viernes, 31 de mayo de 2019

La Visita de María a Isabel (Lc 1, 39-56)

Padre Carlos Cardó SJ
La visitación, óleo sobre lienzo de Jacopo Carrucci (Jacopo da Pontormo) (1528 – 1529), iglesia de San Miguel y San Francisco, Carmignano, Toscana, Italia
Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!"María dijo entonces:"Proclama mi alma la grandeza del Señor,y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador,porque se fijó en su humilde esclava,y desde ahora todas las generaciones me dirán feliz.El Poderoso ha hecho grandes cosas por mí: ¡Santo es su Nombre!Muestra su misericordia siglo tras sigloa todos aquellos que viven en su presencia.Dio un golpe con todo su poder: deshizo a los soberbios y sus planes.Derribó a los poderosos de sus tronos, y exaltó a los humildes.Colmó de bienes a los hambrientos,y despidió a los ricos con las manos vacías.Socorrió a Israel, su siervo; se acordó de su misericordia,como lo había prometido a nuestros padres,a Abraham y a sus descendientes para siempre".María se quedó unos tres meses con Isabel, y después volvió a su casa.
Atenta a la señal ofrecida por el ángel en su anunciación, María sale de Nazaret para visitar a su pariente Isabel, que estaba en avanzado estado de gestación. Va de prisa, movida por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una mujer, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó de gozo el niño que llevaba en su seno, se sintió llena del Espíritu Santo y exclamó: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Es el saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia. Bendita entre las mujeres habían sido Yael y Judit (de las que hablan los libros de los Jueces, c.24, y de Judit, c.13) que aniquilaron al opresor y vencieron al enemigo de su pueblo.
María, con su obediencia a la Palabra, aniquila y vence al enemigo de la humanidad. Ella lleva en su vientre el fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Gen 3). En ella toda la creación se torna bendición y vida.
Isabel comprende que María lleva ya en su seno al Señor, y añade: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Porque en cuanto oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.
Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función excepcional que le tocó cumplir en el plan de salvación. “Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin). María es la creyente, la que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por eso, la llena de gracia, la Madre del Señor, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.
Cuando Isabel termina sus alabanzas, María dirige la mirada a su propia pequeñez, fija luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entona un cántico de alabanza. María responde a lo que Dios -el Santo, el todopoderoso, el misericordioso- ha hecho con ella al elegirla como madre del Salvador. Con su canto, María nos ayuda a descubrir el sentido de nuestra vida y agradecer los beneficios recibidos.
En María la humanidad y la creación entera cantan la fidelidad del amor de Dios. Es un canto que sintetiza la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y sencillos que sienten a Dios a su favor. Con Israel, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos.

jueves, 30 de mayo de 2019

Dentro de poco ya no me verán (Jn 16, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo en el camino a Emaus, óleo sobre lienzo de Jan Wildens (1640 aprox.), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Dentro de poco tiempo ya no me verán; y dentro de otro poco me volverán a ver".Algunos de sus discípulos se preguntaban unos a otros: "¿Qué querrá decir con eso de que: `Dentro de poco tiempo ya no me verán, y dentro de otro poco me volverán a ver’, y con eso de que: ‘Me voy al Padre’?" Y se decían: "¿Qué significa ese ‘un poco’? No entendemos lo que quiere decir".Jesús comprendió que querían preguntarle algo y les dijo: "Están confundidos porque les he dicho: ‘Dentro de poco tiempo ya no me verán y dentro de otro poco me volverán a ver’. Les aseguro que ustedes llorarán y se entristecerán, mientras el mundo se alegrará. Ustedes estarán tristes, pero su tristeza se transformará en alegría".
Jesús anuncia su próxima partida al Padre y el efecto que ella va a tener en la vida de los discípulos: primero un estado de tristeza porque ya no estará con ellos, a pesar de haberles dicho: No los dejaré huérfanos (14, 18); después una transformación interior, porque la tristeza se les tornará alegría al comprobar la presencia nueva del mismo Jesús entre ellos. Esto lo dice con unas palabras que ellos no entienden: Dentro de poco ya no me verán; pero dentro de otro poco me volverán a ver.
Jesús les hace ver que la tristeza que tendrán y que les llevará a “llorar” y “lamentarse”, es decir, a hacer duelo, será provocada por su muerte en la cruz. El mundo, en cambio, se alegrará porque creerá haber triunfado en el juicio contra Él y haber conseguido destruirlo. Será el tiempo del escándalo que los sumirá en la oscuridad.
Pero la situación se invertirá y la tristeza de los discípulos se convertirá en alegría cuando, leyendo los acontecimientos del Viernes a la luz de la fe y de la Escritura, vivan la experiencia de la resurrección que les hará gozar de la presencia victoriosa y continua del Señor con ellos y en ellos. Lo verán en la mañana de la Pascua, después de dos días de angustia. Lo verán y entenderán su cruz como el instrumento de su glorificación.
El primer tiempo es el tiempo del escándalo, de la falta de fe y esperanza. El segundo, es el tiempo del encuentro personal con el gran Viviente, que les dará su paz como signo característico de su presencia y se llenarán de una alegría que nadie les podrá quitar.
Esta alternancia se repite en la historia y en la vida personal: el continuo paso de muerte a vida, de pecado a conversión, de desolación a consolación. Ya los antiguos profetas, en las épocas de las mayores crisis de Israel, vieron que la obra liberadora de Dios iba a consistir en el paso del dolor del pueblo al gozo perpetuo: Llegarán a Sion entre gritos de júbilo; una alegría eterna iluminará su rostro, gozo y alegría los acompañarán, la tristeza y el llanto se alejarán (Is 35, 10; 51,11).
La vuelta del exilio en Babilonia será a la vez la prueba del poder liberador de Dios y el anuncio de la llegada a la meta final de la historia. Las palabras de Jesús sobre el cambio de la tristeza en gozo, anuncian la realización plena de la esperanza de Israel y el establecimiento final de la vida eternamente feliz, porque Él franqueará las puertas de la muerte y abrirá para siempre las puertas de su reino.
En nuestra vida personal tenemos que comprender también el sentido de las crisis y sufrimientos. En efecto, la esperanza cristiana es lo que nos mantiene firmes en medio de las tribulaciones, contradicciones y dolores inherentes a la existencia humana, y las que pueden venirnos como consecuencia de nuestro compromiso cristiano.
Entonces, como a Pablo en su vida cargada de padecimientos, se nos concederá poder decir: Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo Padre misericordia y Dios de todo consuelo. Él es quien nos conforta en todos nuestros sufrimientos, para que también nosotros podamos confortar a todos los que sufren con el consuelo que recibimos de Dios (2 Cor 1, 3-7).
Conocer a Jesús y el poder de su resurrección implica participar de sus sufrimientos y de su muerte, con la esperanza de alcanzar la resurrección (Fil 3, 10-11). El cristiano resuelve así el carácter inexorable de la muerte, con la certeza de la fe en que Dios, por su Hijo resucitado, hará triunfar la vida: Destruirá la muerte para siempre y secará las lágrimas de todos los rostros (Is 25, 10).

