domingo, 3 de octubre de 2021

Homilía del domingo XXVII del Tiempo Ordinario – El Matrimonio (Mc 10, 2-16)

P. Carlos Cardó SJ

Matrimonio, óleo sobre lienzo de Garry Melchers (1893), Instituto de Bellas Artes de Minneapolis, Minnesota, Estados Unidos

En eso llegaron unos fariseos que querían ponerle a prueba, y le preguntaron: «¿Puede un marido despedir a su esposa?».
Jesús les respondió: «¿Qué les ha ordenado Moisés?».
Contestaron: «Moisés ha permitido firmar un acta de separación y después divorciarse».
Jesús les dijo: «Moisés, al escribir esta ley, tomó en cuenta lo tercos que eran ustedes. Pero, al principio de la creación, Dios los hizo hombre y mujer; y por eso dejará el hombre a su padre y a su madre para unirse con su esposa, y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino uno solo. Pues bien, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe».
Cuando ya estaban en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre lo mismo, y él les dijo: «El que se separa de su esposa y se casa con otra mujer, comete adulterio contra su esposa; y si la esposa abandona a su marido para casarse con otro hombre, también ésta comete adulterio».
Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían.
Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. En verdad les digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él».
Jesús tomaba a los niños en brazos e, imponiéndoles las manos, los bendecía.

Según el libro del Génesis (cap. 2) Dios ha dado a la persona humana, desde su mismo origen, una orientación fundamental a realizarse en la entrega a la persona amada. Esta relación encuentra su expresión más significativa en la unión del hombre y la mujer, de la que puede surgir una vida nueva por una acción creativa, que los hace participar de la fecundidad de Dios, fuente y origen de la vida. Los lenguajes con que se expresa esta experiencia pueden cambiar a lo largo de los tiempos, pero siempre queda esta verdad: que cuando un hombre y una mujer deciden unirse, ahí se les revela la entrega y el servicio mutuo como la verdad y el sentido de sus vidas.

La Biblia ve una conexión entre la dualidad de sexos y la propagación de la vida humana (cf. Gén 1,28), pero no agota ahí el sentido de la sexualidad. Gracias a ella, los seres humanos establecen una relación de amor y mutua pertenencia, que los lleva a desear y sostener juntos una vida bien estructurada. Por eso, la procreación de los hijos aparece ya en el Génesis encuadrada en el marco de una relación de encuentro, compañía y ayuda mutua: “No está bien  que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien como él que le ayude” (Gén 2,20-23). Con lo cual queda excluida cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las necesidades del otro, y toda ofensa a la dignidad asignada a uno y otro sexo.

Aunque la igualdad del varón y la mujer estaba asentada en la Biblia, en la cultura judía, la mujer era propiedad del varón y la superioridad de éste se veía refrendada en la ley de Moisés que concedía al hombre el derecho de divorciarse. Por eso y para ponerlo a prueba, los fariseos le preguntan a Jesús si es lícito al marido separarse de la mujer.

La respuesta de Jesús contiene dos argumentos. El primero es éste: si Moisés permitió el divorcio fue por la “dureza del corazón” del pueblo judío, que le impedía comprender los planes divinos. Jesús critica el legalismo, que lleva a quedarse sólo en lo que señala la ley, y no aspirar a ideales más altos de amor y servicio. El segundo argumento es éste: lo que dice el Génesis (2, 18-24) es lo que Dios quiso desde el principio. El poder repudiar a la esposa es un añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador sino que proviene de conveniencias humanas egoístas.

De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y de la igualdad entre el hombre y la mujer. Por el matrimonio ambos forman una sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente por Dios: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo”. La conclusión: “Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”, se deduce perfectamente de las razones aportadas.

La respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen, entonces y ahora. Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, “mejor es no casarse”. Pero Jesús les responde: “No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede” (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor nunca los abandona y que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios.

Esto supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus ministros, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio.

Lo prioritario es curar heridas, suele decir el Papa Francisco. Pero aunque todo esto sea verdad, y aunque sean tan frecuentes los fracasos matrimoniales, la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido.

Muchos, lamentablemente, se casan con la idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos, rupturas, variables y sucedáneos.

En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía en la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la indisolubilidad del matrimonio se ve sólo como una ley, una dura ley. Y muchas veces los ministros de la iglesia presentan la indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal moral y aspiración de toda persona casada.

La fidelidad indisoluble no es ley sino evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal.

Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Es una necesidad urgente. Para que puedan llegar a formar familias estables y unidas, ellos necesitan una formación que los capacite para poner las condiciones necesarias de la unión matrimonial en una sociedad fragmentada que tiende a desunir.

Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad. Hoy más que nunca la capacidad de asumir frustraciones forma parte de la educación del adulto. El evangelio forja hombres y mujeres de personalidad recia, libres y responsables. Él nos abre los ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para seguir unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate!

La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Sería infiel a Él. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de superar las crisis.

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