jueves, 30 de junio de 2022

La curación del paralítico (Mt 9, 1-7)

 P. Carlos Cardó SJ

El paralítico es llevado en camilla a Cristo, grabado de Peter Lightfoot (siglo XIX), Museo Británico, Londres 

En aquel tiempo, Jesús subió de nuevo a la barca, pasó a la otra orilla del lago y llegó a Cafarnaúm, su ciudad. En esto, trajeron a donde él estaba a un paralítico postrado en una camilla. Viendo Jesús la fe de aquellos hombres, le dijo al paralítico: "Ten confianza, hijo. Se te perdonan tus pecados".
Al oír esto, algunos escribas pensaron: "Este hombre está blasfemando".
Pero Jesús, conociendo sus pensamientos, les dijo: "¿Por qué piensan mal en sus corazones? ¿Qué es más fácil: decir 'Se te perdonan tus pecados', o decir 'Levántate y anda'? Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados, -le dijo entonces al paralítico-: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".
Él se levantó y se fue a su casa. Al ver esto, la gente se llenó de temor y glorificó a Dios, que había dado tanto poder a los hombres.

La escena se desarrolla en Cafarnaum, probablemente en casa de Simón Pedro (1,29) donde Jesús se alojaba. Se había propagado la noticia de que realizaba signos en favor de los enfermos y se agolpó una gran cantidad de gente a la puerta, tanto que ya nadie podía entrar. Un paralítico quiere ser curado, pero depende totalmente de lo que hagan por él. Aparecen entonces sus amigos, observan lo difícil que les va a ser llevarlo hasta Jesús, y elaboran una estratagema ingeniosa: cargan al enfermo con su camilla, abren un boquete en el techo de la casa y por allí lo descuelgan hasta ponerlo a los pies de Jesús.

La escena puede recordarnos situaciones semejantes. Cuántas veces y por cuántos motivos le es difícil a la gente, sobre todo a los pobres y a los que son excluidos, acercarse a Jesús en su casa, la Iglesia. Nosotros mismos, cuántas veces nos hemos quedado como paralizados por problemas que parecían superar nuestra capacidad. Y también gente amiga nos ayudó a salir adelante, nos hizo ver a Dios en nuestra situación y a partir de ahí todo cambió.

Pero hay algo interesante en el texto: como el paralítico, todos tenemos necesidades más o menos urgentes, más o menos dolorosas de las que queremos librarnos, y recurrimos a Dios, pero esa liberación que nos interesa ¿es en verdad la que más necesitamos, la más profunda? Dios no responde mecánicamente. Actúa como lo hizo con el paralítico, acoge nuestro deseo aunque no esté bien formulado y responde a lo que más necesitamos en la profundidad de nuestro ser, en otro nivel de necesidad más hondo que, de momento, como el enfermo y sus amigos, no hemos reconocido ni formulado.

Otro dato sorprendente del relato es que Jesús no se fija sólo en la carencia de ese hombre, sino que destaca lo mejor que él y sus amigos demuestran y que los escribas allí presentes (los expertos en religión) no tienen: la fe. Viendo la fe...

Y el milagro ocurre, el verdadero, que en la lógica de la respuesta de Jesús a los escribas es lo más importante y lo más difícil: el perdón, es decir, la regeneración del hombre para una vida nueva gracias al encuentro con el Hijo de Dios, que aporta salvación, salud integral. Esa gracia del perdón se ofrece a todos, pero sólo los sencillos y los pobres de corazón, como el paralítico, la aceptan y aprovechan, no los sabios de este mundo. Ánimo, hijo, tus pecados te quedan perdonados, dice Jesús al paralítico ante el asombro de los escribas.

¡Este blasfema!, gritan éstos y tienen su lógica porque, en efecto, la Biblia dice que perdonar los pecados sólo Dios puede hacerlo (cf. Is 43, 25); y si Jesús lo pretende es porque usurpa la autoridad divina y ofende a Dios. Piensan así porque no creen en Él, no están dispuestos a aceptarlo como el Enviado, que abre para todos el tiempo del perdón y de la misericordia, anunciado por los profetas: Esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor. Meteré mi ley en su pecho y la inscribiré en sus corazones..., pues yo perdono sus culpas y olvido sus pecados (Jr 31, 34).

La curación que se produce a continuación viene a ser solamente la garantía visible del poder de salvación que actúa en Jesús. Perdonando primero al paralítico, le ha hecho trascender la inmediatez de su deseo de verse libre de su enfermedad; ha trastornado los esquemas de los expertos en Dios, y ha movido a la gente a reconocer el verdadero proyecto de Dios que se anticipa y encarna también en el gesto simple y sin ostentación alguna de la curación: Se dirigió al paralítico y le dijo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. La liberación que trae Dios por medio de Jesús elimina el mal hasta en las raíces más subterráneas del pecado, hasta en sus más oscuras ramificaciones, que son la enfermedad y la muerte.

Y a la vista de todos, el paralítico se marchó cargando su camilla. Es una representación plástica de lo que ha pasado en su interior. La camilla, signo pesado y humillante de su desgraciada invalidez, se transforma en el signo de su libertad y dignidad recuperadas para siempre. Todos cargamos nuestras camillas, recuerdo de nuestras antiguas parálisis, carencias, frustraciones y ofensas sufridas.

