martes, 30 de junio de 2020

¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe? (Mt 8, 23-27)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús calma la tempestad, óleo sobre lienzo de Arnold Friberg (1955), Colección privada
En aquel tiempo, Jesús subió a una barca junto con sus discípulos. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan fuerte, que las olas cubrían la barca; pero él estaba dormido.Los discípulos lo despertaron, diciéndole: “Señor, ¡sálvanos, que perecemos!”.Él les respondió: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”.Entonces se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma.
Y aquellos hombres, maravillados, decían: “¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?”
En el relato que hace Mateo de la tempestad calmada se destaca primero la dimensión cristológica y luego la eclesiológica del milagro. Y dado que la narración viene después de dos avisos enérgicos de Jesús sobre las condiciones que exige su seguimiento (8, 18-22), se puede decir que la travesía por un mar tempestuoso es como una representación plástica del seguimiento de Jesús en una Iglesia que no estará exenta de pruebas, crisis y dificultades. El primer versículo lo sugiere: Jesús subió a una barca y sus discípulos lo siguieron.
Ante todo se pone de relieve el poder salvador de Jesús sobre las fuerzas del mal que amenazan la vida. Cristo aparece como el señor de la naturaleza, que es capaz de “serenar el rugido de los mares y el estruendo de sus olas”, “amansar las olas embravecidas” y “reducir el temporal a suave brisa”, poder propio del Dios Altísimo que domina todo lo creado (Cf. Sal 65,8; 89,10; 107,29). El relato de Mateo tiene, por tanto, un carácter teofánico. Es una revelación del misterio de Jesús, verdadero Hijo de Dios, que deja estupefactos a quienes todavía no tienen fe.
Viene luego el significado eclesiológico del acontecimiento. Los discípulos siguen a Jesús y suben con Él a la barca. Desde la antigüedad cristiana hasta hoy se interpreta el símbolo de la barca como la nave de la Iglesia. Aquí Mateo subraya la idea de una nave frágil, que es amenazada por la tempestad. La comunidad a la que Mateo dirige su evangelio necesita una palabra de aliento porque padece la cruel persecución del judaísmo farisaico.
Pero trascendiendo dicha circunstancia histórica, aparece claro que seguir a Jesús en la barca de la Iglesia conlleva aceptar de antemano que la travesía no va a ser fácil. El mar y el agua simbolizan en la Biblia el poder del mal y las tinieblas. El mar que surca la nave de Cristo no siempre es apacible, sino agitado también por tempestades, crisis y dificultades, en las que se pone a prueba la fe de los discípulos.
Jesús, sin embargo, duerme tranquilo, superior a todo, por encima de las vicisitudes del tiempo y de la historia. Los discípulos fijan sus ojos en Él en busca de auxilio. ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! La barca agitada por las olas y los discípulos atemorizados hacen ver que la Iglesia es una comunidad de débiles y pecadores. Asistida de continuo por el Espíritu que no la abandona nunca, sufre sin embargo la inseguridad propia de los humanos ante el pecado y los escándalos que aparecen en ella, ante los peligros de las persecuciones y también ante los cambios que le vienen impuestos o que juzga necesario hacer.
En tales circunstancias, la Iglesia se siente también llamada a examinarse y a reconocer sus deficiencias, por las que el Señor le puede dirigir hoy el mismo reproche que hizo a sus discípulos: ¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe? Las palabras de Jesús no causan desaliento. Si la Iglesia las acoge, puede salir fortalecida de las pruebas. El poder del Señor, actuante en ella, puede restablecer la paz. El Señor ordenó a los vientos y al mar y se hizo una gran bonanza.
Conviene advertir que la calma que aporta Jesús no es sólo individual, como un consuelo privado, sino que es una experiencia de la comunidad, que se ve fortalecida en su fe, esperanza y amor para cumplir sin miedos la tarea evangélica.
El pasaje concluye de manera un tanto abrupta por la aparición de unos hombres, que no son los discípulos, una vez calmada la tempestad. Son personas que no saben quién es Jesús y se preguntan sobre su origen. Los discípulos sí saben quién es y lo han invocado como Señor. El evangelio no juzga a aquellos ignorantes. Vienen a ser los que reciben la Palabra transmitida por la comunidad y van de asombro en asombro, abriéndose al conocimiento del Señor.
Jesucristo resucitado auxilia con su fuerza al que vacila en su fe. Las crisis y problemas ponen a prueba la fe, pero son también oportunidades para reconocer la propia necesidad de salvación y salir fortalecidos. El actuar con falta de visión y sentir inseguridad y miedo es una experiencia propia del itinerario de la fe, la viven las personas individuales y la Iglesia. Advertir la compañía del Señor permite restablecer la paz –personal e institucional– con el predominio de la recta razón que discierne y de la confianza que brota de la fe.

lunes, 29 de junio de 2020

La confesión de Pedro (Mt 16, 13-23)

P. Carlos Cardó SJ
Ordenación de los siete sacramentos, óleo sobre lienzo de Nicolás Poussin (1636 – 1639), Museo Kimbell Art, Fort Worth, Texas, Estados Unidos
En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas".
Él les preguntó: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".
Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más.
¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, Pedro no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
Esta misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella.
La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia –Jesús dice “mi Iglesia”–. La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18).
La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de Él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu.
Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365). 

