domingo, 30 de junio de 2019

Homilía del Domingo XIII del Tiempo Ordinario - Exigencias del seguimiento de Jesús (Lc 9, 51-62)

P. Carlos Cardó SJ
El sermón del monte, óleo sobre lienzo de Frans Francken el Joven (1620), colección privada (luego de ser recuperada del saqueo nazi)
Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén.Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: "Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?" Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea.Mientras iban de camino, alguien le dijo a Jesús: "Te seguiré a dondequiera que vayas". Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza".A otro, Jesús le dijo: "Sígueme". Pero él le respondió: "Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre". Jesús le replicó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios".Otro le dijo: "Te seguiré, Señor; pero déjame primero despedirme de mi familia". Jesús le contestó: "El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".
Jesús en su viaje a Jerusalén atraviesa una aldea de Samaría. Desde que Israel se dividió en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los samaritanos de réprobos y herejes. Por eso, al pasar Jesús por esa región, no es bien recibido. La reacción de Santiago y Juan, conocidos como los violentos (Boanerges o hijos del trueno), es una muestra del odio racial, religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos fuego del cielo que acabe con ellos? Apelan a la violencia en nombre de Dios para resolver las diferencias.
Jesús los reprende. Él no acepta ninguna forma de violencia. Al contrario, quiere eliminarla de raíz con su ejemplo y doctrina sobre el amor, el perdón, la tolerancia y el diálogo. Jesús nos invita a evitar que las diferencias se conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera que se da con el respeto a las diferencias.
Apropiarse de Cristo y de su mensaje, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, eso suele ser la causa de las actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente a la Iglesia. Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón para acoger, respetar y valorar a aquellos, que quizá no piensan como yo, pero buscan también servir con buena voluntad.
«Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiásticas. Y no debemos olvidar que sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo» (K. Rahner).
Los restantes versículos nos confrontan con las exigencias radicales del seguimiento de Jesús por medio de tres breves y cortantes escenas.
- En la primera, un hombre sale al encuentro de Jesús y, antes de ser llamado, le dice: Yo te seguiré. Es él quien toma la iniciativa. No tiene en cuenta que es el Señor quien llama y da su gracia para poder asumir las exigencias de su seguimiento. Por eso Jesús obliga a reflexionar: formar parte del grupo de sus seguidores no trae ventajas económicas, ni poder ni prestigio; quien lo sigue ha de poner toda su seguridad en Dios, no en bienes materiales. Seguir a Jesús es imitar su modo de ser: Él no tiene donde reclinar la cabeza, y halla su plena satisfacción personal en el servicio a los demás.
- En la segunda escena, otra persona quiere seguir a Jesús, pero ve que primero tiene que ir a sepultar a su padre. Indudablemente se trata de un deber filial, una acción piadosa derivada del honor que se debe a los padres (Ex 20,12; Lev 19,3), pero, aunque sea algo muy bueno, no es lo primero. El Señor es quien debe ser el primero, si no, no es Señor.
La entrega a Cristo es tan incondicional que, frente a ella, hasta el deber de enterrar al padre cede su prioridad. Con este dicho, que puede resultar chocante a nuestra sensibilidad, Jesús se sitúa de forma soberana por encima de todo. Se coloca en el mismo plano de Dios. Deja a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada, excepto lo referente a Dios, se puede absolutizar.
Todo amor, por sublime que sea, deriva del amor a Dios y a él tiene que ordenarse. Jesús antepuso su amor a María y a José –que angustiados lo buscaban–, a la necesidad que sentía de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,48s). Y hay que recordar que aun en el plano humano, si un joven no ordena el afecto que tiene a sus padres y no adquiere libertad frente a ellos, no alcanza la adultez que se requiere para formar la propia familia, seguir la propia vocación o emprender algo de manera autónoma y responsable.
- En la tercera situación, se repiten y condensan las actitudes anteriores. La llamada del Señor exige ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y afectos, sino también frente a uno mismo, para entregar la propia vida, poniendo toda la confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades, aducir méritos propios, alegar por mi pasado, por lo que he conquistado o lo que represento. De todo ello nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única es la promesa que él nos ha hecho y lo que sólo él es capaz de realizar por mí.
Con su lenguaje sencillo y directo, el Papa Francisco resume este texto del evangelio con estas palabras: «Jesús apunta directamente hacia a la meta; y a las personas que encuentra y que le piden seguirlo, les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una morada fija; saberse despegar de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia del pasado. Pero Jesús no impone jamás, Jesús es humilde, Jesús invita».

sábado, 29 de junio de 2019

Fiesta de San Pedro y San Pablo - ¿Quién dicen que soy yo? (Mt 16, 13-23)

P. Carlos Cardó SJ
San Pedro y San Pablo, óleo sobre lienzo de Jusepe Ribera, El Españoleto (1618 – 1620), Museo de Bellas Artes de Estrasburgo, Francia
En aquel tiempo cuando llego Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o alguno de los profetas".Luego les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".Simón Pedro tomó la palabra y le dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".Jesús le dijo entonces: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre, que está en los cielos! Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".
Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más.
A continuación, les pregunta Jesús: ¿Quién dicen ustedes que soy yo? De lo que sientan en su corazón dependerá la fortaleza o debilidad que tendrán para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, Pedro no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
La misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio para congregar a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido llegar a conocer de veras a su Hijo y expresar su fe en una confesión verdadera. Y la Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, recibe de Él la promesa de una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella.
La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia: Jesús dice “mi Iglesia”.
La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador, que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18).
La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de Él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu.
Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365).

