lunes, 31 de julio de 2023

Muerte de Juan Bautista (Mt 14, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ

Salomé con la cabeza de Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Caravaggio (1653 – 1659), Palacio Real de Madrid, España

Por aquel tiempo, la fama de Jesús había llegado hasta el virrey Herodes. Y dijo a sus servidores: «Éste es Juan Bautista; Juan ha resucitado de entre los muertos y por eso actúan en él poderes milagrosos».
En efecto, Herodes había ordenado detener a Juan, lo había hecho encadenar y encerrar en la cárcel, a causa de Herodías, esposa de su hermano Filipo. Porque Juan le decía: «La Ley no te permite tenerla como esposa».
Herodes quería matarlo, pero tenía miedo de la gente, que consideraba a Juan como un profeta.
En eso llegó el cumpleaños de Herodes. La hija de Herodías salió a bailar en medio de los invitados, y le gustó tanto a Herodes, que le prometió bajo juramento darle todo lo que le pidiera.
La joven, a instigación de su madre, le respondió: «Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan Bautista».
El rey se sintió muy molesto, porque se había comprometido bajo juramento en presencia de los invitados; aceptó entregársela, y mandó decapitar a Juan en la cárcel.
Su cabeza fue traída en una bandeja y entregada a la muchacha, quien a su vez se la llevó a su madre.
Después vinieron los discípulos de Juan a recoger su cuerpo y lo enterraron. Y fueron a dar la noticia a Jesús.
Al conocer esa noticia, Jesús se alejó discretamente de allí en una barca y fue a un lugar despoblado. Pero la gente lo supo y en seguida lo siguieron por tierra desde sus pueblos.
Al desembarcar Jesús y encontrarse con tan gran gentío, sintió compasión de ellos y sanó a sus enfermos.

La actividad de Juan Bautista y la de Jesús estuvieron muy relacionadas. La muerte cruenta de Juan anticipa la de Jesús. Ambos sufren el mismo destino de los grades profetas. En su martirio, el enviado de Dios demuestra que su vida ha estado configurada con la palabra que recibió de lo alto y que Él ha transmitido con todas sus consecuencias; manifiesta así el valor de la causa a la que se ha entregado. Hay valores que valen más que la vida; esta verdad se hace patente en la muerte del profeta.

Herodes, el asesino de Juan Bautista, es –junto con Pilato– prototipo de hombre falaz e inconsecuente. Dice de él San Mateo que había oído hablar de Jesús. La fe se inicia por el oído, creemos porque hemos oído, la fe se transmite. Herodes había oído, pero está incapacitado para alcanzar la verdad, como todos aquellos que oprimen la verdad con la injusticia y causan la indignación de Dios (Rom 1, 18).

El modo de vivir no deja oír la verdad, la diluye con la frivolidad, la censura con la prepotencia. El modo de vida de Herodes aparece implícitamente descrito: el adulterio, la  venalidad y la violencia. Todos estos ingredientes aparecen ostentosamente en el banquete que el rey se organiza por su cumpleaños. Fiesta de los poderosos sobre el dolor de los inocentes. Fiesta de cumpleaños con sabor a muerte.

Destaca en el festín la figura de Herodías, concubina de Herodes. Simboliza el placer que él cree poder darse porque todo lo puede, incluso quitarle la mujer a su hermano Filipo con toda desfachatez.  La mayor torpeza del corrupto es creerse omnipotente. Esta omnipotencia le hace exhibir sin temor alguno su adulterio. Pero el santo profeta lo encara: ¡No te es lícito!

Como ocurre con frecuencia en los casos de corrupción, la denuncia pone al culpable en la encrucijada: o vida o muerte. La decisión es inevitable. No se puede ser una cosa y al mismo tiempo su contraria. Pero el malvado elige la muerte del que lo acusa. Por eso Herodes quería matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. Pero no procede por miedo al pueblo que aprecia al profeta.

La ocasión se produce con el banquete. Belleza, arte y placer aporta la hija de Herodías. Danza ante el rey y la corte, y encanta.  Belleza, arte y placer, son buenos en sí; pero el mal se sirve de ellos; la belleza se torna mal gusto, el arte vulgaridad y el placer se prostituye: ya no dan vida sino muerte. Pide lo que quieras, le dice el que se cree capaz de todo. Incluso juró darle lo que pidiera, quedando obligado a cumplir su promesa insensata. Es muy común este quedar entrampado el sujeto en sus propias contradicciones. Y por su parte la belleza, bajo el influjo de la necedad, es capaz de llegar a causar el horror. La muchacha, instigada por su madre, pidió que le diera en una bandeja la cabeza del Bautista.

Herodes se entristeció. Rápido se esfumaron belleza y placer. La tristeza puede ser buena –advierte Ignacio de Loyola para acertar en el discernimiento– porque hace recapacitar, induce al arrepentimiento. Pero ocurre muchas veces que el hombre no puede salirse del enredo en que se ha metido, quedando preso del qué dirán. Y por eso, por la pura veleidad de no quedar mal ante los palaciegos, ordenó que le cortaran la cabeza a Juan. Herodes se pone así entre los primeros de la larga serie de necios que han creído y creen poder hacer lo que les viene en gana, hasta despreciar la vida del inocente por cálculo político, por mantener renombre, autoridad y dominio.