miércoles, 29 de mayo de 2019

El Espíritu los llevará a la verdad completa (Jn 16, 12-15)

P. Carlos Cardó SJ
Santísima Trinidad, óleo sobre lienzo de Conrado Giaquinto (1754 aprox.), Museo Nacional del Prado, España
Jesús les dijo: "Aún tengo muchas cosas que decirles, pero es demasiado para ustedes por ahora. Y cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, los guiará en todos los caminos de la verdad. Él no viene con un mensaje propio, sino que les dirá lo que escuchó y les anunciará lo que ha de venir. Él tomará de lo mío para revelárselo a ustedes, y yo seré glorificado por Él. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso les he dicho que tomará de lo mío para revelárselo a ustedes".
Jesús habla del Espíritu Santo que enviará a los suyos como Espíritu de la verdad. Es el atributo que quizá más tenemos en cuenta cuando lo invocamos y le pedimos: Espíritu Santo, ilumina con tu luz nuestras mentes y dispón nuestros corazones para ver la verdad y saber distinguir lo que es recto.
Él los guiará a la verdad completa, dice Jesús. Esto no quiere decir que Él nos haya dado la verdad a medias y por eso el Espíritu deba completarla. Jesús nos lo ha revelado todo. Dios se nos ha dicho todo en él. Si se hubiese guardado algo, por así decir, sin revelárnoslo, tendríamos aún que estar esperando otra revelación definitiva.
En Jesús habita la plenitud de la divinidad, dice San Pablo (Col, 2,9), en él, en su Hijo Jesús, Dios se nos ha dado de una vez y para siempre. La función del Espíritu consistirá entonces en infundir en nuestras mentes la luz que necesitamos para interpretar lo dicho por Jesús y para vivirlo en la práctica y en el presente.
El Espíritu Santo no dirá nada diferente ni contrario a lo que dijo Jesús. Anuncia nuevamente, interpreta, habla aquí y ahora lo que Jesús dijo entonces, actualiza su presencia viva. Lo que hace el Espíritu es introducirnos en la verdad que es Jesucristo, mediante el conocimiento que se adquiere por el amor y que es inacabable, pues siempre se puede conocer y comprender más aquello que se ama.
Les anunciará las cosas venideras. Esto no tiene nada que ver con adivinación y vaticinio del futuro. El ser humano por ser mortal siente el ansia de saber el futuro. De ahí el recurso a lo mágico, a las predicciones y los horóscopos, que lo único que hacen es engañar la angustia presente. Las cosas venideras a las que alude Jesús son las relativas al reino de Dios, que se desarrolla escondido como el grano en tierra o la levadura en la masa. El Espíritu enseña a discernir los signos de los tiempos, ilumina el presente a la luz del pasado (de la Palabra, de la vida de Jesús), mantiene viva en el presente la memoria Iesu.
Él me glorificará. La gloria se ha revelado en la humanidad (carne) del Hijo del hombre; por eso no se la capta totalmente, se mantiene abierta a un conocimiento más y más pleno, hasta el infinito, que el propio del conocimiento del misterio de Dios. Jesús ya ha sido glorificado por el Padre en la cruz y en la resurrección. Aquí se habla de la gloria en los discípulos, de la gloria del Hijo en los hermanos, de la gloria de Dios reflejada en nuestra vida. Yo les he dado la gloria que tú me diste (17,22) para que el amor con que me amaste esté en ellos y yo en ellos (17,26).
Todo lo del Padre es mío: la misma gloria, el mismo amor, la misma voluntad salvadora, el mismo ser. El Espíritu transmite eso, introduce en la vida trinitaria, porque  es el ser-amor de Dios que se difunde en sus criaturas.
Lo que recibe de mí, lo dará. Comunica a Cristo hasta imprimirlo en nuestros corazones, para que seamos verdaderos hijos y hermanos, para que crezcamos continuamente en Cristo, hasta ser transformados en Él, para que nuestra carne mortal como la de Él, sea signo del Dios invisible.

martes, 28 de mayo de 2019

Les enviaré el Espíritu Consolador (Jn 16, 5-11)