Por la fe, se nos concede descubrir la acción de Dios en ellas, y poder asumirlas, integrarlas, no depender ya de ellas ni dejar que determinen nuestra autoestima y la conducta que tenemos con nosotros mismos y con los demás. San Pablo aprendió a ver la fuerza de Dios en sus debilidades personales y en las heridas sufridas, y cuando las recordaba no dudaba en decir: Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces soy fuerte (2 Cor 12,10).

miércoles, 29 de junio de 2022

Anuncio de la pasión y reacción de Pedro (Mt 16, 13-23)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesucristo entrega a Pedro las llaves del paraíso, óleo sobre lienzo de Félix Joseph Barrias (1854), galería La Nueva Atenas, París, Francia 

Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí, preguntó a sus discípulos: «Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo? ¿Quién es el Hijo del Hombre?».
Respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros que eres Elías, o bien Jeremías o alguno de los profetas».
Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?».
Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo».
Jesús le replicó: «
¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo».
Entonces Jesús les ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
A partir de ese día, Jesucristo comenzó a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y que las autoridades judías, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley lo iban a hacer sufrir mucho. Que incluso debía ser muerto y que resucitaría al tercer día.
Pedro lo llevó aparte y se puso a reprenderlo: «¡Dios no lo permita, Señor! Nunca te sucederán tales cosas».
Pero Jesús se volvió y le dijo: «¡Pasa detrás de mí, Satanás! Tú me harías tropezar. Tus ambiciones no son las de Dios, sino las de los hombres».

Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan entre la gente: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más.

¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, Él no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.

La misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella.

La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia –Jesús dice “mi Iglesia”–. La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18).

La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de Él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu.

Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365). 

martes, 28 de junio de 2022

¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe? (Mt 8, 23-27)

 P. Carlos Cardó SJ

Tormenta en el mar, iluminación en miniatura contenida en el Códice Hitda (entre 1000 y 1025 aprox.) conservado en la Biblioteca Estatal de Wiesbaden, Hesse, Alemania

En aquel tiempo, Jesús subió a una barca junto con sus discípulos. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan fuerte, que las olas cubrían la barca; pero él estaba dormido.
Los discípulos lo despertaron, diciéndole: "Señor, ¡sálvanos, que perecemos!".

Él les respondió: "¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?". Entonces se levantó, dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma.
Y aquellos hombres, maravillados, decían: "¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen?"

En el relato que hace Mateo de la tempestad calmada se destaca primero la dimensión cristológica y luego la eclesiológica del milagro. Y dado que la narración viene después de dos avisos enérgicos de Jesús sobre las condiciones que exige su seguimiento (8, 18-22), se puede decir que la travesía por un mar tempestuoso es como una representación plástica del seguimiento de Jesús en una Iglesia que no estará exenta de pruebas, crisis y dificultades. El primer versículo lo sugiere: Jesús subió a una barca y sus discípulos lo siguieron.

Ante todo se pone de relieve el poder salvador de Jesús sobre las fuerzas del mal que amenazan la vida. Cristo aparece como el señor de la naturaleza, que es capaz de “serenar el rugido de los mares y el estruendo de sus olas”, “amansar las olas embravecidas” y “reducir el temporal a suave brisa”, poder propio del Dios Altísimo que domina todo lo creado (Cf. Sal 65,8; 89,10; 107,29). El relato de Mateo tiene, por tanto, un carácter teofánico. Es una revelación del misterio de Jesús, verdadero Hijo de Dios, que deja estupefactos a quienes todavía no tienen fe.

Viene luego el significado eclesiológico del acontecimiento. Los discípulos siguen a Jesús y suben con Él a la barca. Desde la antigüedad cristiana hasta hoy se interpreta el símbolo de la barca como la nave de la Iglesia. Aquí Mateo subraya la idea de una nave frágil, que es amenazada por la tempestad. La comunidad a la que Mateo dirige su evangelio necesita una palabra de aliento porque padece la cruel persecución del judaísmo farisaico. Pero trascendiendo dicha circunstancia histórica, aparece claro que seguir a Jesús en la barca de la Iglesia conlleva aceptar de antemano que la travesía no va a ser fácil. El mar y el agua simbolizan en la Biblia el poder del mal y las tinieblas. El mar que surca la nave de Cristo no siempre es apacible, sino agitado también por tempestades, crisis y dificultades, en las que se pone a prueba la fe de los discípulos.

Jesús, sin embargo, duerme tranquilo, superior a todo, por encima de las vicisitudes del tiempo y de la historia. Los discípulos fijan sus ojos en Él en busca de auxilio. ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! La barca agitada por las olas y los discípulos atemorizados hacen ver que la Iglesia es una comunidad de débiles y pecadores.

Asistida de continuo por el Espíritu que no la abandona nunca, sufre sin embargo la inseguridad propia de los humanos ante el pecado y los escándalos que aparecen en ella, ante los peligros de las persecuciones y también ante los cambios que le vienen impuestos o que juzga necesario hacer. En tales circunstancias, la Iglesia se siente también llamada a examinarse y a reconocer sus deficiencias, por las que el Señor le puede dirigir hoy el mismo reproche que hizo a sus discípulos: ¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?

Las palabras de Jesús no causan desaliento. Si la Iglesia las acoge, puede salir fortalecida de las pruebas. El poder del Señor, actuante en ella, puede restablecer la paz. El Señor ordenó a los vientos y al mar y se hizo una gran bonanza. Conviene advertir que la calma que aporta Jesús no es sólo individual, como un consuelo privado, sino que es una experiencia de la comunidad, que se ve fortalecida en su fe, esperanza y amor para cumplir sin miedos la tarea evangélica.