El relato concluye con una nota de piedad: vinieron sus discípulos (de Juan), recogieron el cuerpo, le dieron sepultura y fueron a contárselo a Jesús.

El historiador Flavio Josefo (Antigüedades judías, XVIII) se fija en el motivo político del asesinato. Herodes podía temer que, a consecuencia de la predicación del Bautista, se armase un movimiento popular que podría traerle problemas con los romanos, de quien era vasallo. Los evangelios prefieren resaltar la dimensión moral del arresto y decapitación del santo y situarlo como precursor, aun en su muerte, del Mesías Jesús. 

domingo, 30 de julio de 2023

Homilía del XVII Domingo del Tiempo Ordinario – Parábolas del tesoro escondido, la perla preciosa y la red (Mt 13, 44-52)

 P. Carlos Cardó SJ

La perla de gran precio, ilustración de Eugene Burnand en “Les Paraboles”, de los editores franceses Berger y Levrault (1908)

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo.
El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra.
También se parece el Reino de los cielos a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces. Cuando se llena la red, los pescadores la sacan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido.
Allí será el llanto y la desesperación. ¿Han entendido todo esto?".
Ellos le contestaron: "Sí".
Entonces él les dijo: "Por eso, todo escriba instruido en las cosas del Reino de los cielos es semejante al padre de familia, que va sacando de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas".

Tres pequeñas parábolas de Jesús sobre el Reino de Dios. La primera habla de un campesino que ha encontrado un tesoro escondido. En la antigüedad se escondían tesoros en vasijas o cofres bajo tierra. Según las leyes judías, si alguien fortuitamente los encontraba, se podía hacer dueño de ellos comprando el campo. El campesino de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirirlo. En la segunda parábola el protagonista es un mercader de perlas que encuentra una de gran valor. Y, lo mismo, vende todo lo que tiene y la adquiere.

Es lo central de la parábola: quien encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque valen más. Es el valor de la decisión que permite adquirir el bien mayor; por eso las parábolas ponen el acento en “venderlo todo” porque el Reino de Dios –simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a él todo ha de ser relativizado.

Pero no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría que siente la persona: Por la alegría que le da… vende todo. Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima de las demás.

Ocurre también con el amor a Dios: sólo un gran amor a Él puede hacer que se relativicen ante Él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama. El Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más. Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera pérdida.

En este sentido, las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una vez descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina a dedicarle la vida entera.

Todos los santos lo han vivido y lo han expresado de mil maneras: “Desde que supe que hay Dios descubrí que no podía hacer otra cosa que servirle”, decía el Beato Carlos de Foucauld. “¡Tarde te amé, hermosura, siempre antigua y siempre nueva!, ¡qué tarde te conocí!” (San Agustín). “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer..., dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta” (San Ignacio de Loyola).

Finalmente, la parábola de la red hace comprender que el Señor a todos llama y capacita para que alcancen la alegría que andan buscando, la alegría de su Reino. En la Iglesia no estamos sólo los puros, ni está compuesta únicamente de santos. El Señor convoca a todos, justos y pecadores. En su mesa no se niega la fraternidad a ningún hijo de Dios. Y una vez reunidos, como los peces en la red, el Señor tiene paciencia, espera a que nos convirtamos a Él de verdad y no niega a nadie su tiempo oportuno. La fe es eso, llamada y respuesta, don y responsabilidad, gracia divina y libertad humana, cruz y resurrección…

Para tomar estas decisiones que dan sentido a la vida y mantenernos fieles a ella, venimos a la Eucaristía: En ella nos alimentamos del Pan de los fuertes, que es Pan también de los débiles y de los peregrinos. En ella se actualiza para nosotros aquel acto supremo de decisión que hizo Jesús para salvarnos: “Porque él mismo, antes de su pasión, voluntariamente aceptada, cenando a la mesa con sus discípulos tomo el pan… y dijo: Tomen, coman, esto es mi cuerpo que va a ser entregado”. Alimentados de su cuerpo, nos hacemos capaces también nosotros de vivir una vida hecha entrega, para en todo amar y servir como Él.

sábado, 29 de julio de 2023

Resurrección de Lázaro (Jn 11, 19-27)

 P. Carlos Cardó SJ

Resurrección de Lázaro, óleo sobre lienzo de Carel Fabritius (1642), Museo Nacional de Varsovia, Polonia 

Muchos judíos habían ido a la casa de Marta y de María para consolarlas por la muerte de su hermano.
Apenas Marta supo que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en casa. Marta dijo a Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero aun así, yo sé que puedes pedir a Dios cualquier cosa, y Dios te lo concederá».
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».
Marta respondió: «Ya sé que será resucitado en la resurrección de los muertos, en el último día».
Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».
Ella contestó: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

El texto forma parte de la sección dedicada a la resurrección de Lázaro. En ella el evangelio de Juan da respuesta al anhelo de felicidad eterna, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26).

Además, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en Él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios, que es amor. Por eso, en su primera Carta, añade Juan: Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto (1 Jn 3,14).

Desde esta perspectiva, se puede decir, pues, que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el Card. Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después.

Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que  resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad.