viernes, 28 de junio de 2019

El Buen Pastor y la oveja perdida (Lc 15, 3-7) – Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús

P. Carlos Cardó SJ
Sagrado corazón de Jesús, óleo sobre lienzo de Pompeyo Batoni (1760), Iglesia del Gesù (Iglesia de Jesús), Roma
Entonces Jesús les dijo esta parábola: «Si alguno de ustedes pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve en el desierto y se va en busca de la que se le perdió, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra se la carga muy feliz sobre los hombros, y al llegar a su casa reúne a los amigos y vecinos y les dice: "Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido". Yo les digo que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse».
Las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido”, del cap 15 de Lc, son una invitación a la alegría por recuperar lo perdido. Subrayan el hecho de que Dios nos ha amado en Cristo de modo incondicional e irreversible, no porque seamos buenos, sino porque Él mismo es bueno y fuente de bondad y misericordia.
A través del símbolo del Buen Pastor nos acercamos a lo que es más nuclear en la persona de Jesús: Jesús supo amar de verdad, su amor no fue una cuestión coyuntural, simplemente, sino el mismo amor con el que Dios-Padre ama a todos los hombres y mujeres del mundo.
La parábola del Pastor que sale a buscar a la oveja perdida nos llama a hacer nuestros los sentimientos de su corazón y a obrar con su mismo amor. Es la llamada a hacer lo mismo que hizo Jesús: ser compasivo y misericordioso. Vista en dimensión eclesial, la parábola del Buen Pastor, recuerda a la comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo ha manifestado y puesto en práctica. Invitación a hacer sitio a los que vienen de fuera, a alegrarse de su venida.
La liturgia pone este texto del evangelio en la Fiesta del Corazón de Jesús. Nos invita así a apreciar y hacer nuestros los sentimientos del corazón de Jesús, Buen Pastor. A través del símbolo del Corazón nos acercamos a Él desde aquello que es lo más nuclear de su persona: Jesús fue aquel que supo amar de verdad, aquel cuyo corazón fue un corazón misericordioso. Su amor no fue simplemente una cuestión coyuntural, fue el mismo amor con el que Dios-Padre ama siempre y sin interrupción a todos los hombres y mujeres del mundo porque son sus hijos.
El culto al Corazón del Señor nos lleva a hacer del amor mismo de Jesús —que es el amor con que el Padre le amó, y que vive en nosotros por el Espíritu— el medio en que nos movemos y actuamos. Es lo que en el evangelio de Juan se expresa como permanecer (o habitar) en su amor. Esto se expresa concretamente en el empeño por hacer lo mismo que hizo Jesús, ser compasivo y misericordioso. Visto en dimensión eclesial, el culto al Corazón de Cristo, recuerda a la comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo ha manifestado y puesto en práctica.
Pedirle al Señor en la oración llegar a tener un corazón semejante al suyo significa ser hombres y mujeres que procuran encarnar realmente su amor en la búsqueda continua de quien se encuentra solo o perdido, porque eso era lo que distinguía al corazón del Buen Pastor.
Contemplar al Corazón del Señor y rendirle un culto especial no es una simple devoción que se expresa en unos determinados sentimientos, sino una decisión consciente, una “elección” de una forma de vivir que hace del amor concreto, hecho de servicio y entrega, la motivación que anima todas nuestras opciones y nuestros esfuerzos por ser fieles al evangelio. Es la opción por el amor que lucha por transformar la sociedad con esa justicia que exige el mandamiento del amor.

jueves, 27 de junio de 2019

La casa sobre roca y la casa sobre arena (Mt 7,21-29)

