lunes, 30 de septiembre de 2024

¿Quién es el más importante? (Lc 9, 46-50)

 P. Carlos Cardó SJ 

Detalle de la pintura Bautismo de Cristo, óleo sobre lienzo de Andrea Verrocchio y Leonardo Da Vinci (1475 aprox.), Galería de los Uffizi, Florencia, Italia

Un día, surgió entre los discípulos una discusión sobre quién era el más grande de ellos. Dándose cuenta Jesús de lo que estaban discutiendo, tomó a un niño, lo puso junto a sí y les dijo:
"El que reciba a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me ha enviado. En realidad el más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande".
Entonces, Juan le dijo: "Maestro, vimos a uno que estaba expulsando a los demonios en tu nombre; pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros".
Pero Jesús respondió: "No se lo prohíban, pues el que no está contra ustedes, está en favor de ustedes". 

Los dos últimos episodios de la actividad de Jesús en Galilea, que pone el evangelio de San Lucas, se centran en la enseñanza sobre el comportamiento mutuo de los discípulos y las condiciones para entrar en el reino de Dios. 

Jesús habla a sus discípulos de su camino de cruz, que sólo se entiende como la culminación de una vida entregada al bien de los demás; pero sus palabras caen en el vacío porque ellos discuten entre sí sobre quién es el más importante. Entonces Jesús toma a un niño y lo pone a su lado para que sus discípulos entiendan que la grandeza a la que deben aspirar no es la que el mundo les enseña, sino la propia de la condición del niño, que representa lo más débil en la sociedad. Con él Jesús se identifica y le confiere la más alta distinción. 

Hijo de Dios, enviado del Padre, no ha buscado para realizar su misión el prestigio y el poder de este mundo, sino que se ha identificado con la condición de los niños, que en la sociedad judía de entonces formaban parte de la categoría social de los sin derechos y de los que no contaban. 

Por eso quiere hacerles comprender a sus discípulos que acogerlo y apreciarlo a Él implica acoger solidariamente a aquellos que constituyen el polo débil, indefenso e insignificante de la sociedad humana; este es el criterio para saber si realmente se acepta y acoge a Jesús, porque con ellos Él se identifica. Además, sin esta actitud, las relaciones dentro del grupo de los discípulos y con los demás no serán como deben ser, es decir, no serán un referente eficaz para la organización de la sociedad. 

La importancia de esta enseñanza se resalta dentro del contexto. Jesús ha venido advirtiendo a los Doce lo que le va a pasar en Jerusalén adonde se dirigen. Ha intentado hacerles ver la lógica diferente que le mueve a ver en la entrega de su vida la realización del plan de su Padre y su propia realización como salvador del mundo. Ha querido que esa lógica fuera asumida por ellos como su nuevo modo de pensar y de organizar la vida. 

Pero mientras Él les habla de entrega y sacrificio, ellos siguen pensando en lo contrario, discutiendo sobre quién será el más importante del grupo. Están igual que Pedro, a quien –según Mateo y Marcos– le dijo Jesús: ¡Colócate detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres (Mt 16, 23; Mc 8,33). Esta dificultad para pasar de la manera de pensar de los hombres a la de Dios es la razón de fondo de la ceguera y falta de comprensión que mantuvieron los discípulos hasta el final respecto a la enseñanza de su Maestro. Había en ellos ambición, búsqueda de poder y deseo de protagonismo. Por eso su ofuscación frente a lo que Jesús les decía y la rivalidad que había entre ellos en el grupo. 

Puso al niño junto a él, Marcos dice: lo puso en medio de ellos y lo abrazó (Mc 9,36; Cf. Mt 18, 2), como para que los discípulos fijen sus ojos en él y en quienes representa, porque viéndolos a ellos, lo verán a Él. Aquí, entonces, no se trata de hacerse niños para poder entrar en el reino de Dios, de lo cual hablará más tarde (Cf. Lc 18, 16; Mc 10, 14; Mt 19,13), sino de la condición para acoger verdaderamente a Jesús, que consiste en acoger al niño, a los pequeños y a los débiles: El que acoge a este niño a mí me acoge. 

Finalmente, señalando directamente a lo que Él es y al origen de su misión, añade Jesús: El que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. Con estas palabras afirma la peculiar relación que le une a Dios como su Padre, de quien procede y de quien recibe –con plena adhesión y conformidad de su parte– el sentido y dirección de todo lo que Él dice y realiza, hasta la orientación de su vida hacia la muerte y resurrección. 