Esta parte del relato de Lázaro vuelto a la vida resalta la figura de Marta. Mientras María se queda en casa –sentada, dice el texto, para señalar su estado de aflicción–, Marta sale al encuentro de Jesús para acogerlo y recibir su condolencia. Al verlo, le dirige una súplica cargada de fe en el poder divino que obra en Él y, al mismo tiempo, un reconocimiento de su propia incapacidad para evitar la muerte de su hermano. Es la pobre que sabe que sólo Dios puede cambiar las cosas, no por sus méritos sino por el amor que Él tiene a sus amigos.

Ya se lo habían mandado decir las hermanas cuando Lázaro estaba grave: Señor, el que amas está enfermo. Ahora, cuando ya no hay nada que hacer y a pesar del aparente desinterés mostrado por Jesús, Marta reconoce que Él hubiese sido capaz de librar a su amigo de la muerte: Señor, su hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá.

Ella no ha perdido la fe, pero ha sido puesta a prueba por la realidad inexorable de la muerte. Jesús la alienta a reafirmarla, haciéndole ver que la resurrección, esperada para el lejano futuro de los últimos tiempos, puede hacerse ver ahora por la fe. Para ello, Jesús la corrige y la orienta. Marta debe dar el paso de la fe propiamente cristiana, que contiene, en primer lugar, la certeza de que la resurrección nos viene por Jesucristo: Yo soy la resurrección y la vida…”, y, en segundo lugar, la posibilidad de experimentar –por la misma fe– la realidad ya presente de la resurrección. La vida eterna no es sólo futura sino presente. La forma de vida, que la fe promueve, contiene ya el germen de aquella vida que crecerá y alcanzará su plenitud después de la muerte.

Marta cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Con ello afirma lo central de la fe cristiana: que con Jesucristo ha venido la vida que vence a la muerte y puede ser vivida ya en este mundo. Dios, vida nuestra, no está fuera del mundo; nos ha venido en Jesús y está con nosotros.

viernes, 28 de julio de 2023

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-47)

 P. Carlos Cardó SJ

Visitación, iluminación en miniatura de Jean de Boucicaut (1408), Museo Jacquemart-André, París

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!»
María dijo entonces: Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

San Lucas quiere con este pasaje dar a conocer el significado que tiene Israel en la historia de la salvación. Para ello, hace que los personajes tengan un carácter de símbolo de la relación que tiene el Antiguo Testamento con el Nuevo Testamento.

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra fiel a su promesa. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se besan. En Cristo Salvador, Dios y la humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.

Se ven también en el pasaje las dos actitudes más características de María: su servicio y su fe. Dice Lucas que María va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. María va de prisa, no para comprobar las palabras del ángel, pues ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel; va a ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, comporta la salvación prometida: Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo.

¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! es el saludo de Isabel a María.  Bendita entre las mujeres era el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, que jugaron un gran papel en la victoria de Israel sobre sus enemigos (ver el libro de los Jueces, cap. 4, y el de Judit, cap.13). María, con su obediencia a la Palabra, contribuye a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba predicho en el relato del Génesis (cap. 3).

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído! Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: ¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡ Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación realizado en su Hijo Jesucristo: María es la creyente, “modelo” de todo creyente. Por eso es la llena de gracia, la Madre del Salvador, y también la Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.

Al oír las palabras de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, y luego a la generosidad de Dios y entonó un canto de alabanza: Celebra mi ser la grandeza del Señor... María es consciente de que toda su persona, su ser mujer, es un don de Dios y a Él lo devuelve en un canto de alabanza. Ella intuye que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por sus méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en su favor al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador.

Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, poder y misericordia de Dios, a quien ve como el santo, el todopoderoso, el misericordioso. En el canto de María laten los corazones agradecidos, que reconocen la acción de Dios en los acontecimientos de la propia historia personal y en la historia de la humanidad.

jueves, 27 de julio de 2023

Por qué les hablas en parábolas (Mt 13, 10-17)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo sobre el lago, óleo sobre lienzo de Georges Rouault (siglo XX), colección privada, subastado en Richard Nathanson, Londres

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús sus discípulos y le preguntaron: "¿Por qué les hablas en parábolas?".
Él les respondió: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos; pero a ellos no. Al que tiene se le dará más y nadará en la abundancia; pero al que tiene poco, aun eso poco se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden.

En ellos se cumple aquella profecía de Isaías que dice: Ustedes oirán una y otra vez y no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no verán; porque este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos ni oír con los oídos, ni comprender con el corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve.
Pero, dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen. Yo les aseguro que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron".

Acercándose los discípulos. Los discípulos constituyen la verdadera familia de Jesús, son los que escuchan la Palabra y la cumplen. Están cerca, no fuera. Los llamó para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar. Y ellos respondieron con disponibilidad y apertura, se adhirieron a Él y lo siguieron. En cambio, los judíos, movidos por sus autoridades, lo rechazaron, no se adhirieron a sus enseñanzas y lo condenaron. Faltándoles la actitud básica de disponibilidad y apertura, se quedaron en la ceguera y la obstinación.

