dirá: No te conozco. Anticipa también la vergüenza de los hijos del Israel cuando vean venir gentes de todas partes a ocupar su puesto de elegidos por Dios (13,25). Y recuerda la vergüenza de Adán que quiso ocupar el puesto de Dios y se halló desnudo (Gen 3).

Dice Jesús: Más bien, cuando te inviten, acomódate en el último lugar. Vendrá el que te invitó y te dirá: Amigo, sube más arriba. Esta manera nueva de pensar la vemos reflejada en María. En su canto del Magnificat nos enseña a no sepultar los propios talentos, a reconocerlos con gratitud y a invertirlos de la manera más justa. A los humildes Dios los llena de su gloria, se refleja en ellos; a los soberbios los rechaza y derriba de sus tronos. 

viernes, 29 de octubre de 2021

Elección de los Doce (Lc 6, 12-19)

 P. Carlos Cardó SJ

Los doce apóstoles, ícono de autor anónimo (siglo XII), Museo Nacional, Tiflis, Georgia

En aquellos días se fue a orar a un cerro y pasó toda la noche en oración con Dios. Al llegar el día llamó a sus discípulos y escogió a doce de ellos, a los que llamó apóstoles: Simón, al que le dio el nombre de Pedro, y su hermano Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, apodado Zelote, Judas, hermano de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Jesús bajó con ellos y se detuvo en un lugar llano. Había allí un grupo impresionante de discípulos suyos y una cantidad de gente procedente de toda Judea y de Jerusalén, y también de la costa de Tiro y de Sidón. Habían venido para oírlo y para que los sanara de sus enfermedades; también los atormentados por espíritus malos recibían curación. Por eso cada cual trataba de tocarlo, porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos.

Jesús se retiró a la montaña para orar. En la Biblia la montaña es uno de los lugares de manifestación de la presencia de Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó la noche orando a Dios, resalta la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide su bendición sobre los hombres que va a elegir. Refiriéndose a ellos dirá en el evangelio de Juan: los hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn 17,6). Y en los Hechos de los Apóstoles, leemos que Jesús los escogió guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y opción apostólica.

Al hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia. Ellos forman el núcleo del nuevo de Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros responsables de la misión de anunciar en su nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24, 47).

¿Quiénes son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran  pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44). Santiago y Juan eran hijos de un tal Zebedeo, también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40). Felipe era también de Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX identificó con Natanael, pero sin fundamento.

Mateo, que en su evangelio se llama a sí mismo Leví, era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’. Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que no es “Santiago, el Menor” (Mc 15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era uno de los Doce. Simón, llamado el Zelota estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”. Judas, hijo de Santiago (llamado “Tadeo” en Marcos 3,18 y Mateo 10,3, es también un personaje totalmente desconocido en el resto del Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre.

Al final se menciona a Judas Iscariote, el traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría provenir de manera menos probable del latín sicarius (“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas.

Son simples pescadores y artesanos de Galilea, comunes y corrientes. Lo que les une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por Él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de la casta sacerdotal. Ni siquiera son personas honorables o virtuosos cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada uno mantendrá hasta el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil.

Mucho tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. Pero estarán con Él en todas las circunstancias de su vida, le verán  rezar a su Padre del cielo, llorar por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte. Y así su palabra irá calando profundamente en su interior.

Por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con Él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en este caso preciso. Tan  identificados se sentirán con su persona y misión que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Él su vida por la salvación de los hombres.

Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos en torno a Él: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curados de sus enfermedades; los discípulos que han escuchado su palabra y lo han seguido; y los apóstoles, cerca de Jesús y asociados a su misión por una elección precisa e intencional. Todos juntos forman el único pueblo de hijos e hijas que ama el Señor.

