P. Carlos Cardó SJ
El sermón del monte, óleo sobre lienzo de Frans
Francken el Joven (1620), colección privada (luego de ser recuperada
del saqueo nazi)
Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén.Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: "Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?" Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea.Mientras iban de camino, alguien le dijo a Jesús: "Te seguiré a dondequiera que vayas". Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza".A otro, Jesús le dijo: "Sígueme". Pero él le respondió: "Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre". Jesús le replicó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios".Otro le dijo: "Te seguiré, Señor; pero déjame primero despedirme de mi familia". Jesús le contestó: "El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".
Jesús
los reprende. Él no acepta ninguna forma de violencia. Al contrario, quiere
eliminarla de raíz con su ejemplo y doctrina sobre el amor, el perdón, la
tolerancia y el diálogo. Jesús nos invita a evitar que las diferencias se
conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera
que se da con el respeto a las diferencias.
Apropiarse
de Cristo y de su mensaje, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo
hacen rectamente, eso suele ser la causa de las actitudes de intolerancia,
exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente a la Iglesia. Jesús
alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón para acoger,
respetar y valorar a aquellos, que quizá no piensan como yo, pero buscan también
servir con buena voluntad.
«Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo,
colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiásticas. Y no debemos olvidar
que sólo hay una cosa que en el plano humano puede
establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra
manera, aunque no logre “comprenderlo» (K. Rahner).
Los
restantes versículos nos confrontan con las exigencias radicales del seguimiento
de Jesús por medio de tres breves y cortantes escenas.
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En la primera, un hombre sale al encuentro de Jesús y, antes de ser llamado, le
dice: Yo te seguiré. Es él quien toma
la iniciativa. No tiene en cuenta que es el Señor quien llama y da su gracia para
poder asumir las exigencias de su seguimiento. Por eso Jesús obliga a
reflexionar: formar parte del grupo de sus seguidores no trae ventajas
económicas, ni poder ni prestigio; quien lo sigue ha de poner toda su seguridad
en Dios, no en bienes materiales. Seguir a Jesús es imitar su modo de ser: Él
no tiene donde reclinar la cabeza, y halla su plena satisfacción personal en el
servicio a los demás.
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En la segunda escena, otra persona quiere seguir a Jesús, pero ve que primero
tiene que ir a sepultar a su padre. Indudablemente se trata de un deber filial,
una acción piadosa derivada del honor que se debe a los padres (Ex 20,12; Lev 19,3), pero, aunque sea
algo muy bueno, no es lo primero. El Señor es quien debe ser el primero, si no,
no es Señor.
La
entrega a Cristo es tan incondicional que, frente a ella, hasta el deber de
enterrar al padre cede su prioridad. Con este dicho, que puede resultar
chocante a nuestra sensibilidad, Jesús se sitúa de forma soberana por encima de
todo. Se coloca en el mismo plano de Dios. Deja
a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada,
excepto lo referente a Dios, se puede absolutizar.
Todo
amor, por sublime que sea, deriva del amor a Dios y a él tiene que ordenarse.
Jesús antepuso su amor a María y a José –que angustiados lo buscaban–, a la
necesidad que sentía de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,48s). Y hay que recordar que aun en el plano humano, si un
joven no ordena el afecto que tiene a sus padres y no adquiere libertad frente
a ellos, no alcanza la adultez que se requiere para formar la propia familia,
seguir la propia vocación o emprender algo de manera autónoma y responsable.
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En la tercera situación, se repiten y condensan las actitudes anteriores. La
llamada del Señor exige ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y
afectos, sino también frente a uno mismo, para entregar la propia vida,
poniendo toda la confianza en Dios. Mirar
atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades, aducir méritos propios, alegar
por mi pasado, por lo que he conquistado o lo que represento. De todo ello nos
puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única es la promesa
que él nos ha hecho y lo que sólo él es capaz de realizar por mí.
Con su lenguaje sencillo y directo, el Papa Francisco resume este
texto del evangelio con estas palabras: «Jesús
apunta directamente hacia a la meta; y a las personas que encuentra y que le
piden seguirlo, les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una
morada fija; saberse despegar de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia
del pasado. Pero Jesús no impone jamás, Jesús es humilde, Jesús invita».
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