P. Carlos Cardó SJ
La casa construida sobre roca, ilustración de Eugène Burnand, publicado por primera vez en 1908 en “Les Paraboles de las editoriales francesas Berger-Levrault
Jesús dijo: "No bastará con decirme: ¡Señor!, ¡Señor!, para entrar en el Reino de los Cielos; más bien entrará el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo. Aquel día muchos me dirán: ¡Señor, Señor! Hemos hablado en tu nombre, y en tu nombre hemos expulsado demonios y realizado muchos milagros. Entonces yo les diré claramente: Nunca les conocí. ¡Aléjense de mí, ustedes que hacen el mal!Si uno escucha estas palabras mías y las pone en práctica, dirán de él: aquí tienen al hombre sabio y prudente, que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra aquella casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre roca. Pero dirán del que oye estas palabras mías, y no las pone en práctica: aquí tienen a un tonto que construyó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra esa casa: la casa se derrumbó y todo fue un gran desastre".Cuando Jesús terminó este discurso, la gente estaba admirada de cómo enseñaba, porque lo hacía con autoridad y no como sus maestros de la Ley.
Estas palabras de Jesús se dirigen a personas creyentes que escuchan la doctrina del evangelio, pero no la llevan a la práctica. Son personas que pueden hacer cosas buenas, pero no cumplen lo que Dios quiere de ellas.
El evangelista Mateo tiene ante sí una comunidad cristiana entusiasta, rica en cualidades naturales y sobrenaturales. Celebran el culto, oran, incluso realizan profecías, milagros y exorcismos, pero descuidan lo cotidiano: el hacer la voluntad del Padre, amando y sirviendo a los demás en las cosas de cada día. Si no tienen amor, de nada les sirven sus prácticas religiosas y los dones extraordinarios que poseen (cf. 1 Cor 13, 1-3).
No basta con orar ostensiblemente, ni es bueno invocar a Dios con aparente sinceridad. La oración nos debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. Ahora bien, la voluntad de Dios se expresa claramente en el mandamiento del amor. Por eso, es precisamente en la práctica del servicio a los demás por amor donde se demuestra la autenticidad de la oración.
No basta decir “Señor, Señor”. La verdadera oración pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás, en especial a los más necesitados. En su oración, Jesús se encuentra con su Padre, escucha su voluntad y decide practicarla, aunque le cueste sangre el hacerlo (Mt 26,39 par; Jn 12,27). Por eso, en el día del juicio sólo recibirá el beneplácito divino quien ha cumplido la voluntad del Padre de los cielos.
Para reforzar esta enseñanza, Jesús propone la parábola de dos hombres que construyen su casa de diferente manera. El primero, considerado “prudente”, edifica firmemente sobre roca, de modo que cuando vienen las tormentas, las crecidas de los ríos y los fuertes vientos, la casa resiste por sus buenos cimientos. El segundo en cambio, es un “necio” que construye en terreno arenoso, sin las debidas precauciones, y el resultado es lamentable porque la casa no soporta el embate de los fenómenos atmosféricos y se viene abajo. Los valores y enseñanzas de Jesús son el fundamento firme para una vida bien construida; no tenerlos en cuenta es echarla a perder, “desgracia grande”.
En la predicación y, sobre todo, en el ejemplo de vida de Jesús se delinea una ética bien concreta, un modo recto de proceder, que vale tanto para los cristianos como para toda persona que aspire a forjarse una vida verdaderamente valiosa para sí y para los demás (Mt 28,19s).  
Jesús hace ver que para ello es importante interiorizar los valores, asumirlos con el corazón, de lo contrario la persona no podrá actuar con convicción cuando esté sometida a la presión de los propios impulsos, o se vea envuelta por la multitud de “voces” que desde el exterior impactan en su conciencia y pugnan por dirigir su conducta.
Jesús no busca únicamente que la persona sepa cuál debe ser la recta ordenación moral de sus actos, sino que aprecie la validez de sus enseñanzas, ponga en ellas el afecto de su corazón (es decir, procure que movilicen su afectividad y sus sentimientos) de modo que la muevan desde su interior, y no como imposiciones externas. Esta persona sabrá discernir en cada circunstancia cuál ha de ser su modo de proceder y sabrá mantener un estilo de vida coherente y ejemplar.
Hoy ya no se cree –sobre todo entre los jóvenes– en doctrinas y discursos, y se ha perdido confianza en las instituciones. Lo que convence es la coherencia y autenticidad de las personas, más que las declaraciones de principios. Y eso fue lo que Jesús demostró. No enseñó nada que primero Él no lo cumpliera. Nadie halló engaño en su boca (1 Pe 2,22), buscó servir y no ser servido (Mt 20,28), y su integridad de vida fue tan patente, que hasta sus adversarios reconocieron ante Él: Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios y no te dejas influenciar por nadie, pues no te fijas en las apariencias de las personas (Mt 22,16).
Con razón pudo decir a sus discípulos, después de lavarles los pies –gesto que sintetiza lo más característico de su persona–: Ejemplo les he dado para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn 13,15).
La parábola de las dos casas interpela al lector, le induce a confrontarse con una y otra para tomar conciencia de la vida que se está construyendo.

miércoles, 26 de junio de 2019

No profanar lo “santo” y la Regla de Oro (Mt 7, 6.12-14)

P. Carlos Cardó SJ
Pantocrátor, mosaico bizantino de autor anónimo del siglo XI, Basílica Hagia Sophia (Santa Madre Sofía), Estambul, Turquía
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No den a los perros las cosas santas ni echen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes y los despedacen. Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. En esto se resumen la ley y los profetas. Entren por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y amplio el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por él. Pero ¡qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que conduce a la vida, y qué pocos son los que lo encuentran!"
Para los hebreos, perros y cerdos eran animales impuros, así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22).  Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía. 
Situada en este contexto, la frase recuerda a los discípulos que no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes no sólo no los van a aceptar, sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible.Para los hebreos, perros y cerdos eran animales impuros, así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22).  Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía.
Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19).
La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente y con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para comprenderlas, sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que conviene hacer por el bien del prójimo.
La frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral cristiana y la norma para llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida segura para mi propia manera de portarme con los demás.
El amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus justos deseos. En esto consiste el amor. El yo deja de ser el centro.
Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez, en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.
La frase de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En Él tenemos acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino, meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras esperanzas.
La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias. Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado. La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta, pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor (Ef 3, 18).
Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos que ello puede tener en los demás y en mí mismo. Camino amplio es el de la búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades y angustias de los pobres. Puerta ancha es también la religión hecha de prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!, dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que no valen nada porque no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de lo que Dios más quiere: el corazón del hombre. El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia, el caminar humildemente y confiar.

martes, 25 de junio de 2019

El árbol bueno da frutos buenos (Mt 7: 6, 12-14)