Queda claro que sólo puede comprenderse el destino de cruz del Hijo del hombre si se parte de una lógica diferente en el modo de pensar la propia realización personal, las relaciones dentro de la comunidad cristiana y la organización de la sociedad. La persona logra una existencia plena de sentido en su entrega a los demás y en su acción solidaria  en favor de los pequeños; la autoridad dentro de la Iglesia es servicio, no puede fundarse en cargos, prestigio y poder; la sociedad se ha de organizar no en función de los intereses particulares de grupo, sino en función de la integración y promoción de todos, en especial de los más necesitados. Eso es lo que quiere Dios y lo que enseña Jesucristo.

domingo, 29 de septiembre de 2024

Domingo XXVI del Tiempo Ordinario – Tolerancia y evitar escándalos (Mc 9, 38-43.45.47.48)

 P. Carlos Cardó SJ 

Redención, óleo sobre lienzo de Modesto Brocos (1895), Museo Nacional de Bellas Artes, Río de Janeiro, Brasil

En aquel tiempo, Juan le dijo a Jesús: "Hemos visto a uno que expulsaba a los demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos".
Pero Jesús le respondió: "No se lo prohíban, porque no hay ninguno que haga milagros en mi nombre, que luego sea capaz de hablar mal de mí. Todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor. Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para esta gente sencilla que cree en mí, más le valdría que le pusieran al cuello una de esas enormes piedras de molino y lo arrojaran al mar. Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela; pues más te vale entrar manco en la vida eterna, que ir con tus dos manos al lugar de castigo, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo; pues más te vale entrar cojo en la vida eterna, que con tus dos pies ser arrojado al lugar de castigo. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo; pues más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al lugar de castigo, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga". 

Los discípulos de Jesús vieron a uno expulsar demonios en su nombre y se lo prohibieron porque “no era de su grupo”. Querían tener la exclusiva. Este hecho se repite hoy. Hay personas que realizan obras buenas “en nombre de Jesús”, y hay personas que en vez de alegrarse de ello, las critican porque no pertenecen a su grupo. Como si el espíritu de Jesús actuara únicamente en ellos. Olvidan que es Él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. 

No se trata de que los demás piensen y actúen como nosotros, sino que sigan a Jesucristo y obren el bien. Creer que sólo quienes piensan como nosotros tienen la verdad y actúan correctamente, eso es la raíz de todas las intolerancias y exclusiones, que dañan profundamente el ser de la Iglesia. 

Por eso dice el Señor: Quien no está contra nosotros, está con nosotros. El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre de todo aquello que divide y enfrenta a las personas, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para respetar y estimar a todos los que buscan servir a los hermanos. 

Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiales. La unidad de la Iglesia sólo podrá lograrse si, movidos por el amor, permitimos al otro ser diferente, aunque no logre “comprenderlo” y mientras no se demuestra que su proceder es erróneo. 

Después de esta enseñanza, dice Jesús: Todo el que les dé a beber un vaso de agua a ustedes en razón de que siguen a Cristo, no quedará sin recompensa. La tolerancia va siempre acompañada de la magnanimidad. Hasta los más pequeños gestos de atención y acogida del prójimo, como dar un vaso de agua, son significativos, tocan personalmente al mismo Cristo. 

Viene luego una frase de gran severidad sobre aquello que constituye lo contrario del amor y del servicio: el escándalo. Escándalo es toda acción, gesto o actitud que induce a otro a obrar el mal. Los pequeños y la gente sencilla creen ya en Dios, pero las acciones y conducta de los mayores pueden hacerles difícil la fe. Nada hay más grave que inducir a pecar a los débiles. La advertencia es tajante: quienes no respetan a los pequeños y se convierten en sus seductores acaban de manera desastrosa. 

Pero no solamente se puede escandalizar a otros, sino que uno puede también ser escándalo para sí mismo. En este sentido, Jesús nos exhorta a examinar dónde radican las posibles ocasiones de pecado, para evitarlas. 

Sus expresiones: Si tu mano, tu pie o tu ojo son ocasión de escándalo…, córtatelo”, obviamente no significan mutilación; son imágenes hiperbólicas, gráficas y de gran fuerza expresiva para movernos a una opción decisiva en favor de los valores del evangelio. Esto implica modificar el uso que damos a cosas que pueden ser muy apreciadas. Toda opción implica renunciar a otras posibilidades que no pueden mantenerse junto con el bien mayor que se ha elegido. No podemos leer estas advertencias de Jesús en clave moralista y ascética. Está de por medio la alegría que motiva y orienta hacia la plena realización de nuestra persona en Dios.

sábado, 28 de septiembre de 2024

El Hijo del hombre va a ser entregado (Lc 9, 43-45)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús es entregado, pintura al temple sobre tabla que forma parte del retablo La Maestá de Duccio di Buoninsegna (1308 – 1311), Museo dell’Opera del Duomo, Siena, Italia

En aquel tiempo, como todos comentaban, admirados, los prodigios que Jesús hacía, éste dijo a sus discípulos: "Presten mucha atención a lo que les voy a decir: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres".
Pero ellos no entendieron estas palabras, pues un velo les ocultaba su sentido y se las volvía incomprensibles. Y tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto. 

La gente estaba admirada por todo lo que Jesús hacía. Justamente acababa de mostrar su misericordia, liberando de las potencias del mal a un pobre niño indefenso. Pero Jesús advierte que se trata de una reacción superficial de asombro y maravilla, pero no de fe. 

Aprovecha entonces la oportunidad para volver a hablar a sus discípulos del destino que le aguarda, de modo que no se queden como la gente en el carácter prodigioso de sus acciones, sino que se preparen para asumir el misterio de su inminente pasión y cruz, no como una fatalidad, sino como el medio de redención escogido por Dios en su proyecto de salvación. Por eso les dice de manera apremiante: Métanse bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Es como si les dijera: Grábense bien en la memoria lo que van a oír de mí. Cumpliendo la voluntad de mi Padre, que es voluntad mía, voy a ser entregado en manos de las autoridades y de los poderosos. 