El texto termina con la frase: Todos querían tocarlo porque salía de él una fuerza que los sanaba a todos. Mezclados entre aquella gente, también nosotros sentimos la necesidad de “tocar” y experimentar la fuerza de su palabra. Él es portador del Espíritu que da la vida, en Él “tocamos” la cercanía máxima de Dios, fuente de vida. 

jueves, 28 de octubre de 2021

Jesús levantado en lo alto (Jn 3, 11-16)

P. Carlos Cardó SJ

Crucifixión mística, témpera y óleo en lienzo de Sandro Botticelli (1500 aprox.), Museo de Arte Fogg, Universidad de Harvard, Estados Unidos

En verdad les digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio.
Si ustedes no creen cuando les hablo de cosas de la tierra, ¿cómo van a creer si les hablo de cosas del Cielo? Sin embargo, nadie ha subido al Cielo sino sólo el que ha bajado del Cielo, el Hijo del Hombre.
Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna.
¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Unico, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.

Todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos, y con un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que dé al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?

Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados en el desierto por serpientes que los mordían, y muchos morían  (Num 21, 4). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (Jn 3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.

Así fueron los hechos. En un primer momento, los judíos se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, pero después, por influjo de sus autoridades religiosas, lo rechazaron, le dieron la espalda, no acogieron su mensaje y opusieron contra Él una hostilidad que fue creciendo hasta convertirse en una verdadera confabulación para acabar con Él.

Vieron en Él una amenaza a su fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a sus tradiciones religiosas. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y que podía seguir la suerte de  los profetas. Y así fue. Lo condenaron y le dieron muerte en una cruz.

Para una mirada no creyente, aquello no fue más que la ejecución de un pobre reo judío fracasado, sin importancia alguna para la historia, pues millones de muertes como la suya se han sucedido en la historia. Pero el evangelio nos hace ver otra cosa: el crucificado no es un pobre judío fracasado que muere solo en un patíbulo horrendo. Con Él está Dios y en Él se revela.

La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado por amor a la humanidad (Jn 3, 16). El sentido de su muerte es que Dios “entrega” a su Hijo en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida para revelar con ello hasta dónde son capaces de llegar el amor de su Padre y el suyo propio para que ninguno se pierda.

Jesús habló repetidas veces de su muerte. En la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 23-46), se ve que Jesús preveía que le iban a matar y que se podía esperar, según la mentalidad de los judíos refrendada en muchos escritos del Antiguo Testamento, que quienes le darían muerte recibirían un severo castigo. Pero lo que después va a manifestar en su pasión es que el Dios que entrega a su Hijo para salvar al mundo es un Dios de infinita misericordia.

Y que Él, el Hijo libremente entregado, morirá perdonando para vencer al mal con la abundancia del bien que brota de su amor. A  quien lo acoge, ese amor le trae la misericordia y el perdón, le restablece su unión con Dios en virtud de su sangre derramada en la cruz. Mirar la cruz de Jesús crucificado es mirar la expresión suprema del amor que salva. San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).

Por eso los cristianos veneramos la cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie. Así, quien en su angustia o abandono fija sus ojos en la cruz del Señor, sentirá que Dios comparte su dolor y abre para Él, en su mismo dolor, la esperanza de una vida nueva. 

miércoles, 27 de octubre de 2021

La puerta estrecha (Lc 13,22-30)

P. Carlos Cardó SJ

La victoria, óleo sobre lienzo de René Magritte (1939), colección privada, Inglaterra

En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén.
Alguien le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?".

Jesús le respondió: "Esfuércense en entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: 'Señor, ábrenos'. Pero él les responderá: 'No sé quiénes son ustedes'. Entonces le dirán con insistencia: 'Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas'. Pero él replicará: 'Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes. Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal'. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera. Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios.
Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos".

Jesús en su camino a Jerusalén anuncia el don de la salvación que Dios ofrece y enseña las condiciones que se requieren para acogerlo. Uno de sus oyentes le hace una pregunta: ¿son pocos los que se salvan?

Jesús no responde directamente. Hace ver que lo importante no es saber cuántos se salvarán, si serán pocos o muchos. Él quiere, más bien, estimular a sus oyentes a asumir la propia vida con responsabilidad, pues ahora es el tiempo de las decisiones y del esfuerzo necesario para convertirnos a Dios. Viene la muerte y la situación se hace definitiva e irreversible. Por eso dice: Esfuércense en entrar por la puerta estrecha. Es decir, sin lucha y empeño no se consigue nada valioso. Y si hay algo por lo que vale la pena gastar las propias fuerzas es precisamente el logro definitivo de la vida.