domingo, 28 de junio de 2020

Homilía del XIII Domingo del Tiempo Ordinario - Seguimiento radical de Jesús (Mt 10, 37-42)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús con la cruz a cuestas, óleo sobre lienzo de Juan de Flandes (1510), Catedral de Palencia, España
«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no es digno de mí. El que vive su vida para sí la perderá, y el que sacrifique su vida por mi causa, la hallará. El que los recibe a ustedes, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, recibirá recompensa digna de un profeta. El que recibe a un hombre justo por ser justo, recibirá la recompensa que corresponde a un justo. Asimismo, el que dé un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, porque es discípulo, no quedará sin recompensa: soy yo quien se lo digo».
Continúan las instrucciones que dio Jesús a sus apóstoles al enviarlos a predicar. Son condiciones muy duras, que no dejan lugar a la mediocridad. La adhesión a su persona ha de ser definitiva y total.
La primera viene precedida de una declaración que hace Jesús de su propia misión: No piensen que he venido a traer la paz…sino la espada. Ha venido al mundo como signo de contradicción: ante él la gente se siente llamada a tomar posición por o contra él. Sus enseñanzas unen y dividen. La paz que él trae no es a cualquier precio. Es una paz que enfrenta todas las formas del mal, pero con el arma de su Palabra, que como espada de doble filo penetra y deja al descubierto los pensamientos y las intenciones del corazón, lo que es vida y lo que es muerte (cf Hebr 4,12).
Viene luego una alusión al Profeta Miqueas (7,6), que refuerza la idea de que su persona puede dividir incluso a los miembros de una familia. Es obvio que Jesús sabe que el amor a la familia es un sagrado mandamiento de Dios (así lo afirma varias veces: 15, 3-6; 19, 19); sin embargo, es consciente también de que quien se decida a vivir conforme a sus enseñanzas podrá experimentar un conflicto entre la lealtad que le debe a él y la que debe a su familia; entonces tendrá que preferirlo a él.
Y esto no debía asombrar demasiado a los primeros cristianos pues conocían las enseñanzas de los filósofos estoicos de su tiempo que afirmaban: «el bien debe estimarse más que cualquier parentesco» (Epicteto). Lo que Jesús afirma es que el vínculo de la fe ha de prevalecer sobre cualquier otro vínculo, incluso el de parentesco. El vivir en radicalidad la fe puede acarrear incomprensiones, críticas y rechazos aun de personas muy queridas, que no comparten todos los valores del evangelio.
Un eco de la fuerza con que el Dios celoso del Antiguo Testamento exigía fidelidad (cf. Ex 20,5; 34,14; Dt 4,24), resuena en las palabras de Jesús. No se le puede poner por debajo de nadie ni de nada. La adhesión a su persona ha de estar por encima. Por tanto, se han de posponer otros bienes y valores, que pueden seguir manteniendo su poder de atracción. El creyente sabe cuál es la prioridad y por eso su opción funda­mental hace que el “valor” Dios, sea el más importante, en torno al cual debe girar toda su vida, y ante el cual todo ha de que­dar relativizado. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí…. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
No dice que dejemos de amar a nuestros seres queridos, padres, hermanos, hijos... Lo que dice es que quien ama a su padre o a su madre más que a él, no es digno de él. No se le puede amar menos porque ya no sería el Señor, a quien se debe amar con todo el corazón y por encima de todo. Y si se le puede amar así –por encima de todo– es porque él nos amó primero (1 Jn 4, 19) y se entregó a la muerte por mí (Gal 2,20). A su pasión por mí, respondo con mi pasión por él. Así, Cristo viene a ser vida para el creyente, lo más importante del mundo, más que la familia, más que la propia vida.
Por lo demás, todos sabemos lo que puede ocurrir en las familias cuando uno de sus miembros opta por un cristianismo más auténtico y cambia visiblemente de conducta, o cuando uno siente la vocación a una mayor entrega en la Iglesia, o asume un estilo de vida solidario que le lleva a encaminar su vida profesional más a servir que a ganar dinero.
Más aún, el solo hecho de querer obrar con rectitud y honestidad en medio de un país, de una sociedad marcada por la corrupción de las costumbres, puede llevar al cristiano a la encrucijada de tener que optar entre lo que le ofrecen los hombres –que pueden ser incluso personas muy cercanas– y lo que pide Cristo.
En tales momentos el cristiano opta por Cristo y lo hace sin dejar en absoluto de amar a los suyos, aun sabiendo que puede quedarse solo, y sólo por la certeza interior de que, en definitiva, no puede haber oposición entre los amores humanos y el amor a Dios. Este cristiano redescubre y engrandece el amor que les tiene a sus seres queridos. Ha aprendido a amarlos en Dios y según Dios, ha aprendido a amarlo todo en Dios y para Dios.
La exigencia de la cruz, final y resumen de todo, incluye estar listo a dar la vida. No es amar a la cruz por sí misma ni al dolor por el dolor, sino desear imitar y seguir a Jesús hasta donde sea necesario, aun a riesgo de la propia vida. Una entrega así asegura el logro más feliz de la persona antes y después de la muerte.
El texto termina con un elo­gio de todo aquel que acoge al que va en nombre del Señor, al que es discípulo suyo, aunque sea un pobrecito. Hay una identificación entre los enviados y Jesús que los envía, su ser y su actuar se continúan en ellos: el que a ustedes recibe, a mí recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado (Mt 10,40; cf. Mt 25,31-46). El que dé de beber a uno de estos pobrecitos porque es mi discípulo, no perderá su paga.