Los Doce, por su parte, no entienden nada, las palabras del Maestro les resultan totalmente oscuras. No pueden comprender cómo ese mismo Jesús cuya autoridad y poder entusiasman a la gente tiene que acabar en el nivel más bajo de la miseria humana, entregado en manos de los hombres y muerto en una cruz. 

No recordaban el destino del Siervo de Yahvé predicho por el profeta Isaías: Se entregó a la muerte y compartió la suerte de los pecadores…, por eso le daré un puesto de honor (Is 53,12). Así como Pedro, Santiago y Juan no entendieron la revelación de la gloria del Señor en el monte de la transfiguración, ninguno de los del grupo logra entender el anuncio que les hace, y hasta tienen miedo de pedirle explicaciones. Quizá empiezan a imaginar que ellos mismos podrían verse implicados en el destino trágico de Jesús. Habrá que esperar a la resurrección para que una nueva luz ilumine sus mentes y les haga comprender esas palabras. Sin la resurrección, la cruz es escándalo y necedad, una realidad incomprensible y rechazable. Sólo la intervención de Dios puede cambiar la muerte en vida. 

Como los Doce, también nosotros nos revolvemos contra el sufrimiento y la cruz en cualquiera de las formas que nos puedan venir. Es un instinto natural. Por eso nos cuesta entender la necesidad de la redención por el dolor, que Jesús afirma con sus palabras: El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, ser muerto… (Lc 9, 22). Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado… (Lc 24, 7). 

Sólo un supremo acto de confianza en Dios, un abandono en manos de aquel que puede hacer lo que a los hombres es imposible, crea en nosotros la aceptación de un misterio así y la luz puede disipar nuestras dudas. Este acto de absoluta confianza fue lo que permitió al hombre Jesús de Nazaret darle a sus padecimientos y a su muerte tan cruenta el carácter y sentido de entrega extremada que le llevó a gritar: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Todo se ha cumplido! 

Fiado como Él en el poder salvador de Dios, podemos también nosotros observar que es precisamente en la cruz donde más se demuestra que Dios es gracia y misericordia. Cualquier otra intervención y prodigio que Dios hiciese por mí no me demostraría más el amor que me tiene. Podría, quizá, demostrarme su poder, pero eso no cambiaría mucho la idea que de Él nos hacemos. 

En cambio, su impotencia y debilidad en la cruz, la cercanía en que ella le pone respecto a nosotros hasta hacerle tocar y experimentar el mal que padezco (cualquiera que sea), su solidaridad conmigo hasta la muerte, quita de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama a mí, pecador. Es lo que me libra del temor a la muerte. Puedo vivir y morir en paz. Ya nunca estaré solo. 

Si a ejemplo del Señor puedo llenar de amor el vacío del mal, la pasividad negativa de la enfermedad y del dolor y el sinsentido de la muerte, él me revelará su presencia junto a mí y me hará oír su voz que me dice: Me he entregado a la muerte por ti. Tú estabas fuera de mí, pero he venido hasta la cruz para estar contigo y tú conmigo, en una comunión tan íntima, que ya nada podrá romper.

viernes, 27 de septiembre de 2024

Declaración de Pedro y condiciones para el seguimiento (Lc 9, 18-22)

 P. Carlos Cardó SJ 

Rostro de Jesús, detalle del óleo sobre lienzo “Cristo y el joven Rico”, de Heinrich Hofmann (siglo XIX), Iglesia Baptista de Riverside, Nueva York

Estando Él una vez orando a solas, se le acercaron los discípulos y Él los interrogó: “¿Quién dice la multitud que soy yo?”.
Contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha surgido un profeta de los antiguos”.
Les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”.
Respondió Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”.
Él les ordenó que no se lo dijeran a nadie. Y añadió: “Este Hombre tiene que padecer mucho, ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, tiene que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”. 

Este texto de Lucas viene a continuación del milagro de la multiplicación de los panes (9,10-17). Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, dice Lucas que Jesús se hallaba un día haciendo oración a solas cuando sus apóstoles se le acercaron. Él aprovecha la ocasión para prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra. Por eso les pregunta. 

¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones de la gente. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción. 

También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad, su mensaje y su obra. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Es verdad que muchos no saben nada de Él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido sus acciones en favor de la humanidad, seguramente serían capaces de admirarlo y seguirlo. 

Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo? Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: Tú eres el Mesías (en griego, Cristo). Pedro declara que Jesús es el Salvador enviado por Dios al mundo. Su declaración nos invita a responder quién es Jesús para nosotros, como si la pregunta de Jesús nos fuera dirigida a nosotros, aquí y ahora: “¿Quién soy yo para ti?”. ¿Cómo es mi relación con Jesús? ¿Qué es para mí seguir a Cristo? ¿Una ideología, una doctrina, una moral? ¿O es realmente una relación personal con Alguien, a quien amamos y queremos amar como Él nos ama? 

