P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo.
El Reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una perla muy valiosa, va y vende cuanto tiene y la compra.
También se parece el Reino de los cielos a la red que los pescadores echan en el mar y recoge toda clase de peces. Cuando se llena la red, los pescadores la sacan a la playa y se sientan a escoger los pescados; ponen los buenos en canastos y tiran los malos. Lo mismo sucederá al final de los tiempos: vendrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los arrojarán al horno encendido.
Allí será el llanto y la desesperación. ¿Han entendido todo esto?".
Ellos le contestaron: "Sí".
Entonces él les dijo: "Por eso, todo escriba instruido en las cosas del Reino de los cielos es semejante al padre de familia, que va sacando de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas".
Tres pequeñas parábolas
de Jesús sobre el Reino de Dios. La primera habla de un campesino
que ha encontrado un tesoro escondido. En la antigüedad se escondían tesoros en
vasijas o cofres bajo tierra. Según las leyes judías, si alguien fortuitamente
los encontraba, se podía hacer dueño de ellos comprando el campo. El campesino
de la parábola vende todo lo que tiene para poder adquirirlo. En la segunda
parábola el protagonista es un mercader de perlas que encuentra una de gran
valor. Y, lo mismo, vende todo lo que tiene y la adquiere.
Es lo central de la parábola: quien
encuentra el tesoro o la perla decide venderlo todo y adquirir esos bienes porque
valen más. Es el valor de la decisión que permite adquirir el bien mayor; por
eso las parábolas ponen el acento en “venderlo todo” porque el Reino de Dios
–simbolizado en el tesoro y la perla– vale mucho más. Frente a él todo ha de
ser relativizado.
Pero
no se trata de una obligación impuesta desde el exterior que se asume a
regañadientes, sino de una decisión fruto de la alegría que siente la persona: Por la alegría que le da… vende todo.
Decisiones así se producen en el campo del amor humano: quien encuentra a la
persona que andaba buscando y que lo llena de alegría, la prefiere por encima
de las demás.
Ocurre
también con el amor a Dios: sólo un gran amor a Él puede hacer que se
relativicen ante Él todas las cosas del mundo. No porque pierdan valor o
atractivo, sino porque sólo tienen sentido en función de lo que se ama. El
Evangelio no dice que el campesino del tesoro y el mercader de la perla echen
todo a rodar, sino que invierten lo que poseen para adquirir lo que vale más.
Uno no “pierde” nada; más bien lo gana todo. Dios no quita nada; más bien Dios
lo da todo. Es la razón por la cual, para seguir a Jesús, los discípulos dejan
redes y barca, esposa, hijos, campos. Pablo dirá que, ante la “sublimidad del
conocimiento de Cristo”, todo lo que antes era para él ganancia, lo considera
pérdida.
En
este sentido, las parábolas del tesoro encontrado y de la perla preciosa nos hacen
comprender que el amor de Dios, su reino, la persona de Jesús y su mensaje, una
vez descubiertos como el valor supremo, llenan a la persona de una alegría tan
íntima (“alegría inefable y gloriosa”, dice San Pedro – 1Pe 3,8) que se determina
a dedicarle la vida entera.
Todos
los santos lo han vivido y lo han expresado de mil maneras: “Desde que supe que hay Dios descubrí que no
podía hacer otra cosa que servirle”, decía el Beato Carlos de Foucauld. “¡Tarde te amé, hermosura, siempre antigua y
siempre nueva!, ¡qué tarde te conocí!” (San Agustín). “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento
y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer..., dadme vuestro amor y gracia
que ésta me basta” (San Ignacio de Loyola).
Finalmente, la parábola de la red hace comprender que el Señor a
todos llama y capacita para que alcancen la alegría que andan buscando, la
alegría de su Reino. En la Iglesia no estamos sólo los puros, ni está compuesta
únicamente de santos. El Señor convoca a todos, justos y pecadores. En su mesa
no se niega la fraternidad a ningún hijo de Dios. Y una vez reunidos, como los
peces en la red, el Señor tiene paciencia, espera a que nos convirtamos a Él de
verdad y no niega a nadie su tiempo oportuno. La fe es eso, llamada y
respuesta, don y responsabilidad, gracia divina y libertad humana, cruz y
resurrección…
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