sábado, 27 de junio de 2020

Curación del criado del centurión romano (Mt 8, 5-13)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y el centurión romano, óleo sobre lienzo de Sebastián Bourdon (Siglo XVII), Museo de Bellas Artes de Caen, Calvados, Francia
En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaúm, un centurión se le acercó rogándole: "Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho".
Jesús le contestó: "Voy yo a curarlo".Pero el centurión le replicó: "Señor, no soy quién soy yo para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: "Ve", y va; al otro: "Ven", y viene; a mi criado: "Haz esto", y lo hace".Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: "Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, a los ciudadanos del reino los echarán fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes". Y al centurión le dijo: "Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído". Y en aquel momento se puso bueno el criado.Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles. Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él, con su palabra, expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos.
Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: "Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades".
El milagro del siervo del centurión tiene su paralelo en Lc 7, 1-10 y en Jn 4,43-54. En esos textos, el personaje es un funcionario (subalterno) del rey Herodes Antipas; aquí es un centurión, oficial romano de la guarnición de Cafarnaúm. Se trata, pues, de una persona de buena posición social y económica, pero que, ante la enfermedad de su criado, al que aprecia mucho, se siente impotente. Frente a la enfermedad y la muerte se pone de manifiesto la radical impotencia del hombre. De eso sólo Dios salva.
El relato pone de relieve la relación entre Palabra, fe y vida, y la oferta del don de la salvación a todas las naciones. Los milagros de Jesús en el evangelio son signos naturales que tienen un significado espiritual. Jesús enseña con su palabra y también con sus obras. El signo visible de la curación del enfermo es importante, incluso necesario, pero más importante es lo que significa. Por eso, como en varios otros relatos, la narración del hecho prodigioso es sólo el cuadro exterior de lo que más interesa, que es la enseñanza que contiene.
Es de notar que quien enseña aquí es un  centurión pagano: enseña a creer confiadamente en la persona de Jesús y en el poder de su palabra. Se dirige a Él llamándolo Señor, no por simple cortesía, sino porque ha reconocido la autoridad y poder de Dios en su persona y en su palabra. Por eso cree antes de ver el signo realizado en favor de su criado. Todavía no ha ido Jesús a curarlo y ya Él proclama: Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero basta que digas una sola palabra y mi criado quedará sano.
La fe no necesita ver signos y prodigios para tener la certeza del amor del Señor; le basta la Palabra que refiere lo que Él ha hecho por nosotros. La confianza es base de la fe y del amor.
La inserción de un texto profético (tomado de Is 49, 12; 59, 19; Mal 1,11) subraya la otra enseñanza del pasaje: el anuncio de la admisión de los paganos a la salvación, simbolizada en el banquete celestial, en compañía de los patriarcas, y del cual quedan excluidos los judíos, que eran los destinatarios primeros. A ese pueblo que lo rechaza Jesús propone el modelo de fe que les da un pagano. Como Abraham que era un extranjero y que, sin ver, creyó en la palabra de Yahvé y fue constituido padre en la fe de una posteridad bendecida, así también el centurión romano que, sin ver, cree en el poder divino de Jesús, viene a ser modelo de esa fe que hace extensiva la bendición de Abraham a todas las familias de la tierra.
Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para que mi criado quede sano. La humildad  es otro componente de la fe. Repetimos las palabras del centurión creyente cuando nos acercamos a recibir el Cuerpo del Señor. No somos dignos, lo que se nos da no depende de nuestros méritos. Todo es don y gracia.
La gratuidad del amor se muestra en el episodio que sigue a continuación, la curación de la suegra de Pedro. Nadie la pide, es Jesús quien toma la iniciativa, entra en la casa, ve a la enferma, la toma de la mano y la fiebre desaparece. La acción de la gracia de Cristo nos precede y se nos anticipa.
Se subraya, a pesar de la brevedad del texto, la reacción de la mujer curada: se levantó y se puso a servirle. En este gesto se condensa el fruto de la enseñanza de Jesús. Todo está ahí. La mujer lo ha hecho suyo. El favor recibido ha sido por puro amor y gracia; ella, como modelo de discípula, lo retribuye con su amor y servicio. Así esta pobre mujer se convierte en maestra del verdadero seguimiento de Jesús.
A continuación, Mateo pone un breve sumario de la actividad sanante y liberadora de Jesús. La intención parece ser introducir un texto de Isaías sobre la figura del Siervo de Dios, que carga consigo los dolores y sufrimientos del pueblo (Is 53, 4). Jesús, el Siervo, asume como propias nuestras flaquezas y enfermedades, que se convierten en el lugar de nuestro encuentro y unión con Él.