P. Carlos Cardó SJ
   Árbol de manzano II, óleo sobre lienzo de Gustav Klimt (1916), Galería Belvedere, Viena, Austria
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "No den lo que es santo a los perros, ni echen sus perlas a los cerdos, pues podrían pisotearlas y después se volverían contra ustedes para destrozarlos. Todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos: ahí está toda la Ley y los Profetas. Entren por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la ruina, y son muchos los que pasan por él. Pero ¡qué angosta es la puerta y qué escabroso el camino que conduce a la salvación!  y qué pocos son los que lo encuentran."
Las primeras comunidades cristianas vivieron una experiencia perturbadora que, sin duda, Mateo tiene en cuenta en su evangelio: la presencia de falsos profetas o maestros que aparecen como pacíficos e indefensos, pero destruyen desde dentro la comunidad. 
San Pedro habla de falsos maestros, que introducen encubiertamente errores perniciosos (2Pe 2,1-2). San Pablo alerta a los cristianos de Roma para que se fijen en los que causan divisiones y tropiezos en contra del mensaje cristiano y para que se aparten de ellos (Rom 16,17). Entre estos falsos profetas y maestros, los que mayor preocupación le causaron al Apóstol fueron los judaizantes que actuaban para ser vistos como fieles a ley de Dios (Gal 6, 12-17), pero en realidad eran una levadura malsana (Gal 5,7-12) que le quitaba a la cruz de Cristo su valor redentor.
Junto a ellos ponía también Pablo a aquellos que, con su vida licenciosa, no pensaban más que en las cosas de la tierra y propagaban malas costumbres (Fil 3, 18-9). Todos ellos son los “asalariados” de la parábola del Buen Pastor en el evangelio de Juan (Jn 10,12) y los “lobos rapaces” a los que alude Pablo en su despedida de Mileto: Yo sé  que, después de mi partida, se introducirán entre ustedes lobos rapaces que no perdonarán el rebaño; y también entre ustedes mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de sí (Hech 20,29).
Esta experiencia, que subyace al texto que comentamos, no es cosa del pasado. Apunta a todos aquellos que seducen al pueblo con apariencias de bien y de verdad, pero persiguiendo fines interesados. No sólo predican falsas doctrinas, sino que se atribuyen la función de maestros inspirados por Dios o sabios conocedores de las cosas espirituales, pero que no lo son en realidad. Su disfraz en piel de oveja significa que se presentan como inofensivos miembros del “rebaño” y hacen daño a los desprevenidos.
Mateo da a la comunidad una norma para poder reconocer a estos falsos profetas y maestros: saber discernir lo bueno y lo malo en lo que proponen. Es la primera regla del discernimiento espiritual: al árbol se le conoce por sus frutos. Todo árbol bueno da frutos buenos; el árbol malo da frutos malos.
Sus palabras y su modo de comportarse pueden parecer acertados y correctos, son su disfraz. Pero su verdadero ser, en contradicción con la voluntad de Dios, no puede quedar oculto a pesar de todas sus apariencias externas. Descubrir a dónde pretenden llevar a la comunidad es la finalidad del discernimiento. Hermanos queridos, no crean a cualquiera que pretenda poseer el Espíritu. Hagan más bien un discernimiento para ver si pertenece a Dios  (1Jn 4,1).
A todo esto, San Ignacio de Loyola en sus famosas reglas para el discernimiento espiritual añade algo muy certero, que vale no sólo para distinguir los buenos de los malos maestros, sino también las buenas y malas inspiraciones, deseos, tendencias que pueden surgir en nosotros “bajo apariencia” de bien y pueden engañarnos, llevándonos a tomar malas decisiones.
Nos dice que debemos analizar el desarrollo que tienen tales deseos o pensamientos que nos vienen porque si en su origen, en el medio o en el fin al que nos llevan todo es bueno o inclinado al bien, eso es señal de que proceden del buen espíritu; pero si al comienzo, al medio o al fin encuentro algo malo, o menos bueno de lo que me había propuesto hacer, o debilita mi vida espiritual, me inquieta y perturba, quitándome la paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, eso es clara señal de que procede de mal espíritu, con el cual no voy a poder tomar buenas decisiones (Ejercicios Espirituales, 333).