Las palabras de Jesús tienen gran actualidad. En una sociedad permisiva que lleva a confundir felicidad con facilidad, libertad con ausencia de límites, progreso con ganancia mal habida y sin sacrificio, las palabras de Jesús resultan duras, a contrapelo. Pero Jesús no pone exigencias arbitrarias, sino que da la orientación necesaria para vivir la vida con plenitud.

Al mismo tiempo Jesús llama la atención a sus seguidores para que no se hagan ilusiones: la salvación no está garantizada por el hecho de pertenecer al pueblo elegido, o ser miembro de una familia religiosa. No basta decir: Señor, nosotros hemos comido y bebido contigo… Siempre es imprescindible la acogida y adhesión consciente de cada uno. Por eso advierte: Vendrán muchos de oriente y occidente, del norte y del sur, a sentarse a la mesa en el reino de Dios. Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos. No basta, pues, haber sido bautizado y venir a misa, si esto no va acompañado de una opción libre por Jesús y de un compromiso cristiano efectivo.

Tampoco Jesús quiere afirmar que la salvación es el resultado del propio esfuerzo. Su predicación del reino de Dios muestra con claridad que la salvación es obra de Dios, es el regalo incondicional de su amor. Sin embargo, no nos salvamos por nuestros esfuerzos, pero sin ellos tampoco. Dios espera siempre nuestra colaboración libre.

En nuestra fe hay elementos contrapuestos que, a manera de polos dialécticos, hemos de procurar mantener en su tensión propia, sin que uno anule al otro, por ejemplo: gracia divina y libertad humana, lo material y lo espiritual, la esperanza del cielo y el amor a la tierra, el plano natural y el sobrenatural, fe y obras, el don de la salvación y la colaboración humana.

Jesús dice que Él no ha venido a condenar, sino a salvar (cf. Jn 12,47). Y Pablo afirma que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4). Pero con ello no podemos decir que nuestros esfuerzos personales importen poco, pues son absolutamente necesarios. Nos toca poner todo de nuestra parte, pero nos consuela saber que nuestra salvación la cuida nuestro Padre y su Hijo Jesús nuestro Salvador.

Nada puede hacernos más felices que el sentirnos sostenidos por el amor de Dios y corresponder a Él. Entonces, la relación con Dios cambia, se llena de confianza. Lo dice San Juan En el amor no hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor (1 Jn 4,18).

Pero nuestro interior suele estar cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad. A partir de ahí, se proyecta lo religioso como el campo del deber, no de la gratuidad del amor, de la ley y no del Espíritu que hace libres, de la culpa y no del encuentro personal con Dios, que nos ama tal como somos y nos invita a dejarnos transformar por su amor. Nuestra experiencia religiosa se carga de ley, obligación y culpa. Nos alejamos del Dios de Jesús, que es amor, ternura y misericordia infinita.

Podemos decir, pues, que el progreso en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer (confiar) en el amor de Dios. Si asumimos esta verdad con todas sus implicancias, no dejaremos campo abierto a la laxitud de conciencia. No hay nada más frágil y vulnerable que el amor, pero también nada hay más fuerte y exigente que él. Pero por parte de Dios siempre está disponible para nosotros su oferta del amor que es capaz de cambiarnos. Es lo que dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! Es decir, si creyéramos en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida ciertamente sería distinta. 

martes, 26 de octubre de 2021

El reino se parece al grano de mostaza y a la levadura (Lc 13,18-21)

 P. Carlos Cardó SJ

Primavera en Giverny, óleo sobre lienzo de Claude Monet (1900), colección particular

En aquel tiempo, Jesús dijo: "¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué podré compararlo? Se parece a la semilla de mostaza que un hombre sembró en su huerta; creció y se convirtió en un arbusto grande y los pájaros anidaron en sus ramas".
Y dijo de nuevo: "¿Con qué podré comparar al Reino de Dios? Con la levadura que una mujer mezcla con tres medidas de harina y que hace fermentar toda la masa".

