domingo, 31 de marzo de 2024

El sepulcro vacío – Domingo de Pascua (Jn 20, 1-9)

 P. Carlos Cardó SJ 

El sepulcro vacío, óleo sobre lienzo de Mikhail Nesterov (1889), colección privada, Rusia

El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto".
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.
En eso llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.

La resurrección de Cristo constituye un misterio de fe, un horizonte de esperanza y un acontecimiento de amor. Jesús, vencedor de la muerte, ha realizado su subida al Padre y nos comunica el Espíritu por medio del cual sigue presente en medio de nosotros. 

El evangelio nos hace ver cómo llegan los discípulos a la convicción de que Jesús ha resucitado. Ellos toman conciencia de que la cruz no ha sido el final, sino el inicio del retorno de Jesús al Padre y de su glorificación. Los discípulos viven un proceso de descubrimiento, recorren un camino lleno de sorpresas, que se inicia con la constatación de que el sepulcro está vacío, y concluye con la fe en la resurrección. 

El evangelio muestra también que es una comunidad de personas diversas la que busca los signos que les ayuden a superar el escándalo de la cruz. Y es, además, una comunidad contristada, encerrada en sí misma por miedo, y que comienza a reaccionar y a recobrar la fe. A pesar de las advertencias que les había hecho, el final de su Maestro había significado para ellos un fracaso total que echó por tierra sus esperanzas. No obstante, recuerdan las enseñanzas de los profetas y lo que dicen los salmos: no me abandonarás en el reino de los muertos, no permitirás que tu siervo vea la corrupción (Sal 16, 10). Repasan y revisan a la luz de la Escritura todo lo vivido con su Maestro y lo sucedido aquel viernes. Jesús tiene que estar vivo, piensan. Y reaccionan, buscan, indagan, disciernen los signos. 

En Magdalena, Pedro y Juan está representada el ansia de la Iglesia por discernir los signos del Resucitado sobre todo en situaciones adversas o dolorosas. Todos están en la Iglesia y a todos mueve la misma ansia de la presencia del Señor. María Magdalena fue muy de mañana al sepulcro y regresó corriendo adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo a quien Jesús tanto quería; éstos por su parte salieron corriendo… En ellos aparece reflejada la búsqueda del cristiano que no se dejar abatir por las frustraciones y adversidades que conmueven su fe. 

Vio y creyó. No había comprendido la Escritura... (vv. 8-9). Juan subraya la importancia de la Sagrada Escritura para comprender los signos en la historia. Si el discípulo hubiese comprendido la Escritura, le habría bastado quizá el primer anuncio de la Magdalena, para tomar conciencia de la presencia del Señor. Pero al faltarle esta comprensión, necesita “ver y tocar”. Leer la Escritura, revisar nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios es el medio poderoso para advertir la presencia de Dios en todas las circunstancias oscuras por las que atravesemos. 

La tumba vacía y las vendas vacías no son una prueba contundente (los enemigos de Jesús dirán que sus seguidores robaron el cuerpo), pero sí son un signo de que la resurrección es un hecho consumado: Jesús ha vencido a la muerte. Necesitamos los ojos creyentes del discípulo para descubrir a ese Jesús que vive en el mismo corazón del mundo y que  se muestra en múltiples presencias, todas ellas liberadoras. 

El discípulo al que Jesús quería es una figura emblemática, el relato evangélico nos invita a identificarnos con él. Vivimos una época que exacerba el valor de los sentidos, hasta hacernos pensar que sólo existe y cuenta lo contante y sonante, lo que hacemos o podemos transformar. La dimensión de lo trascendente queda así a menudo arrinconada y sofocada. Por eso, a muchos, incluso entre creyentes de misa dominical, les resulta difícil creer realmente en la resurrección y, en consecuencia, demostrar en su vida práctica que no somos seres para la muerte, ni todo acaba en la muerte. La Pascua nos invita a aceptar la buena noticia de que el Crucificado vive y proclamarla a través de nuestro trabajo, en la tarea concreta que debemos ejercer, cada cual según su vocación, pues este es realmente un medio indispensable para la evangelización. 

Cristo resucitado está en la comunidad de los que anuncian su mensaje, celebran los sacramentos y testimonian su amor. Se encuentra, sobre todo, en lo más vivo y profundo de la eucaristía. También en los hermanos necesitados que han de ocupar el centro de nuestro interés, porque Cristo se identifica con cada uno de ellos. El verdadero discípulo descubre en profundidad la presencia y acción del Resucitado en las distintas áreas de la sociedad y se esfuerza por transparentar con la fuerza de su testimonio el rostro luminoso y amable de Jesús en el mundo.

sábado, 30 de marzo de 2024

Las mujeres ante el sepulcro – Vigilia Pascual (Mc 16, 1-8)

 P. Carlos Cardó SJ 

Las santas mujeres en el sepulcro, óleo sobre lienzo de Pierre Paul Rubens (1611-14), Museo Norton Simon, Pasadena, California, Estados Unidos

Transcurrido el sábado, María Magdalena, María (la madre de Santiago) y Salomé, compraron perfumes para ir a embalsamar a Jesús. Muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, se dirigieron al sepulcro. Por el camino se decían unas a otras:"¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del sepulcro?". Al llegar vieron que la piedra ya estaba quitada, a pesar de ser muy grande.
Entraron en el sepulcro y vieron a un joven, vestido con una túnica blanca, sentado en el lado derecho, y se llenaron de miedo. Pero él les dijo: "No se espanten. Buscan a Jesús de Nazaret, el que fue crucificado. No está aquí; ha resucitado. Miren el sitio donde lo habían puesto. Ahora vayan a decirles a sus discípulos y a Pedro: 'El irá delante de ustedes a Galilea. Allá lo verán, como él les dijo'.
 

Alégrese nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante, ha cantado el pregón pascual. Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo.  Con abundancia de símbolos (el fuego, la luz, el cirio, el agua, las flores, el canto del aleluya…), la Pascua es la fiesta más solemne y más bella de los cristianos. Celebramos la resurrección del Señor, punto de origen de nuestra fe. En la liturgia de la palabra, después del relato de la creación, de la liberación del pueblo, y de las promesas de Dios por medio de sus profetas, hemos recordado lo que Dios ha hecho por nosotros en la historia de la salvación, que culmina en la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo. La liturgia bautismal, que seguirá luego, nos invitará a renovar el inicio de nuestra vida cristiana. Y todo culminará en la eucaristía. Jesús Resucitado se nos hace presente, nos comunica su vida y nos envía en misión. 

El evangelio de Marcos cuenta el itinerario que siguieron María Magdalena, María de Santiago y Salomé para alcanzar la fe en la resurrección. Su recorrido puede ser el nuestro. Movidas por el amor a su Señor, van al sepulcro a embalsamar su cuerpo; les llega el mensaje pascual y son conducidas a la fe. No buscaban más que un cadáver sin vida. Pero había amanecido ya el primer día de la semana, el día definitivo, día de la nueva creación, en el que la luz de Dios hace brillar el rostro de su Hijo Crucificado y brilla por la fe en nuestros corazones. Es el día en que vivimos. 