Jesús, después de ordenar a los discípulos que no hablaran de Él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que había de ser el Mesías, empezó a enseñarles que tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que lo matarían y al tercer día resucitaría. 

Habló de esto con claridad, haciendo ver que su misión era la del Mesías Siervo, que no se acredita con un triunfo según el mundo sino asumiendo el dolor y la culpa de sus hermanos. Con ello Jesús aceptaba como propia la voluntad de su Padre que ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo. Con ello demostraba que no hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos.

jueves, 26 de septiembre de 2024

Asombro de Herodes (Lc 9,7-9)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús ante Herodes, óleo sobre lienzo de Miguel Cabrera (siglo XVII), Iglesia de la Profesa (Oratorio de San Felipe Neri), Ciudad de México

El virrey Herodes se enteró de todo lo que estaba ocurriendo, y no sabía qué pensar, porque unos decían: "Es Juan, que ha resucitado de entre los muertos"; y otros: "Es Elías que ha reaparecido"; y otros: "Es alguno de los antiguos profetas que ha resucitado".
Pero Herodes se decía: "A Juan le hice cortar la cabeza. ¿Quién es entonces éste, del cual me cuentan cosas tan raras?"
Y tenía ganas de verlo. 

El texto trata de la identidad de Jesús. Comienza con la palabra “escuchar” y termina con “ver”, los dos verbos de la experiencia de fe. La pregunta de Herodes: ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?, recuerda la que los discípulos se plantearon al ver que Jesús, con su palabra, calmó la tempestad (Lc 8,25: ¿ Quién es éste que manda incluso a los vientos y al agua, y lo obedecen?), y prepara la que Jesús hará a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? (9, 18). 

Se alude también a lo que la gente pensaba de Jesús: que podía ser Juan Bautista vuelto a la vida, o Elías, cuya venida se esperaba para el final de los tiempos como preparación inmediata del día del Señor, o podía ser también alguno de los profetas antiguos. 

En el caso de Herodes, él es quien se hace la pregunta, pero sin querer realmente saber la respuesta. Gente como él no busca la verdad, está ya determinada por sus propios prejuicios, intereses y miedos. 

El “rey” Herodes –que era un tetrarca; rey había sido su padre– había oído todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar de Jesús, es decir, estaba perplejo. Esta observación psicológica que hace el evangelista Lucas permite suponer que lo que le preocupa a Herodes son los comentarios de la gente más que el cruel asesinato que ha cometido y que reconoce diciendo: A Juan lo mandé yo decapitar; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas? 

Intenta salir de su perplejidad con los grandes deseos de ver a Jesús, pero son una pura veleidad porque lo que quiere, en realidad, es presenciar un espectáculo, ver cómo es ese nazareno de quien ha oído que obra prodigios. 

Había oído, sí,  y el oír es el principio de la fe, ya que creemos porque hemos oído; la fe se transmite, pero él es incapaz de alcanzar la verdad. El modo de vivir favorece o impide la recepción de la verdad. Y él es de los que oprimen la verdad con la injusticia (Rom 1, 18). 

El adulterio, la prepotencia, la violencia que reinan en el mundo, y que están simbolizados en Herodes, impiden acoger el mensaje. Por eso, este rey adúltero y sanguinario, que encarcela y mata al profeta, se hace símbolo también del pueblo de Israel, que encarcela y mata a los profetas que le hablan de conversión. 

Herodes, por más que escuche lo que se dice de Jesús e intente verlo, lo único que hará finalmente es procurar matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con Él, pensando que así quedará tranquilo. El texto instruye sobre la manera como se hace imposible el conocimiento del Señor: a pesar de escuchar y de ver, no se reconoce el misterio cuando no se acepta la voz que invita a la conversión y se intenta sofocarla.

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Envío de los Doce (Lc 9, 1-6)

 P. Carlos Cardó SJ 

La curación del lisiado, fresco de Masolino (1424), capilla Brancacci sobre la vida de San Pedro, Iglesia de Santa María del Carmine, Florencia, Italia

Jesús reunió a los Doce y les dio autoridad para expulsar todos los malos espíritus y poder para curar enfermedades. Después los envió a anunciar el Reino de Dios y devolver la salud a las personas.
Les dijo: "No lleven nada para el camino: ni bolsa colgada del bastón, ni pan, ni dinero, ni siquiera vestido de repuesto. Cuando los reciban en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. Pero donde no los quieran recibir, no salgan del pueblo sin antes sacudir el polvo de sus pies: esto será un testimonio contra ellos".
Ellos partieron a recorrer los pueblos; predicaban la Buena Nueva y hacían curaciones en todos los lugares. 

No se puede seguir a Jesús y escuchar su llamamiento si no se está dispuesto a colaborar con Él en su obra. Los discípulos están llamados a realizar la misma misión de su Maestro y a continuarla en la historia. La Iglesia existe para evangelizar: anunciar con hechos y palabras la presencia del amor salvador de Dios. 