¿Por qué les hablas en parábolas?, preguntan los discípulos a Jesús. El hecho es que Él no deja de hablarles, pero no obliga a nadie. Quien no quiere oírlo es libre. Y a quien quiera, la parábola le ofrece una puerta para alcanzar la verdad. Sobre este presupuesto, el evangelista Mateo quiere subrayar el privilegio de que gozan los discípulos de Jesús, a quienes se les concede conocer el misterio del reino de Dios, que ha queda oculto a los de fuera. Y se vale para explicar esto de un texto de Isaías (6, 9-10). A los pobres y sencillos, a los que se muestran confiados y disponibles, se les concede conocer la voluntad del Padre, la participación en su amor por medio del Hijo. A los sabios y entendidos de este mundo, en cambio, todo les queda oscuro y oculto por no tener la actitud básica para ver y comprender y seguir. Los que están fuera no se acercan, se defienden contra Él, lo acusan en vez de acogerlo, y finalmente le dan muerte en vez de vivir de Él. Son los que no siguen el signo de Jonás ni el ejemplo de conversión de los ninivitas.

A quien ya tiene se le dará… Dios es amor que da sin fin. La medida de su generosidad es la apertura de nuestro deseo. Por eso, cuanto más uno desea, más recibe. En cambio a quien no tiene… se le quitará. Porque quien no tiene deseo no recibe el don. Quien se cierra en su autosuficiencia se esteriliza. Fue el caso de los judíos que se cerraron al don que Jesús ofrecía.

El contexto de este diálogo de Jesús con sus discípulos pudo ser el de la preocupación de la comunidad de Mateo por la incredulidad de sus compatriotas judíos, que se negaron a entrar en la Iglesia y creer en la predicación cristiana. Este hecho encuentra su explicación en el misterioso designio de Dios. No es de extrañar por tanto que los judíos hayan rechazado a Cristo y sigan oponiéndose al evangelio porque Dios no se impone, ofrece gratuitamente el don de su revelación salvadora y quiere que se le acepte libremente.

Pero así como el profeta Isaías fue rechazado por el pueblo y no obstante no abandonó su misión de enviado de Dios, así también la falta de éxito de Jesús y de su Iglesia no anula la verdad de la obra salvadora de Cristo y de la misión que ha recibido de Él la Iglesia. Así pensaron los primeros cristianos.

En definitiva, pues, lo importante en la relación con Dios es la confianza en su voluntad y la disponibilidad para aceptarla. Queda claro que si se quiere gozar de la bienaventuranza y del privilegio de los discípulos de Jesús de conocerlo a Él y el misterio del reino de Dios, se ha de mostrar su misma disponibilidad y apertura. De lo contrario, serán como los judíos que se quedaron sin ver, reproducirán su misma ceguera y obstinación.

miércoles, 26 de julio de 2023

La Parábola de la semilla (Mt 13, 1-9)

P. Carlos Cardó SJ

La parábola del sembrador, grabado de George Pencz, publicado en La Historia de Cristo (1534 – 1535), Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

Ese día Jesús salió de casa y fue a sentarse a orillas del lago. Pero la gente vino a él en tal cantidad, que subió a una barca y se sentó en ella, mientras toda la gente se quedó en la orilla.
Jesús les habló de muchas cosas, usando comparaciones o parábolas.
Les decía: «El sembrador salió a sembrar. Y mientras sembraba, unos granos cayeron a lo largo del camino: vinieron las aves y se los comieron.Otros cayeron en terreno pedregoso, con muy poca tierra, y brotaron en seguida, pues no había profundidad. Pero apenas salió el sol, los quemó y, por falta de raíces, se secaron. Otros cayeron en medio de cardos: éstos crecieron y los ahogaron. Otros granos, finalmente, cayeron en buena tierra y produjeron cosecha, unos el ciento, otros el sesenta y otros el treinta por uno. El que tenga oídos, que escuche.»

Jesús explica el misterio de su vida, del desarrollo del reino de Dios y de su Palabra que actúa en nosotros. El centro de la parábola es la semilla. Pero se destaca la idea de que la siembra se frustra cuando la tierra es superficial, o pedregosa, o llena de malezas; sólo al final se logra una cosecha abundante. Probablemente Jesús pronunció esta parábola en el contexto histórico del fracaso que vivió en su predicación en Galilea. La gente que primero le siguió entusiasmada, después dudó de él como Mesías, no creyó en la venida del reino que Él anunciaba, no siguió sus enseñanzas.

Jesús revela el modo como Dios lee las cosas y nos enseña a entender lo que acontece en nuestro mundo tan contradictorio. Nos hace ver que el Reino de Dios ya está inaugurado y marcha hacia su realización plena, pero que no tiene un desarrollo homogéneo y triunfal. La acción de Dios choca con el mal y con las resistencias que le oponemos. Pero –esta es la sorpresa– su éxito final está asegurado. Dios es señor de la historia.

Con esta parábola Jesús quiere recuperar la confianza de la gente, sobre todo de sus discípulos. Se le puede llamar la parábola de la confianza porque hay en ella una llamada a fiarnos de la obra de Dios. La acción confiada del sembrador que esparce la semilla interpela al creyente para que salga de sus temores y apatías, cobre valor y se abra a la novedad del futuro que viene al encuentro del presente. No se trata de una confianza fácil y optimista. Hay muchas dificultades que superar y obstáculos que enfrentar.

A estas dificultades alude la alegoría de las distintas clases de tierra. Más que cuatro tipos de hombres, son cuatro niveles o formas de escuchar la Palabra de Dios que conviven en cada uno de nosotros.