El camino que siguen las tres mujeres está lleno de sorpresas. Les preocupa la piedra del sepulcro, pero ha sido removida. Van a embalsamar el cadáver de Jesús, pero la tumba está vacía. El mensaje de su resurrección les abre los ojos: Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí. Y a pesar de su miedo y de su tristeza, sienten la invitación a ir y anunciar que la muerte no tiene poder sobre el autor de la Vida: Vayan a anunciar a sus discípulos y a Pedro: Él va camino de Galilea; allí lo verán como les dijo. 

La subida de Jesús a su Padre no lo aleja del mundo. Por eso manda que lo encuentren en la Galilea, que es el lugar donde se encontraron y convivieron, es decir, el mundo, lo cotidiano. Hay que ir a la propia tierra, al propio entorno, al lugar de la labor diaria, allí donde se encuentran los afligidos y los pobres, donde se comparte el pan y el vino, donde se reúnen los hermanos que el pecado había dispersado, donde se alaba a Dios con una vida recta y sincera. 

Ellas salieron huyendo del sepulcro, llenas de temor y asombro, y no dijeron nada a nadie por el miedo que tenían. Se quedan sin palabra. La experiencia que han vivido del triunfo del Resucitado va más allá de lo que pueden contar de ella, y sólo puede vivirse cuando se le busca y se tiene un encuentro personal con él. No basta oír palabras, relatos y reflexiones sobre él; hay que buscarlo y encontrarse con él “en Galilea”, en nuestra Galilea de todos los días. 

Animémonos, por tanto, a descubrirlo presente en aquellos lugares personales y sociales en los que él quiere ser reconocido, amado y servido, es decir, allí donde te mueves, donde amas, gozas, sufres y luchas, en tu vida diaria que el Señor ilumina con su presencia gloriosa.


viernes, 29 de marzo de 2024

Pasión de N.S. Jesucristo según San Juan - Viernes Santo (Jn 18,1-19,42)

 P. Carlos Cardó SJ 

Flagelación de Cristo, óleo sobre lienzo de Michelangelo da Caravaggio (1607), Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles, Italia

En aquel tiempo, Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor, conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus discípulos.
Entonces Judas tomó un batallón de soldados y guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos y entró en el huerto con linternas, antorchas y armas. Jesús, sabiendo todo lo que iba a suceder, se adelantó y les dijo: "¿A quién buscan?".
Le contestaron: "A Jesús, el nazareno".
Les dijo Jesús: "Yo soy".
Estaba también con ellos Judas, el traidor. Al decirles 'Yo soy', retrocedieron y cayeron a tierra. Jesús les volvió a preguntar: "¿A quién buscan?".
Ellos dijeron: "A Jesús, el nazareno".
Jesús contestó: "Les he dicho que soy yo. Si me buscan a mí, dejen que éstos se vayan".
Así se cumplió lo que Jesús había dicho: "No he perdido a ninguno de los que me diste". Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió a un criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Este criado se llamaba Maleo. Dijo entonces Jesús a Pedro: "Mete la espada en la vaina. ¿No voy a beber el cáliz que me ha dado mi Padre?".
El batallón, su comandante y los criados de los judíos apresaron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año. Caifás era el que había dado a los judíos este consejo: 'Conviene que muera un solo hombre por el pueblo'.
Simón Pedro y otro discípulo iban siguiendo a Jesús. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedaba fuera, junto a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló con la portera e hizo entrar a Pedro. La portera dijo entonces a Pedro: "¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?".
Él dijo: "No lo soy".
Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose. El sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de su doctrina. Jesús le contestó: "Yo he hablado abiertamente al mundo y he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han oído, sobre lo que les he hablado. Ellos saben lo que he dicho".
Apenas dijo esto, uno de los guardias le dio una bofetada a Jesús, diciéndole: "¿Así contestas al sumo sacerdote?".
Jesús le respondió: "Si he faltado al hablar, demuestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?".
Entonces Anás lo envió atado a Caifás, el sumo sacerdote. Simón Pedro estaba de pie, calentándose, y le dijeron: “¿No eres tú también uno de sus discípulos?".
Él lo negó diciendo: "No lo soy".
Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro le había cortado la oreja, le dijo: “¿Qué no te vi yo con él en el huerto?".
Pedro volvió a negarlo y en seguida cantó un gallo. Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio: Era muy de mañana y ellos no entraron en el palacio para no incurrir en impureza y poder así comer la cena de Pascua. Salió entonces Pilato a donde estaban ellos y les dijo: ¿De qué acusan a este hombre?".
Le contestaron: "Si éste no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos traído".
Pilato les dijo: "Pues llévenselo y júzguenlo según su ley".
Los judíos le respondieron: "No estamos autorizados para dar muerte a nadie".
Así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir. Entró otra vez Pilato en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: "¿Eres tú el rey de los judíos?".
Jesús le contestó: "¿Eso lo preguntas por tu cuenta o te lo han dicho otros?".
Pilato le respondió: "¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué es lo que has hecho?".
Jesús le contestó: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no cayera yo en manos de los judíos. Pero mi Reino no es de aquí".
Pilato le dijo: "¿Conque tú eres rey?".
Jesús le contestó: "Tú lo has dicho. Soy rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz".
Pilato le dijo: “¿Y qué es la verdad?".
Dicho esto, salió otra vez a donde estaban los judíos y les dijo: "No encuentro en él ninguna culpa. Entre ustedes es costumbre que por Pascua ponga en libertad a un preso. ¿Quieren que les suelte al rey de los judíos?".
Pero todos ellos gritaron: "¡No, a ése no! ¡A Barrabás!". (El tal Barrabás era un bandido).
Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, le echaron encima un manto color púrpura, y acercándose a él, le decían: "¡Viva el rey de los judíos!", y le daban de bofetadas.
Pilato salió otra vez afuera y les dijo: "Aquí lo traigo para que sepan que no encuentro en él ninguna culpa".
Salió, pues, Jesús, llevando la corona de espinas y el manto color púrpura. Pilato les dijo: "Aquí está el hombre".
Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y sus servidores, gritaron: "¡Crucificalo, crucificalo!".
Pilato les dijo: "Llévenselo ustedes y crucifíquenlo, porque yo no encuentro culpa en él".
Los judíos le contestaron: "Nosotros tenemos una ley y según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios".
Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más, y entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús: "¿De dónde eres tú?". Pero Jesús no le respondió.
Pilato le dijo entonces: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte?".
Jesús le contestó: "No tendrías ninguna autoridad sobre mí, si no te la hubieran dado de lo alto. Por eso, el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor".
Desde ese momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban: "¡Si sueltas a ése, no eres amigo del César!; porque todo el que pretende ser rey, es enemigo del César".
Al oír estas palabras, Pilato sacó a Jesús y lo sentó en el tribunal, en el sitio que llaman "el Enlosado" (en hebreo Gábbata). Era el día de la preparación de la Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos: "Aquí tienen a su rey".
Ellos gritaron: "¡Fuera, fuera!” ¡Crucificalo!".
Pilato les dijo: “¿A su rey voy a crucificar?".
Contestaron los sumos sacerdotes: "No tenemos más rey que el César".
Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron a Jesús y él, cargando con la cruz, se dirigió hacia el sitio llamado "la Calavera" (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo crucificaron, y con él a otros dos uno de cada lado, y en medio Jesús. Pilato mandó escribir un letrero y ponerlo encima de la cruz; en él estaba escrito: 'Jesús el nazareno, el rey de los judíos'. Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Entonces los sumos sacerdotes de los judíos le dijeron a Pilato: "No escribas: 'El rey de los judíos', sino: Este ha dicho: Soy rey de los judíos '".
Pilato les contestó: "Lo escrito, escrito está".
Cuando crucificaron a Jesús, los soldados cogieron su ropa e hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba a abajo. Por eso se dijeron: "No la rasguemos, sino echemos suertes para ver a quién le toca".
Así se cumplió lo que dice la Escritura: Se repartieron mi ropa y echaron a suerte mi túnica y eso hicieron los soldados.
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a su madre y junto a ella al discípulo que tanto quería, Jesús dijo a su madre: "Mujer, ahí está tu hijo". Luego dijo al discípulo: "Ahí está tu madre". Y desde entonces el discípulo se la llevó a vivir con él.
Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo: "Tengo sed".
Había allí un jarro lleno de vinagre. Los soldados sujetaron una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús probó el vinagre y dijo: "Todo está cumplido", e inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Entonces, los judíos, como era el día de la preparación de la Pascua, para que los cuerpos de los ajusticiados no se quedaran en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día muy solemne, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitaran de la cruz. Fueron los soldados, le quebraron las piernas a uno y luego al otro de los que habían sido crucificados con él. Pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le traspasó el costado con una lanza e inmediatamente salió sangre y agua.
El que vio da testimonio de esto y su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean. Esto sucedió para que se cumpliera lo que dice la Escritura: No le quebrarán ningún hueso; y en otro lugar la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.
Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, pero oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que lo dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mezcla de mirra y áloe.
Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos con esos aromas, según se acostumbra enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo, donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la preparación de la Pascua y el sepulcro estaba cerca, allí pusieron a Jesús.

