domingo, 24 de octubre de 2021

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario - El ciego de Jericó (Mc 10, 46-52)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús cura al ciego de nacimiento, óleo sobre lienzo de Vasily Ivanovich Surikov (1888), Academia Teológica de Moscú, Rusia

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna.
Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: "¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!".
Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".
Jesús se detuvo entonces y dijo: "Llámenlo".
Y llamaron al ciego, diciéndole: "¡Animo! Levántate, porque él te llama".
El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: "¿Qué quieres que haga por ti?".
El ciego le contestó: "Maestro, que pueda ver".
Jesús le dijo: "Vete; tu fe te ha salvado".
Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino
.

En los domingos anteriores hemos reflexionado sobre las actitudes que caracterizan al cristiano en lo referente al matrimonio, al uso de los bienes materiales y al servicio a los demás. Hemos visto también que los discípulos no entendían las enseñanzas del Maestro. Era como una ceguera que les llevaría a avergonzarse de su Señor.

El pasaje de hoy describe gráficamente cómo la ceguera de los discípulos puede seguir dándose en la comunidad cristiana y sólo se supera cuando uno, resueltamente, se acerca al Señor y permite que le abra los ojos para entender y seguir el camino de su seguimiento. Ver significa creer, es decir, salvarse. Los símbolos que aparecen en el relato, los de la ceguera y visión, el camino y el seguimiento están resumidos en la última frase: el ciego al momento recuperó la vista y lo seguía por el camino.

Jesús prosigue su marcha a Jerusalén en compañía de sus discípulos y de una multitud. A unos 27 km se encuentra la ciudad de Jericó. Todavía les queda un camino largo de subida hasta la ciudad, donde el Hijo del Hombre, entregando su vida, revelará su gloria. El punto de partida de este camino que conduce a ver y participar de la gloria está representado en la figura del ciego. Como él, también nosotros podemos encontrarnos como sentados junto al camino, inmóviles en nuestra apatía y falta de entusiasmo, no dentro del camino cristiano sino al margen, sin un compromiso efectivo.

Sentimos de pronto el toque de la gracia: un deseo de hacer nuestra la súplica del ciego: ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! (47.48). Es el grito del ciego: ¡Hijo de David! Da a Jesús un título mesiánico, reconoce en Él al mesías que trae a Israel paz, justicia, bendición, abundancia, en lo personal y en lo colectivo.

Al llegar a Jerusalén la gente con ramos en las manos aclamará a Jesús de la misma manera. Pero lo que Jesús Mesías trae al mundo va más allá de lo que podemos desear: Él trae salvación, vida verdadera. Y sólo Él puede hacernos reconocer el triunfo de Dios en el camino de quien no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida (44ss). Por eso, lo importante es hacer nuestra la invocación del ciego Bartimeo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!, y dejar que el Señor actúe y nos cambie.

El relato está construido con un ritmo in crescendo que, marca el contraste que hay entre la actitud de la gente y la del ciego. Muchos lo reprendían para que se callara. Pero él gritaba todavía más fuerte: ¡Hijo de David, ten compasión de mí! Los verdaderos ciegos son los que lo reprenden para hacerlo callar y lo curioso es que son ellos mismos los que reciben luego el encargo de llevarlo a Jesús. Ánimo –le dicen-, levántate, que te llama (v.49).

No estamos lejos de esta paradoja; ocurre en la Iglesia cuando vemos que las personas de que se vale Dios para transmitirnos su mensaje son muy imperfectas, no viven o no comprenden lo que anuncian. De éstos dijo Jesús: Ustedes hagan lo que ellos dicen, pero no hagan lo que ellos hacen (Mt 23,3). A nosotros mismos nos ha podido pasar cuando, por ejemplo, hemos tenido que aconsejar a otros lo que primero deberíamos haber cumplido nosotros. El sacerdote de la novela de George Bernanos (Diario de un Cura Rural) lo experimenta en su trabajo: “La paz que él no había conocido, estaba llamado a comunicarla a los demás”. Y exclama lleno de estupor: “Es maravilloso que podamos dar de lo que nosotros ni siquiera poseemos…”.

Las gentes del relato, a pesar de su falta de fe, animan, pues, al ciego a ponerse ante el Señor. Y el ciego, arrojando su manto, se levantó rápidamente y se acercó a Jesús. En otras palabras, cumple el mandato del Señor de “dejarlo todo”, mandato que el Joven Rico no se animó a cumplir (10,21) y que es condición para seguir a Jesús.

Jesús, por su parte, atento a su necesidad, le pregunta con afecto: ¿Qué quieres que haga por ti? Bartimeo no vacila y responde con unas palabras igualmente cargadas de afecto, que apuntan directamente a la bondad del Señor para con nosotros: Rabbuní, Maestro mío, que recupere la vista. Es la súplica de quien tiene la firme certeza de que el Señor puede devolverle la vista, liberarlo del mal que ensombrece su vida.

La humanidad de Jesús, la fuerza que irradia su persona, la forma como “mira” (Mc 3,5.34; 8,33; 10,21,23,27) y trata a los enfermos y a los débiles despierta en ellos una confianza que los abre a la salvación. Por eso, como el caso de muchas curaciones, la de este ciego termina con la palabra de Jesús: “Vete, tu fe te ha salvado” (cf. Mc 5,34 par; 10,52 par; Lc 17,19; cf. Mc 7,50; Mt 8,13; 9,29; 15,28).

La fe que Jesús despierta en nosotros es la que nos libera de bloqueos paralizantes, de la angustia y del esfuerzo ciego por hallar seguridad en las posesiones materiales y el prestigio (Mc 10,17.22-25 par). Jesús pone a la persona ante un Dios que la acoge y sostiene ocurra lo que ocurra. Quien se reconoce pobre y ciego, necesitado de la misericordia de Dios, experimenta la liberación y se convierte en verdadero discípulo. 

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