lunes, 24 de junio de 2019

Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

P. Carlos Cardó SJ
Nacimiento de Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Carle Van Loo (1735 – 1740), colección privada, París, Francia
A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban.A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre.
La madre intervino diciendo: "No! Se va a llamar Juan."
Le replicaron: "Ninguno de tus parientes se llama así."
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. El pidió una tablilla y escribió: "Juan es su nombre."
Todos se quedaron extrañados. Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: "¿Qué va ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él.
El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.
Juan Bautista fue el hombre para quien Jesús reservó el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan. La importancia histórica de su nacimiento la resalta San Lucas, fijándose atentamente en el significado del nombre que le dieron. En las culturas antiguas el nombre de la persona tenía una importancia mayor que la que actualmente le damos. Solía ser significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos. Y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño.
Su nombre es Juan (Lc 1,63), dice Isabel. Y Zacarías, el padre, confirma ante los parientes asombrados el nombre del hijo, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan, quedaría de manifiesto que Dios es favorable al pueblo de Israel y es favorable a la humanidad entera, a la que conducirá por los caminos de la paz y la justicia. Todo esto se inscribe en el nombre Juan.
Según el testimonio de los evangelios, Juan se dedicará a preparar la venida del Enviado definitivo de Dios que hará de Israel luz para todas las naciones, a fin de que la salvación que quiere ofrecer desborde los límites étnicos, sin dejar pueblo alguno en la sombra. Ese Enviado definitivo de Dios es Jesús.
Juan lo reconocerá y señalará como el cordero de Dios venido a quitar los pecados del mundo. Le reconocerá como superior a él y no dejará que le tomen por el Mesías, pues no se siente digno ni siquiera de desatarle las sandalias. Por eso, no dudará en encaminar hacia él a sus mejores discípulos para que le tengan por el único maestro.
Es enorme la importancia de Juan en la manifestación de Jesús. Jesús dirá que de él se había escrito: he aquí que yo envío mi mensajero delante de ti. También Zacarías, al circuncidarlo e imponerle nombre, cantó lleno de alegría: y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación y el perdón de los pecados.
Juan, elegido para preparar la venida inminente del Salvador, responde a la elección divina con una generosidad digna de ella. Salido de la niñez se retira al desierto, viste y come con austeridad, hasta que Dios le mueve a urgir a Israel con el mensaje de Isaías: Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso será recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios.
Juan se encara e interpela a toda clase de gentes: recaudadores de impuestos y soldados, escribas y fariseos, y hasta al mismo Herodes. Sus gestos y palabras tenían tal calidad profética que Jesús mismo preguntará a los que habían ido a escuchar a Juan: ¿Qué salieron a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salieron a ver, si no? ¿A un profeta? Sí, les digo, y más que un profeta. En verdad les digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista.
Juan fue testigo de Jesús con su vida y con su muerte. Su celo por el reino de Dios y su libertad de palabra motivó que el tetrarca Herodes Antipas lo hiciera decapitar para acallarlo. Juan nos enseña hasta dónde puede llegar la honestidad y autenticidad de vida, el vivir para Cristo, el no doblegarse ante ningún riesgo cuando se trata de defender la verdad.

domingo, 23 de junio de 2019

Homilía de la fiesta del Corpus Christi - El sacramento del pan (Lc 9, 11-17)

P. Carlos Cardó SJ
Corpus Christi, grabado de autor anónimo del siglo XIII. El original se extravió pero existen varias reproducciones
Cuando la gente lo supo, partieron tras él. Jesús los acogió y volvió a hablarles del Reino de Dios mientras devolvía la salud a los que necesitaban ser atendidos. El día comenzaba a declinar.
Los Doce se acercaron para decirle: «Despide a la gente para que se busquen alojamiento y comida en las aldeas y pueblecitos de los alrededores, porque aquí estamos lejos de todo».Jesús les contestó: «Denles ustedes mismos de comer».Ellos dijeron: «No tenemos más que cinco panes y dos pescados. ¿O desearías, tal vez, que vayamos nosotros a comprar alimentos para todo este gentío?».De hecho había unos cinco mil hombres. Pero Jesús dijo a sus discípulos: «Hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta».Así lo hicieron los discípulos, y todos se sentaron. Jesús entonces tomó los cinco panes y los dos pescados, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los entregó a sus discípulos para que los distribuyeran a la gente.Todos comieron hasta saciarse. Después se recogieron los pedazos que habían sobrado, y llenaron doce canastos.
En la fiesta del Corpus Christi, la liturgia propone el texto de la multiplicación de los panes del evangelio de Lucas. En él, el símbolo del pan que sacia el hambre de la multitud, revela lo que es Jesús y en qué consiste el plan de salvación que, como Mesías, ha venido a realizar.
Lucas subraya el carácter eclesial del acontecimiento. La distribución del pan a la gente en el desierto sugiere la idea de la entrega que el Señor sigue haciendo de sí mismo en la Iglesia, su nuevo pueblo. Aparece de manera implícita el cumplimiento de lo que significaron el maná del desierto (Cf, Num 11,21) y el milagro que realizó Eliseo (2 Re 4, 42-44). Pero lo que más quiere resaltar el texto es lo que ocurrirá en el futuro, en el tiempo de Iglesia, en la que el mismo Jesucristo, compadecido de la multitud, seguirá dándole a comer el pan de su palabra y de su cuerpo en la eucaristía.
La Iglesia, representada en los Doce, los discípulos y la gente, debe asumir el mandato de atender a los que pasan necesidad: Denles ustedes de comer. Asimismo, la comunidad cristiana, aunque sólo tenga cinco panes y dos peces, debe compartir sus bienes para que no haya hambre. De este modo, se realizará de manera perfecta lo que significa la reunión eucarística de la comunidad en la se hace presente el Señor al compartir todos el mismo pan y beber la misma copa.
En la fiesta del Cuerpo y Sangre del Señor, agradecemos el regalo que Jesús nos dejó antes de su pasión: la Eucaristía, memorial de su entrega por nosotros, sacramento de nuestra comunión con Él, y de su presencia real entre nosotros. Fue un regalo y un mandato a la vez: Hagan esto en memoria mía.
Al cumplirlo, celebramos el memorial de su vida entregada, anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección. Con unos actos sencillos -ofrecer un pedazo de paz y una copa de vino-, y con las simples palabras: Esto es mi cuerpo..., mi sangre, actualizamos todo lo que Jesús es y todo lo que nos da. Allí se condensa todo lo que creemos, esperamos y amamos; por eso la Eucaristía es norma de vida del cristiano y de la comunidad.
Ciertamente, lo que Jesús en su Ultima Cena instituyó y nos mandó hacer no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. Por eso, no tiene sentido celebrar la Eucaristía como una mera costumbre piadosa, hay que celebrarla procurando hacer que nuestra vida sea una memoria viva de su presencia en nosotros. Comulgar, alimentarnos con el Pan de Eucaristía es permitir que nuestras personas sean movilizadas por el dinamismo de amor y servicio que vence al egoísmo y a la injusticia del mundo.
No tener en cuenta esta verdad: que comulgar con Cristo lleva indisociablemente a comulgar con los hermanos, es “comer y beber sin discernir el Cuerpo” y, por tanto, es “comer y beber su propio castigo”. Cuando no se capta esta amplitud de la presencia del Señor en la Eucaristía y en los hermanos, entonces sucede lo que sucedió en Corinto: una comunidad dividida, a la que Pablo echó en cara “no apreciar el Cuerpo del Señor” y, por eso, celebrar algo que “ya no es la Cena del Señor” (1 Cor 11,20).
No podemos dividir lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”. “El descubrimiento de Jesús en los que sufren es parte tan real de este culto como son las especies de pan y de vino” (Joseph Ratzinger: Introducción al Cristianismo). Se da aquí el criterio para comprobar la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas y el valor y sentido de nuestra adoración del Santísimo Sacramento del altar.