El pasaje concluye de manera un tanto abrupta por la aparición de unos hombres, que no son los discípulos, una vez calmada la tempestad. Son personas que no saben quién es Jesús y se preguntan sobre su origen. Los discípulos sí saben quién es y lo han invocado como Señor. El evangelio no juzga a aquellos ignorantes. Vienen a ser los que reciben la Palabra transmitida por la comunidad y van de asombro en asombro, abriéndose al conocimiento del Señor.

Jesucristo resucitado auxilia con su fuerza al que vacila en su fe. Las crisis y problemas ponen a prueba la fe, pero son también oportunidades para reconocer la propia necesidad de salvación y salir fortalecidos. El actuar con falta de visión y sentir inseguridad y miedo es una experiencia propia del itinerario de la fe, la viven las personas individuales y la Iglesia. Advertir la compañía del Señor permite restablecer la paz –personal e institucional– con el predominio de la recta razón que discierne y de la confianza que brota de la fe.

lunes, 27 de junio de 2022

La radicalidad del seguimiento (Mt 8, 18-22)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo con sus discípulos, acuarela de Henry Coller (1948), publicada en una edición ilustrada de la Biblia

En aquel tiempo, al ver Jesús que la multitud lo rodeaba, les ordenó a sus discípulos que cruzaran el lago hacia la orilla de enfrente.
En ese momento se le acercó un escriba y le dijo: "Maestro, te seguiré a dondequiera que vayas".
Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en donde reclinar la cabeza".
Otro discípulo le dijo: "Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre". Pero Jesús le respondió: "Tú Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos".

Jesús ha realizado una serie de milagros que han llenado de admiración a la gente. Muchos han visto en ellos un poder superior que podía hacer de Jesús el libertador tan esperado de Israel, y se han ido tras Él. Cada cual espera alcanzar algo de Él. Le siguen, pues, por diversas motivaciones y aun entre los discípulos que ha llamado personalmente y le siguen formando con Él un círculo de amigos, las expectativas son igualmente variadas.

Jesús entonces ve necesario plantear las condiciones que debe cumplir quien se anime a seguirlo. Todas ellas tienen que ver con la adhesión personal que deben manifestar hacia Él y la disposición para seguirlo de manera definitiva y radical, hasta sus últimas consecuencias. Quienes lo sigan tendrán que asumir su estilo de vida, estar siempre en camino, con Él delante, prontos a partir, sin estar apegados a nada que los detenga ni les haga ambicionar riquezas o poder como consecuencia de la misión que Él les va a confiar.

Tres escenas presentan las exigencias de libertad y determinación.

Primera escena. Aparece un escriba, experto en religión y moral, y dice a Jesús: Yo te seguiré adondequiera que vayas. Es él quien ha tomado la iniciativa, como si todo dependiese de su voluntad; pero seguir a Jesús no puede ser una simple pretensión humana. Él es quien llama y da la gracia. La respuesta de Jesús obliga al escriba a  confrontar su deseo con la realidad. Los zorros tienen madrigueras…, el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Le hace ver que la regla de juego pide un desasimiento de aquello que da seguridad, sobre todo los bienes de este mundo. El que sigue a Jesús tendrá que poner su seguridad sólo en Dios.

Segunda escena. Un miembro del grupo de Jesús, un discípulo suyo, dice: Déjame primero que vaya a enterrar a mi padre. Parece no caer en la cuenta de que Dios ha de ser lo primero y que su voluntad ha de prevalecer sobre cualquier otra cosa. El sepultar al padre es indudablemente un deber de piedad filial (Dt 20,12; Lev 19,3), pero que no es “lo primero”. Todo afecto, aun el más sublime, debe orientarse a Dios y no ser obstáculo a su voluntad. Jesús exige libertad frente a afectos y deberes de relación.

Las relaciones familiares no son el absoluto. Dios ha de estar por encima de todo. Abraham no opuso el amor a su único hijo Isaac, sino que se mostró disponible a entregarlo, y por esta voluntad suya, Dios lo hizo padre de los creyentes. Todo amor verdadero procede del amor de Dios, tiene en Él su fuente,  y a Él tiene que llevar. Se ve en el plano humano: si un hijo no logra autonomía frente a sus padres no se hace adulto, no será capaz de emprender nada por sí mismo. Así también en el plano de la fe si no ordenamos todo afecto hacia Dios, que es para nosotros el horizonte de nuestra libertad, los afectos se desordenan y nos hacen menos libres. Dios es el único absoluto; frente a Él, hasta el deber de enterrar al padre cede su prioridad. Dios es lo más importante; si no, no es Dios. Aquello que para ti es lo más importante, eso es tu Dios.

En el evangelio de San Lucas hay una tercera escena. Otro le dijo: Te seguiré, Señor, pero déjame primero ir a despedirme de mi familia. Y Jesús contestó: El que pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, no es digno de mí. San Pablo dirá: Olvido lo que dejé atrás y me lanzo hacia la meta… (Fil 3, 13). Se trata de dejar atrás, posponer, tres seguridades: materiales, afectivas y personales.