La semilla caída en tierra de borde del camino significa que podemos escuchar la Palabra pero sin entenderla, sin asimilarla, porque nuestras maneras de pensar, nuestras costumbres y prejuicios la echan a perder. Encerrados en nosotros mismos, no advertimos la baja calidad humana y cristiana de nuestra vida, y nos defendemos, arguyendo que no tenemos nada que aprender, ni nada que cambiar.

La semilla que cae en terreno pedregoso acontece cuando escuchamos el mensaje evangélico y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas a que estamos sometidos impiden que lo tengamos en cuenta en nuestra vida y oriente nuestras decisiones y conducta. Todo queda en buenos sentimientos y deseos, que no se traducen en obras, ni en un compromiso cristiano efectivo.

La caída de la semilla en tierra llena de malezas ocurre cuando permitimos que la Palabra crezca en nosotros, pero después las preocupaciones vanas y el engaño de las cosas que el mundo nos ofrece para ser felices, actúan en nosotros sofocando los valores evangélicos, restándoles atractivo y fuerza, hasta hacerlos caer en el olvido.

Pero se da también en nosotros la tierra buena en la que la semilla sí puede dar fruto. Esa buena tierra es lo mejor nuestro, aquello que nos honra y nos hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y de amor admirables. Entonces, nos hacemos disponibles a lo que el Señor nos pide.

Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día ni de dos; es proceso lento y constante. Pero es un esfuer­zo sostenido por nuestra confianza en Dios. A pesar de las dificultades de la siembra, Jesús nos asegura el buen resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a Él.

Jesús nos invita a observar las resistencias que oponemos a su mensaje, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo Él mismo lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. Nos pide que analicemos nuestras resistencias y pidamos vernos libres de ellas para acoger lo que Él quiere darnos.

Al celebrar la Eucaristía, Dios siembra en nosotros la Palabra, que se proclama de manera más solemne que en otras ocasiones. Renovamos la confianza en la obra de Dios en nosotros y pedimos que al comer el cuerpo de Cristo en la comunión, su palabra se haga vida en nosotros. 

martes, 25 de julio de 2023

¿Pueden beber el cáliz…? (Mt 20, 20-28)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús y la madre de los hijos de Zebedeo, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1565), Museo de Grenoble, Francia

En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre de los hijos de Zebedeo, junto con ellos, y se postró para hacerle una petición.
Él le preguntó: "¿Qué deseas?".
Ella respondió: "Concédeme que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, en tu Reino".
Pero Jesús replicó: "No saben ustedes lo que piden. ¿Podrán beber el cáliz que yo he de beber?".
Ellos contestaron: "Sí podemos".
Y él les dijo: "Beberán mi cáliz; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; es para quien mi Padre lo tiene reservado".

Al oír aquello, los otros diez discípulos se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: "Ya saben que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. Que no sea así entre ustedes. El que quiera ser grande entre ustedes, que sea el que los sirva, y el que quiera ser primero, que sea su esclavo; así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida por la redención de todos".

Aparecen aquí dos lógicas en conflicto: por un lado, la lógica del mundo que ha influido en la mente de los discípulos y que los lleva a procurar el poder y el dominio, y, por otro lado, la lógica de Hijo del hombre que le lleva a seguir un camino del amor y del servicio, y no se detiene ni ante las injurias, la persecución y la muerte. La lógica de la cruz supone un cambio radical del sistema de valores imperante. Jesús, siendo el primero, se pone a servir a los demás, dando ejemplo de la verdadera grandeza. Él nos invita a pasar de la perspectiva de quien busca a toda costa rangos, categorías y cargos de poder, a la perspectiva de quien busca ser solidario y servir mejor. La persona encuentra su verdadero valor no en lo que posee,  sino en su actitud de amor y servicio a ejemplo de Jesús.

La buena fama y reputación son un derecho de toda persona humana. Perderlas significa una forma de muerte social. Por eso, el deseo de reconocimiento y de prestigio es connatural al ser humano. Sin embargo, cuando estos valores se convierten en absolutos, hasta el punto de hacer que la persona los busque como la motivación más importante de sus acciones reducen la propia existencia a una esclavitud y dependencia de la idea que los demás tengan de ella, a un culto a la imagen que se convierte en la idolatría del yo y puede llevarlo a la hipocresía de aparentar lo que no es para obtener aprobación y prestigio.

Naturalmente se olvida del modo como  Dios lo acepta. Olvida también que la vanagloria pierde a la persona en sus aparentes y transitorias victorias, mientras que el amor desinteresado, que mueve a pensar en los demás, le obtiene la verdadera gloria. Jesús desvela nuestra verdad, que consiste en ser como el Hijo, para quien la victoria consiste en amar, servir y dar la vida.

Dice el texto que la madre de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, pide a Jesús: Manda que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y otro a tu izquierda. En la versión de Marcos son los mismos hijos los que piden: Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte (Mc 10, 35). En todo caso es la misma forma de pedir que empleamos con frecuencia en nuestra oración.