sábado, 22 de junio de 2019

No se preocupen por el mañana (Mt 6, 24-34)

P. Carlos Cardó SJ
Lirios, óleo sobre lienzo de Vincent Van Gogh (1889), Museo Paul Getty, Los Ángeles, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro, o bien obedecerá al primero y no le hará caso al segundo. En resumen, no pueden ustedes servir a Dios y al dinero. Por eso les digo que no se preocupen por su vida, pensando qué comerán o con qué se vestirán. ¿Acaso no vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren las aves del cielo, que ni siembran, ni cosechan, ni guardan en graneros y, sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿Acaso no valen ustedes más que ellas? ¿Quién de ustedes, a fuerza de preocuparse, puede prolongar su vida siquiera un momento?¿Y por qué se preocupan del vestido? Miren cómo crecen los lirios del campo, que no trabajan ni hilan. Pues bien, yo les aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vestía como uno de ellos. Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy florece y mañana es echada al horno, ¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe? No se inquieten, pues, pensando: ¿Qué comeremos o qué beberemos o con qué nos vestiremos?Los que no conocen a Dios se desviven por todas estas cosas; pero el Padre celestial ya sabe que ustedes tienen necesidad de ellas. Por consiguiente, busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se les darán por añadidura. No se preocupen por el día de mañana, porque el día de mañana traerá ya sus propias preocupaciones. A cada día le bastan sus propios problemas".
No se puede servir a Dios y al dinero, dice Jesús tajantemente. Cuando se ambiciona el dinero o los bienes materiales como si fueran lo más importante en la vida, los valores superiores dejan de interesar al hombre y se supeditan a la obtención de la mayor riqueza. Si servimos a Dios nos hacemos libres y ganamos la vida eterna, que se anticipa en el sentimiento de paz, alegría y satisfacción profunda que el Espíritu de Dios comunica.
En cambio cuando se sirve al dinero, Dios pasa a un segundo plano, el rico cree que ya no lo necesita, porque todo pretende resolverlo con el dinero, pero queda encerrado en su propio egoísmo, sin amor y generosidad, inquieto por aumentar la ganancia, frustrado por lo que el dinero no puede darle, insensible ante la necesidad o el dolor ajeno, volviéndose frío y calculador, capaz de manipular y doblegar, de sospechar de los demás y tratarlos con espíritu de competencia, sin mansedumbre ni dominio de sí.
No se inquieten, no anden preocupados, dice Jesús. Cualquiera que sea la necesidad por la que estén pasando, han de procurar poner su vida en las manos de Dios y liberarse de la angustia que absorbe energías y quita vida en vez de darla. Detrás del ansia angustiosa por resolver las necesidades cotidianas está el miedo a la falta de lo necesario, reflejo del miedo a la muerte. La confianza en Dios libera de este miedo. Dios es el único que nos garantiza la vida, Él nos la da y la alimenta. Andar ansiosos significa ignorar de la presencia providente de Dios que sabe lo que necesitamos.
Pero Jesús no hace el elogio de la pasividad, ni de la pereza ni holgazanería. San Pablo dirá: El que no quiera trabajar, que no coma (2 Tes 3,10). Jesús no contrapone a la responsabilidad en el trabajo una vida inactiva y pasiva. Él dice: No hagan del trabajo un ídolo que les quite el respiro. Hay que trabajar con dedicación, pero sin ansiedades. “El trabajo hay que hacerlo, las preocupaciones hay que quitarlas” (San Jerónimo). Es lo mismo que dice una máxima atribuida a San Ignacio de Loyola, que une responsabilidad personal con confianza en Dios: “Obra como si todo dependiese de ti y no de Dios, pero confía como si todo dependiese de Dios y no de ti”.
Por consiguiente, en la base de nuestro empeño responsable en el trabajo, que muchas veces puede resultar duro y fatigoso, ha de mantenerse la actitud interior de libertad y confianza. Actitud de libertad para no dejarnos esclavizar ni mecanizar por el trabajo, para no incurrir en la adicción al trabajo que disfraza muchas veces una verdadera evasión de problemas no enfrentados, o una búsqueda de satisfacción de carencias inconscientes que han de ser resueltas de otra manera, o asumidas con realismo y serenidad. Y actitud de confianza también: porque quien se hace esclavo del trabajo sólo confía en sí mismo, piensa que todo depende de él y se vuelve un desconfiado, un hombre de poca fe.
No se preocupen del mañana, que el mañana traerá su propia preocupación. Bástale a cada día su propia inquietud, dice Jesús. Y el poeta Paul Claudel añadía: “El mañana traerá consigo su propia labor y su propia gracia”.
En la perspectiva del Reino la finalidad no es el tener sino el ser, no el acumular sino el compartir, no el dominar sino el concertar. Así mismo, el trabajo no es un fin en sí mismo, ni se ha de apreciar únicamente por su función económica o su fuerza productiva, sino por su sentido y orientación en favor de la vida humana. Por el trabajo, el hombre se trasciende a sí mismo, cultiva el mundo, lo humaniza, hace cultura, y se hace él mismo co-creador, continuador de la obra de Dios.
Pero en la sociedad actual “eficacia, productividad y rentabilidad” son las palabras claves del éxito. Vale aquello que produce dinero. Obviamente sería absurdo desconocer la necesidad y deber social de producir bienes para poder asegurar a todos los seres humanos una vida digna, razón y meta de una economía verdaderamente humana. Pero aún desde el punto de vista moderno de la economía, hoy el descanso es una exigencia ineludible para el funcionamiento eficiente de una empresa bien administrada.
A esto debemos añadir, desde el punto de vista espiritual, que en una sociedad que nos enferma de estrés y deshumaniza con la sobreexigencia y la competitividad, es imprescindible redescubrir  el valor de lo gratuito, la ascesis del tiempo “perdido”, en el que no se produce directamente un beneficio económico, pero uno disfruta y cultiva lo que más vale en la vida: la propia interioridad, el trato con los seres queridos y con Dios.