Pero en el fondo se trata de la disponibilidad frente a uno mismo, para poner la confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades en sí mismo, en lo que soy, en lo que he conquistado o en lo que represento. De todo nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única está en lo que Él –y sólo Él– es capaz de hacer de mí.

domingo, 26 de junio de 2022

Homilía del domingo XIII del Tiempo Ordinario – Exigencias del seguimiento de Jesús (Lc 9, 51-62)

P. Carlos Cardó SJ

 Nocturno de otoño, aguafuerte de Georges Rouault (1937 – 1939), Museo Guggenheim, Nueva York, Estados Unidos

Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén.
Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: "Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?".
Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea.

Mientras iban de camino, alguien le dijo a Jesús: "Te seguiré a dondequiera que vayas".
Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza".
A otro, Jesús le dijo: "Sígueme".
Pero él le respondió: "Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre".
Jesús le replicó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios".
Otro le dijo: "Te seguiré, Señor; pero déjame primero despedirme de mi familia".
Jesús le contestó: "El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".

Jesús en su viaje a Jerusalén atraviesa una aldea de Samaría. Desde que Israel se dividió en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los samaritanos de réprobos y herejes. Por eso, al pasar Jesús por esa región, no es bien recibido. La reacción de Santiago y Juan, conocidos como los violentos (Boanergés o hijos del trueno), es una muestra del odio racial, religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos fuego del cielo que acabe con ellos? Apelan a la violencia en nombre de Dios para resolver las diferencias.

Jesús los reprende. Él no acepta ninguna forma de violencia. Al contrario, quiere eliminarla de raíz con su ejemplo y doctrina sobre el amor, el perdón, la tolerancia y el diálogo. Jesús nos invita a evitar que las diferencias se conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera que se da con el respeto a las diferencias. Apropiarse de Cristo y de su mensaje, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, suele ser la causa de las actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente a la Iglesia.

Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón para acoger, respetar y valorar a aquellos, que quizá no piensan como yo, pero buscan también servir con buena voluntad. «Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiásticas. Y no debemos olvidar que sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (K. Rahner).

Los restantes versículos nos confrontan con las exigencias radicales del seguimiento de Jesús por medio de tres breves y cortantes escenas.

- En la primera, un hombre sale al encuentro de Jesús y, antes de ser llamado, le dice: Yo te seguiré. Es él quien toma la iniciativa. No tiene en cuenta que es el Señor quien llama y da su gracia para poder asumir las exigencias de su seguimiento. Por eso Jesús obliga a reflexionar: formar parte del grupo de sus seguidores no trae ventajas económicas, ni poder ni prestigio; quien lo sigue ha de poner toda su seguridad en Dios, no en bienes materiales. Seguir a Jesús es imitar su modo de ser: Él no tiene donde reclinar la cabeza, y halla su plena satisfacción personal en el servicio a los demás.

- En la segunda escena, otra persona quiere seguir a Jesús, pero ve que primero tiene que ir a sepultar a su padre. Indudablemente se trata de un deber filial, una acción piadosa derivada del honor que se debe a los padres (Ex 20,12; Lev 19,3), pero, aunque sea algo muy bueno, no es lo primero. El Señor es quien debe ser el primero, si no, no es Señor. La entrega a Cristo es tan incondicional que, frente a ella, hasta el deber de enterrar al padre cede su prioridad.

Con este dicho, que puede resultar chocante a nuestra sensibilidad, Jesús se sitúa de forma soberana por encima de todo. Se coloca en el mismo plano de Dios. Deja a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada, excepto lo referente a Dios, se puede absolutizar. Todo amor, por sublime que sea, deriva del amor a Dios y a Él tiene que ordenarse. Jesús antepuso su amor a María y a José –que angustiados lo buscaban–, a la necesidad que sentía de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,48s). Y hay que recordar que aun en el plano humano, si un joven no ordena el afecto que tiene a sus padres y no adquiere libertad frente a ellos, no alcanza la adultez que se requiere para formar la propia familia, seguir la propia vocación o emprender algo de manera autónoma y responsable.

- En la tercera situación, se repiten y condensan las actitudes anteriores. La llamada del Señor exige ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y afectos, sino también frente a uno mismo, para entregar la propia vida, poniendo toda la confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades, aducir méritos propios, alegar por mi pasado, por lo que he conquistado o lo que represento. De todo ello nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única es la promesa que Él nos ha hecho y lo que sólo Él es capaz de realizar por mí.

Con su lenguaje sencillo y directo, el Papa Francisco resume este texto del evangelio con estas palabras: “Jesús apunta directamente hacia a la meta; y a las personas que encuentra y que le piden seguirlo, les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una morada fija; saberse despegar de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia del pasado. Pero Jesús no impone jamás, Jesús es humilde, Jesús invita”. 

sábado, 25 de junio de 2022

El Niño Jesús en el templo (Lc 2, 41-51)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús niño discute con los maestros del templo, óleo sobre lienzo de William Holmant Hunt (1848), Museo de Birmingham, Reino Unido

Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua.
Cuando Jesús cumplió los doce años, subió también con ellos a la fiesta, pues así había de ser. Al terminar los días de la fiesta regresaron, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo supieran. Seguros de que estaba con la caravana de vuelta, caminaron todo un día. Después se pusieron a buscarlo entre sus parientes y conocidos. Como no lo encontraran, volvieron a Jerusalén en su búsqueda.
Al tercer día lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los maestros de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su inteligencia y de sus respuestas.
Sus padres se emocionaron mucho al verlo; su madre le decía: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo hemos estado muy angustiados mientras te buscábamos».
El les contestó: «¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que yo debo estar donde mi Padre?». Pero ellos no comprendieron esta respuesta.
Jesús entonces regresó con ellos, llegando a Nazaret. Posteriormente siguió obedeciéndoles. Su madre, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.