Jesús anuncia y hace presente el reino de Dios por medio de su palabra y de sus acciones liberadoras. Al mismo tiempo nos hace ver cómo crece y se desarrolla en el mundo. El reino, nos dice, se establece y se extiende progresivamente y siempre de manera casi invisible; hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como Él actuó: en pobreza, sin poder, sin medios extraordinarios y llamativos. Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos.

Sin embargo, aunque su inicio es insignificante, el reino ha puesto ya en marcha todo un proceso de crecimiento, cuya conclusión y éxito final será grandioso y está asegurado. Para hacer comprender esta dinámica del desarrollo del reino de Dios, Jesús emplea varias parábolas: del sembrador, del trigo y la cizaña, del tesoro escondido y la perla de gran precio, de la red, y las dos pequeñas del granito de mostaza y de la levadura.

El granito de mostaza, pequeño como cabeza de alfiler, tiene sin embargo una fuerza vital invisible, irresistible, que germina y demuestra toda su potencialidad al “hacerse un árbol, en cuyas ramas vienen los pájaros a hacer sus nidos”. Su significado simbólico alude en primer lugar a la predicación de la palabra evangélica, que lleva dentro de sí la fuerza necesaria para lograr el establecimiento pleno y definitivo del reinado de Dios.

La misteriosa actuación de Dios confiere a la palabra de Jesús su capacidad generativa, y aunque su desarrollo y extensión tiene una apariencia casi invisible, es ya una realidad en la historia humana. Este poder de Dios, creador y liberador, actúa en el mundo estableciendo el reino que Jesús predica. El señorío de Dios sobre todas las cosas, que va transformando los corazones para que se instaure la paz y la justicia en el mundo tiene un desarrollo semejante al proceso de crecimiento de una pequeña planta. La imagen de los pájaros que vienen a anidar en sus ramas es la misma que los profetas emplearon para describir la extensión universal del reinado de Dios (Ez 17, 22s).

Con elementos sacados también de la vida ordinaria, la otra parábola de la levadura, que emplea un ama de casa para hace fermentar la masa, hace comprender fácilmente a los oyentes el modo como actúa y se desarrolla el reino de Dios. También aquí se subraya el contraste que hay entre los inicios silenciosos y escondidos, y el resultado final. La levadura se expande y permea de una forma invisible toda la masa. De modo semejante, el reino de Dios actúa con sus valores en el interior de las personas, las transforma y por medio de ellas se extiende.

Pero hay, además, otro simbolismo: la levadura sugiere la idea de algo impuro, maloliente incluso. La masa ya fermentada simbolizaba lo viejo, y por eso se la sacaba de las casas para celebrar la Pascua (Ex 12, 15), y se comían panes ácimos (puros), de harina no fermentada. Así se celebraba el paso de lo viejo a lo nuevo, de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad.

Jesús hace ver que la novedad del reino de libertad y de vida sigue el mismo camino que Él sigue: nacido oculto en un pesebre, ha sido rechazado como impuro por las autoridades religiosas, va a morir y será sepultado en la tierra. Sin embargo, Él es portador de la pureza de Dios que consiste en la misericordia y que le lleva a mezclarse con la miseria humana. La pureza de Dios consiste en perderse para hacerse siervo (12,18ss) y cargar con la debilidad y el pecado (8,17).

Por eso Pablo dirá que Cristo crucificado se ha hecho para nosotros levadura, maldición, pecado (Gal 3,13; 2Cor 5,21), y por su resurrección ha hecho posible la fiesta de la verdadera pascua, que los cristianos celebran no con la levadura vieja, ni con la levadura de la malicia y de la maldad, sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad (1 Cor 5, 8). La nueva Pascua, los panes nuevos, el cuerpo de Cristo hecho pan que se nos da como alimento, configuran a los cristianos con su Señor y les hacen ser como Él, ofrenda pura para la vida del mundo, humanidad nueva que nace de la eucaristía.