P. Carlos Cardó SJ
El Espíritu Santo, ilustración de Jean Colombe publicada en El Libro de las Horas de Luis de Orléans (1490 aprox.), Biblioteca Nacional de Rusia, San Petersburgo
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Me voy ya al que me envió y ninguno de ustedes me pregunta: `¿A dónde vas?’ Es que su corazón se ha llenado de tristeza porque les he dicho estas cosas. Sin embargo, es cierto lo que les digo: les conviene que me vaya; porque si no me voy, no vendrá a ustedes el Consolador; en cambio, si me voy, yo se lo enviaré. Y cuando El venga, establecerá la culpabilidad del mundo en materia de pecado, de justicia y de juicio; de pecado, porque ellos no han creído en mí; de justicia, porque me voy al Padre y ya no me verán ustedes; de juicio, porque el príncipe de este mundo ya está condenado".
Jesús retorna a su Padre. Se cumple el designio trazado desde antiguo por Dios en favor de la humanidad. Toda la visión que tiene San Juan en su evangelio acerca del significado y obra de Jesucristo se desarrolla como un movimiento o dinamismo de descenso y ascenso. La vuelta al Padre es culminación de la revelación y glorificación final del Hijo.
Sin embargo, los discípulos se llenan de tristeza ante la partida de su Maestro, y Él se lo hace ver: La tristeza se ha apoderado de ustedes. No comprenden el sentido de su retorno al Padre, que inaugura su nueva forma de existencia. Si antes Jesús estuvo con ellos, en adelante estará en ellos. Pero eso lo entenderán después; ahora sólo experimentan un sentimiento de orfandad.
La partida física de Jesús es condición para su permanencia continua en el Espíritu. Por eso les dice: les conviene que yo me vaya porque, si no me voy, el Espíritu Consolador no vendrá a ustedes; pero si me voy, lo enviaré. En el Espíritu, por la fe y el amor que Él pondrá en sus corazones, ellos sabrán discernir su presencia en los signos que ese mismo Espíritu les hará sentir en su interior: alegría y paz, consuelo y fortaleza, claridad y sentido de lo que agrada a Dios. De ese modo, la vuelta de Jesús al Padre no deja huérfanos a los que lo siguen.
El Espíritu es el amor que une al Padre y al Hijo y que se desborda hasta nosotros y nos abraza. Procede de ambos y es el mismo ser divino que viene a nosotros como el don por excelencia del Hijo. Así, el Espíritu Santo nos hace partícipes de su divinidad.
La tentación del cristiano es percibir el tiempo presente, que ya no es el tiempo de la presencia física del Señor, ni el de su segunda venida en gloria, como si fuera un tiempo pobre, vacío de los bienes que Jesús ofreció mientras vivió en Palestina. Pero el hecho es que todos esos bienes de entonces siguen disponibles para nosotros hoy por medio del Espíritu, que permite estar en una comunión con Cristo más íntima aún que la que tuvieron sus contemporáneos.
El evangelio hace ver así mismo que otra de las funciones que el Espíritu Santo ejercerá en favor nuestro es la de hacernos capaces de discernir bien lo que es de Cristo y lo que se le opone. Da testimonio de Cristo frente al mundo. Inculca la sabiduría necesaria para no dejarse engañar. Hace distinguir lo falso que es el modo de vida que el mundo ofrece como felicidad y éxito. Eso es lo que en el lenguaje de San Juan significa convencer al mundo con relación al pecado, a la justicia y al juicio. Convencer significa “acusar”, poner de manifiesto el error del mundo.
En lo referente al pecado porque no creen en mí. El mundo y los que son del mundo rechazan el amor de Dios manifestado en Jesús. Cerrándose en sí mismos, no pueden actuar conforme al amor. El Espíritu Santo hace ver el pecado que esclaviza y daña al ser humano casi siempre bajo apariencia de bien, pero en realidad ofreciendo valores vanos e inconsistentes.
En lo referente a la justicia: El Espíritu hace obrar a los discípulos conforme a la justicia y no deja que se dobleguen ante el mundo, por más que éste pugnará por hacerles seguir sus dictámenes, proyectos y atractivos como si fueran lo acertado y lo más conveniente. Así, pues, pone de manifiesto quién tiene la razón.
Y en lo referente al juicio. Obrando conforme al Espíritu de Jesús, los discípulos atraerán contra sí el odio del mundo que los juzgará; pero, en realidad, serán ellos los que lo juzgarán y el mundo resultará condenado. El Espíritu hará ver que Dios condena el pecado, pero salva al pecador.
En resumen, el Espíritu Santo nos capacita para ver los errores, mentiras y engaños del mundo, para denunciar las maldades y, a la vez, captar y anunciar lo que es justo, bueno y verdadero. Libera del mal y muestra la voluntad de Dios.

lunes, 27 de mayo de 2019

Los expulsarán de la sinagoga (Jn 15,26-16,4)