Este pasaje rompe el silencio de la vida oculta de Jesús en Nazaret y relata un acontecimiento relevante en el desvelamiento progresivo de la identidad de Jesús. Nos dice el evangelio de Lucas que los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de Pascua y que llevaron también al Niño cuando cumplió doce. Terminada la fiesta, se quedó en Jerusalén sin saberlo sus padres. Al no encontrarlo, regresaron a Jerusalén en su busca. Lo buscaron tres días. Sólo podían imaginar que estaría con los parientes y conocidos. Angustia, impotencia de quien no encuentra al ser querido, a la persona que uno no puede dejar de buscar. Evoca esta angustia a la que sentirán las mujeres en el sepulcro al no hallar entre los muertos al que está vivo.

Después de tres días. Lo hallaron en el templo. Es decir, en el lugar donde la gloria de Dios se manifestaba. Está allí, en lo suyo, sentado y enseñando con autoridad la Palabra de Dios a los maestros de la Palabra. Como su padre y su madre que lo buscan tres días en vano, los apóstoles y las santas mujeres tendrán que esperar al tercer día para comprobar que la Palabra de Dios se ha cumplido en el Crucificado. Y a nosotros también, que lo buscamos sin saber cómo, el texto nos da la respuesta.

La pregunta de Jesús a sus padres: ¿Por qué me buscaban? No sabían que, más que un reproche, hay que entenderla como una invitación que les hace a procurar comprender, con la confianza propia de la fe, no con angustia, los planes que Dios tiene. Y Jesús les recuerda que Dios es su Padre. Es la primera vez que designa a Dios como su Padre. “Abbá” es en el evangelio de Lucas la primera y última palabra de Jesús. La más reveladora de su propia identidad y de la nuestra, pues es el Hijo amado del Padre,  en quien y por quien somos también nosotros hijos e hijas de Dios.

Este Hijo debe estar en las cosas de su Padre, ocuparse de ellas pues para esto ha venido al mundo: para escuchar y cumplir lo que el Padre le diga. Y ese será su alimento, hacer su voluntad.

María y José no comprendieron lo que les decía, lo comprenderán más tarde. Y para ello, María, la creyente, la que oye y acoge la Palabra, conservará todas estas cosas meditándolas en su corazón. Después de haber llevado al Hijo en su seno, lo lleva ahora en su corazón. Ella nos enseña a meditar las palabras de su Hijo, todas, las que nos consuelan y alegran, y las que nos exigen y nos cuesta comprender. Como ella, tampoco nosotros comprendemos de inmediato el misterio de los tres días de Jesús con el Padre. Como ella, conservamos en el corazón las palabras, las aprendemos de memoria, aunque su comprensión exacta todavía se nos escape. El recuerdo constante de la Palabra ilumina el corazón y nos hace alcanzar la madurez del hombre perfecto, la estatura plena de Cristo (Ef 4,13).

viernes, 24 de junio de 2022

Oveja perdida y dracma perdida (Lc 15, 1-10)

 P. Carlos Cardó SJ

El Buen Pastor, mosaico de Marco Iván Rupnik SJ (siglo XX), Parroquia de El Salvador, Guadalajara, España

Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Por esto los fariseos y los maestros de la Ley lo criticaban entre sí: «Este hombre da buena acogida a los pecadores y come con ellos».
Entonces Jesús les dijo esta parábola: «Si alguno de ustedes pierde una oveja de las cien que tiene, ¿no deja las otras noventa y nueve en el desierto y se va en busca de la que se le perdió, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra se la carga muy feliz sobre los hombros, y al llegar a su casa reúne a los amigos y vecinos y les dice: "Alégrense conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido". Yo les digo que de igual modo habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a Dios que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse. Y si una mujer pierde una moneda de las diez que tiene, ¿no enciende una lámpara, barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y apenas la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: Alégrense conmigo, porque hallé la moneda que se me había perdido". De igual manera, yo se lo digo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte».

Las parábolas de la misericordia, o parábolas de “lo perdido”, del cap 15 de Lc, son una invitación a la alegría por recuperar lo perdido. Subrayan el hecho de que Dios nos ha amado en Cristo de modo incondicional e irreversible, no porque seamos buenos, sino porque Él mismo es bueno y fuente de bondad y misericordia.

A través del símbolo del Buen Pastor nos acercamos a lo que es más nuclear en la persona de Jesús: Jesús supo amar de verdad, su amor no fue una cuestión coyuntural, simplemente, sino el mismo amor con el que Dios-Padre ama a todos los hombres y mujeres del mundo.

La parábola del Pastor que sale a buscar a la oveja perdida nos llama a hacer nuestros los sentimientos de su corazón y a obrar con su mismo amor. Es la llamada a hacer lo mismo que hizo Jesús: ser compasivo y misericordioso. Vista en dimensión eclesial, la parábola del Pastor, recuerda a la comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo ha manifestado y puesto en práctica. Invitación a hacer sitio a los que vienen de fuera, a alegrarse de su venida.