Hay aquí pues una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su  reino, según la cual el Creador se hizo pequeño para revelársenos en lo humano. Por su parte, su Hijo Jesucristo actuó en silencio, sin pretensiones de grandeza, y dejó establecido para sus seguidores que el mayor es quien se hace el más pequeño para servirlos a todos (Lc 9,48; 22,26ss).

Así actúa el reino de Dios, semejante al desarrollo casi invisible del grano de mostaza que se hace un árbol y a la acción silenciosa de la levadura que fermenta la masa.

lunes, 25 de octubre de 2021

La mujer encorvada (Lc 13, 10-17)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús cura a la mujer encorvada en día sábado, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

Un sábado, estaba Jesús enseñando en una sinagoga. Había ahí una mujer que llevaba dieciocho años enferma por causa de un espíritu malo. Estaba encorvada y no podía enderezarse.
Al verla, Jesús la llamó y le dijo: "Mujer, quedas libre de tu enfermedad". Le impuso las manos y, al instante, la mujer se enderezó y empezó a alabar a Dios.

Pero el jefe de la sinagoga, indignado de que Jesús hubiera hecho una curación en sábado, Le dijo a la gente: "Hay seis días de la semana en que se puede trabajar; vengan, pues, durante esos días a que los curen y no el sábado".
Entonces el Señor dijo: "¡Hipócritas! ¿Acaso no desata cada uno de ustedes su buey o su burro del pesebre para llevarlo a abrevar, aunque sea sábado? Y a está hija de Abraham, a la que Satanás tuvo atada durante dieciocho años, ¿no era bueno desatarla de esa atadura, aun en día de sábado?".
Cuando Jesús dijo esto, sus enemigos quedaron en vergüenza; en cambio, la gente se alegraba de todas las maravillas que él hacía.

El hecho de que sea una curación realizada en una sinagoga y en día sábado da carácter integral de salvación a la acción de Jesús en favor de una enferma. Ésta, además, es designada como una hija de Abraham, y su curación como quedar liberada de sus ataduras, con la intención de sugerir que el pueblo judío encuentra en Jesús la liberación de sus ataduras a una religión que ha venido a reducirse a un formalismo legalista.

Jesús restituye al sábado, su verdadero carácter de recuerdo del descanso de Dios y tiempo santo para el encuentro con Él. Con Jesús se establece el verdadero sábado, el tiempo definitivo del encuentro con Dios y con su obra salvadora. Al mismo tiempo Jesús reitera su afirmación de que el sábado y en general todas las leyes están al servicio de la persona humana y no al revés. Cuando está de por medio la vida y dignidad de un ser humano, las leyes y prescripciones religiosas pasan a segundo plano.

Se trata de una mujer que padece una enfermedad crónica de su columna vertebral. Es una hija de Abraham, miembro del pueblo escogido de Dios, pero es doblemente  excluida: por ser mujer en esa sociedad machista y por padecer una enfermedad crónica. Imagen neta, impactante, de tantas hijas de Dios, y de la Iglesia, que viven con el rostro vuelto a tierra, sin enderezarse. Todas esperan la palabra y el gesto que las haga capaces de mirar a lo alto, que es lo propio de las hijas e hijos de Dios.

Lleva dieciocho años enferma, toda una vida, y sin embargo no pide nada, no suplica; ni siquiera intenta tocar a Jesús como la hemorroísa; es Él quien toma la iniciativa, la pone bajo su protección, la declara libre de su enfermedad, le impone las manos y de inmediato ella se endereza y alaba a Dios.

El debate que se suscita resalta el significado del acontecimiento. El jefe de la sinagoga protesta, pero no lo hace hablando directamente a Jesús sino que la agarra con la gente y dice: ¡Hay seis días para trabajar! ¡Vengan esos días a curarse y no en sábado! No se atreve a mirar a Jesús, de hecho gente como él no se atreven a nada, viven constreñidos por una religión que les quita libertad para todo. Treinta y nueve obras prohibidas en sábado. Toda la vida quedaba reducida a cumplir mandatos. La ley se convertía en muerte, sacrificaba la vida, el amor, la libertad. Pero a los jefes religiosos esto les traía una serie de beneficios, por eso lo que defendían. Y Jesús los desenmascara en público. 