El evangelista San Juan presenta la pasión de Jesús como la revelación del amor que triunfa sobre el mal del mundo y la muerte. En Jesús muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios por el pecado, muere y renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el reino de Dios. Esta transformación acompaña toda la narración. La traición y arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las afrentas en casa del sacerdote Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de la flagelación, la corona de espinas y el manto púrpura, la proclamación que hace de él Pilato: ¡He ahí al Hombre!, Aquí tienen a su Rey!, todos son preparativos de su entronización. En su cruz se ha escrito su título de rey. Levantado en alto, se cumple lo que había dicho: Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32). De este modo la cruz, patíbulo infame, se convierte en el trono del Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la maldad del mundo (cf. Jn 12,31). San Pablo dirá: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20). Toda la injusticia y maldad del mundo se concentran para dar muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su Hijo aman al mundo llega hasta el extremo de aceptar este destino y vencer esa misma maldad con el perdón, la bondad y la misericordia. Jesús convierte su muerte de asesinato perverso en ofrenda voluntaria de su cuerpo entregado y de su sangre derramada como la prueba suprema de cuánto es capaz de hacer Dios para que nadie se pierda, para que la maldad no triunfe en ninguno de sus hijos e hijas. Mirando la cruz no podemos dejar de ver ¡cuánto nos ama Dios! 

La pasión y muerte de Jesús son el triunfo del amor. Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y grandes ac­tos del amor misericordioso de Jesús que se suceden durante su pasión. Todo es don en la pasión y muerte del Señor: continúa preocupándose por los suyos y pide que lo arresten a él solo, confía su madre al discípulo... Y, con la convicción de haber realizado plenamente la misión que el Padre le ha encomendado, inclina la cabeza y nos da el Espíritu. Finalmente, de su costado traspasado por la lanza, sale sangre y agua, signos de la Iglesia ahí representada en el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada por el amor del Padre, por Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien. 

Se nos invita, pues, a contemplar la cruz del Señor y admirarnos del amor de Dios por la humanidad, por cada ser humano en concreto, por ti, por mí. Se nos invita a creer en el valor de la vida humana que ha sido amada por Dios hasta este punto. Se nos invita a mirar el Corazón traspasado de Cristo – Mirarán al que atravesaron para que sea él quien marque la dirección y sentido del camino por donde se alcanza la vida verdadera: camino del amor que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos fuertes para llevar nuestra cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella una ocasión recóndita de entrega y ofrecimiento. 

Con estos sentimientos, adoremos la cruz salvadora. Contemplemos al Señor levantado a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su bendita madre o al discípulo al que tanto quería y digámosle: 

«Acuérdate de mí, Señor, con misericordia, no recuerdes mis pecados, sino piensa en tu cruz; acuérdate del amor con que me amaste hasta dar tu vida por mí; acuérdate en el último día de que durante mi vida yo sentí tus sentimientos y compartí tus sufrimientos con mi propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz que yo ahora me acuerde de ti» (San Henry Newman).

jueves, 28 de marzo de 2024

La Cena del Señor - Jueves Santo (Jn 13, 1-15)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo lava los pies de los apóstoles, óleo sobre lienzo de Dirck van Baburen (1616), Gemäldegalerie, Berlín, Alemania

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre y habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.
En el transcurso de la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de entregarlo, Jesús, consciente de que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas y sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido.
Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: "Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies?" Jesús le replicó: "Lo que estoy haciendo tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde". Pedro le dijo: "Tú no me lavarás los pies jamás". Jesús le contestó: "Si no te lavo, no tendrás parte conmigo". Entonces le dijo Simón Pedro: "En ese caso, Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza". Jesús le dijo: "El que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos". Como sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: 'No todos están limpios'.
Cuando acabó de lavarles los pies, se puso otra vez el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies los unos a los otros. Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan". 

Celebramos hoy aquella misma Cena que el Señor, antes de padecer, quiso tener con sus amigos. Es la víspera de su pasión. Jesús entra en ella consciente y voluntariamente. Quiere hacer de su muerte en cruz la expresión máxima de su amor por nosotros: “Habiendo amado a lo suyos… los amó hasta el extremo”. Sabe que va a ser traicionado, abandonado y condenado injustamente a la muerte. Quiere anticipar estos acontecimientos en su Cena para preparar el ánimo de sus discípulos y recordarles que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida. Por eso les lava los pies, en un gesto propio de esclavos que prefigura su muerte en la cruz. Por eso transforma la cena pascual judía en el don de su amor y en el sello de un nuevo pacto de Dios con nosotros, que nada podrá romper. 

