P. Carlos Cardó SJ
San Pedro ante Cristo atado a la columna, óleo
sobre lienzo de Francisco de Zurbarán (1650 aprox.), Palacio Arzobispal de
Sevilla, España
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús dijeron al oír sus palabras: "Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?".Dándose cuenta Jesús de que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen". (En efecto, Jesús sabía desde el principio quienes no creían y quién lo habría de traicionar).Después añadió: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede".Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: "¿También ustedes quieren dejarme?".Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios".Las palabras de Jesús sobre la necesidad de comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna han escandalizado a sus oyentes judíos y han chocado también con la incomprensión de sus propios discípulos. Han quedado desilusionados al ver que la conducta de su Maestro no correspondía a lo que ellos esperaban del mesías.
La
insinuación que les ha hecho de que el final de su obra consistirá en la entrega
de su persona en una muerte sangrienta les ha resultado insoportable. No podían
imaginar un amor que llega a la entrega de la propia vida. Y lo que les resulta
aún más temible es que con sus palabras “comer su carne y beber su sangre”,
Jesús les advierte que ellos también están llamados a hacer suya esa actitud de
entrega, si es verdad que creen en Él y lo siguen.
Entonces
se produce la deserción, el cisma. Muchos de los discípulos abandonan
a Jesús, protestando: Este lenguaje es
inadmisible, ¿quién puede admitirlo?
En
esos momentos, Jesús, que conoce el interior de cada hombre y es consciente de
la situación, se vuelve a sus más íntimos, a los Doce, y les hace ver que ha
llegado la hora de la verdad, tienen que decidir si aceptan o rechazan su
oferta: ¿También ustedes quieren irse?
Como
en otras ocasiones, Pedro toma la palabra. Su respuesta contiene una profesión
de fe y quedará para siempre como el recurso de todo
creyente que, en su camino de fe, experimente como los discípulos la dificultad
de creer, el desánimo en el compromiso cristiano, la sensación de estar probado
por encima de sus fuerzas.
Entonces,
como Pedro, el discípulo se rendirá a su Señor con una confianza absoluta: Señor,
¿a quién vamos a acudir? Sólo Tú tienes
palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el
Santo consagrado por Dios. La confianza
de Pedro en su Señor se basa en la convicción, que resuelve toda duda e
inseguridad, de que sólo la forma de vida que Jesús ofrece dignifica la
existencia, porque en Él se muestra la santidad a la que todos estamos
llamados.
Lo
que aconteció en la comunidad de los Doce acontece también en nuestra vida
personal y en nuestra comunidad. Llega un momento en que la crisis se hace
presente y no hay más remedio que optar y asirse con la más entera confianza a
ese amor incondicional e indefectible de Dios por nosotros que se nos ha
revelado en Jesús, la persona más digna de confianza, autor y perfeccionador de
nuestra fe (Hebr 12, 2). Y sea cual
sea la dificultad o crisis por la que pasemos, surgirá de nosotros la confianza
de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Sólo tú
tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el
Santo de Dios.
Venir
a la Eucaristía, recibir en ella el cuerpo del Señor, nos compromete a hacer
sentir a todos aquellos con quienes tratamos la misma confianza que nos da la
entrega de Jesucristo por nosotros. En un mundo afectado cada vez más por la
desconfianza en las relaciones interpersonales, la eucaristía nos compromete a crear
espacios en los que sea posible confiar por la credibilidad a la que todos
aspiran con su vida coherente, honesta y virtuosa. La eucaristía hace que la Iglesia
sea realmente un recinto de verdad y de
amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella un
motivo para seguir confiando.
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