viernes, 26 de junio de 2020

Curación de un leproso (Mt 8, 1-4)

P. Carlos Cardó SJ
Curación de un leproso, acuarela opaca sobre grafito de James Tissot (1886 – 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
De pronto se le acercó un leproso, se postró ante él y le dijo: "Señor, si quieres, puedes curarme".En aquel tiempo, cuando Jesús bajó de la montaña, lo iba siguiendo una gran multitud. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciéndole: "Sí quiero, queda curado".Inmediatamente quedó limpio de la lepra.
Jesús le dijo: "No le vayas a contar esto a nadie. Pero ve ahora a presentarte al sacerdote y lleva la ofrenda prescrita por Moisés para probar tu curación".
Los capítulos 8 y 9 de Mateo están dedicados a las obras mesiánicas que Jesús realizaba como signos anticipatorios de la venida del reino de Dios. Los tres capítulos anteriores (5-7) sobre el sermón del monte contenían las enseñanzas necesarias para entrar en el reino. Mateo ve una unidad entre las palabras y las acciones de Jesús, tal como fue enunciada en los sumarios del final de los capítulos 4  y 9: Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas judías, anunciando la buena noticia del reino y sanando todas las enfermedades y dolencias (Mt 9, 35, Cf. 4, 23-24).
Las curaciones de leprosos son especialmente significativas. La idea que se tenía de su enfermedad (y en general de las afecciones contagiosas de la piel) hacía de estos pobres desgraciados verdaderos cadáveres andantes y su eventual curación era como si los muertos volvieran a la vida. La lepra tenía significación religiosa y social. La diagnosticaban los sacerdotes y sólo ellos podían verificar su curación. Excluidos de todo intercambio social, obligados a vivir a la intemperie fuera de los poblados, no podían asistir a los actos religiosos de su comunidad, eran vistos como heridos por Dios e impuros, y nadie podía acercárseles y, menos aún, tocarlos porque transmitían su impureza. De todas estas maldiciones quedaban libres si se curaban, pero los sacerdotes tenían que autorizar su readmisión en la vida social.
El relato se centra en la respuesta de Jesús: Quiero, queda limpio. El milagro en sí no se describe, tampoco la actuación de los presentes ni hay ceremonial alguno. Lo único que hace Jesús es tocarlo, no como parte de ninguna técnica de curación, sino movido a compasión y, por supuesto, a sabiendas de que, al hacerlo, infringe una prohibición legal. Queda claro que lo que cura es la voluntad del Señor, que pone en acto el poder liberador propio del Mesías anunciado por los profetas (cf. Is 26,19; 35, 5s; 61, 1).
Pero además del poder de Jesús sobre las fuerzas del mal, el texto destaca que el milagro es posible por la fe. No es una acción mágica; se encuadra dentro de una relación entre dos personas. El enfermo se dirige confiadamente a Jesús, reconoce su poder y mueve su voluntad. Por su parte, el Señor atiende la súplica del que lo implora.
Después de curarlo, le ordena que se presente al sacerdote y ofrezca el sacrificio prescrito por Moisés, para quedar reincorporado a la comunidad. Pero más allá de respetar lo mandado por la Ley es claro que Jesus con este tipo de acciones anula todo motivo de discriminación y exclusión entre las personas. Con su llegada quedan derribadas las barreras de separación entre los hombres y queda claramente fundamentado en la nueva ley el derecho de todos los seres humanos a ser tratados con igualdad y respeto, por tener una misma dignidad de hijos o hijas de Dios.
El silencio que Jesús impone al enfermo curado tiene en cuenta la idea errónea que el pueblo se ha formado del Mesías esperado y evita que en torno a su persona se genere un ambiente de entusiasmo mesiánico triunfalista. No quiere tampoco que la gente lo siga de manera interesada, como un simple taumaturgo dotado de poderes sobrenaturales, y se vean sus curaciones como meros sucesos asombrosos, y no como señales de la presencia anticipada del reino de Dios.
Finalmente, el gesto del leproso, de postrarse ante Jesús en señal de adoración, y el invocarlo como Señor, muestran que reconoce la presencia de lo divino en Él. Su súplica contiene una auténtica confesión de fe cristiana y señala la clave de interpretación de todo el relato. La figura del leproso adquiere carácter simbólico, representa al cristiano que, en la Iglesia, encuentra a Jesucristo resucitado con todo su poder liberador.
El pasado de la acción salvadora se actualiza por la virtud iluminadora de la palabra revelada y hace ver al lector del evangelio que también para él –cualquiera que sea su enfermedad o dolencia, su necesidad o padecimiento– sigue disponible la gracia del Señor como lo estuvo para aquellos enfermos y necesitados a los que liberaba con su poder misericordioso.

jueves, 25 de junio de 2020

La casa sobre roca y la casa sobre arena (Mt 7,21-29)