En la Cena que Jesús celebra con sus discípulos cambia los sacrificios que ofrecían los judíos –el cordero inmolado, los panes sin levadura, las hierbas amargas–, por la comida de su propio cuerpo con la sangre salvadora. En el simple acto de partir el pan y beber una copa de vino, y en las sencillas palabras: “Esto es mi cuerpo..., mi sangre”, se concentra todo lo que Jesús es y todo lo que nos da. Ahí está simbólicamente expresada la prueba máxima de su amor: el sacrificio de su vida y su glorificación. 

La Iglesia, reunida allí en el Cenáculo, recibe este gesto del Señor como un mandato. “Hagan esto en memoria mía, dijo Jesús. Por eso, desde aquella noche los cristianos nos reunimos en la eucaristía, conscientes de que cada vez que comemos juntos el pan y bebemos la copa anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección y expresamos nuestro anhelo más profundo: ¡Ven Señor, Jesús! La Iglesia sabe que la Eucaristía condensa todo lo que ella es y todo lo que ella cree; por eso, la Eucaristía es norma de vida del cristiano y de la comunidad. 

Por todo esto no debemos olvidar que lo que Jesús hizo en su Ultima Cena no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. No tiene sentido celebrar la Eucaristía como un simple rito obligatorio, sin hacer de nuestra vida una memoria viva de su amor por nosotros. Toda la vida ha de hacerse “eucaristía”, comunión con Dios en Cristo y comunión entre nosotros, acción de gracias por los bienes que Dios nos da y que debemos repartir entre nosotros, servicio generoso regido por el mandamiento nuevo del amor. Esto es lo que nos mandó hacer Jesús cuando, después de lavar los pies de sus discípulos y después de partir el pan y ofrecer el cáliz, les dijo “¡Hagan esto!”. 

En la Eucaristía, el mismo Jesús se nos da como alimento. Tomen, coman, esto es mi cuerpo. La comunión es un encuentro entre dos personas, es la asimilación de mi vida con la suya, mi transformación y configuración con Aquel que recibimos. Asimismo, el comulgar con Cristo es comulgar con todos sus miembros, de los que él es la cabeza, es vivir el ideal al que tendían las primeras comunidades cristianas que, junto con el compartir un mismo pan y una misma copa, lo tenían todo en común y se unían entre sí formando solo corazón y una sola alma. Por eso no se puede separar lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”. 

Jesús, el amigo que va a morir, se despide de sus seres queridos. Impresionan los sentimientos de Jesús al lavarles los pies a los discípulos e instituir la Eucaristía, las palabras que les dice, las recomendaciones últimas que les da y su oración por ellos. No quiere dejarlos tristes; les promete el Espíritu Consolador. No quiere dejarlos solos –pues sabe que los expone a la tentación: les deja su cuerpo como alimento y como signo eficaz de su presencia real entre ellos: No es posible imaginar una unión mayor y más estrecha. 

En esta noche santa hagamos nuestros los sentimientos que tuvo el Señor en su Cena y expresemos también nosotros nuestra acción de gracias.

“Gracias, Padre, por el pan que nos das.
Creador de todo, eres fuente de vida.
Padre Nuestro, tú alimentas a todas tus criaturas.
Te damos gracias porque, por medio de este pan y de este vino podemos asociarnos a tu obra creadora e imitar tu generosidad, compartiendo nuestro pan con nuestros hermanos más necesitados”.
“Gracias, Padre, porque por medio de este pan que recibimos, nosotros mismos nos convertiremos en pan para la vida del mundo.
Gracias por haberme dado la vida, que puedo transformar en una vida al servicio de los demás.
Gracias porque puedo establecer alianza contigo y con todos mis hermanos”.
“Somos muchos y recibimos un solo pan; un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un mismo pan”.
Cristo, maestro, ayúdanos a realizar tu deseo supremo: que seamos uno para que el mundo crea.
Para que sea efectiva la unidad, enséñanos, Jesús, a compartir generosamente los bienes espirituales y materiales en verdadero amor fraterno.
Fortalécenos en nuestra lucha por la justicia, en nuestro diario quehacer por superar tantas diferencias que humillan a nuestros hermanos pobres frente a los demás y contradicen el amor que decimos tenerte y la unidad en tu Iglesia.
Te adoramos en la Eucaristía, confesamos que en ella estás, conmoviendo nuestro corazón, cambiando nuestras actitudes, uniéndonos íntimamente a ti, hermano y Señor de todos.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Cena pascual y anuncio de la traición (Mt 26, 14-25)

P. Carlos Cardó SJ

La traición de Judas, óleo sobre lienzo de Carl Bloch (1875) capilla del castillo de Frederiksborg, Hillerød, Dinamarca

En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: ¿Cuánto me dan si les entrego a Jesús?" Ellos quedaron en darle treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregárselos. El primer día de la fiesta de los panes Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: "¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?" El respondió: "Vayan a la ciudad, a casa de fulano y díganle: `El Maestro dice: Mi hora está ya cerca. Voy a celebrar la Pascua con mis discípulos en tu casa'.

Ellos hicieron lo que Jesús les había ordenado y prepararon la cena de Pascua. Al atardecer, se sentó a la mesa con los Doce y mientras cenaban, les dijo: "Yo les aseguro que uno de ustedes va a entregarme". Ellos se pusieron muy tristes y comenzaron a preguntarle uno por uno: "¿Acaso soy yo, Señor?" Él respondió: "El que moja su pan en el mismo plato que yo, ése va a entregarme. Porque el Hijo del hombre va a morir, como está escrito de Él; pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Más le valiera a ese hombre no haber nacido". Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: "¿Acaso soy yo Maestro?" Jesús le respondió: "Tú lo has dicho". 

Con la traición de Judas, uno de los más íntimos de Jesus, el evangelista Mateo acentúa la atroz oscuridad en que va a desarrollarse la historia de la pasión del Señor. Es verdad que deja constancia de que todo iba a suceder conforme lo había ya predicho Jesús y de acuerdo a un designio de Dios (26, ls); sabe también, cuando escribe su evangelio, que de la oscuridad de la pasión brotará la luz de la resurrección, (16, 21; 17,23; 20, 19), pero lo que nos narra mantiene todo el carácter enigmático, sobrecogedor y nunca dominable del todo que tuvieron los acontecimientos de la pasión y muerte del Señor para los primeros testigos. 

Jesús, había anunciado que el Hijo del hombre dentro de dos días iba a ser entregado e iba a sufrir muerte de cruz (26, 2). Ahora asegura que ha llegado ya «la hora» (26, 45s), «su tiempo». Habla de ello con toda conciencia, empeñándose a sí mismo, y como quien se ha determinado a dar cumplimiento a la obra que se le ha encomendado. No va pasivamente. El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por todos, había dicho claramente (Mt 20,28) Y en el evangelio de Juan es más enfático aún: A mí nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mi propia voluntad. Tengo poder para darla y para recuperarla (Jn 10,18). 