P. Carlos Cardó SJ
San Esteban en la sinagoga, óleo sobre tabla de Juan de Juanes (1562 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuando venga el Consolador, que yo les enviaré a ustedes de parte del Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí y ustedes también darán testimonio, pues desde el principio han estado conmigo. Les he hablado de estas cosas para que su fe no tropiece. Los expulsarán de las sinagogas y hasta llegará un tiempo cuando el que les dé muerte creerá dar culto a Dios. Esto lo harán, porque no nos han conocido ni al Padre ni a mí. Les he hablado de estas cosas para que, cuando llegue la hora de su cumplimiento, recuerden que ya se lo había predicho yo".
Jesús se va y promete el Espíritu. Se le llama “Consolador”, es decir, el que está con el solo. Y “Defensor” o “Abogado” porque está junto a quien comparece ante un juicio, para ayudarle en su defensa. En el Antiguo Testamento, es el Ruah, viento, fuerza, y designa ante todo el poder y energía de Dios, que crea, sostiene, inspira y conduce todo. Es el Espíritu de la verdad que procede de Dios, y que es Dios, no un concepto, ni una fórmula, sino el ser mismo divino que ha dado existencia a todo y conduce la historia a su plenitud.
Lo reconocemos en la fuerza interior que infunde dinamismo al mundo, empuja para que todo crezca y se multiplique la vida, alienta todo el despliegue histórico hacia la justicia y la unidad. Es el Espíritu que, respetando nuestra libertad, nos mueve en dirección del amor, y nos hace ser más nosotros mismos, es decir, imágenes de Dios, hijos o hijas suyos queridos.
Cristo permanece en su Iglesia de manera personal y efectiva por el Espíritu Santo que envía sobre los que creen en Él. Por eso dice a sus discípulos antes de partir que no los dejará solos sino que volverá con ellos, y por el Espíritu establecerá una comunión de amor con Él, con su Padre y con todos.
Creer en el Espíritu Santo es asumir con responsabilidad la corriente de la historia hacia la que Él sopla y empuja. No ir en esa dirección o desinteresarse de ella es pecar contra el  Espíritu. Y no creer en el Espíritu es, en definitiva, apagar la esperanza, lo que  nuestra humanidad más necesita.
Después de prometer su Espíritu y su apoyo constante, Jesús advierte a los suyos que pasarán por pruebas, incomprensiones y persecuciones, pero no deben perder la fe: que no se escandalicen. El primer escándalo lo sufrirán con la crucifixión, pues verán a su Maestro como un fracasado. Luego vendrán las consecuencias de seguirlo.
La primera será que los expulsarán de la sinagoga. Fue la experiencia dolorosa de la primitiva iglesia; sus miembros, casi todos judíos, serían excomulgados de la casa de oración, en la que los judíos, desde su vuelta del exilio, se reunían fraternalmente y afirmaban su identidad de pueblo escogido de Dios. Sufrirán persecuciones violentas por quienes se atribuyen ellos solos el nombre de judíos. A ellos perteneció Saulo de Tarso y los fariseos que quisieron dar muerte a los miembros de la secta de los cristianos, comenzando por  Esteban. A ellos se refiere el evangelista San Juan cuando habla de “los judíos”.
A partir de entonces ha sido ininterrumpida la serie de hostilidades y persecuciones que ha sufrido el cristianismo y los cristianos por la razón de estado, por voluntad de los poderosos, por defensa del orden establecido –casi siempre inicuo– y hasta en nombre de la moral y de Dios: Creerán que honran a Dios.
Pero la historia irá demostrando al mismo tiempo que todo ha sido por honrar a dioses hechos según los intereses de los hombres. Asimismo, en la base de todas las violencias religiosas –que son las más aberrantes– está la pretensión absolutista de querer imponer una imagen falseada del único Dios.
Obran así porque no han conocido, dice San Juan, al Dios revelado en Jesucristo como Padre de todos, fuente y dador de vida, amor del que brota todo amor verdadero. La ignorancia del amor de Dios que nos hace hijos, capaces de vivir como hermanos, causa el mal y la violencia en el mundo.

domingo, 26 de mayo de 2019

Homilía del VI Domingo de Pascua - Promesa del Espíritu (Jn 14, 21-26)