Ya Jesús había dicho a sus discípulos que a ellos se les había concedido el privilegio de conocer los secretos del reino de Dios (Lc 8,10) y que no hay nada oculto que no deba manifestarse (Lc 8,17). Ahora les da poder y autoridad para proclamar el reino y para ayudar a la gente en sus necesidades, tanto físicas como mentales. Se ve claramente lo que Jesús pretendía al escoger a los doce: hacerlos participar de su propia misión. 

No los envía a exponer una vasta y compleja doctrina, sino a transmitir una forma de vida: reproducir el modo de ser del Maestro, que manifiesta el reino. Por eso, sus instrucciones no dicen lo que tendrán que decir, sino cómo deben presentarse para reproducir su estilo. 

La orden que Jesús les da: No lleven nada para el camino, significa que no pueden poner como valor central de su vida los bienes materiales. Éstos son medios y deberán usarlos o dejarlos cuanto convenga. Si se olvida esto, los bienes en vez de ayudar a la misión evangelizadora, la estorban y desvían. 

El lucro pervierte al discípulo. La gratuidad, en cambio, hace patente la acción de lo alto. Los discípulos se unen con Jesús compartiendo su vida pobre y su confianza en el Padre providente. Nada debe distraerlos de la misión. El no llevar bastón ni morral, ni pan ni dinero, ni dos túnicas podría parecer una actitud ascética de desprendimiento, pero es más que eso, es confianza en el amor providente de Dios para que la propia vida y el éxito de la tarea evangelizadora no dependa de los medios materiales sino de Dios, de quien provienen todos los bienes y es quien realiza en definitiva la obra de su reino. 

Con esa libertad frente a todas las cosas, los apóstoles deberán aceptar la hospitalidad que les brinden y mostrarse agradecidos y contentos, sin estar pensando dónde podrían estar más cómodos. La acogida vale más que la comodidad y la casa siempre es importante para la puesta en práctica de la misión. En ella se crean lazos afectivos y se construye la fraternidad, que es signo del reino. Jesús no tenía dónde reclinar la cabeza, pero aceptaba de buen grado alojarse en la casa que lo recibía, aprovechándola para anunciar desde allí la buena noticia y educar a los discípulos en profundidad. 

Pero, así como deben aceptar la hospitalidad, deben también estar preparados al rechazo. 

Jesús respeta la libertad. No se puede obligar a nadie a aceptar el mensaje del evangelio. Éste sólo se acepta por el testimonio personal de quien lo anuncia y por el poder de la palabra misma que toca el corazón y promueve convencimiento interior. Habrá quienes no acepten; éstos contraerán una culpa que sólo Dios conoce. 

Frente a esto, la reacción del apóstol ha de ser tajante: sacúdanse el polvo de los pies. Se trata de una acción simbólica, profética, que expresa corte, separación clara y definida de todo lo que va asociado a esa ciudad y, a la vez, testimonio contra ellos, es decir, prueba de que esa ciudad ha rechazado la buena noticia que se le ha anunciado. Lo que pase con esa ciudad, si se retracta o mantiene su rechazo del evangelio, eso ya no dependerá de los apóstoles. 

Fue lo que hizo Pablo en Corinto: procuró con todos sus medios convencer a los judíos de que Jesús era el Mesías, pero como ellos se oponían y no dejaban de insultarlo, sacudió su ropa en señal de protesta y les dijo: Ustedes son los responsables de cuando les suceda. Mi conciencia está limpia. En adelante, pues, me dedicaré a los paganos (Hech 18, 5s). 

No obstante, siempre cabe esperar el tiempo propicio que el Señor dispondrá para que se conviertan porque, como dice el apóstol Pedro: No es que el Señor se retrase en cumplir su promesa (del retorno) como algunos creen, sino que simplemente tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan (2 Pe 3, 9). 

Los apóstoles partieron y fueron recorriendo los pueblos, anunciando la buena noticia y sanando enfermos por todas partes. Todos recibimos este encargo dado a los Doce de proclamar el reino, liberar a la sociedad de los poderes demoníacos y curar las enfermedades. 

Los valores del evangelio y la fuerza eficaz que Jesús transmite a los que continúan su obra hacen posible la construcción de un mundo más humano. El cristiano cree en la eficacia del bien y en las posibilidades de mejorar la calidad de la vida humana en todo orden; por eso apoya todo lo que se emprende en esa dirección porque por allí viene a nosotros el reino de Dios.

martes, 24 de septiembre de 2024

Éstos son mi madre y mis hermanos… (Lc 8,19-21)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo en el arrabal, aguafuerte de Georges Rouault (1920), Museo de Arte Bridgestone, Tokio, Japón

En aquel tiempo, vinieron a ver a Jesús su madre y sus hermanos, pero con el gentío no lograban llegar hasta él.
Entonces le avisaron: "Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte."
Él les contestó: "Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen." 

Estos versículos completan la instrucción de Jesús sobre la escucha de la palabra (Lc 8, 1-18). Señalan el paso de una fe imperfecta a una fe que se vive como parentesco y familiaridad con Jesús; una fe que se mueve por el deseo continuo de estar relacionado a Él con vínculos muy profundos. 