Este señorío personal y determinación con que procede Jesús se muestra también en la orden que da a continuación a sus discípulos para que preparen su cena pascual y en la forma como dispone de la casa de un desconocido de Jerusalén para celebrarla. Los discípulos obedecen. Consciente o inconscientemente, realizan lo propio del discípulo que es cumplir lo que el Maestro les dice o lo propio de los familiares de Jesús que es cumplir la voluntad de su Padre que está en los cielos (12, 50). 

Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Cae la noche del poder del mal y de la tiniebla. Y Jesús anuncia que uno de sus discípulos lo va a entregar. El clima se ensombrece aún más por el desánimo y la tristeza que embarga a los discípulos. Consternados, uno a uno le preguntan: ¿Acaso soy yo, Señor? Nunca han pensado una cosa así y, naturalmente esperan una respuesta negativa. Pero la situación es tan dramática que los ha puesto inseguros. El cristiano puede identificar dentro de sí la inseguridad que sienten los discípulos y puede ver reflejadas en su pregunta sus propias inquietudes sobre la baja calidad de su relación con Jesús, sobre sus incoherencias y la posibilidad de traicionar al Señor por la inestable fragilidad de la naturaleza humana. No hay razón para identificarse con el Iscariote, pero es indudable que su siniestra figura habla de la realidad que nos cuesta admitir: el pecado del mundo que actúa en nosotros. 

De ese mundo nos salva el Señor. Y quiere salvar a su discípulo. Es impresionante el modo como Jesús trata a Judas. No lo avergüenza, no profiere contra él insulto alguno ni lo censura abierta y drásticamente. Se limita simplemente a decirle: Tú lo has dicho. No es una expresión agresiva, es una afirmación confirmatoria que encierra tal vez una amonestación indulgente, como esperando que se arrepienta. Pero la distancia está trazada, la separación se ha consumado. El amor de Jesús por su discípulo no se contradice con la calificación del pecado de Judas. El Hijo del hombre se va, tal como está escrito de él, pero ¡ay de aquel que entrega al Hijo del hombre! ¡Más le valdría no haber nacido! 

Mateo, a diferencia de Juan, no dice si Judas salió inmediatamente de la sala, pero se supone. Volverá aparecer en el Huerto de los Olivos para entregar con un beso al Señor.

martes, 26 de marzo de 2024

Traición de Judas y anuncio de las negaciones de Pedro (Jn 13, 21-33.36-38)

 P. Carlos Cardó SJ 

Negación de San Pedro, óleo sobre cobre de Carl Heinrich Bloch (1873), capilla del castillo de Frederiksborg, Hillerød, Dinamarca

En aquel tiempo, cuando Jesús estaba a la mesa con sus discípulos, se conmovió profundamente y declaró: "Yo les aseguro que uno de ustedes me va a entregar". Los discípulos se miraron perplejos unos a otros, porque no sabían de quién hablaba. Uno de ellos, al que Jesús tanto amaba, se hallaba reclinado a su derecha. Simón Pedro le hizo una seña y le preguntó: "¿De quién lo dice?" Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: "Señor, ¿quién es?" Le contestó Jesús: "Aquel a quien yo le dé este trozo de pan, que voy a mojar". Mojó el pan y se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote; y tras el bocado, entró en él Satanás.
Jesús le dijo entonces a Judas: "Lo que tienes que hacer, hazlo pronto". Pero ninguno de los comensales entendió a qué se refería; algunos supusieron que, como Judas tenía a su cargo la bolsa, Jesús le había encomendado comprar lo necesario para la fiesta o dar algo a los pobres. Judas, después de tomar el bocado, salió inmediatamente. Era de noche.
Una vez que Judas se fue, Jesús dijo: "Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, también Dios lo glorificará en sí mismo y pronto lo glorificará.
Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes. Me buscarán, pero como les dije a los judíos, así se lo digo a ustedes ahora: 'A donde yo voy, ustedes no pueden ir'. Simón Pedro le dijo: "Señor, ¿a dónde vas?" Jesús le respondió: "A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; me seguirás más tarde". Pedro replicó: "Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti". Jesús le contestó: "¿Conque darás tu vida por mí?
Yo te aseguro que no cantará el gallo, antes de que me hayas negado tres veces". 

En medio de la comunidad de Jesús puede actuar la traición. Judas es uno de los Doce. La traición no viene de fuera, está dentro, entre los amigos: ¡uno de ustedes! Está el mundo de arriba, de Dios, de la verdad y de la luz, y está el mundo de abajo, del maligno, mundo de la mentira y de la oscuridad. Y el hecho es que este mundo que se opone a Cristo influye y actúa en la comunidad. 

La traición de Judas suele suscitar muchos interrogantes. ¿Impotencia de Dios ante la libertad del hombre? ¿Es inevitable el mal? La respuesta es que Dios no puede dejar de respetar la libertad humana, por la cual su criatura es imagen y semejanza suya. Pero queda claro que sólo cuando se rechaza a la luz, viene la tiniebla. Sólo cuando Judas, con el mal uso de su libertad, decide abandonar al Señor, entra el diablo en él. Jesús no se inmuta, sigue dueño de la situación, porque la luz vencerá a la tiniebla, aunque ésta tenga “su hora” y su poder. Dios se dejará vencer en la cruz de su Hijo para triunfar. Sólo así puede librarnos de la muerte, máximo poder y aparente triunfo del mal. 

Otra pregunta que el texto puede plantear tiene que ver con la posibilidad de la perdición y la salvación. Parece no haber alternativa, o una cosa o la otra. Pero somos salvados precisamente porque estábamos perdidos. Y esa es nuestra fe: Estábamos incapacitados de salvarnos, pero Cristo murió por los culpables… Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5, 6.8). Judas encarna la posibilidad de la perdición, de la que Jesús salva. Judas es la realidad que nos cuesta admitir: el pecado del mundo del que somos partícipes y que puede echar a perder nuestra vida. Pero este mundo perdido es amado por Dios. 

La fidelidad del amor de Dios por todos sus hijos e hijas se muestra en Jesús: Ama a Judas y da la vida por él. No puede no amarlo (no puede odiarlo) porque es el amor de Dios encarnado, y dejaría de ser Dios, sería un simple hombre. Por eso, la traición de Judas equivale en el evangelio de Juan a la glorificación del Hijo, es decir, a la revelación máxima del poder salvador del amor. 

Jesús ama al discípulo: muestra de ello es el darle el trozo de pan mojado en la salsa, en gesto de amistad y cercanía. Pero con el bocado entró Satanás en Judas y Jesús lo exhorta a actuar. Los discípulos no entienden. Judas sale y es la noche. Lo envuelve la tiniebla. Como a los Doce cuando se fueron en barca después de lo de los panes…Fuera de la comunidad de Jesús sólo hay noche. 

El pasaje de Judas saca al discípulo de la presunción de salvarse por sus propios méritos, y lo libra también de la angustia de perderse. Hace ver que la salvación es un amor que no se niega a nadie, ni a quien lo niega y traiciona. Dios nos ama porque somos sus hijos. 