P. Carlos Cardó SJ
Abadía en el robledal, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1809), Palacio de Charlottenburg, Berlín, Alemania
Jesús dijo: "No bastará con decirme: Señor!, Señor!, para entrar en el Reino de los Cielos; más bien entrará el que hace la voluntad de mi Padre del Cielo.
Aquel día muchos me dirán: Señor, Señor! Hemos hablado en tu nombre, y en tu nombre hemos expulsado demonios y realizado muchos milagros. Entonces yo les diré claramente: Nunca les conocí. Aléjense de mí, ustedes que hacen el mal!
Si uno escucha estas palabras mías y las pone en práctica, dirán de él: aquí tienen al hombre sabio y prudente, que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra aquella casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre roca.
Pero dirán del que oye estas palabras mías, y no las pone en práctica: aquí tienen a un tonto que construyó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra esa casa: la casa se derrumbó y todo fue un gran desastre".
Cuando Jesús terminó este discurso, la gente estaba admirada de cómo enseñaba, porque lo hacía con autoridad y no como sus maestros de la Ley.
Estas palabras de Jesús se dirigen a personas creyentes que escuchan la doctrina del evangelio, pero no la llevan a la práctica. Son personas que pueden hacer cosas buenas, pero no cumplen lo que Dios quiere de ellas.
El evangelista Mateo tiene ante sí una comunidad cristiana entusiasta, rica en cualidades naturales y sobrenaturales. Celebran el culto, oran, incluso realizan profecías, milagros y exorcismos, pero descuidan lo cotidiano: el hacer la voluntad del Padre, amando y sirviendo a los demás en las cosas de cada día. Si no tienen amor, de nada les sirven sus prácticas religiosas y los dones extraordinarios que poseen (cf. 1 Cor 13, 1-3).
No basta con orar ostensiblemente, ni es bueno invocar a Dios con aparente sinceridad. La oración nos debe llevar a conocer lo que el Padre quiere de nosotros, y disponernos a ponerlo en práctica. Ahora bien, la voluntad de Dios se expresa claramente en el mandamiento del amor. Por eso, es precisamente en la práctica del servicio a los demás por amor donde se demuestra la autenticidad de la oración.
No basta decir “Señor, Señor”. La verdadera oración pasa por el corazón y se verifica en el amor a los demás, en especial a los más necesitados. En su oración, Jesús se encuentra con su Padre, escucha su voluntad y decide practicarla, aunque le cueste sangre el hacerlo (Mt 26,39 par; Jn 12,27). Por eso, en el día del juicio sólo recibirá el beneplácito divino quien ha cumplido la voluntad del Padre de los cielos.
Para reforzar esta enseñanza, Jesús propone la parábola de dos hombres que construyen su casa de diferente manera. El primero, considerado “prudente”, edifica firmemente sobre roca, de modo que cuando vienen las tormentas, las crecidas de los ríos y los fuertes vientos, la casa resiste por sus buenos cimientos. El segundo en cambio, es un “necio” que construye en terreno arenoso, sin las debidas precauciones, y el resultado es lamentable porque la casa no soporta el embate de los fenómenos atmosféricos y se viene abajo. Los valores y enseñanzas de Jesús son el fundamento firme para una vida bien construida; no tenerlos en cuenta es echarla a perder, “desgracia grande”.
En la predicación y, sobre todo, en el ejemplo de vida de Jesús se delinea una ética bien concreta, un modo recto de proceder, que vale tanto para los cristianos como para toda persona que aspire a forjarse una vida verdaderamente valiosa para sí y para los demás (Mt 28,19s).  Jesús hace ver que para ello es importante interiorizar los valores, asumirlos con el corazón, de lo contrario la persona no podrá actuar con convicción cuando esté sometida a la presión de los propios impulsos, o se vea envuelta por la multitud de “voces” que desde el exterior impactan en su conciencia y pugnan por dirigir su conducta.
Jesús no busca únicamente que la persona sepa cuál debe ser la recta ordenación moral de sus actos, sino que aprecie la validez de sus enseñanzas, ponga en ellas el afecto de su corazón (es decir, procure que movilicen su afectividad y sus sentimientos) de modo que la muevan desde su interior, y no como imposiciones externas. Esta persona sabrá discernir en cada circunstancia cuál ha de ser su modo de proceder y sabrá mantener un estilo de vida coherente y ejemplar.
Hoy ya no se cree –sobre todo entre los jóvenes– en doctrinas y discursos, y se ha perdido confianza en las instituciones. Lo que convence es la coherencia y autenticidad de las personas, más que las declaraciones de principios. Y eso fue lo que Jesús demostró. No enseñó nada que primero Él no lo cumpliera.
Nadie halló engaño en su boca (1 Pe 2,22), buscó servir y no ser servido (Mt 20,28), y su integridad de vida fue tan patente, que hasta sus adversarios reconocieron ante él: Maestro, sabemos que eres sincero, que enseñas con verdad el camino de Dios y no te dejas influenciar por nadie, pues no te fijas en las apariencias de las personas (Mt 22,16). Con razón pudo decir a sus discípulos, después de lavarles los pies –gesto que sintetiza lo más característico de su persona–: Ejemplo les he dado para que hagan lo mismo que yo he hecho con ustedes” (Jn 13,15).
La parábola de las dos casas interpela al lector, le induce a confrontarse con una y otra para tomar conciencia de la vida que se está construyendo.

