P. Carlos Cardó SJ
En eso llegaron unos fariseos que querían ponerle a prueba, y le preguntaron: «¿Puede un marido despedir a su esposa?».
Jesús les respondió: «¿Qué les ha ordenado Moisés?».
Contestaron: «Moisés ha permitido firmar un acta de separación y después divorciarse».
Jesús les dijo: «Moisés, al escribir esta ley, tomó en cuenta lo tercos que eran ustedes. Pero, al principio de la creación, Dios los hizo hombre y mujer; y por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse con su esposa, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino uno solo. Pues bien, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe».
Cuando ya estaban en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre lo mismo, y él les dijo: «El que se separa de su esposa y se casa con otra mujer, comete adulterio contra su esposa; y si la esposa abandona a su marido para casarse con otro hombre, también ésta comete adulterio».
Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían.
Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. En verdad les digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él».
Jesús tomaba a los niños en brazos e, imponiéndoles las manos, los bendecía.
Según el libro del Génesis (cap. 2) Dios ha dado a la persona
humana, desde su mismo origen, una orientación fundamental a realizarse en la
entrega a la persona amada. Esta relación encuentra su expresión más
significativa en la unión del hombre y la mujer, de la que puede surgir una
vida nueva por una acción creativa, que los hace participar de la fecundidad de
Dios, fuente y origen de la vida. Los lenguajes con que se expresa esta
experiencia pueden cambiar a lo largo de los tiempos, pero siempre queda esta
verdad: que cuando un hombre y una mujer deciden unirse, ahí se les revela la
entrega y el servicio mutuo como la verdad y el sentido de sus vidas.
La Biblia ve una conexión entre la dualidad de sexos y la
propagación de la vida humana (cf. Gén
1,28), pero no agota ahí el sentido de la sexualidad. Gracias a ella, los
seres humanos establecen una relación de amor y mutua pertenencia, que los
lleva a desear y sostener juntos una vida bien estructurada. Por eso, la procreación
de los hijos aparece ya en el Génesis encuadrada en el marco de una relación de
encuentro, compañía y ayuda mutua: “No está bien
que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien como él que le
ayude” (Gén 2,20-23). Con lo cual queda excluida cualquier
subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las necesidades del
otro, y toda ofensa a la dignidad asignada a uno y otro sexo.
Aunque la igualdad del varón y la mujer estaba asentada en la
Biblia, en la cultura judía, la mujer era propiedad del varón y la superioridad
de éste se veía refrendada en la ley de Moisés que concedía al hombre el
derecho de divorciarse. Por eso y para ponerlo a prueba, los fariseos le
preguntan a Jesús si es lícito al marido separarse de la mujer.
La
respuesta de Jesús contiene dos argumentos. El primero es éste: si Moisés
permitió el divorcio fue por la “dureza
del corazón” del pueblo judío, que le impedía comprender los planes
divinos. Jesús critica el legalismo, que lleva a quedarse sólo en lo que señala
la ley, y no aspirar a ideales más altos de amor y servicio. El segundo
argumento es éste: lo que dice
el Génesis (2, 18-24) es lo que
Dios quiso desde el principio. El poder
repudiar a la esposa es un añadido posterior, que no concuerda con el plan
original del Creador sino que proviene de conveniencias humanas egoístas.
De
este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y
de la igualdad entre el hombre y la mujer. Por el matrimonio ambos forman una
sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido
originalmente por Dios: “Por eso dejará
el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno
solo”. La conclusión: “Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre”, se deduce perfectamente de las razones aportadas.
La
respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen, entonces y ahora. Separarse
del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía
en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo
(19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, “mejor es no casarse”. Pero Jesús les
responde: “No todos pueden con eso, sino
sólo aquellos a quienes Dios se lo concede” (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor
nunca los abandona y que lo que
resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios.
Esto supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar
porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar
su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus ministros, siguiendo el
ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante
los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o
hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio.
Lo prioritario es curar heridas, suele decir el Papa Francisco.
Pero aunque todo esto sea verdad, y aunque sean tan frecuentes los fracasos
matrimoniales, la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué
pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad
divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido.
Muchos, lamentablemente, se casan con la idea de vivir juntos mientras
dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor
cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el
punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo
“normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles
abandonos, rupturas, variables y sucedáneos.
En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada
que desconfía en la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se
puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del
desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la indisolubilidad del
matrimonio se ve sólo como una ley, una dura ley. Y muchas veces los ministros
de la iglesia presentan la indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal
moral y aspiración de toda persona casada.
La fidelidad indisoluble no es ley sino evangelio, es la buena
noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación,
los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo
que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que
puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal.
Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no
formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Es una
necesidad urgente. Para que puedan llegar a formar familias estables y unidas,
ellos necesitan una formación que los capacite para poner las condiciones
necesarias de la unión matrimonial en una sociedad fragmentada que tiende a desunir.
Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos
hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e
indisolubilidad. Hoy más que nunca la capacidad de asumir frustraciones forma
parte de la educación del adulto. El evangelio forja hombres y mujeres de
personalidad recia, libres y responsables. Él nos abre los ojos a la acción de Dios
que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a poner con coraje y
perseverancia las condiciones necesarias para seguir unidos, para seguir
aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan
decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!
La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor.
Sería infiel a Él. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra
generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de
aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el
testimonio de un amor capaz de superar las crisis.
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