Pedro pregunta: ¿A dónde vas, Señor? Ni siquiera al final del largo recorrido con el Maestro ha comprendido que su partida responde al plan de Dios; sigue en el nivel de los pensamientos de los hombres. Intuye, no obstante, que algo malo le puede suceder y exclama, en un arranque más de su carácter impulsivo: ¿por qué no puedo seguirte? Yo daría la vida por ti.  Y Jesús le anuncia sus negaciones. Pedro debe entender que el seguimiento de Jesús –cuya cúspide es el martirio– no depende de las fuerzas humanas. Como Judas, Pedro debe deponer la presunción de salvarse por sus propios méritos. A la luz de la resurrección, vuelto de sus pruebas, Pedro reconocerá que lo que salva no es el dar la vida por el Señor, sino que el Señor haya dado su vida por nuestra salvación. Cuando haya conocido verdaderamente su amor, estará listo para seguirlo hasta el final y nadie podrá arrancarlo de su mano.

lunes, 25 de marzo de 2024

La unción en Betania (Jn 12, 1-8)

 P. Carlos Cardó SJ 

La unción en Betania, óleo sobre tabla de Nicolas Froment (1461) perteneciente al tríptico La Resurrección de Lázaro, Galería de los Uffici, Florencia, Italia

Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Martha servía y Lázaro era uno de los que estaban con Él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de nardo auténtico, muy costoso, le ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó con su cabellera, y la casa se llenó con la fragancia del perfume.
Entonces Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que iba a entregar a Jesús, exclamó: "¿por qué no se ha vendido ese perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?" Esto lo dijo, no porque le importaran los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía a su cargo la bolsa, robaba lo que echaban en ellaEntonces dijo Jesús: "Déjala. Esto lo tenía guardado para el día de mi sepultura; porque a los pobres los tendrán siempre con ustedes, pero a mí no siempre me tendrán". Mientras tanto, la multitud de judíos, que se enteró de que Jesús estaba allí, acudió, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, a quien el Señor había resucitado de entre los muertos. Los sumos sacerdotes deliberaban para matar a Lázaro, porque a causa de él, muchos judíos se separaban y creían en Jesús. 

Jesús va a Betania, donde ha devuelto la vida a Lázaro. Le ofrecen allí una cena de acción de gracias. Por la forma como lo relata San Juan, es un anticipo de la última cena en la que Jesús instituirá el memorial de su muerte y resurrección. 

Marta, María, Lázaro y los invitados, con Jesús como centro, simbolizan a la comunidad de los creyentes que celebra la Cena del Señor y lo hace presente por los siglos. Se destaca la figura de María y su ofrenda de un perfume finísimo, con el que rinde homenaje a Jesús y le demuestra toda su gratitud por lo que ha hecho en favor de su hermano. Las alusiones implícitas al Cantar de los Cantares (el perfume de nardo 1,12; los cabellos 7,6) permiten suponer que Juan ve en la mujer de Betania un símbolo de la Iglesia-esposa, que rinde homenaje a su Señor. 

La acción que realiza María es propia de los sirvientes de casa: ungir o lavar los pies del invitado en señal de bienvenida; pero ella lo hace como muestra de un amor que da sin llevar cuentas. Así es el amor auténtico. Todas las riquezas de la casa no bastan para comprarlo (Cant 8,7). Por eso, María lo demuestra con su regalo de un perfume carísimo que resulta excesivo a quien no conoce ni siente tal amor. Del mismo modo, el gesto de Jesús de lavar los pies de sus discípulos en la última cena, será para Juan la demostración de que Jesús, con la entrega de su vida, ha llevado su amor hasta el extremo. Este amor, expresión de la donación de uno mismo, será el distintivo de la comunidad. En esto conocerán que son ustedes mis discípulos… 

El perfume adquiere importancia central en el relato. Toda la casa se llenó de la fragancia del perfume. Todos en la comunidad han sido alcanzados por el espíritu del Señor, espíritu del amor. San Pablo dirá que Dios, valiéndose de nosotros esparce en todo lugar la fragancia de su conocimiento. Porque nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo…, olor de vida que lleva a la vida (2 Cor 2, 15-16). No se puede guardar la fe como algo puramente íntimo, privado. El perfume se expande. Así como el pan es para ser partido y consumido, así también la esencia del perfume es expandirse y desaparecer. Un pan que se guarda no alimenta, no sirve para nada; un perfume que se guarda en sí mismo no es perfume. Por eso es símbolo de Dios cuya esencia, el amor, es expansivo, se da siempre. Es símbolo de Cristo que no se guarda para sí sino que sirve y se entrega totalmente. Y es símbolo del cristiano, hecho para la donación generosa en el servicio, a imitación del Señor. Se podría decir, también, que el frasco de perfume roto es otro símbolo, porque sugiere la idea de las opciones fundamentales y de los compromisos definitivos y para siempre, por medio de los cuales la persona lo da todo de una vez y para siempre, sin dejar abierta la posibilidad de echarse atrás. 

Judas protesta. Encarna al mundo que rechaza el don del amor salvador que Dios ofrece y el camino hacia la plena realización humana por medio del amor de donación y servicio. Este mundo no aprecia el valor de la entrega sacrificada que da más de lo que es preciso; actitudes así le parecen despilfarro, derroche inexplicable. Pero además, Judas aparece designado específicamente como el que lo iba a traicionar, y su protesta, mentirosa, que no busca el bien de los pobres sino obtener provecho de la venta del perfume, deja ver la razón última de su traición: no ha aceptado al Señor, nunca lo ha comprendido, lo ha seguido pero por su propio interés y le molesta su mensaje del amor que salva. 

María sí ha entendido al Señor. Por su parte, Jesús la defiende e interpreta su muestra de afecto como una acción profética. Prepara mi cuerpo para la sepultura. Anticipa la experiencia pascual de las mujeres que irán con perfumes de mirra y áloe a embalsamar el cuerpo de Jesús. Pero a diferencia de ellas que irán a honrar a un difunto, María honra al que está vivo y da la vida, al gran Viviente que vencerá a la muerte. 

La frase de Jesús que viene a continuación puede resultar difícil de entender, pero se entiende si se la ve como una alusión al texto del Deuteronomio: No dejará de haber pobres en medio del país (Dt 15, 11), que remite al mandamiento de Dios de socorrer a los necesitados. Esta orden sagrada valdrá siempre, mientras la injusticia siga dominando en el mundo. El sentido de la frase de Jesús sería éste: «Hay que ocuparse siempre de los pobres, pero María ha hecho bien al ocuparse hoy de mí». 

Ocasiones para demostrar amor a los pobres las habrá siempre, pero la oportunidad de tributar a Jesús tal demostración de amor no se da sino ahora y María lo ha entendido. 