La liturgia pone este texto en el evangelio de hoy, Fiesta del Corazón de Jesús. Nos invita así a apreciar y hacer nuestros los sentimientos del Corazón de Jesús, Buen Pastor. A través del símbolo de su Corazón nos acercamos a Él desde aquello que es lo más nuclear de su persona: Jesús fue aquel que supo amar de verdad, aquel cuyo corazón fue un corazón misericordioso. Su amor no fue simplemente una cuestión coyuntural, fue el mismo amor con el que Dios-Padre ama siempre y sin interrupción a todos los hombres y mujeres del mundo porque son sus hijos.

El culto al Corazón del Señor nos lleva a hacer del amor mismo de Jesús –que es el amor con que el Padre le amó, y que vive en nosotros por el Espíritu– el medio en que nos movemos y actuamos. Es lo que en el evangelio de Juan se expresa como permanecer (o habitar) en su amor. Esto se expresa concretamente en el empeño por hacer lo mismo que hizo Jesús, ser compasivo y misericordioso. Visto en dimensión eclesial, el culto al Corazón de Cristo, recuerda a la comunidad de los discípulos que tiene el deber de hacer visible el estilo de Dios como Jesús lo ha manifestado y puesto en práctica.

Pedirle al Señor en la oración llegar a tener un corazón semejante al suyo significa ser hombres y mujeres que procuran encarnar realmente su amor en la búsqueda continua de quien se encuentra solo o perdido, porque eso era lo que distinguía al corazón del Buen Pastor. Contemplar al Corazón del Señor y rendirle un culto especial no es una simple devoción que se expresa en unos determinados sentimientos, sino una decisión consciente, una “elección” de una forma de vivir que hace del amor concreto, hecho de servicio y entrega, la motivación que anima todas nuestras opciones y nuestros esfuerzos por ser fieles al evangelio. Es la opción por el amor que lucha por transformar la sociedad con esa justicia que exige el mandamiento del amor. 

jueves, 23 de junio de 2022

Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

 P. Carlos Cardó SJ

Nacimiento e imposición del nombre de Juan Bautista, fresco de Andrea del Sarto (1526), claustro de los Descalzos, Florencia, Italia

Cuando le llegó a Isabel su día, dio a luz un hijo, y sus vecinos y parientes se alegraron con ella al enterarse de la misericordia tan grande que el Señor le había mostrado.
Al octavo día vinieron para cumplir con el niño el rito de la circuncisión, y querían ponerle por nombre Zacarías, por llamarse así su padre. Pero la madre dijo: «No, se llamará Juan».
Los otros dijeron: «Pero si no hay nadie en tu familia que se llame así».
Preguntaron por señas al padre cómo quería que lo llamasen. Zacarías pidió una tablilla y escribió: «Su nombre es Juan», por lo que todos se quedaron extrañados.
En ese mismo instante se le soltó la lengua y comenzó a alabar a Dios. Un santo temor se apoderó del vecindario, y estos acontecimientos se comentaban en toda la región montañosa de Judea. La gente que lo oía quedaba pensativa y decía: «¿Qué va a ser este niño?» Porque comprendían que la mano del Señor estaba con él.

Juan Bautista fue el hombre que recibió de Jesús el mayor de los elogios: Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan.

La narración de su nacimiento la hace San Lucas con pocas palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y nacimiento de los personajes que van a tener una misión especial en la historia de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene. Esto se destaca de modo especial cuando la mujer que concibe es una estéril como Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1; 17, 1), o como la esposa de Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se alegran con ella.

Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la Biblia considera la venida al mundo de toda persona no como un acontecimiento o fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime y tus obras son prodigiosas” (Sal 139, 13-14).

El nombre Juan. En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos; y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño. «Su nombre es Juan» (Lc 1,63) dice Isabel y Zacarías lo confirma ante de los parientes maravillados, escribiéndolo en una tablilla.

El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan Dios se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su vida: Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda vida humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra que soy llamado por Él a la existencia. El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre (Is 49,1).

Juan nace con una misión que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a preparar la venida de Jesús Mesías. Como él, todos tenemos una misión que cumplir: la que nuestro Creador y Padre nos asigna aun antes de nacer. Ella confiere orientación y sentido a mi existencia. Percibida en mi interior como una llamada o atracción que aúna y orienta todos mis deseos, puedo libremente optar por ella como mi propio camino y elegir las actitudes que más me conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en ello me juego mi realización personal y mi felicidad. 

miércoles, 22 de junio de 2022

El árbol bueno da frutos buenos (Mt 7, 15-20)

P. Carlos Cardó SJ

El lobo y la oveja, óleo sobre lienzo de Jean-Baptiste Oudry (siglo XVIII), colección privada en Limoges, Francia, subastada en Christie’s en enero de 2013

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Cuidado con los falsos profetas. Se acercan a ustedes disfrazados de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de los cardos? Todo árbol bueno da frutos buenos y el árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos y un árbol malo no puede producir frutos buenos. Todo árbol que no produce frutos buenos es cortado y arrojado al fuego. Así que por sus frutos los conocerán".