Esta fe sólo se alcanza mediante la actitud de escucha atenta de su palabra y la determinación de llevarla a la práctica con perseverancia, tal como ha sido descrita por el mismo Jesús en la parábola de la semilla de la palabra de Dios caída en la tierra buena, que corresponde a los que, después de escuchar el mensaje con corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto por su constancia (Lc 8, 11.15). 

La fe, en efecto, no pone al ser humano frente a una teoría o doctrina religiosa o a una normativa moral, sino frente a sus semejantes, con los cuales debe hacerse prójimo (aproximarse), y a los que debe amar como hermanos y hermanas, dentro de un sistema nuevo de relaciones que tiene su centro de cohesión en el hermano mayor, Jesús, palabra de Dios que hay que escuchar y llevar a la práctica. La fe como acogida de la palabra es, pues, fe en Jesús, que es la comunicación plena y definitiva de Dios. 

En ese sentido se produce el parentesco con Jesús. Ser de sus parientes, ser para él su madre y sus hermanos o hermanos, es tener “el aire”, el parecido propio de los miembros de una misma familia. Es estar con Él, en su casa, reunidos en torno a Él para escucharlo y vivir con Él. La familia es un asunto del corazón, establece una comunión profunda de intereses, un continuo compartir lo que uno es, hace o posee. Ser miembro de una familia es compartir suerte y reputación, honrar y hacer respetar el nombre que se lleva, amar y apoyar siempre a quienes lo llevan. 

Pero la familia de Jesús no es cerrada. Hacerse miembro de ella es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de Dios”. Nadie es extraño para el Señor y por eso ningún grupo puede reivindicar el privilegio de ser los únicos allegados a Dios. 

En el texto se ve que hay personas que no pueden estar cerca de Jesús a causa del gentío, entre los cuales están su madre y sus parientes. Pero también estos son invitados a entrar mediante la escucha obediente de su palabra. 

No se menciona con su nombre a la madre de Jesús, pero es obvio que la acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo y prototipo del creyente y de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra. 

Lo importante, pues, no es estar como lo primeros en el gentío, físicamente próximos. Ni siquiera cuenta el estar entre los que comen y beben con Él (Lc 13,26), sino el pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, que se funda en la escucha y puesta en práctica de la palabra. Es lo que dice Pablo: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16). 

Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen. Habría que leer esta frase junto con la de Juan: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado. La conclusión puede ser: el distintivo característico, la nota familiar del cristiano es ante todo la práctica del mandamiento del Señor, el amor al prójimo. 

Tienen derecho a llevar el nombre de Jesús quienes aman a su prójimo. Ellos viven en su corazón aquello que fue lo más nuclear y distintivo de la persona de Jesús: su amor universal y misericordioso, gratuito y desinteresado, que le hizo dar su vida. 

De modo semejante se pude decir que la pertenencia a la Iglesia es un asunto “de familia”. Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra y la hacen suya, conforman con referencia ella a su vida, y anuncian con el testimonio de sus personas el nombre de Jesús. Como la pertenencia a una familia, el ser miembro de la Iglesia es un asunto del corazón: sólo se es de la familia cuando se la ama, escucha y sirve hasta estar disponible a dar la vida por ella.

lunes, 23 de septiembre de 2024

Ser lámparas visibles y saber escuchar (Lc 8, 16-18)

 P. Carlos Cardó SJ 

La luz del mundo, óleo sobre lienzo y madera de William Holman Hunt (1853 - 1854), capilla del Keble College, Universidad de Oxford, Reino Unido

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: "Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama; lo pone en el candelero para que los que entran tengan luz. Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público. Pongan atención a cómo me escuchan: al que tiene se le dará, al que no tiene se le quitará hasta lo que cree tener." 

En el evangelio de Lucas el ser luz viene como conclusión de la parábola de la semilla: cuando la Palabra cae en tierra buena, produce fruto, y la responsabilidad entonces consiste en hacer público y notorio lo oculto y secreto de la semilla, que se ha escuchado y acogido. La palabra transforma a la persona, le da una nueva identidad y cuando está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Cristo es la luz, que ilumina la vida de quienes lo siguen y les hace dar luz a los demás. 

Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la oculta debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que todos los vean. El cristiano no puede desentenderse del impacto que produce su estilo de vida y su modo de pensar y de hablar. Los valores que le ha transmitido el anuncio del evangelio no son un discurso privado para una élite cerrada en sí misma o pusilánime y temerosa a la hora de demostrar su fe. 

Esta responsabilidad, además, supone una gran atención al modo como debe transmitirse, ante todo con el ejemplo de vida, el mensaje del evangelio para que sea creíble, respetado y tenido en cuenta. 

Evidentemente no se trata de buscar sobresalir, brillar, hacerse ver. Jesús advierte: Cuidado con practicar las buenas obras para ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alaben los hombres (Mt 6, 1-2). Se trata de ser con sencillez lo que debemos ser: auténticos, consecuentes con nuestra fe, con identidad cristiana clara y manifiesta. 

No se puede esconder, se trasluce, brilla; es consecuencia. Esto es de capital importancia en el evangelio de Lucas: la característica del cristiano es su función de “testigo”. Precisamente porque el cristiano maduro conserva la palabra de Dios con constancia y perseverancia, se convierte en luz para “los demás”. El desarrollo de esta temática se verá de comienzo a fin en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Para ello Jesucristo resucitado se apareció a sus discípulos, los instruyó y les dijo: Ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo; el vendrá sobre ustedes para que sean mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta lo extremo de la tierra (Hech 1, 8). 