En resumen, el pasaje transmite la lección de la generosidad plena. No perdemos lo que entregamos. El amor generoso, que da sin llevar cuenta, será siempre el distintivo del verdadero discípulo.

domingo, 24 de marzo de 2024

Domingo de Ramos – Pasión y muerte de Jesús (Mc 11,1-10 Mc 14, 1-15, 47)

 P. Carlos Cardó SJ 

Entrada de Jesús en Jerusalén, fresco de Giotto di Bondone (siglo XII), Capilla de los Scrovegni, Museo Cívico de Padua, Italia

Cuando Jesús y los suyos iban de camino a Jerusalén, al llegar a Betfagé y Betania, cerca del monte de los Olivos, les dijo a dos de sus discípulos: "Vayan al pueblo que ven allí enfrente; al entrar, encontrarán amarrado un burro que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganmelo. Si alguien les pregunta por qué lo hacen, contéstenle: 'El Señor lo necesita y lo devolverá pronto"'. "Fueron y encontraron al burro en la calle, atado junto a una puerta, y lo desamarraron. Algunos de los que allí estaban les preguntaron: "¿Por qué sueltan al burro?". Ellos les contestaron lo que había dicho Jesús y ya nadie los molestó. Llevaron el burro, le echaron encima los mantos y Jesús montó en él. Muchos extendían su manto en el camino, y otros lo tapizaban con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante de Jesús y los que lo seguían, iban gritando vivas: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en el cielo!".

Faltaban dos días para la fiesta de Pascua y de los panes Ázimos. Los sumos sacerdotes y los escribas andaban buscando una manera de apresar a Jesús a traición y darle muerte, pero decían: "No durante las fiestas, porque el pueblo podría amotinarse".
Estando Jesús sentado a la mesa, en casa de Simón el leproso, en Betania, llegó una mujer con un frasco de perfume muy caro, de nardo puro; quebró el frasco y derramó el perfume en la cabeza de Jesús. Algunos comentaron indignados: "¿A qué viene este derroche de perfume? Podía haberse vendido por más de trescientos denarios para dárselos a los pobres".
Y criticaban a la mujer; pero Jesús replicó: "Déjenla. ¿Por qué la molestan? Lo que ha hecho conmigo está bien, porque a los pobres los tienen siempre con ustedes y pueden socorrerlos cuando quieran; pero a mí no me tendrán siempre. Ella ha hecho lo que podía. Se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura. Yo les aseguro que en cualquier parte del mundo donde se predique el Evangelio, se recordará también en su honor lo que ella ha hecho conmigo".
Judas Iscariote, uno de los Doce, se presentó a los sumos sacerdotes para entregarles a Jesús. Al oírlo, se alegraron y le prometieron dinero; y él andaba buscando una buena ocasión para entregarlo. El primer día de la fiesta de los panes ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le preguntaron a Jesús sus discípulos: "¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?".
Él les dijo a dos de ellos: "Vayan a la ciudad. Encontrarán a un hombre que lleva un cántaro de agua; síganlo y díganle al dueño de la casa en donde entre: 'El Maestro manda preguntar: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer la Pascua con mis discípulos?'. Él les enseñará una sala
en el segundo piso, arreglada con divanes. Prepárennos allí la cena".
Los discípulos se fueron, llegaron a la ciudad, encontraron lo que Jesús les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Al atardecer, llegó Jesús con los Doce. Estando a la mesa, cenando, les dijo: "Yo les aseguro que uno de ustedes, uno que está comiendo conmigo, me va a entregar".
Ellos, consternados, empezaron a preguntarle uno tras otro: "¿Soy yo?".
El respondió: "Uno de los Doce; alguien que moja su pan en el mismo plato que yo. El Hijo del hombre va a morir, como S está escrito: pero ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre! ¡Más le valiera no haber nacido!".
Mientras cenaban, Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen: esto es mi cuerpo".
Y tomando en sus manos una copa de vino, pronunció la acción de gracias, se la dio, todos bebieron y les dijo: "Esta es mi sangre, sangre de la alianza, que se derrama por todos. Yo les aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios".
Después de cantar el himno, salieron hacia el monte de los Olivos y Jesús les dijo: "Todos ustedes se van a escandalizar por mi causa, como está escrito: 'Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas'; pero cuando resucite, iré por delante de ustedes a Galilea".
Pedro replicó: "Aunque todos se escandalicen, yo no".
Jesús le contestó: "Yo te aseguro que hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, tú me negarás tres".
Pero él insistía: "Aunque tenga que morir contigo, no te negaré".
Y los demás decían lo mismo. Fueron luego a un huerto, llamado Getsemaní, y Jesús dijo a sus discípulos: "Siéntense aquí mientras hago oración".
Se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan; empezó a sentir terror y angustia, y les dijo: "Tengo el alma llena de una tristeza mortal. Quédense aquí, velando".
Se adelantó un poco, se postró en tierra y pedía que, si era posible, se alejara de él aquella hora. Decía: "Padre, tú lo puedes todo: aparta de mi este cáliz. Pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres".
Volvió a donde estaban los discípulos, y al encontrados dormidos, dijo a Pedro: "Simón, ¿estás dormido? ¿No has podido velar ni una hora? Velen y oren, para que no caigan en la tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil".
De nuevo se retiró y se puso a orar, repitiendo las mismas palabras.
Volvió y otra vez los encontró dormidos, porque tenían los ojos cargados de sueño, por eso no sabían qué contestarle. Él les dijo: "Ya pueden dormir y descansar. ¡Basta! Ha llegado la hora. Miren que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya está cerca el traidor".
Todavía estaba hablando, cuando se presentó Judas, uno de los Doce, y con él, gente con espadas y palos, enviada por los sacerdotes, los escribas y los ancianos. El traidor les había dado una contraseña, diciéndoles: “Al que yo bese, ése es. Deténganlo y llévenselo bien sujeto".
Llegó, se acercó y le dijo: "Maestro". Y lo besó.
Ellos le echaron mano y lo apresaron. Pero uno de los presentes desenvainó la espada y de un golpe le cortó la oreja a un criado del sumo sacerdote. Jesús tomó la palabra y les dijo: "¿Salieron ustedes a apresarme con espadas y palos, como si se tratara de un bandido? Todos los días he estado entre ustedes, enseñando en el templo y no me han apresado. Pero así tenía que ser para que se cumplieran las Escrituras".
Todos lo abandonaron y huyeron.
Lo iba siguiendo un muchacho, envuelto nada más con una sábana y lo detuvieron; pero él soltó la sábana y se les escapó desnudo.
Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote y se reunieron todos los pontífices, los escribas y los ancianos. Pedro lo fue siguiendo de lejos hasta el interior del patio del sumo sacerdote y se sentó con los criados, cerca de la lumbre, para calentarse. Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban una acusación contra Jesús para condenarlo a muerte y no la encontraban. Pues, aunque muchos presentaban falsas acusaciones contra él, los testimonios no concordaban. Hubo unos que se pusieron de pie y dijeron: "Nosotros lo hemos oído decir: 'Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construirá otro, no edificado por hombres'". Pero ni aun en esto concordaba su testimonio.
Entonces el sumo sacerdote se puso de pie y le preguntó a Jesús: "¿No tienes nada que responder a todas esas acusaciones.
Pero él no le respondió nada. El sumo sacerdote le volvió a preguntar: "¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?".
Jesús contestó: "Sí lo soy. Y un día verán cómo el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y cómo viene entre las nubes del cielo".
El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras exclamando: "¿Qué falta hacen ya más testigos? Ustedes mismos han oído la blasfemia. ¿Qué les parece?". y todos lo declararon reo de muerte.
Algunos se pusieron a escupirle, y tapándole la cara, lo abofeteaban y le decían: "Adivina quién fue", Y los criados también le daban de bofetadas.
Mientras tanto, Pedro estaba abajo, en el patio. Llegó una criada del sumo sacerdote, y al ver a Pedro calentándose, lo miró fijamente y le dijo: "Tú también andabas con Jesús Nazareno".
Él lo negó, diciendo: "Ni sé ni entiendo lo que quieres decir".
Salió afuera hacia el zaguán, y un gallo cantó. La criada, al verlo, se puso de nuevo a decir a los presentes: "Ése es uno de ellos". Pero él lo volvió a negar.
Al poco rato, también los presentes dijeron a Pedro: "Claro que eres uno de ellos, pues eres galileo".
Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar: "No conozco a ese hombre del que hablan".
En seguida, cantó el gallo por segunda vez. Pedro se acordó entonces de las palabras que le había dicho Jesús: "Antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres", y rompió a llorar.
Luego que amaneció, se reunieron los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el sanedrín en pleno, para deliberar. Ataron a Jesús, se lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Éste le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?".
El respondió: "Sí lo soy".
Los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: "¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan".
Jesús ya no le contestó nada, de modo que Pilato estaba muy extrañado. Durante la fiesta de Pascua, Pilato solía soltarles al preso que ellos pidieran. Estaba entonces en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en un motín. Vino la gente y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les dijo: “¿Quieren que les suelte al rey de los judíos?". Porque sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia.
Pero los sumos sacerdotes incitaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato les volvió a preguntar: "¿Y qué voy a hacer con el que llaman rey de los judíos?".
Ellos gritaron: "Crucificalo!".
¡Pilato les dijo: "Pues ¿qué mal ha hecho?".
Ellos gritaron más fuerte: "¡Crucificalo!".
Pilato, queriendo dar gusto a la multitud, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de mandarlo azotar, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio, al pretorio, y reunieron a todo el batallón. Lo vistieron con un manto de color púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a burlarse de él, dirigiéndole este saludo: "¡Viva el rey de los judíos!". Le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él.
Terminadas las burlas, le quitaron aquel manto de color púrpura, le pusieron su ropa y lo sacaron para crucificarlo. Entonces forzaron a cargar la cruz a un individuo que pasaba por ahí de regreso del campo, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir "lugar de la Calavera"). Le ofrecieron vino con mirra, pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echando suertes para ver qué le tocaba a cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: "El rey de los judíos". Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: Fue contado entre los malhechores. Los que pasaban por ahí, lo injuriaban meneando la cabeza y gritándole: "¡Anda! Tú, que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la cruz".
Los sumos sacerdotes se burlaban también de él y le decían: "Ha salvado a otros, pero a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos". Hasta los que estaban crucificados con él también lo insultaban.
Al llegar el mediodía, toda aquella tierra se quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús gritó con voz potente: "Eloí, Eloí, ¿lemá sabactani?". (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?) Algunos de los presentes, al oírlo, decían: "Miren, está llamando a Elías".
Uno corrió a empapar una esponja en vinagre, la sujetó a un carrizo y se la acercó para que bebiera, diciendo: "Vamos a ver si viene Elías a bajarlo ".
Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró.
Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba a abajo. El oficial romano que estaba frente a Jesús, al ver cómo había expirado, dijo: "De veras este hombre era Hijo de Dios".
Había también ahí unas mujeres que estaban mirando todo desde lejos; entre ellas, María Magdalena, María (la madre de Santiago el menor y de José) y Salomé, que cuando Jesús estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y además de ellas, otras muchas que habían venido con él a Jerusalén.
Al anochecer, como era el día de la preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro distinguido del sanedrín, que también esperaba el Reino de Dios. Se presentó con valor ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato se extrañó que ya hubiera muerto, y llamando al oficial, le preguntó si hacía mucho tiempo que había muerto. Informado por el oficial, concedió el cadáver a José. Éste compró una sábana, bajó el cadáver, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro excavado en una roca y tapó con una piedra la entrada del sepulcro. María Magdalena y María, la madre de José, se fijaron en dónde lo ponían.