Las primeras comunidades cristianas vivieron una experiencia perturbadora que, sin duda, Mateo tiene en cuenta en su evangelio: la presencia de falsos profetas o maestros que aparecen como pacíficos e indefensos, pero destruyen desde dentro la comunidad. San Pedro habla de falsos maestros, que introducen encubiertamente errores perniciosos (2Pe 2,1-2). San Pablo alerta a los cristianos de Roma para que se fijen en los que causan divisiones y tropiezos en contra del mensaje cristiano y para que se aparten de ellos (Rom 16,17).

Entre estos falsos profetas y maestros, los que mayor preocupación le causaron al Apóstol fueron los judaizantes que actuaban para ser vistos como fieles a ley de Dios (Gal 6, 12-17), pero en realidad eran una levadura malsana (Gal 5,7-12) que le quitaba a la cruz de Cristo su valor redentor. Junto a ellos ponía también Pablo a aquellos que, con su vida licenciosa, no pensaban más que en las cosas de la tierra y propagaban malas costumbres (Fil 3, 18-9). Todos ellos son los “asalariados” de la parábola del Buen Pastor en el evangelio de Juan (Jn 10,12) y los “lobos rapaces” a los que alude Pablo en su despedida de Mileto: Yo sé  que, después de mi partida, se introducirán entre ustedes lobos rapaces que no perdonarán el rebaño; y también entre ustedes mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas para arrastrar a los discípulos detrás de sí (Hech 20,29).

Esta experiencia, que subyace al texto que comentamos, no es cosa del pasado. Apunta a todos aquellos que seducen al pueblo con apariencias de bien y de verdad, pero persiguiendo fines interesados. No sólo predican falsas doctrinas, sino que se atribuyen la función de maestros inspirados por Dios o sabios conocedores de las cosas espirituales, pero que no lo son en realidad. Su disfraz en piel de oveja significa que se presentan como inofensivos miembros del “rebaño” y hacen daño a los desprevenidos.

Mateo da a la comunidad una norma para poder reconocer a estos falsos profetas y maestros: saber discernir lo bueno y lo malo en lo que proponen. Es la primera regla del discernimiento espiritual: al árbol se le conoce por sus frutos. Todo árbol bueno da frutos buenos; el árbol malo da frutos malos. Sus palabras y su modo de comportarse pueden parecer acertados y correctos, son su disfraz. Pero su verdadero ser, en contradicción con la voluntad de Dios, no puede quedar oculto a pesar de todas sus apariencias externas. Descubrir a dónde pretenden llevar a la comunidad es la finalidad del discernimiento. Hermanos queridos, no crean a cualquiera que pretenda poseer el Espíritu. Hagan más bien un discernimiento para ver si pertenece a Dios  (1Jn 4,1).

A todo esto, San Ignacio de Loyola en sus famosas reglas para el discernimiento espiritual añade algo muy certero, que vale no sólo para distinguir los buenos de los malos maestros, sino también las buenas y malas inspiraciones, deseos o tendencias que pueden surgir en nosotros “bajo apariencia” de bien y pueden engañarnos, llevándonos a tomar malas decisiones. Nos dice que debemos analizar el desarrollo que tienen tales deseos o pensamientos que nos vienen porque si en su origen, en el medio o en el fin al que nos llevan todo es bueno o inclinado al bien, eso es señal de que proceden del buen espíritu; pero si al comienzo, al medio o al fin encuentro algo malo, o menos bueno de lo que me había propuesto hacer, o debilita mi vida espiritual, me inquieta y perturba, quitándome la paz, tranquilidad y quietud que antes tenía, eso es clara señal de que procede de mal espíritu, con el cual no voy a poder tomar buenas decisiones (Ejercicios Espirituales, 333).

martes, 21 de junio de 2022

No Profanar lo “santo” y la Regla de Oro (Mt 7, 6.12-14)

P. Carlos Cardó SJ

Fuente de Siloé, valle de Josafat, ilustración de David Roberts para Tierra Santa, editada por F. G. Moon (1842 – 1845), Londres

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No den a los perros las cosas santas ni echen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y después se vuelvan contra ustedes y los despedacen. Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. En esto se resumen la ley y los profetas".
"Entren por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y amplio el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por él. Pero ¡qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que conduce a la vida, y qué pocos son los que lo encuentran!".

Para los hebreos, los perros y los cerdos eran animales impuros, así aparecen en varios pasajes de la Escritura (1Sam 17,43; 24,15; 2Sam 3,8; 9,8; 16,9; Prov 26,11; 2Pe 2,22).  Lo santo tenía relación con el culto, concretamente con la carne de los sacrificios que no podía darse a los perros. Por otra parte, dar perlas a los cerdos sería absurdo. En contexto cristiano, lo santo y las perlas hacen referencia a los dones más preciados de la comunidad cristiana: la palabra de Dios y al pan de la eucaristía.

Situada en este contexto, la frase recuerda a los discípulos que no conviene ofrecer el don santo del evangelio y del pan eucarístico a quienes no sólo no los van a aceptar, sino que harían de ello escarnio y mofa. Se debe proteger el evangelio, la moral cristiana, la comunión eclesial, el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos de toda profanación posible.

Pero, obviamente, no se puede interpretar la frase como prohibición del anuncio del evangelio a todas las naciones, tarea que el mismo Jesús mandó realizar a los discípulos: Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos… (Mt 28, 19).