Su respuesta se basa en el sentido común, no hace falta más. Si nadie se hace problemas cuando tiene que ir a atender a sus animales domésticos, a su burro o a su buey, y llevarlos a beber aunque sea sábado, ¿por qué no se va a poder asistir a un ser humano? Y haciendo un juego de palabras con los verbos atar y soltar, Jesús hace ver la trascendencia de la liberación que Él trae: no sólo va a curar a la mujer sino que va a quitarle las ataduras con las que el poder del mal –representado en Satanás, espíritu de enfermedad– la tenía atada durante dieciocho años. Mujer, quedas libre…

Los fariseos y escribas siguen atados, anquilosados en sus costumbres y prohibiciones, de las que no se pueden librar y a las que quieren someter a los demás. Si se convirtieran, el Señor les haría disfrutar de la salud que Él ofrece, precisamente en el sábado, día en que se recuerda la liberación de la esclavitud. La gente sencilla, en cambio, capta lo que Jesús ofrece, y se entusiasma. La estrechez de miras y la rigidez moral impiden buscar la voluntad de Dios y comprender las manifestaciones, muchas veces tan evidentes, de su amor liberador. El jefe de la sinagoga y las autoridades quedaron avergonzados, pero toda la gente se alegró

domingo, 24 de octubre de 2021

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario - El ciego de Jericó (Mc 10, 46-52)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús cura al ciego de nacimiento, óleo sobre lienzo de Vasily Ivanovich Surikov (1888), Academia Teológica de Moscú, Rusia

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna.
Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: "¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!".
Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".
Jesús se detuvo entonces y dijo: "Llámenlo".
Y llamaron al ciego, diciéndole: "¡Animo! Levántate, porque él te llama".
El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: "¿Qué quieres que haga por ti?".
El ciego le contestó: "Maestro, que pueda ver".
Jesús le dijo: "Vete; tu fe te ha salvado".
Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino
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En los domingos anteriores hemos reflexionado sobre las actitudes que caracterizan al cristiano en lo referente al matrimonio, al uso de los bienes materiales y al servicio a los demás. Hemos visto también que los discípulos no entendían las enseñanzas del Maestro. Era como una ceguera que les llevaría a avergonzarse de su Señor.

El pasaje de hoy describe gráficamente cómo la ceguera de los discípulos puede seguir dándose en la comunidad cristiana y sólo se supera cuando uno, resueltamente, se acerca al Señor y permite que le abra los ojos para entender y seguir el camino de su seguimiento. Ver significa creer, es decir, salvarse. Los símbolos que aparecen en el relato, los de la ceguera y visión, el camino y el seguimiento están resumidos en la última frase: el ciego al momento recuperó la vista y lo seguía por el camino.

Jesús prosigue su marcha a Jerusalén en compañía de sus discípulos y de una multitud. A unos 27 km se encuentra la ciudad de Jericó. Todavía les queda un camino largo de subida hasta la ciudad, donde el Hijo del Hombre, entregando su vida, revelará su gloria. El punto de partida de este camino que conduce a ver y participar de la gloria está representado en la figura del ciego. Como él, también nosotros podemos encontrarnos como sentados junto al camino, inmóviles en nuestra apatía y falta de entusiasmo, no dentro del camino cristiano sino al margen, sin un compromiso efectivo.

Sentimos de pronto el toque de la gracia: un deseo de hacer nuestra la súplica del ciego: ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! (47.48). Es el grito del ciego: ¡Hijo de David! Da a Jesús un título mesiánico, reconoce en Él al mesías que trae a Israel paz, justicia, bendición, abundancia, en lo personal y en lo colectivo.

Al llegar a Jerusalén la gente con ramos en las manos aclamará a Jesús de la misma manera. Pero lo que Jesús Mesías trae al mundo va más allá de lo que podemos desear: Él trae salvación, vida verdadera. Y sólo Él puede hacernos reconocer el triunfo de Dios en el camino de quien no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida (44ss). Por eso, lo importante es hacer nuestra la invocación del ciego Bartimeo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!, y dejar que el Señor actúe y nos cambie.