La máxima: Nada hay oculto que no se descubra ni secreto que no se conozca, se une a la precedente, y completa una serie de contrastes luz/tinieblas, secreto/público, oculto/manifiesto. Todo esto se cumple primero en Jesús, que es la luz pero actúa en lo oculto como la semilla en tierra. Asimismo el misterio de su reino se desarrolla en medio de dificultades. Pero es el mismo Señor quien compromete a sus discípulos a difundir la luz del conocimiento de su persona y a divulgar los secretos del reino que Él les ha hecho conocer. 

La formulación posterior de esta responsabilidad (en Lc 12, 2) será una exhortación a rechazar la hipocresía e inconsecuencia propia de los fariseos, a hablar con toda franqueza sin dejarse reprimir por las opiniones de los demás, pues no hay nada escondido que no llegue a manifestarse ni nada secreto que no vaya a saberse. 

Por eso pongan atención a cómo escuchan, dice finalmente Jesús. Si escuchamos con atención, descubrimos el sentido de la palabra, que ilumina toda realidad oscura. Lo oculto queda al descubierto. La medida de la fe es la actitud de escucha y acogida de la palabra, entonces se recibe el don de conocer el misterio cada vez más. 

En cambio, quien no sabe escuchar se cierra al don que se le ofrece e irá perdiendo aun lo que tiene; lo perderá todo por no saber escuchar. Fue lo que ocurrió con el pueblo judío. No aceptó la revelación plena que trajo Jesucristo, no tuvo fe; por ello lo que tenía (ser pueblo elegido, vinculado a Dios con una alianza de predilección, receptor de obras maravillosas y portador de la promesa de salvación), lo perdió. 

Los seguidores de Jesús, en cambio, aun los paganos, alcanzaron por la fe el don de lo alto y se convirtieron en el nuevo Israel de Dios, descendencia elegida, reino de sacerdotes y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que los llamó de la oscuridad a su luz admirable (1Pe 2, 9).

domingo, 22 de septiembre de 2024

Domingo XXV del Tiempo Ordinario – El ejemplo de los niños (Mc 9, 30-37)

 P. Carlos Cardó SJ 

Jesús con los niños, óleo sobre lienzo de Bernaert van der Stockt (1510 – 1520 aprox.), Catedral de Granada, España

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero Él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará".
Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones.
Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutían por el camino?". Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante.
Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos".
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado". 

Jesús instruye a sus discípulos sobre su destino de cruz, pero no lo entienden. Se ponen más bien a discutir quién es el más importante en el grupo. El deseo de ser apreciado es natural; su realización asegura la confianza que la persona necesita para progresar y perfeccionarse. Más aún, Dios quiere que los talentos que Él nos da fructifiquen en las mejores formas de servicio que podemos ofrecer. Pero sobre este deseo natural y esta voluntad de Dios, se puede montar el afán de sobresalir, el arribismo, que ya no busca el mejor servicio sino la propia gloria y el propio beneficio. 

Jesús aprovecha la ocasión para enseñar el modo como se ha de ejercer la autoridad. Sólo es lícito ejercerla como servicio, nunca para dominar a los demás, lucrar o servirse a sí mismo. A los ojos de Dios el primero es el que mejor sirve. Y si este servicio se hace a los débiles y a los últimos de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró cómo actúa Dios. Esta lógica del servicio, que invierte los valores del mundo, adquiere toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el primero, prefiere aparecer y ser tenido como el último y el servidor de todos. 

A continuación, Jesús ilustra la relación que hay entre el poder y la salvación con el gesto de poner a un niño en el centro y afirmar: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge. En la sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero y el niño, estaban privados de derechos; para Jesús, son los más importantes. Los niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque no tienen su seguridad en sí mismos y viven sin ambiciones, su vida está pendiente del don de Dios. Por no tener nada y necesitarlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con los pequeños de este mundo: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge. 

La lección es clara: La persona vale no por el poder que tiene, sino por su amor y servicio, sobre todo a los que más necesitan de su ayuda en la sociedad. Quienes así actúan tienen como norma de vida el ejemplo de Jesús, que manifestó una atención preferencial para con los enfermos, los pobres y los pecadores y una especial predilección por los pequeños. Y convenzámonos: no hay nada más satisfactorio que saber que nuestra vida está entregada al bien de los demás. Por eso, quien quiera ser el mayor, que se sitúe en su familia, en su centro de trabajo, en la sociedad donde mejor pueda servir, porque muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros (Mc 10,31). 

En la Iglesia, sobre todo allí donde ella es más lo que Cristo quiso, es decir, en la celebración de la Eucaristía, nos reunimos. Allí no hay —no puede haber— diferencias de rango ni de poder. Partimos juntos el pan y cobramos fuerzas para resistir a los escándalos que observamos en el ejercicio corrupto de la autoridad; nos ratificamos en nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que desde la familia, la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos; y aprendemos a fiarnos del Espíritu que transforma nuestros corazones en el amor fraterno. 