miércoles, 24 de junio de 2020

Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

P. Carlos Cardó SJ
Nacimiento de San Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Artemisia Gentileschi (1633 a 1635), Museo del Prado, Madrid, España
A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y la felicitaban.A los ocho días fueron a circuncidar al niño, y lo llamaban Zacarías, como a su padre.
La madre intervino diciendo: "No! Se va a llamar Juan".Le replicaron: "Ninguno de tus parientes se llama así".
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. El pidió una tablilla y escribió: "Juan es su nombre". Todos se quedaron extrañados.
Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Los vecinos quedaron sobrecogidos, y corrió la noticia por toda la montaña de Judea. Y todos los que lo oían reflexionaban diciendo: "¿Qué va ser este niño?".
Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo, y su carácter se afianzaba; vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel.
Juan Bautista, figura clave del tiempo de Adviento, fue el hombre que recibió de Jesús el mayor de los elogios: «Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan».
La narración de su nacimiento la hace San Lucas con pocas palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y nacimiento de los personajes que van a tener una especial misión en la historia de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene.
Esto se destaca de modo especial cuando la mujer que concibe es una estéril como Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1; 17, 1), o como la esposa de Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se alegran con ella.
Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la Biblia considera la venida al mundo de toda persona humana no como un acontecimiento o fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime y tus obras son prodigiosas” (Sal 139, 13-14).
El nombre Juan. En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos; y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño.
«Su nombre es Juan» (Lc 1,63) dice Isabel y Zacarías lo confirma ante de los parientes maravillados, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan Dios se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su vida: Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda vida humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra que soy llamado por Él a la existencia. “El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre” (Is 49,1).
Juan nace con una misión que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a preparar la venida de Jesús Mesías. Como él, todos tenemos una misión que cumplir: la que nuestro Creador y Padre nos asigna aun antes de nacer. Ella confiere orientación y sentido a mi existencia. Percibida en mi interior como una llamada o atracción que aúna y orienta todos mis deseos, puedo libremente optar por ella como mi propio camino y elegir las actitudes que más me conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en ello me juego mi realización personal y mi felicidad.

martes, 23 de junio de 2020

No Profanar lo “santo” y la Regla de Oro (Mt 7, 6.12-14)

P. Carlos Cardó SJ
Detalle de La creación de Adán, fresco de Miguel Ángel (1511 aprox.), bóveda de la Capilla Sixtina, El Vaticano, Roma
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "No den lo que es santo a los perros, ni echen sus perlas a los cerdos, pues podrían pisotearlas y después se volverían contra ustedes para destrozarlos. Todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos: ahí está toda la Ley y los Profetas. Entren por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la ruina, y son muchos los que pasan por él. Pero ¡qué angosta es la puerta y qué escabroso el camino que conduce a la salvación!  y qué pocos son los que lo encuentran".
Para los hebreos, los perros y los cerdos eran animales impuros, así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22).  Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía.
Situada en este contexto, la frase recuerda a los discípulos que no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes no sólo no los van a aceptar, sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible.
Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19).
La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente y con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para comprenderlas, sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que conviene hacer por el bien del prójimo.
La frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral cristiana y la norma para llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida segura para mi propia manera de portarme con los demás.
El amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus justos deseos. En esto consiste el amor. El yo deja de ser el centro.
Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez, en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.
La frase de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En Él tenemos acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino, meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras esperanzas. La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias. Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado. La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta, pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor (Ef 3, 18).
Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos que ello puede tener en los demás y en mí mismo. Camino amplio es el de la búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades y angustias de los pobres. Puerta ancha es también la religión hecha de prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!, dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que no valen nada porque no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de lo que Dios más quiere: el corazón del hombre. El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia, el caminar humildemente y confiar.