El relato está construido con un ritmo in crescendo que, marca el contraste que hay entre la actitud de la gente y la del ciego. Muchos lo reprendían para que se callara. Pero él gritaba todavía más fuerte: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Los verdaderos ciegos son los que lo reprenden para hacerlo callar y lo curioso es que son ellos mismos los que reciben luego el encargo de llevarlo a Jesús. Ánimo –le dicen-, levántate, que te llama (v.49).

No estamos lejos de esta paradoja; ocurre en la Iglesia cuando vemos que las personas de que se vale Dios para transmitirnos su mensaje son muy imperfectas, no viven o no comprenden lo que anuncian. De éstos dijo Jesús: Ustedes hagan lo que ellos dicen, pero no hagan lo que ellos hacen (Mt 23,3). A nosotros mismos nos ha podido pasar cuando, por ejemplo, hemos tenido que aconsejar a otros lo que primero deberíamos haber cumplido nosotros. El sacerdote de la novela de George Bernanos (Diario de un Cura Rural) lo experimenta en su trabajo: “La paz que él no había conocido, estaba llamado a comunicarla a los demás”. Y exclama lleno de estupor: “Es maravilloso que podamos dar de lo que nosotros ni siquiera poseemos…”.

Las gentes del relato, a pesar de su falta de fe, animan, pues, al ciego a ponerse ante el Señor. Y el ciego, arrojando su manto, se levantó rápidamente y se acercó a Jesús. En otras palabras, cumple el mandato del Señor de “dejarlo todo”, mandato que el Joven Rico no se animó a cumplir (10,21) y que es condición para seguir a Jesús.

Jesús, por su parte, atento a su necesidad, le pregunta con afecto: ¿Qué quieres que haga por ti? Bartimeo no vacila y responde con unas palabras igualmente cargadas de afecto, que apuntan directamente a la bondad del Señor para con nosotros: Rabbuní, Maestro mío, que recupere la vista. Es la súplica de quien tiene la firme certeza de que el Señor puede devolverle la vista, liberarlo del mal que ensombrece su vida.

La humanidad de Jesús, la fuerza que irradia su persona, la forma como “mira” (Mc 3,5.34; 8,33; 10,21,23,27) y trata a los enfermos y a los débiles despierta en ellos una confianza que los abre a la salvación. Por eso, como el caso de muchas curaciones, la de este ciego termina con la palabra de Jesús: “Vete, tu fe te ha salvado” (cf. Mc 5,34 par; 10,52 par; Lc 17,19; cf. Mc 7,50; Mt 8,13; 9,29; 15,28).

La fe que Jesús despierta en nosotros es la que nos libera de bloqueos paralizantes, de la angustia y del esfuerzo ciego por hallar seguridad en las posesiones materiales y el prestigio (Mc 10,17.22-25 par). Jesús pone a la persona ante un Dios que la acoge y sostiene ocurra lo que ocurra. Quien se reconoce pobre y ciego, necesitado de la misericordia de Dios, experimenta la liberación y se convierte en verdadero discípulo. 

sábado, 23 de octubre de 2021

La higuera seca (Lc 13, 1-9)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola de la higuera infecunda, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
En aquel tiempo, algunos hombres fueron a ver a Jesús y le contaron que Pilato había mandado matar a unos galileos, mientras estaban ofreciendo sus sacrificios.
Jesús les hizo este comentario: "¿Piensan ustedes que aquellos galileos, porque les sucedió esto, eran más pecadores que todos los demás galileos? Ciertamente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿piensan acaso que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? Ciertamente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante".
Entonces les dijo esta parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viñedo; fue a buscar higos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: 'Mira, durante tres años seguidos he venido a buscar higos en esta higuera y no los he encontrado. Córtala. ¿Para qué ocupa la tierra inútilmente?'. El viñador le contestó: 'Señor, déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono, para ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortaré' ".