P. Carlos Cardó SJ
Pentecostés, óleo sobre lienzo de Tiziano Vecellio (1545 aprox.), Iglesia de Santa María della Salute, Venecia, Italia
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "El que me ama, cumplirá mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El que no me ama no cumplirá mis palabras. Y la palabra que están oyendo no es mía, sino del Padre, que me envió. Les he hablado de esto ahora que estoy con ustedes; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho. La paz les dejo, mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo. No pierdan la paz ni se acobarden. Me han oído decir: ‘Me voy, pero volveré a su lado’. Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Se lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean".
Dice Jesús: Si uno me ama, observará mi palabra y el Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El amor no es sólo un sentimiento: Se ama con hechos y en verdad. Por eso dice Jesús: Si me aman, guardarán mis mandamientos. Uno puede observar los mandamientos como deberes impuestos desde fuera, sin libertad (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o puede observarlos como expresión de su amor a Dios. Entonces, Dios habita en él, hace templo de él, lugar de su presencia.
Por medio del Espíritu Santo, que Jesucristo envía desde el Padre, inaugura una nueva forma de presencia entren nosotros. Mientras Jesús estuvo entre los hombres, Dios se manifestó a través de su persona. Al volver Jesús a su Padre, Dios se nos revela habitando en nosotros por el Espíritu Santo. Si antes estuvo con sus discípulos, en adelante estará en sus discípulos. Quien hace posible esto es el Espíritu Santo, don de Jesús Resucitado, llamado “Paráclito”, “Consolador”.
Por eso dice Jesús: no los dejaré solos. Le llama también “Defensor”, “Abogado”, que significa: el que está junto a quien comparece ante un juicio, para ayudarlo en su defensa. También por medio del Espíritu, don supremo del Creador, él mismo se comunica a sus criaturas, para ser todo en todos (1Cor 15,28).
Otra función que el Espíritu cumple para con nosotros es hacernos comprender y, sobre todo, recordar, es decir, conocer con el corazón todo lo que Jesús nos dijo. Vivimos del recuerdo vivo de Jesús. El ser humano vive de lo que recuerda, de lo que guarda en su corazón. Por eso es importante la memoria: porque lo que no se recuerda, ya no existe.
El Espíritu Santo mantiene en nosotros la memoria de Jesús, que es lo mismo que decir mantiene a Cristo vivo, actuante en la vida de los que siguen sus enseñanzas. Por eso lo reconocemos en la fuerza interior que da dinamismo al mundo, que no ceja de empujar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta todo el despliegue histórico en dirección de los valores del evangelio, del amor, la justicia y la paz.
Les dejo mi paz, les doy la paz. La paz, Shalom, que deja Jesús a los suyos no significa únicamente ausencia de conflictos o tranquilidad del alma, sino que es el don por excelencia, que contiene todos los dones. La paz significa el hallazgo de lo que se busca, el logro de lo que se desea. Es la paz mesiánica que el Señor nos deja como fruto de su pascua; es plenitud de bendición, fruto del amor. Según la Biblia, sólo Dios la puede conceder, Jesús la da por ser el Hijo, el príncipe de la paz (Is 9,6), que lleva a cumplimiento las promesas de su Padre: Entonces florecerá la justicia y una paz grande hasta que falte la luna (Sal 72, 7).
No como la da el mundo. Para el mundo, la paz es ausencia de guerra, designa el intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto y otro, una guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz de seguir imponiéndose sobre el vencido y éste sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero la paz que así se logra tiene el resultado precario de la mera disuasión y del miedo, o el sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte.
Así no es la paz de Cristo. Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para permanecer impávido frente a las necesidades y sufrimientos de los que le rodean, y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo es la paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del Crucificado Resucitado que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen resguardo, y ante la injusticia no teme morir por la justicia.
La partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de temor y desaliento. No se turbe su corazón, les dice a sus discípulos. Su vuelta al Padre significa que permanece en nosotros por medio del Espíritu Santo. Va al Padre a prepararnos un lugar junto a él, y viene a nosotros de un modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.
Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre porque el Padre es más que yo. Se alegrarán al ver que Jesús ha cumplido su misión, ha sido glorificado y ha vuelto al Padre, alcanzando la meta a la que todo creyente aspira llegar, de estar definitivamente con Dios, el Dios de mi alegría (Sal 43, 4). A él llega Jesús, atraído y conducido, como hace un padre con su hijo querido, y éste se alegra de estar con aquel de quien procede porque sabe que es donde mejor puede estar. 
Jesús lo reconoce así y no duda en afirmar: porque el Padre es más que yo. El Padre es el enviante, Jesús el enviado que de él procede. Engendrado, no creado y de la misma naturaleza que el Padre, como afirma el credo, Jesús es la presencia humana de Dios con nosotros (10,36), y por eso cuando habla es Dios mismo quien habla porque Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu… y le ha confiado todo (3,34-35;17,7), principalmente el poder de dar vida (5,26).
A él vuelve Jesús para ser glorificado con la gloria que compartía con él antes de que el mundo existiera (17,5), y en ese lugar de la gloria quiere que estén los que han creído en él. Es lo que pedirá como su deseo último: Padre, yo deseo que todos estos que tú me has dado puedan estar conmigo donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo (17, 24). En esto radica el motivo de la alegría del creyente: en Jesús se le ha abierto definitivamente el camino hacia Dios, meta de su caminar en este mundo.

sábado, 25 de mayo de 2019

Si el mundo los odia… (Jn 15, 18-21)