viernes, 21 de junio de 2019

No amontonen tesoros (Mt 6, 19-23)

P. Carlos Cardó SJ
El avaro y la muerte, óleo sobre tabla de Frans Francken el Joven (1625), Museo da Cidade “Quiñones de León”, Vigo, España
Jesús dijo: "No junten tesoros y reservas aquí en la tierra, donde la polilla y el óxido hacen estragos, y donde los ladrones rompen el muro y roban. Junten tesoros y reservas en el Cielo, donde no hay polilla ni óxido para hacer estragos, y donde no hay ladrones para romper el muro y robar. Pues donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón. Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Si tus ojos están sanos, todo tu cuerpo tendrá luz; pero si tus ojos están malos, todo tu cuerpo estará en oscuridad. Y si tu fuente de luz se ha oscurecido, ¡cuánto más tenebrosas serán tus tinieblas!".
No amontonen tesoros en esta tierra… Amontonar se opone a compartir. Amontonar en la tierra es caduco. Amontonen tesoros en el cielo significa actúen con los valores que no perecen, mirando siempre a Dios. No significa despreciar los bienes como si fueran malos ni descuidar el dinero. Significa usar los bienes materiales con la libertad de poder dejarlos cuando convenga. Es no depender del dinero ni poner toda la seguridad en él. Los bienes son medios, no absolutos. Pero hay una tendencia idolátrica en el hombre, que le lleva a sobrevalorar tanto las cosas, hasta acabar sometiéndose a ellas como a ídolos. Jesús inculca la buena disposición para compartir. Sin ella, los bienes dividen a los hermanos y se ofende al plan del Creador.
Con el dinero, medio necesario para sostener la vida, podemos hacer el bien o podemos hacer el mal. El dinero es malo cuando se adquiere injusta o inicuamente, cuando se emplea para fines malos o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él.
La acumulación egoísta, abusiva e improductiva es contraria a la voluntad de Dios. Hay que administrar el dinero conforme a la voluntad de Dios. Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, se gana multitud de amigos y se le recordará por el bien que ha hecho.
Tesoro en el cielo. Los judíos evitaban nombrar a Dios; preferían decir “cielo” para referirse a Él; por eso, “amontonar tesoros en el cielo” quiere decir: procurar que Dios sea tu tesoro. El verdadero tesoro no es lo que tienes, sino lo que das y compartes. Quien da al pobre le hace un préstamo a Dios (Prov 19, 17).
Los bienes y, más concretamente, el dinero, son medios que han de ser utilizados para fines buenos. Y la Iglesia, basada en la Escritura, siempre ha afirmado y defendido la finalidad social de los bienes creados.
La persona justa y sabia se preocupa por adquirir los tesoros del cielo. Consciente de que aquello que se valora como el tesoro cautiva al corazón y se convierte en la motivación más profunda y dominante, se preocupará por poner a Dios por encima de todo y por guiarse en todos sus actos por la obediencia a la voluntad del Padre del cielo.
Lámpara de tu cuerpo es el ojo. De dentro de la persona, de su corazón, salen las buenas intenciones, afectos y motivaciones que orientan la conducta. Si el ojo es puro, la persona mira, aprecia y busca lo bueno; sus juicios son justos. Si tu ojo está enfermo por la envidia, la doblez y la mala intención, tus decisiones serán malas o erróneas.
El ojo sano refleja la luz de Dios, es iluminado por el Espíritu, cuyos efectos en la persona son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí (Gal 5, 22). Cuando las intenciones del corazón son malas, y la luz interior de la persona se apaga, se oscurece su modo de ver las cosas, de pensar, valorar, obrar. ¡Qué grande será su oscuridad!,  dice Jesús. Las malas intenciones le llevarán a decisiones y comportamientos erróneos, que no reflejarán amor a los demás ni búsqueda del bien común.