Dos sucesos ocurridos en Jerusalén le sirven  de ocasión a Jesús para dar un criterio de interpretación de los males que se producen en el mundo y del modo como Dios actúa.

El primero es un mal causado por la maldad humana, concretamente de Poncio Pilato, que sometió a mano de hierro a los judíos. La forma como mató a un grupo de galileos, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían, fue una muestra de su crueldad.

El segundo acontecimiento es un accidente, que pone de manifiesto la manera violenta e inevitable en que actúan a veces las leyes de la naturaleza. Fue la muerte trágica de dieciocho desgraciados que murieron aplastados al caerse la torre de Siloé en Jerusalén.

Ambos acontecimientos, como todos los males del mundo, interrogan al creyente: ¿por qué se producen tales cosas? Ante el mal, producto de la libertad humana, o desencadenado a consecuencias de las leyes naturales, uno palpa la fragilidad del ser, el riesgo de la existencia. Los males, en definitiva, abren los ojos del creyente a la acción de Dios que tiene poder para salvarnos, pero cuenta con nuestra libre colaboración.

Es comprensible que ante los males del mundo el hombre se pregunte acerca de la bondad de Dios y de su creación. Pero no siempre tiene que ser así. La fe cristiana no propone explicaciones consoladoras del mal, sino que impulsa la búsqueda de medios para superarlo y cambiar el mundo en dirección del reino de Dios. Este fue el camino que escogió Jesucristo. Él nos enseñó a hacer presente en toda situación dolorosa la fuerza del amor de Dios que supera todo sufrimiento. Y porque en Jesús se nos manifestó Dios como amor solidario con el sufrimiento humano, ante la realidad muchas veces dolorosa de nuestro mundo, no renunciamos a nuestra confianza en Él.

Jesús, además, rechaza toda interpretación maniquea, que divide a los hombres en buenos y malos. No es justo ver el pecado en los otros, para justificarnos o descargar nuestra responsabilidad. Jesús nos propone, en cambio, la actitud honesta de quien reconoce que el mal actúa en todos y todos somos pecadores ante Dios. Por eso, antes de echar la culpa a los demás, examinemos nuestra conciencia.

La segunda parte del texto trae la parábola de Jesús sobre la higuera que no daba frutos. Con ella nos advierte que no debemos desaprovechar el tiempo que Dios nos da, sino que debemos emplearlo para dar los frutos que llevaremos cuando estemos ante Él.

El mensaje de la parábola es claro. La viña simbolizaba al pueblo de Israel. En ella, el árbol de la higuera, ubérrimo en frutos dulces, representaba la ley de Dios, que debía crecer y fructificar en la viña. Estos simbolismos valen también para nosotros: nuestro mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros es higuera destinada a dar fruto. Dios, el viñador, trabaja con nosotros y espera, lleno de paciencia y misericordia.

El Dios del perdón, el viñador, le concede un plazo a la higuera para que dé fruto. Cristo intercede por nosotros para que tengamos una oportunidad y nos convirtamos a él. Dios tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3,9). Así, cuando el creyente reconozca todo el esmero que le dispensa su Señor también él querrá ser útil para los demás y para el mundo.

La parábola señala la diferencia que hay entre el comportamiento de Dios y el de los hombres. La lógica de estos es: no sirve, córtala. La lógica de Dios es: no da frutos, la cuidaré con mayor esmero. Dios no tala la higuera, es decir, la persona. La respeta, le da una oportunidad para que cambie, porque la ama.

Un texto del libro de la Sabiduría describe esta actitud de Dios que ama la vida por Él creada: Te compadeces de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas todo cuanto existe y no desprecias nada de lo que hiciste; porque si algo odiaras, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría existir algo que tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas tus criaturas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida (Sab 11,23-26).

Jesús no hizo otra cosa que mostrarnos este rostro de Dios, amigo de la vida, e invitarnos a comprender que el camino de nuestra salvación consiste en imitar la generosidad de Dios con nuestro amor y servicio a los demás. En ese amor paciente y bondadoso, que todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo (1 Cor 13, 4.7) consiste el camino más excelente.