Queremos que Dios haga lo que nosotros queremos, que su voluntad se adapte a la nuestra; en vez de ir nosotros a Dios, queremos que Él venga a nuestros intereses. Jesús en Getsemaní da el ejemplo supremo: No se haga mi voluntad sino la tuya. Además, la madre de los Zebedeos puede pedir algo que para ella es bueno, la cercanía de sus hijos a Jesús en su reino; pero ignora que su reino se realizará en la cruz, cuando aparezca con toda su gloria de Hijo amado del Padre que ama a sus hermanos hasta dar la vida por ellos.

San Juan Crisóstomo comenta este pasaje (Homilías sobre Mateo, n. 65) y dice: Jesús procura sacar a la madre de los Zebedeos y a sus discípulos de las ilusiones que se han forjado, diciéndoles que deben estar dispuestos a sufrir injurias, persecuciones y aun muerte: No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo voy a beber? Que nadie se extrañe de ver a los apóstoles con actitudes tan imperfectas. Hay que esperar que el misterio de la cruz se les revele, que la fuerza del Espíritu Santo les sea comunicada. Si quieres ver el valor de sus almas, míralos más tarde, y los verás superiores a todas las debilidades humanas.

Jesús no oculta las debilidades y pequeñez de sus discípulos para que veas aquello que llegarán a ser después, por el poder de la gracia que los transformará… Observa bien que no les pregunta directamente: «¿Van a ser capaces ustedes de derramar su propia sangre?» Para alentarlos, les propone compartir su cáliz, beber de su copa, es decir, vivir en comunión con Él… Mas tarde podrás ver al mismo San Juan, que ahora sólo busca el primer puesto, cederle el puesto a San Pedro… En cuanto a Santiago, su apostolado no duró mucho tiempo. Con fervor ardiente, despreciando totalmente los intereses puramente humanos, demostró un celo tan grande que mereció ser el primer mártir entre los apóstoles (Hech 12, 2). 

lunes, 24 de julio de 2023

El signo de Jonás (Mt 12, 38-42)

 P. Carlos Cardó SJ

Jonás arrojado a la ballena, grabado de Johannes Saleder (1582 aprox.), Biblioteca Nacional de España

En aquel tiempo, le dijeron a Jesús algunos escribas y fariseos: "Maestro, queremos verte hacer una señal prodigiosa".
Él les respondió: "Esta gente malvada e infiel está reclamando una señal, pero la única señal que se le dará, será la del profeta Jonás. Pues de la misma manera que Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena, así también el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra. Los habitantes de Nínive se levantarán el día del juicio contra esta gente y la condenarán, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay alguien más grande que Jonás. La reina del sur se levantará el día del juicio contra esta gente y la condenará, porque ella vino de los últimos rincones de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay alguien más grande que Salomón".

En este pasaje, los letrados, llamados también doctores o maestros de la ley, se asocian a los fariseos para exigirle a Jesús una señal que equivalga a una credencial divina de su misión para poder creer en Él como el enviado de Dios. Quieren que Jesús realice algo visible, una acción simbólica, un signo celeste o un rasgo corporal que demuestre de manera inequívoca su identidad, ya que juzgan inadmisible su pretensión de obrar en nombre de Dios. Por eso lo apremian: queremos ver una señal tuya personal.

Jesús ve la incredulidad de sus oyentes y ve en ella también reflejada la incredulidad del pueblo de Israel. Estamos en plena crisis galilea: el pueblo que al comienzo le siguió entusiasmado, después por influjo de sus autoridades, le dio la espalda, y Jesús abrió el alcance de su mensaje salvífico a los pueblos extranjeros. Por eso su respuesta es categórica.

En la persona de sus interlocutores ve al pueblo, a la generación perversa y adúltera que exige una señal. El calificativo de perversa denuncia su incapacidad de hacer el bien, como el árbol malo que da frutos malos (7,17s), y de decir algo bueno porque son malos (12, 34s). El otro adjetivo es una clara alusión a la infidelidad de Israel, esposa adúltera de Yahvé, que rompe la alianza (Os 3, 1; Ez 16,38; 23, 45).

Por eso, Jesús no les dará lo que ellos piden, un signo material y sensible, sino una señal cuyo significado exige fe para ser entendida. Haciendo un paralelo con Jonás les hace ver que la peripecia vivida por el profeta en el vientre del pez durante tres días con sus tres noches,  fue un signo anticipatorio de la muerte del Hijo del hombre y de su permanencia en el reino de los muertos. Esta es la «señal» que Dios ofrecerá a aquella generación; pero será una señal paradójica para Israel porque, por una parte, señalará su culpa en la muerte de Jesús y, por otra, la posibilidad de salvarse por medio de esa misma muerte redentora si se adhieren a Él por la fe.

Vienen después dos referencias bíblicas que denuncian la incredulidad del pueblo. Su gravedad queda demostrada con la comparación entre la actitud de los hijos de esa generación con la de los habitantes de Nínive y con la de la reina de Saba. Asimismo, la afirmación de la superioridad de Jesús respecto al famoso profeta y al sabio rey Salomón, echa en cara a los letrados y fariseos su cerrazón para entender la autoridad con que Jesús, como el enviado definitivo, ha anunciado la venida del reino de Dios.