lunes, 22 de junio de 2020

No juzguen y no serán juzgados Mt 7, 1-5

P. Carlos Cardó SJ
La humanidad, óleo sobre lienzo de Cristina Alejos Cañada (1995), colección privada
"No juzguen a los demás y no serán juzgados ustedes. Porque de la misma manera que ustedes juzguen, así serán juzgados, y la misma medida que ustedes usen para los demás, será usada para ustedes. ¿Qué pasa? Ves la pelusa en el ojo de tu hermano, ¿y no te das cuenta del tronco que hay en el tuyo? ¿Y dices a tu hermano: Déjame sacarte esa pelusa del ojo, teniendo tú un tronco en el tuyo? Hipócrita, saca primero el tronco que tienes en tu ojo y así verás mejor para sacar la pelusa del ojo de tu hermano".
En la base del consejo de Jesús de no juzgar al prójimo está el presupuesto de que no hay nadie sin defecto y todos, sin embargo, son mirados con misericordia por Dios. Así mira el Padre del cielo a sus hijos e hijas y por ello envió a su Hijo al mundo no para condenar sino para salvar. Por eso, porque Dios perdona siempre, porque es fiel hasta el fin a su ser padre, hay que aprender a perdonar. La condena del prójimo no debe salir nunca de la boca del cristiano porque Jesús nunca profirió amenazas ni condenó a nadie.
En efecto, juzgar a los demás es una contradicción. Traiciona el evangelio quien conoce sus valores pero, en vez de aplicárselos, los manipula para criticar, juzgar y condenar a otros. La moral, entonces, en vez de orientar la conducta causa daño, porque no se tienen en cuenta sus principios para regirse a sí mismo, sino para atacar al prójimo, vengarse, expresar celos y envidias, desahogar rencores y resentimientos.
¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojos y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano! A la crítica y habladuría malsana, que enarbola la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo malo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, acogerlo, dialogar y ayudarlo a sacar la paja que tiene en su ojo. Se trata de dejarle a Dios el puesto que le corresponde. No pretender sustituirlo, haciéndome juez de vivos y muertos.
Hipócrita no significa en primer lugar falsedad o mentira; hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, y desde allí juzga y desprecia a los que considera pecadores. Pues bien, ante Dios todos somos pecadores y publicanos.
Corregir al que yerra es una obra de misericordia; debe, por tanto, practicarse como tal, misericordiosamente, haciéndole sentir al otro que es aceptado por mí, así como yo soy aceptado a pesar de mis defectos. Sólo entonces la corrección es fraterna y puede ser eficaz. De lo contrario, puede degenerar en conflicto y endurecer más al otro en su error o mala conducta.
La corrección fraterna es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para poder ayudar sincera y misericordiosamente al prójimo en su curación.  Hay que erradicar primero de uno mismo aquello que se quiere que los demás no tengan.

domingo, 21 de junio de 2020

Homilía del XII Domingo del Tiempo Ordinario - No tengan miedo (Mt 10,26-33)

P. Carlos Cardó SJ
Los cuatro evangelistas, óleo sobre lienzo de Peter Paul Rubens (1614), Galería Sanssouci, Postdam, Alemania
"Pero no les tengan miedo. Nada hay oculto que no llegue a ser descubierto, ni nada secreto que no llegue a saberse. Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo ustedes a la luz, y lo que les digo en privado, proclámenlo desde las azoteas. No teman a los que sólo pueden matar el cuerpo, pero no el alma; teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno. ¿Acaso un par de pajaritos no se venden por unos centavos? Pero ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a ustedes, hasta sus cabellos están todos contados. ¿No valen ustedes más que muchos pajaritos? Por lo tanto no tengan miedo. Al que se ponga de mi parte ante los hombres, yo me pondré de su parte ante mi Padre de los Cielos. Y al que me niegue ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los Cielos."
El texto forma parte de las instrucciones que dio Jesús a sus discípulos antes de enviarlos a predicar. Los exhorta a no tener miedo (vv. 26.28.31) y a estar dispuestos a dar testimonio de Él y del evangelio (vv.32-33).
Jesús es consciente de que la misión que les confía les produce miedo. Ya en el Antiguo Testamento (en los relatos de vocación), los llamados por Dios perciben enseguida las dificultades de la tarea y buscan escabullirse. Moisés, elegido para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, le replica a Dios: ¿Y quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto? Yo no tengo facilidad de palabra... soy torpe de palabra y de lengua (Ex 3,11, 4,10).
De manera parecida reaccionan los jueces (Gedeón: Jue 6,15) y los profetas (Jeremías: Jr 1,6). Por su parte, los discípulos de Jesús saben que, por predicar con libertad, Juan Bautista ha sido decapitado por Herodes (Mt 14,1-12). Ven además que el mismo Jesús, aunque logre el aplauso de la gente sencilla, choca con los dirigentes. Tienen, pues, miedo a predicar: no todos los van a recibir bien (10,14), son enviados como ovejas en medio de lobos, los van a perseguir… (10,16-25).
En este contexto, Jesús les repite tres veces: No tengan miedo a anunciar el evangelio, a decir en voz alta lo que les ha dicho al oído, a la luz del día lo que les ha enseñado de noche, y desde lo alto de las azoteas lo que les ha comunicado en secreto. ¿Y el miedo a la persecución? Tampoco, porque aunque puedan acabar con su vida corporal, no pueden arrebatarles la vida del espíritu. Y nunca deben olvidar que, por encima de todos los poderes del mundo, hay un Dios, Padre de todos, en cuyas manos providentes están hasta los gorriones, que se venden en el mercado por unos céntimos. Y sin embargo ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita el Padre. En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. No teman, pues ustedes valen más que todos los pajaritos juntos.
Queda claro que el seguimiento de Jesús implica empeñar la vida, sin cálculos ni restricciones. Quien dice sí a Jesús y asume la misión que Él le confía sabe que puede correr riesgos, incluso se le puede arrebatar el “cuerpo”, pero no la “vida”. El cuerpo no es la vida; viene de la tierra y vuelve a la tierra. La vida que nada ni nadie puede matar es el Espíritu. El problema, por tanto, no es salvar el cuerpo, sino cómo vivir nuestra vida corporal, temporal, con amor filial y fraterno, con honestidad y rectitud, pues en esto consiste la vida verdadera.
Quien no vive así, está ya muerto. Esta manera de pensar brota de la convicción de que el evangelio y los valores del Reino valen más que la vida y llevan consigo justicia y felicidad para todos. Se sostiene, además, en la confianza en las palabras del Señor que aseguran el cuidado paternal con que Dios vela sobre cada persona humana. La pasión por la vida y por la persona, así como la pasión por Dios y el evangelio son los dinamismos que permiten al cristiano afrontar sin temor los riesgos de la fe.
Jesús reclama un seguimiento incondicional, no a medias, no acomodado. Ponerse de parte de Jesús ante los hombres exige fidelidad sin tacha, y eso nos asegura que Jesús se pondrá de nuestra parte ante el Padre del cielo. Si alguno está de mi parte ante los hombres, también yo estaré de su parte en presencia de mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, yo también lo negaré en presencia de mi Padre que está en los cielos.
Ponerse de parte del Señor es confiar en Él y transmitir su mensaje con la palabra y con la vida, pues la palabra sin la vida es inadmisible, y la vida sin la palabra es incomprensible. Decía San John Henry Newman: “Quien haya tenido un encuentro con Cristo no podrá vivir en adelante como si ese encuentro no hubiera sucedido”. Y esto vale también para la Iglesia que tiene que acostumbrarse a perder sus miedos, por arraigados y persistentes que sean.
El Papa Francisco no ceja en su empeño por dinamizarla para que no actúe pensando únicamente en la supervivencia y seguridad de sus instituciones. Obrando así, se mete la luz bajo el celemín y se hace insípida la sal.