La experiencia de la Iglesia confirma la necesidad de actuar gradualmente y con prudencia en la tarea evangelizadora, procurando adaptar el mensaje a la situación de los pueblos y respetando siempre sus culturas. Querer imponer las verdades evangélicas a la fuerza cuando el auditorio no está preparado para comprenderlas, sería inútil; más aún, podría producir reacciones violentas o contrarias a lo que se pretende. Por lo demás, si no juzgo a los otros de buenos y malos y reconozco que el mal actúa también en mí, podré saber lo que conviene hacer por el bien del prójimo.

La frase siguiente de Jesús es la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. Es como un compendio de la enseñanza moral cristiana y la norma para llevar a la práctica el mandamiento del amor. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. La forma positiva en que la propone Jesús representa un nivel moral más elevado. De lo que me agrada o me duele en la manera como los demás se comportan conmigo, puedo sacar la medida segura para mi propia manera de portarme con los demás.

El amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de sus justos deseos. En esto consiste el amor. El yo deja de ser el centro. Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que encuentra, a su vez, en la regla de oro el modo eficaz de llevarlo a la práctica. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.

La frase de Jesús sobre la puerta ancha y la estrecha hace referencia al medio para llegar a Dios y a su reino. Jesucristo es la puerta, el mediador entre Dios y nosotros. En Él tenemos acceso a la vida divina. Su palabra es la vía estrecha que conduce a su reino, meta de nuestro peregrinar en este mundo y realización plena de todas nuestras esperanzas. La puerta ancha y el camino amplio corresponden a nuestras falsas maneras de buscar la felicidad a impulsos únicamente de nuestras tendencias. Pero si Jesús advierte que la puerta y el camino verdaderos son estrechos no lo hace para desanimarnos sino para estimularnos a empeñarnos más y tener cuidado. La puerta del reino es estrecha y la vía del seguimiento de Cristo angosta, pero nos dan acceso a la vida filial y fraterna, nos abren a la anchura y longitud, la altura y profundidad del amor (Ef 3, 18).

Puerta ancha es hacer lo que me da la gana sin mirar los efectos que ello puede tener en los demás y en mí mismo. Camino amplio es el de la búsqueda del propio amor, querer e interés, dando la espalda a las necesidades y angustias de los pobres. Puerta ancha es también la religión hecha de prácticas y obras que pueden ser sorprendentes – ¡puedo repartir mis bienes entre los pobres y aun dejarme quemar vivo!, dice San Pablo (1Cor 13, 2) –, pero que no valen nada porque no se hacen con verdadero amor ni conllevan la entrega de lo que Dios más quiere: el corazón del hombre. El cristianismo vivido en su radicalidad siempre nos va a parecer difícil. Hace falta empeño, sí, pero más importante es la apertura a la gracia, el caminar humildemente y confiar. 

lunes, 20 de junio de 2022

No juzguen y no serán juzgados (Mt 7, 1-5)

P. Carlos Cardó SJ

Interior de la iglesia de Santa Katherine con la parábola de la mota y la viga, grabado de Daniel Hopfer (1530 aprox.), Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "No juzguen y no serán juzgados; porque así como juzguen los juzgarán y con la medida que midan los medirán. ¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano y no te das cuenta de la viga que tienes en el tuyo? ¿Con qué cara le dices a tu hermano: 'Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo', cuando tú llevas una viga en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga que tienes en el ojo, y luego podrás ver bien para sacarle a tu hermano la paja que lleva en el suyo".

En la base del consejo de Jesús de no juzgar al prójimo está el presupuesto de que no hay nadie sin defecto y todos, sin embargo, son mirados con misericordia por Dios. Así mira el Padre del cielo a sus hijos e hijas y por ello envió a su Hijo al mundo no para condenar sino para salvar. Por eso, porque Dios perdona siempre, porque es fiel hasta el fin a su ser padre, hay que aprender a perdonar. La condena del prójimo no debe salir nunca de la boca del cristiano porque Jesús nunca profirió amenazas ni condenó a nadie.

En efecto, juzgar a los demás es una contradicción. Traiciona el evangelio quien conoce sus valores pero, en vez de aplicárselos, los manipula para criticar, juzgar y condenar a otros. La moral, entonces, en vez de orientar la conducta causa daño, porque no se tienen en cuenta sus principios para regirse a sí mismo, sino para atacar al prójimo, vengarse, expresar celos y envidias, desahogar rencores y resentimientos.

¡Hipócrita, saca primero la viga de tu ojos y entonces podrás ver para sacar la paja del ojo de tu hermano! A la crítica y habladuría malsana, que enarbola la verdad y los valores morales para atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica. Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo malo de la viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, acogerlo, dialogar y ayudarlo a sacar la paja que tiene en su ojo. Se trata de dejarle a Dios el puesto que le corresponde. No pretender sustituirlo, haciéndome juez de vivos y muertos.

Hipócrita no significa en primer lugar falsedad o mentira; hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, y desde allí juzga y desprecia a los que considera pecadores. Pues bien, ante Dios todos somos pecadores y publicanos.

Corregir al que yerra es una obra de misericordia; debe, por tanto, practicarse como tal, misericordiosamente, haciéndole sentir al otro que es aceptado por mí, así como yo soy aceptado a pesar de mis defectos. Sólo entonces la corrección es fraterna y puede ser eficaz. De lo contrario, puede degenerar en conflicto y endurecer más al otro en su error o mala conducta. La corrección fraterna es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para poder ayudar sincera y misericordiosamente al prójimo en su curación.  Hay que erradicar primero de uno mismo aquello que se quiere que los demás no tengan.