La persona de Jesús, la sabiduría de su mensaje y la obra salvadora que realiza en favor nuestro, por puro amor, deberían ser el argumento suficiente para creer en Él. Pero muchas veces nuestra fe es débil e inconstante. Entonces, como los letrados y fariseos, esperamos pruebas y demostraciones visibles para reemprender el camino en que estábamos. Las razones que antes sostenían nuestro compromiso cristiano se nos tornan insuficientes y nos sobreviene la tibieza, la falta de mística y ardor espiritual.

En tales momentos no hay que esperar cosas extraordinarias para reencender el fervor, ni se deben hacer cambios que impliquen abandono de nuestros antiguos propósitos. 

domingo, 23 de julio de 2023

Homilía del XVI Domingo del Tiempo Ordinario - Las Parábolas de la cizaña, el granito de mostaza y la levadura (Mt 13, 24-43)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola de la cizaña entre el trigo, óleo sobre lienzo atribuido a Isaac Claesz van Swanenburg (1600 aprox.), Rijksmuseum, Ámsterdam, Países Bajos

En aquel tiempo, Jesús propuso esta parábola a la muchedumbre: "El Reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero mientras los trabajadores dormían, llegó un enemigo del dueño, sembró cizaña entre el trigo y se marchó. Cuando crecieron las plantas y se empezaba a formar la espiga, apareció también la cizaña.
Entonces los trabajadores fueron a decirle al amo: 'Señor, ¿qué no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde, pues, salió esta cizaña?'.
El amo les respondió: 'De seguro lo hizo un enemigo mío'.
Ellos le dijeron: '¿Quieres que vayamos a arrancarla?'.
Pero él les contestó: 'No. No sea que al arrancar la cizaña, arranquen también el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha y, cuando llegue la cosecha, diré a los segadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en gavillas para quemarla, y luego almacenen el trigo en mi granero'".
Luego les propuso esta otra parábola: "El Reino de los cielos es semejante a la semilla de mostaza que un hombre siembra en un huerto. Ciertamente es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, llega a ser más grande que las hortalizas y se convierte en un arbusto, de manera que los pájaros vienen y hacen su nido en las ramas".
Les dijo también otra parábola: "El Reino de los cielos se parece a un poco de levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, y toda la masa acabó por fermentar".
Jesús decía a la muchedumbre todas estas cosas con parábolas, y sin parábolas nada les decía, para que se cumpliera lo que dijo el profeta: “Abriré mi boca y les hablaré con parábolas; anunciaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo”.
Luego despidió a la multitud y se fue a su casa. Entonces se le acercaron sus discípulos y le dijeron: "Explícanos la parábola de la cizaña sembrada en el campo".
Jesús les contestó: "El sembrador de la buena semilla es el Hijo del hombre, el campo es el mundo, la buena semilla son los ciudadanos del Reino, la cizaña son los partidarios del maligno, el enemigo que la siembra es el diablo, el tiempo de la cosecha es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles.
Y así como recogen la cizaña y la queman en el fuego, así sucederá al fin del mundo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles para que arranquen de su Reino a todos los que inducen a otros al pecado y a todos los malvados, y los arrojen en el horno encendido. Allí será el llanto y la desesperación. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga".

El Señor siembra la buena semilla, pero su crecimiento siempre va a encontrar obstáculos. El bien aparecerá mezclado con el mal que no actúa sólo fuera, sino dentro de la comunidad cristiana y en el interior de cada uno.

El creyente sabe que el triunfo del bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia. El mal no lo puede abatir; debe llevarlo más bien a exaltar el bien. Enfrentado como Jesús, el mal puede dar paso al bien que niega. Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien (Rm 8,28). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20).

Es comprensible que ante el mal del mundo, sobre todo cuando se hace sufrir a los inocentes, nos preguntemos acerca de la bondad de Dios. Pero tales preguntas no son inevitables; no tenemos necesariamente que plantearlas. La fe no ofrece una teoría consoladora para resolver esos interrogantes, en todo caso nos hace vivirlos con mayor dolor y consternación, porque nos hace más sensibles al sufrimiento.

Lo que la fe nos ofrece es un camino para superar el mal en cualquiera de sus formas: el camino de Jesús que, ante la maldad y el pecado del mundo, acumulados en su pasión, confió en la bondad de Dios e introdujo el amor en esa situación para que en ella pudiera estar presente la fuerza de Dios que vence al mal y a la muerte.

Desde esta perspectiva, podemos leer todos los acontecimientos en los que el mal parece triunfar y la fe es puesta a prueba. Pero de manera particular la parábola de la cizaña nos debe hacer mirar con ojos de fe lo que nos ha tocado vivir en la Iglesia. Ella es el campo del Señor, en el que se mezclan el buen trigo y la mala hierba. Divina y humana de arriba abajo, es al mismo tiempo “sacramento” de la comunión de Dios con los hombres en Jesucristo, “cuerpo” y “esposa” de Cristo, lugar indestructible de la presencia que sostiene y difunde la verdad del Espíritu de Dios en el mundo.

Pero esto no siempre resulta obvio porque la Iglesia es “santa y necesitada al mismo tiempo de continua purificación”. Para muchos, la prueba más dura puede ser la desilusión que causan los hombres de Iglesia. Por eso, a nadie le es lícito volverse insensible a los escándalos y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras distintas, siempre ha dado ese mundo eclesiástico oficial. Sin embargo, no seamos de aquellos que querrían un cielo sobre la tierra.