Por el camino venían discutiendo acerca de quién era el más importante. Jesús les dijo: El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Mucho hay que trabajar –como el Papa Francisco lo hace y nos exhorta– para reparar lo que la mentalidad del mundo ha dañado en la Iglesia, para recuperar aquello que se ha alejado del evangelio, para purificar o fortalecer lo que se ha corrompido o debilitado, para cambiar todo lo que sea necesario a fin de que la Iglesia sea en verdad la comunidad de hermanos y hermanas que Cristo quiere.

sábado, 21 de septiembre de 2024

Vocación de Leví y comida con pecadores (Mt 9, 9-13)

 P. Carlos Cardó SJ 

Llamado de San Mateo, óleo sobre lienzo de Juan de Pareja (1661), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: "Sígueme". Él se levantó y lo siguió.
Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos.
Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: "¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?".
 Jesús los oyó y les dijo: "No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores". 

Tres temas importantes de la tradición cristiana aparecen unidos en un solo relato: el llamamiento de Mateo publicano (llamado Leví en Mc 9,14 y Lc 5,27), la comida de Jesús con gente de mal vivir, y la frase que sintetiza la misión para la que ha sido enviado: No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. 

Mateo (o Leví) ejercía un oficio despreciable: era cobrador de los impuestos (sobre el suelo y per capita) que los romanos obligaban a pagar a los pueblos dominados. Los funcionarios del Estado encargados de ello solían arrendar sus mesas al mejor postor y, generalmente, eran los publicanos los que las obtenían por las ganancias que les reportaban. Se valían de artimañas para explotar al público, alteraban las tarifas oficiales, adelantaban el dinero a quienes no podían pagar, para después cobrárselo con usura. Por eso, pero sobre todo porque colaboraban con los romanos, eran tenidos por traidores y ladrones, no poseían derechos civiles entre los judíos y la gente los evitaba. 

Jesús ve las cosas de otra manera. Él trae consigo la misericordia que extrae el bien de todas las formas de mal y regenera al que no tiene quien le ayude a cambiar. Pasa delante de Mateo, lo ve y le dice: Sígueme, sin más, sin siquiera esperar su cambio de profesión y, sobre todo, la reparación que debía hacer y consistía en restituir la cantidad defraudada, aumentada en una quinta parte. 

Pero ¿cómo puede saber Mateo a quién ha robado durante todo el tiempo que ha sido cobrador de impuestos? Ciertamente ni él ni los allí presentes se esperaban que Jesús lo iba a elegir para su grupo. Y por eso, sin más trámite, se levantó y lo siguió; es decir, inició un camino de transformación que hará de él una persona nueva. 

A continuación, Jesús realizó un gesto público que debió resultar tanto o más chocante porque, al no dudar en irse a comer con Mateo y permitir que tomaran parte también en la mesa muchos recaudadores de impuestos y pecadores públicos, estaba realizando una acción atrevida, provocadora desde el punto de vista religioso. 

Era un signo profético, con el que Jesús venía a declarar que la comunión de la mesa del banquete del reino de los cielos no estaba reservada únicamente a los justos cumplidores de la ley y a los miembros de la raza escogida, sino que está abierta también a los excluidos, a los despreciados, a los no practicantes, incluso a los traidores porque el Dios que obra en Jesús a nadie excluye, y está dispuesto a perdonar a quienes más necesitan de su misericordia. Ellos son los primeros receptores de su amor, que transforma sus vidas y los hace personas nuevas. 

En consecuencia, en la comunidad cristiana no puede haber discriminaciones ni exclusiones. La frase de Jesus condensa la manera como Él ve su misión recibida del Padre y hace tomar conciencia a los cristianos de que ellos, los primeros, son los pecadores que han sido tocados por la misericordia de Dios y han sido llamados a su servicio. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Es un tema central en la predicación de Jesús y se puede ver en sus parábolas del hijo pródigo, de la oveja pérdida y de los invitados a la boda... 

Cada miembro de la comunidad cristiana puede verse en Mateo, o entre los pecadores llamados a la mesa de Jesús. También puede sentirse llamado a aprender qué quiere decir: misericordia quiero y no sacrificios. Lo que espera Dios de nosotros son gestos de solidaridad y misericordia, más que actos religiosos externos. Jesús da ejemplo, poniéndose a la mesa con pecadores, cumple la voluntad divina de buscar a esa gente y ofrecer a todos la posibilidad de rehabilitarse. 

Y esto es lo más importante del pasaje evangélico: la nueva imagen y experiencia de Dios, que Jesús revela y transmite, en contraposición con la idea del Dios discriminador, que transmitían los rabinos fariseos. Jesús revela a un Dios que muestra su grandeza y su amor salvador como misericordia, no quiere que nadie se pierda y a todos acoge porque es padre. Jesús aparece no sólo como maestro de misericordia sino como encarnación misma del amor misericordioso que es la esencia de Dios. Su comunidad, por tanto, no puede ser otra cosa que un espacio acogedor y fraterno en el que se refleje el rostro del Dios de Jesús.