La liturgia de hoy nos ofrece juntos el triunfo de Jesús y su pasión. 

Con los niños hebreos y la multitud de Jerusalén, llevando ramas de olivo, salimos al encuentro del Señor y lo aclamamos como rey salvador: “Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor”. Admira el modo como Jesús asume su condición de rey: la humildad pacífica que le lleva a entrar en la ciudad montado sobre un burrito. Su grandeza no se manifiesta en el dominio y la fuerza, sino en el servicio y la entrega de su vida. Su reino no es de este mundo. 

La Pasión según San Marcos es un relato “denso” con una fuerte carga existencial. No es una fría declaración de principios y verdades sino una narración viva del misterio de la vida, pasión y muerte de Jesús. Es la historia de su fidelidad hasta la muerte, de su confianza total en Dios, de su solidaridad con la humanidad sufriente. Las tres lecturas de hoy nos hacen ver cómo se identifica Dios con la humanidad dolorida, la de antes, la de entonces y la de ahora. 

El Siervo de Yahvé, probado en el sufrimiento, es capaz de decir una palabra alentadora al cansado (Isaías 50,4), porque participa de su dolor. El Siervo de Yahvé es figura de Jesús, que al compartir nuestros dolores hasta entregar su vida por nosotros, nos da la prueba máxima de su amor por nosotros; “haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2,7-8) “Por eso Dios lo levantó sobre todo”. 

Hoy iniciamos la Semana Santa. Recorreremos el mismo camino de Jesús, de dolor, amor y gloria. La muerte en cruz es camino de victoria. Celebramos la Pascua, el triunfo del amor con que Dios nos amó. Sin embargo, constatamos que la Semana Santa se convierte para muchos en semana de vacaciones… Por más que aquí y en muchas parroquias hay en estas fechas diversos actos que ayudan a vivir el significado de estos días: oficios santos, adoración, vía crucis… Son días para meditar. Es muy provechoso hacer una lectura pausada de los textos litúrgicos de estos días o de alguno de los relatos de la pasión. 

Celebrar la Semana Santa es creer que Dios en Jesús con infinito amor ama a todos sus hijos e hijas, a los que vienen estos días a la iglesia y a los que no acudirán a ella. Todos caben en su corazón. Es también agradecimiento por el amor «increíble» de Dios y deseo de vivir como Jesús solidarizándonos con los crucificados.