Es justo reconocer que todos hemos experimentado la pureza, verdad y bondad de Cristo y de su obra entre nosotros por medio de esa misma Iglesia. En definitiva, la fe en Cristo es la que sostiene nuestra fe en la Iglesia, y sólo con esta fe podemos superar la desconfianza, el escepticismo, el distanciamiento o la crítica malsana. Así es, creo en la Iglesia porque creo en Jesús y confío, contra toda desconfianza, que estará en su Iglesia todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20), que jamás le retirará su santo Espíritu, y que me hará capaz de buscar y descubrir los signos (a veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar de la cizaña.

Las pequeñas parábolas del granito de mostaza y de la levadura en la masa hablan del desarrollo del reino de Dios. El granito de mostaza subraya el aspecto de la pequeñez. Remite al modo de actuar de Dios que quiso aparecer en el Niño de Belén y mostrarse luego como el pequeño carpintero de Nazaret. Entrar por los caminos del Señor, asumir su lógica, significa convencerse de que quien quiera ser grande ha de hacerse el más pequeño para servirlos a todos (Mt 20, 26).

La  parábola de la levadura nos habla asimismo de una realidad que queda escondida, pero no inactiva. De manera callada y oculta la levadura que una mujer mezcla con la harina la va fermentando desde dentro. Así actúa Dios moviendo el interior de las personas. El silencio y la pobreza de medios caracterizan la presencia modesta de Jesús, el mesías que actúa lejos de las expectativas de poder y de riqueza. Frente a los poderes del mundo que se le oponen, Él se sitúa en la falta de poder y desde ahí pone de manifiesto la verdad y el poder salvador de Dios que triunfa en la debilidad. Nos enseña, pues, a fiarnos de la fuerza transformadora que tiene el evangelio proclamado al mundo, a no dejarnos escandalizar por el mal y a procurar siempre vencerlo a fuerza de bien (Rom 12, 21).

sábado, 22 de julio de 2023

Aparición a María Magdalena (Jn 20, 1-2.11-18)

 P. Carlos Cardó SJ

“No me toques” (“Noli me tangere”), óleo sobre lienzo de Jerónimo Cósida (1570 aprox.), Museo del Prado, Madrid

El primer día después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba. Echó a correr, llegó a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto".
María se había quedado llorando junto al sepulcro de Jesús. Sin dejar de llorar, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo de Jesús, uno en la cabecera y el otro junto a los pies.
Los ángeles le preguntaron: ¿"Por qué estás llorando, mujer?". Ella les contestó: "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo habrán puesto".
Dicho esto, miró hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús.
Entonces él le dijo: "Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?".
Ella, creyendo que era el jardinero, le respondió: "Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo has puesto".
 Jesús le dijo: "¡María!".
Ella se volvió y exclamó: "¡Rabbuni!", que en hebreo significa 'maestro'.
Jesús le dijo: "Déjame ya, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: 'Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios' ".
María Magdalena se fue a ver a los discípulos para decirles que había visto al Señor y para darles su mensaje.

El Papa Francisco ha revalorizado la figura de María Magdalena como apóstol de la resurrección y figura relevante en la primitiva Iglesia. El texto de Juan sobre la vivencia que tuvo María Magdalena de la resurrección del Señor hace ver que es la primera persona a la que Él busca, en respuesta quizá al afán con que ella le busca. Por eso se la puede ver como figura de la comunidad eclesial que busca a su Señor en medio de las crisis.  

También puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y María Magdalena: el discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a la cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su nombre, y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre lo amará y yo también lo amaré y me manifestaré a él (14, 21).

El domingo de madrugada María Magdalena había ido al sepulcro y había visto removida la piedra que lo cubría. Volvió donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro, ella se quedó fuera, no tuvo valor. Paralizada por la fuerte tensión que sentía, se quedó llorando.

Cuando se fueron los discípulos, María Magdalena se agachó para mirar en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha dejado la partida del Señor. No la acepta, busca ansiosamente algo que clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida.

Dos ángeles, mensajeros de Dios, testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La respuesta de Magdalena: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto, expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor. Cuando se está vinculado tan profundamente a alguien que de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin Él. Sólo el encuentro le hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le insinúan a Magdalena con su pregunta: Por qué. Tal vez porque considera la muerte como el final de todo; pero puede haber otra explicación.

Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).

Entonces Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre con el afecto de siempre y en su tono familiar inconfundible. Todo lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su nombre y eso nos hace saber lo que somos para Él, lo que contamos para Él: Te he llamado por tu nombre y tú me perteneces (Is 43,1). Porque tú cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo (Is 43,4).

Por lo demás, Jesús resucitado mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos sus encuentros (con Nicodemo, con la Samaritana, con los enfermos, con los pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que hace posible reconocer su presencia.

¡Rabbubí!, responde María Magdalena en arameo. Lo reconoce a Él como su maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la tristeza al gozo. Como Marta de Betania ella también reconoce en Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en Él es tener vida eterna (Jn 11,25). El encuentro con Él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección. Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin remedio, pero que vista a la luz de la fe puede revelar en sí misma la presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte.

No me retengas, continua Jesús... ve y di a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.

María Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció. Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura del discípulo de Jesucristo, modelo para la Iglesia.