P. Carlos Cardó SJ
Los mártires de Nagasaki, Japón. Grabado de Wolfgang Kilian (1628), Biblioteca Estatal de Baviera, Alemania
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si el mundo los odia, sepan que me ha odiado a mí antes que a ustedes. Si fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya; pero el mundo los odia porque no son del mundo, pues al elegirlos, yo los he separado del mundo. Acuérdense de lo que les dije: ‘El siervo no es superior a su señor’. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán, y el caso que han hecho de mis palabras lo harán de las de ustedes. Todo esto se lo van a hacer por mi causa, pues no conocen a aquel que me envió".
Si el mundo los odia…  Cuando Juan habla del “mundo” no se refiere a la creación, que fue hecha buena por Dios para ser la casa común de sus hijos e hijas; se refiere a un sistema de valores que estructura relaciones interpersonales y sociales, transmitiendo y fomentando una manera de pensar y de actuar, opuesta diametralmente a los valores del reino anunciado por Jesús.
Ese “sistema” se asimila por una especie de contagio mimético y su puesta en práctica da al traste con la solidaridad, la verdad y honestidad privada y pública, la libertad y el dominio de sí, el servicio desinteresado, el amor al prójimo… El mundo y sus atractivos desordena las conductas y confunde las conciencias; lleva a las personas y a los grupos a considerar bueno lo que es malo, a tener como principio de acción el afán de lucro desmedido y el provecho personal –aunque vaya contra el bien común–, a preferir la posesión al compartir, la violencia a la mansedumbre, la arrogancia a la sencillez, en una palabra, el egoísmo al amor.
Los objetos que el mundo propone como causas ciertas de éxito y felicidad –el dinero, el poder, el placer– se convierten en ídolos a los que las personas sacrifican sus voluntades, su libertad, su tiempo, su familia e incluso su reputación; todo puede supeditarse y sacrificarse por ganar más, dominar más, gozar más.
San Ignacio en la meditación de las Dos Banderas en sus Ejercicios Espirituales describe la progresión que adopta la dinámica del mal en el mundo: partiendo del ansia de ganancia material, lleva a la persona a la búsqueda alocada de honores y la instala finalmente en la crecida soberbia, sin religión, sin patria, sin hermanos, solo en su autocomplacencia.
Por el contrario, el espíritu de Cristo alienta en la persona el aprecio de la pobreza evangélica que conlleva un estilo de vida sobrio y sencillo y una actitud de solidaridad para compartir; la entereza  para soportar las incomprensiones y desprecios que pueden sobrevenirle por su compromiso con el evangelio; y finalmente el deseo de aquella humildad que caracteriza a Jesús, venido no a que lo sirvan sino a servir y dar su vida.
Por eso es tajante Jesús en su mensaje moral: no se puede servir a dos señores, no puede haber componenda entre Dios y Satán, quien no recoge con Cristo desparrama… Por eso advierte: Si pertenecieran ustedes al mundo, el mundo los amaría. El mundo ama, apoya, favorece lo que es suyo y lo que le interesa para mantener sus sistemas. Pero los cristianos no son del mundo, son de Cristo y, por tanto, no pueden cambiar de identidad.
Si, en cambio, por ganarse el apoyo o evitarse problemas, hacen lo que el mundo quiere, éste no sólo los dejará tranquilos, sino que los llenará de favores. Por eso, cuando la comunidad cristiana no experimenta dificultades, debe preocuparse y examinarse. Quizá ha claudicado ante el poder o el atractivo del mundo. El peligro verdadero para el cristiano y para la Iglesia no es la persecución, sino las lisonjas, los halagos y favores del mundo que comprometen, enmudecen, entibian y hacen caer en la mundanidad.
Jesús fue claro al advertir a sus discípulos y a su naciente Iglesia que su destino iba a ser también el de la cruz. El conflicto que le llevó a la cruz es inevitable para los que continúan anunciando su mensaje. Por tanto, no se puede vivir auténticamente el evangelio procurando al mismo tiempo evitarse conflictos. Naturalmente no hay que buscarse persecuciones, pero tampoco vivir huyendo de los problemas, porque termina uno por no decir ni hacer nada.
Vivir el evangelio es ya en sí advertirle al mundo que no es verdad todo lo que ofrece. Con su sola conducta el cristiano desenmascara la mentira de quienes intentan apagar la verdad con la injusticia (Rom 1,18). Viviendo el amor desinteresado, pone al descubierto la insensatez del mundo.
Este cristiano soportará hostilidades, le entrarán dudas, se sentirá cansado de ir como a contracorriente. Pero el Espíritu de Jesús lo iluminará con la verdad de su causa y lo hará capaz de mantener su testimonio.

viernes, 24 de mayo de 2019

El mandamiento del Señor (Jn 15, 12-17)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo crucificado, con un pintor, óleo sobre lienzo de Francisco de Zurbarán (1650 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos. Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Padre. No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca, de modo que el Padre les conceda cuanto le pidan en mi nombre. Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros".

Se puede decir que en este texto se contiene lo más importante y lo más distintivo de la fe cristina en relación a otras creencias religiosas.
Mi mandamiento es éste: Ámense los unos a los otros como yo los he amado. Jesús quiere ser amado y servido en sus hermanos y hermanas. No dice: Ámenme como yo los he amado. El discípulo ha de demostrar que el Señor lo ama, amando a los demás. Así manifiesta la presencia del amor que recibe de Jesús. Si una comunidad o grupo se dice cristiano, la relación entre sus miembros tiene que reflejar el amor que cada uno de ellos recibe de Jesucristo, es decir, debe haber entre ellos comprensión, acogida, perdón y deseo de servir. Así como Jesús manifiesta la presencia de Dios, su Padre, así también los que se reúnen en su nombre hacen presente a Jesús con el amor que se tienen unos a otros.
Por eso, el amor fraterno se presenta como el mandamiento por excelencia. Es el distintivo de los que siguen a Cristo y es la condición para que la misión de Jesús se realice en el mundo. Lo que quiere Jesús es que su pasión por crear comunidad entre los hombres sea la nota de identidad más característica de los que le siguen y lo que impulse y sostenga sus esfuerzos por la transformación de la sociedad.
Jesús se prolonga en sus discípulos de todos los tiempos. Su palabra y sus obras liberadoras siguen llegando al mundo en la palabra y en las obras de sus discípulos y en la comunidad que ellos forman, la Iglesia. Por medio del testimonio de sus vidas entregadas a resolver las necesidades de los demás y a promover relaciones sociales justas, los discípulos continúan el dinamismo de unión y solidaridad que caracterizó la vida de Jesús. Ofrecen así modelos de comportamiento y de organización para la transformación de la sociedad.
¿Hasta dónde se ha de llevar la disposición de amar y servir? Jesús responde aludiendo a su propio amor que llega al extremo (13, 1) de entregarse hasta la muerte y una muerte de cruz (Fil, 2, 8). Nadie tiene un amor más grande que quien da la vida por sus amigos. Está aquí trazado el horizonte de la generosidad, el grado sumo del amor. La entrega plena, que esto supone, atrae al discípulo y crea en él la disposición para dar sin llevar cuenta, hasta entregar la vida si fuere necesario, a ejemplo del Señor.
A continuación Jesús explica por qué tiene Él esta disposición de entregar su vida por nosotros. La razón es que no sólo estamos unidos a Él como los sarmientos a la vid, ni sólo somos sus servidores para hacer lo que Él nos mande, ni simples seguidores de una doctrina y de un programa. Somos sus amigos. Así nos considera, reconoce y valora.
La relación que ha establecido con nosotros, y que por la fe estamos llamados a mantener con Él, es la relación propia de la amistad, hecha de afecto profundo, comunión de ideales y búsquedas, lealtad y confianza mutua, compañía.
Jesús no se ha colocado por encima de su grupo de amigos, por más que sea su fundador y su centro, y se le reconozca como el Maestro y Señor, porque lo es. Él les ha lavado los pies y les ha hecho comer su cuerpo y beber su sangre. Se ha puesto a nuestro servicio y nos ha incorporado a Él para que su Espíritu, su mismo Espíritu que es el amor, habite en nosotros y nos impulse a amarlo en sus hermanos y hermanas. Todo nos lo ha comunicado, aun la obra que el Padre le encomendó y debemos continuar, y su destino de entrega voluntaria, que ha de ser nuestro ideal y meta de realización personal.
No es por propia iniciativa y decisión como se puede asumir este proyecto de vida. Todo parte de la elección  que Jesús hace de cada uno de nosotros y de los medios que nos da para poder realizarlo. A nosotros nos toca acoger su llamada y comprometernos libremente a colaborar en su obra. Sólo así, reconociendo que todo depende de Él –tanto el querer como el obrar– podremos mantener la resolución de poner cuanto esté de nuestra parte para que el fruto sea abundante. Nos asegura esto su promesa de que su Padre nos concederá lo que le pidamos.
Se cierra esta sección del discurso de Jesús en la Última Cena, con la repetición de su mandamiento: Lo que yo les mando es esto: que se amen los unos a los otros. En su cumplimiento está todo: su presencia viva, la realización de su obra, el motivo y razón última de nuestro propio compromiso y entrega, el distintivo de su comunidad, la prueba de que creemos en Él y en Dios, su Padre.