jueves, 20 de junio de 2019

La verdadera oración (Mt 6, 7-15)

P. Carlos Cardó SJ
Mujer en oración, grafito en papel texturizado de Pierre-Édouard Frère (1862), museo Walters, Baltimore, Estados Unidos 
Cuando pidan a Dios, no imiten a los paganos con sus letanías interminables: ellos creen que un bombardeo de palabras hará que se los oiga. No hagan como ellos, pues antes de que ustedes pidan, su Padre ya sabe lo que necesitan. Ustedes, pues, recen así:“Padre nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. Danos hoy el pan que nos corresponde; y perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno”.Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes. Pero si ustedes no perdonan a los demás, tampoco el Padre les perdonará a ustedes."
Al orar no hablen mucho, dice Jesús a sus discípulos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan. Recomienda también orar en la habitación con la puerta cerrada para no ser vistos (Mt 6, 6). Pero no se trata de un encuentro con dos personas solitarias. El Señor siempre es Trinidad, comunidad de personas; y nosotros siempre somos también comunidad, Iglesia, mundo. Por eso, las tres primeras peticiones del Padrenuestro se refieren al Padre celestial aquí en la tierra, y las otras cuatro a la necesidad que tenemos de sus dones para vivir como hijos suyos y hermanos.
Padre. Poder decir Abba a Dios es el gran don de Jesús. Al hacerlo, nos afirmarnos como hijos e hijas suyos, creados por amor, amados por sí mismos; más aún, amados con el amor que el Padre tiene por su Hijo. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, se atreve a decir Abba a Dios, experimenta el amor que Dios le tiene: un amor misericordioso y propicio, que estará siempre con él; y esta experiencia afirmará su vida para siempre con una confianza básica que le hará capaz de decir en cualquier circunstancia: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 32ss).
Santificado sea tu nombre. Significa darle a Dios en la vida el lugar central que se merece. Jesús santificó su Nombre. Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se los daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando nos rendimos a Él sin miedo a nuestras limitaciones ni a la muerte. Santificamos su nombre cuando reconocemos como un don de su paternidad lo que somos y tenemos. Quien no reconoce la paternidad de Dios pretende hacerse padre de sí mismo, y busca sólo su propia gloria. De esta ignorancia, raíz del pecado, nace el orgullo y la ambición, que nos aleja de Él, nos divide y destruye la creación.
Venga tu reino. Es la gran promesa de Dios, término seguro de la historia humana. Es la soberanía de Dios que trae consigo el triunfo de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz en toda la creación. El reino “ha llegado” en Jesús para cuantos se conviertan y crean en el evangelio; y “vendrá” finalmente en su plenitud para revelar la gloria de su amor salvador. Está entre nosotros oculto como la semilla sembrada que crece y se hace un árbol (Lc 13,18s). Y es, en definitiva, Jesucristo resucitado, que vuelve de la misma manera como se le vio marcharse (Hech 1, 11). Nos toca pedirlo, buscarlo, acogerlo (Lc 18,17). La invocación apresura su venida mucho más que cualquier otra obra humana.
Hágase tu voluntad. Su voluntad es el amor fraterno, la construcción de la fraternidad. Ahí es donde se cumple toda justicia y se participa de su santidad. La voluntad de Dios no puede ser sino el bien para sus hijos. Jesús la cumple porque entrega su vida por los hermanos. En el cielo, la voluntad divina se cumple por el amor que existe entre el Padre y el Hijo; en la tierra, por el Espíritu que nos hace vivir como hermanos y hermanas, partícipes del amor de Dios.
Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Así como la vida biológica sirve para la vida eterna, el pan material sirve para el espiritual, que es la Palabra y la Eucaristía. Ambos panes pedimos y no por separado, sino en continuidad uno y otro. Por el pan material no debemos inquietarnos, pues el Padre sabe lo que necesitamos (Lc 12, 22-31). Quien tiene el pan espiritual, trabaja, recibe y comparte. Pedir el pan no significa forzar la mano de Dios, obligarlo; es reconocerlo como el principio de la propia vida y no vivir con el miedo a la muerte. Y es el pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da se comparte. Si no es pan nuestro, si no se comparte, genera división. Quien no comparte no ve en el prójimo a un hermano y, por tanto, no tiene derecho a llamar Padre a Dios.
Perdónanos nuestros pecados. El pan de la vida es el amor que Dios da (por gracia) a todos, incluso al que ha pecado. Per-donar es la acción intensa y completa del donar. Es regalar o ceder voluntaria y gratuitamente. Jurídicamente los latinos llamaban perdón a la acción del acreedor de ceder definitivamente al deudor aquello que le debía. Es lo que hace Dios con nosotros y, al hacerlo, nos hace capaces de perdonarnos. Porque somos perdonados, también perdonamos. El cristiano no es justo sino justificado; no es perfecto sino misericordioso; no es santo sino favorecido con la gracia del único Santo que es Dios; no es fuerte contra el mal sino compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona.
No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba –componente de la vida temporal–, sino que nos proteja para no sucumbir. La tentación viene de mis debilidades y del miedo a la necesidad que se alía con el egoísmo. Pero “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán fuerzas suficientes para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza en el Padre, que nos arranca del amor de Dios. Pero “esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).