P.
Carlos Cardó SJ
La
primera comunión, óleo sobre tela de Pablo Picasso (1895), Museo de Montserrat,
Cataluña, España
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Los judíos no entienden. Llamarse Jesús “pan del cielo” les parece una blasfemia: se hace Dios. Decir que quien lo come tiene vida eterna les resulta inadmisible porque se pone así por encima de la Ley de Moisés, del templo, del sábado, es decir de aquello que, según la fe judía, les obtiene la salvación. Además, eso de comer les resulta demasiado chocante y lo de beber sangre va directamente en contra de lo establecido en el libro del Levítico (Lev 17, 10-12).En aquel tiempo, los judíos se pusieron a discutir entre sí: "¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?".Jesús les dijo: "Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo; no es como el maná que comieron sus padres, pues murieron. El que come de este pan vivirá para siempre".Esto lo dijo Jesús enseñando en la sinagoga de Cafarnaúm.
Pero
Jesús no da marcha atrás, antes bien refuerza su afirmación: Yo les aseguro que si no comen la carne del
Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. Expresiones
sin duda duras, crudas, incluso chocantes, por medio de las cuales Jesús afirma
que la fe verdadera consiste en alimentarse
de su persona, nutrirse de sus actitudes y de su
modo de vivir. Eso es lo que da al hombre la vida plena, que consiste en la participación
de la misma vida-amor de Dios.
El
que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él. Lo
propio del amor entre las personas es que las hace vivir en comunión. Es un
recíproco permanecer en el otro, como vivir el uno en el otro, comprobando que uno
ya no se entiende a sí mismo sino en su relación con la persona a la que ama.
Ya no dos sino uno solo, como en el amor conyugal. Ya no vivo yo, es Cristo que vive en mí, dirá San Pablo (Gal 2,20).
La
terminología eucarística de este discurso de Jesús es clara. La comunidad que
escribió el evangelio y todos los primeros cristianos tenían por cierto que lo
que Jesús les mandó realizar en la Última Cena antes de padecer fue el memorial
de su muerte y resurrección, en el que comían la carne y bebían la sangre del
Hijo de Dios, hecho presente de manera real, activa y eficaz. Proclamaban su
muerte y resurrección, y el anhelo más profundo que orientaba sus vidas: Marana-tha! Ven, Señor Jesús.
San
Juan en su evangelio, no trae el pasaje de la institución de la Eucaristía como
lo hacen los otros evangelistas y Pablo; pero trae a cambio este discurso sobre
el pan de vida y el pasaje del lavatorio de los pies de los discípulos, pasajes
en los que está explicado el significado de la eucaristía en toda su
profundidad. Por eso, no cabe duda que
Jesús dio a este discurso, pronunciado después de la multiplicación de los panes,
un sentido eucarístico total. Y es que la fe desemboca
necesariamente en la eucaristía.
Los
cristianos aceptamos por la fe que en la eucaristía Jesucristo
se nos da, haciéndose eficazmente presente y actuante de modo salvador. En ella
está el Señor con todo lo que Él es y todo lo que Él hace por nosotros: su
Encarnación, su Muerte y su Resurrección. Las palabras del Señor en su discurso
sobre el Pan de Vida y en su Última Cena nos llevan, pues, a apreciar el don
del amor del Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre, se inmoló en la cruz y resucitó para que también
nosotros resucitemos con Él.
Es importante redescubrir la conciencia que tenían los primeros
cristianos de la unión tan peculiar que se establece con Cristo y en Cristo.
Comulgamos con Cristo, con todo lo
que Él es, su persona y su misión; y comulgamos en Cristo con todos los que Él ama, miembros de su cuerpo, a los
que entrega su vida.
Por eso, quien comulga con Jesús vive la inquietud por crear
comunión, deseo supremo suyo. El hacer comunidad se convierte en la piedra de
toque de nuestra comunión con Cristo, con todas sus consecuencias prácticas en
todos los órdenes de la vida humana, personal y social. Sacramento de unidad,
la Eucaristía incita a las comunidades a superar las divisiones.
Por eso pedimos: “Reúne en torno a Ti, Padre misericordioso, a
todos tus hijos dispersos por el mundo”. Nos acercamos a comulgar y
pronunciamos nuestro Amén a lo que significa el sacramento del Cuerpo de Cristo,
que el sacerdote nos muestra y nos entrega. Dicho “amén” proclama nuestra
disposición para ser transformados en lo que
recibimos.
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