jueves, 23 de mayo de 2019

Permanezcan en mi amor (Jn 15, 9-11)

P. Carlos Cardó SJ

Corazón de Jesús, pintura de Anna Maria von Oer (1987 aprox.) en el altar mayor de la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de Viena, Austria

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor; lo mismo que yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena".

La parábola de la vid y los sarmientos planteó la necesidad de estar unidos a Cristo, como condición de una vida verdaderamente fecunda. Si el sarmiento está unido a la vid, da fruto. En el texto de hoy, Jesús insiste en la idea de permanecer en él: Como el Padre me ama a mí, así los amo yo a ustedes. Permanezcan en mi amor.
Nuestro destino a ese amor (Yo los he elegido - 15,16) se alcanza en la puesta en práctica de sus mandamientos, que el mismo Jesús resumirá en el amarse unos a otros. Esto es lo que les mando: ámense los unos a los otros (15,17). Y da para ello la motivación más positiva: Les he dicho esto para que participen en mi alegría, y su alegría sea completa (v.11).
En efecto, no hay alegría más plena que la de sentirse sostenido por el amor de Dios y corresponder a él amando y sirviendo a los demás. Entonces, la misma relación con Dios cambia, se vuelve confianza plena. Como dice el mismo San Juan en su carta: En el amor no hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor (1 Jn 4,18).
Pero cuesta entender que Dios nos ame de manera incondicional y desinteresada. En nuestra mente pesan demasiado las experiencias –propias o vividas por otros– de amores mezclados con el afán de dominio y búsqueda de uno mismo, que desembocan en la agresividad, los celos y la desconfianza. Por eso, no es fácil imaginar un amor absolutamente limpio, generoso y desinteresado. Trasladamos esto al plano religioso y nuestra idea de Dios se pervierte: lo imaginamos como un patrón, un legislador, un juez; todo, menos un padre-madre que nos ama incondicionalmente.
Al mismo tiempo, nuestro interior suele estar cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad, que, en vez de orientar la conciencia hacia la libertad responsable, la vuelven temerosa y centrada en sí misma. A partir de ahí, lo religioso se vuelve el campo del deber, no de la gratuidad del amor; de la ley y no del Espíritu que hace libres; de la culpa y no del encuentro personal con un Dios, cuyo único deseo es que seamos felices.
Se podría decir que todo el progreso en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer (confiar) en el amor de Dios. Es cierto que podemos olvidarnos y abusar del amor, pues no hay nada más frágil y vulnerable, pero al mismo tiempo no hay cosa que trans­forme más a una persona que el saberse amada de verdad.
Así, pues, queda en pie esta verdad que ilumina y alienta: si creyésemos en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida cambiaría. Lo dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! (4, 10). Es decir, si dejamos que el Espíritu del Señor guíe nuestras acciones, veremos que, en efecto, el amor es frágil y vulnerable, pero también que nada hay más fuerte y exigente que el amor. Sólo que se asume su exigencia no como algo que viene del exterior sino de dentro, no se vive como obligación impuesta, no genera resentimiento, tiene el sen­tido de la gratuidad, la alegría, la libertad.  
Si creemos que Dios nos ama con todo su ser, que no piensa sino en nuestro bien, que es incapaz de cas­tigar y de vengarse, que lo único que quiere es ayudarnos a realizarnos como personas y ser felices, nuestra vida ciertamente resultará distinta.

miércoles, 22 de mayo de 2019

La vid y los sarmientos (Jn 15, 5-17)