sábado, 20 de junio de 2020

El Niño Jesús en el templo (Lc 2, 41-51)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús entre los doctores, pintura al temple sobre tabla que forma parte del retablo La Maestá de Duccio di Buoninsegna (1308 – 1311), Museo dell’Opera del Duomo, Siena, Italia
Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén para las festividades de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, fueron a la fiesta, según la costumbre. Pasados aquellos días, se volvieron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo supieran. Creyendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino; entonces lo buscaron, y al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca.
Al tercer día lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que lo oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas. Al verlo, sus padres se quedaron atónitos y su madre le dijo: "Hijo mío, ¿por qué te has portado así con nosotros? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia".
Él les respondió: "¿Por qué me andaban buscando? ¿No sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?".
Ellos no entendieron la respuesta que les dio. Entonces volvió con ellos a Nazaret y siguió sujeto a su autoridad. Su madre conservaba en su corazón todas aquellas cosas.
Este pasaje rompe el silencio de la vida oculta de Jesús en Nazaret y relata un acontecimiento relevante en el desvelamiento progresivo de la identidad de Jesús. Nos dice el evangelio de Lucas que los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de Pascua y que llevaron también al Niño cuando cumplió doce. Terminada la fiesta, se quedó en Jerusalén sin saberlo sus padres. Al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. Lo buscaron tres días. Sólo podían imaginar que estaría con los parientes y conocidos. Angustia, impotencia de quien no encuentra al ser querido, a la persona que uno no puede dejar de buscar. Evoca esta angustia a la que sentirán las mujeres en el sepulcro al no hallar entre los muertos al que está vivo.
Después de tres días. Lo hallaron en el templo. Es decir, en el lugar donde la gloria de Dios se manifestaba. Está allí, en lo suyo, sentado y enseñando con autoridad la Palabra de Dios a los maestros de la Palabra. Como su padre y su madre que lo buscan tres días en vano, los apóstoles y las santas mujeres tendrán que esperar al tercer día para comprobar que la Palabra de Dios se ha cumplido en el Crucificado. Y a nosotros también, que lo buscamos sin saber cómo, el texto nos da la respuesta.
La pregunta de Jesús a sus padres: ¿Por qué me buscaban? No sabían que…, más que un reproche, hay que entenderla como una invitación que les hace a procurar comprender, con la confianza propia de la fe, no con angustia, los planes que Dios tiene. Y Jesús les recuerda que Dios es su Padre. Es la primera vez que designa a Dios como su Padre. “Abbá” es en el evangelio de Lucas la primera y última palabra de Jesús. La más reveladora de su propia identidad y de la nuestra, pues es el Hijo amado del Padre,  en quien y por quien somos también nosotros hijos e hijas de Dios.
Este Hijo debe estar en las cosas de su Padre, ocuparse de ellas pues para esto ha venido al mundo: para escuchar y cumplir lo que el Padre le diga. Y ese será su alimento, hacer su voluntad.
María y José no comprendieron lo que les decía, lo comprenderán más tarde. Y para ello, María, la creyente, la que oye y acoge la Palabra, conservará todas estas cosas meditándolas en su corazón. Después de haber llevado al Hijo en su seno, lo lleva ahora en su corazón.
Ella nos enseña a meditar las palabras de su Hijo, todas, las que nos consuelan y alegran y las que nos exigen y nos cuesta comprender. Como ella, tampoco nosotros comprendemos de inmediato el misterio de los tres días de Jesús con el Padre. Como ella, conservamos en el corazón las palabras, las aprendemos de memoria, aunque su comprensión exacta todavía se nos escape. El recuerdo constante de la Palabra ilumina el corazón y nos hace alcanzar la madurez del hombre perfecto, la estatura plena de Cristo (Ef 4,13).