P. Carlos Cardó SJ

Racimos de uvas, óleo sobre lienzo de Juan Fernández “el labrador” (siglo XVII), Museo Nacional del Prado, Madrid
Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Toda rama que no da fruto en mí, la corta. Y toda rama que da fruto, la limpia para que dé más fruto. Ustedes ya están limpios gracias a la palabra que les he anunciado, pero permanezcan en mí como yo en ustedes. Una rama no puede producir fruto por sí misma si no permanece unida a la vid; tampoco ustedes pueden producir fruto si no permanecen en mí. Yo soy la vid y ustedes las ramas. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, pero sin mí, no pueden "hacer nada." El que no permanece en mí lo tiran y se seca; como a las ramas, que las amontonan, se echan al fuego y se queman. Mientras ustedes permanezcan en mí y mis palabras permanezcan en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán. Mi Padre es glorificado cuando ustedes producen abundantes frutos: entonces pasan a ser discípulos míos.
Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. Toda rama que no da fruto en mí, la corta. Y toda rama que da fruto, la limpia para que dé más fruto. Ustedes ya están limpios gracias a la palabra que les he anunciado, pero permanezcan en mí como yo en ustedes. Una rama no puede producir fruto por sí misma si no permanece unida a la vid; tampoco ustedes pueden producir fruto si no permanecen en mí. Yo soy la vid y ustedes las ramas. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, pero sin mí, no pueden "hacer nada." El que no permanece en mí lo tiran y se seca; como a las ramas, que las amontonan, se echan al fuego y se queman. Mientras ustedes permanezcan en mí y mis palabras permanezcan en ustedes, pidan lo que quieran y lo conseguirán. Mi Padre es glorificado cuando ustedes producen abundantes frutos: entonces pasan a ser discípulos míos.
La alegoría de la vid aparece ya en Is 5,1-7 y en Ez 15,1-8, pero aludiendo al pueblo de Israel. Aquí, en cambio, Jesús la emplea para referirse a su persona y a la relación que ha de tener con Él quien lo sigue.
Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Una sola vida, una sola planta, una misma savia y unos mismos frutos. Así piensa Jesús la unión profunda que ha de haber entre Él y quienes lo aman y cumplen sus enseñanzas.
Esta unión se refuerza con la palabra clave de todo este discurso que es “permanecer en” (siete veces aparece). Equivale a habitar y designa relaciones de afecto entre Cristo y nosotros. El verbo permanecer es muy sugerente: la persona permanece y habita allí donde está su corazón. Donde ama y es amado uno se siente en casa.
En el discurso de Jesús, el amor que el Padre tiene a su Hijo y a cada uno de nosotros es nuestra casa, el espacio donde podemos vivir y encontrar nuestra auténtica identidad de hijos. Es lo que más desea Jesús: hacernos vivir una relación personal, firme, íntima y estable de Él con cada uno de nosotros y de nosotros con el Padre y con nuestros hermanos. Pero el permanecer es también mantenerse. El seguimiento de Jesús, no puede ser un deseo pasajero que brota en un momento de fervor y después, por las vicisitudes de la vida, se va dejando enfriar hasta que se pierde. Seguir a Jesús es una resolución de por vida, que se ha de vivir y hacer revivir día a día. El verdadero amor perdura. Así nos ama Dios, sin vuelta atrás.
Otra idea reiterada en este pasaje es la de producir mucho fruto. La unión del sarmiento con la vid es la condición de la fecundidad. Nuestra unión con Cristo garantiza la fecundidad de nuestra vida. Lo que logramos en la vida brota de lo que somos: sarmientos unidos a la planta que es Cristo. Y la prueba de la calidad de la fe con que nos unimos a Él es el dar fruto.
Por tanto, la vida entera del cristiano ha de demostrar que está identificado con el Señor, con sus valores, sus opciones, su comportamiento. La vida del discípulo ha de reflejar la de su maestro. Y esto supone un trabajo, una lucha constante por vivir conforme a sus enseñanzas. Contamos para ello con el apoyo decidido de Jesús y de nuestro Padre. Pero hay podas que deben hacerse.
Es dolorosa la poda: cortar, enderezar, corregir... Pero es necesaria. ¿Quién puede decir que ya ha suprimido lo que debe suprimir y no tiene ya nada más que cortar? Y lo que se corta, ¿no vuelve a crecer? Hemos de reconocer que siempre podemos ser un poco más auténticos. Lo contrario es quedar condenados a la esterilidad del sarmiento que se echa a perder.
No creamos, sin embargo, que esta labor ensombrece nuestra vida. Todo lo contrario, pero a condición de que se haga por motivaciones profundas y positivas. La parábola hace ver que el fruto de la vid es el vino que alegra el corazón y es símbolo de alegría y amistad, es decir, de aquello que es imprescindible para que la vida sea verdaderamente humana y feliz. Por eso, la alegría será siempre la motivación más certera, como aparece en aquella otra parábola de Jesús sobre el labrador que encontró un tesoro y, por la alegría que le dio, empeñó todo lo que tenía para adquirir ese campo.
Quien vive de esta alegría, vive también la urgencia de compartir con otros sus convicciones y la satisfacción que le producen. El discípulo busca, pues, ganar otros discípulos para Cristo, y esa “ganancia”, que se obtiene sobre todo por medio del testimonio que da con la propia vida, constituye también el gran fruto, del que habla la parábola de la vid.
“Por sus frutos los conocerán”. Hay cristianos y comunidades que transmiten eficazmente fe y esperanza. Hay también quienes nada comunican o incluso contradicen con su mal ejemplo la fe que profesan. El riesgo de la fe será siempre el funcionar por inercia, sin frutos, sin resultados reales en la transformación de la propia persona y de la sociedad. Y no bastan los frutos privados que no van acompañados de los comunitarios y sociales. Se puede vivir la fe como algo íntimo y privado, con frutos piadosos, pero que no manifiestan fraternidad y justicia, piedra de toque del verdadero amor a Cristo.
No cabe el desánimo. Contamos con la gracia del Señor que ayuda a nuestra debilidad. Se nos da como alimento que capacita y fortalece en la eucaristía. En ella se cumple la parábola de la vid, porque el mismo Señor nos une a Él y a los hermanos: quien come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna, el Señor habita en él y él en el Señor.