P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Ustedes son la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de un monte; y cuando se enciende una vela, no se esconde debajo de una olla, sino que se pone sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa. Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos".
Con estas imágenes tomadas de la vida diaria Jesús no da un
mandato ni propone un programa de acción; lo que hace es describir lo que deben
ser sus discípulos: deben ser sal en el mundo en que viven y luz para las
personas con quienes tratan.
La sal sazona los
alimentos y los preserva de la corrupción. Además, en la cultura judía del
tiempo de Jesús, la sal era símbolo de sabiduría, amistad y disponibilidad para
el sacrificio. Dirigidas a nosotros, estas palabras de Jesús nos dicen que
debemos mostrar el sabor de los valores del evangelio y la perseverancia en el
buen obrar. Y hemos de ser sal de la tierra porque nuestra fe en Cristo le da sentido no solamente a
nuestra vida personal, sino a las relaciones en sociedad.
Somos sal de la tierra si transmitimos y defendemos los valores
del evangelio, y procuramos mantener en el mundo las inquietudes por la
justicia verdadera, luchando contra todo lo que hace que nuestra sociedad se corrompa
y se degrade.
Volverse insípido, en cambio,
es perder el sabor de Cristo, incurrir en la tibieza, dejar que se enfríe el
amor, perder mística, pasión, anhelo de entrega. Es una tentación en la que
todos podemos incurrir, porque somos continuamente afectados por otros modos de
pensar, otros sabores, y por ello debemos estar vigilantes.
Ustedes son la luz del mundo, dice también Jesús. Él es la Luz. Y
lo afirmó: Yo soy la luz del mundo, el
que me sigue tendrá la luz de la vida (Jn 18). Él es quien ilumina, nosotros recibimos de su luz y damos luz. La
identidad cristiana cuando está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Pero
también aquí se da una contraposición: porque el mundo tiene otras luces que encandilan
y fascinan con sus propuestas de felicidad engañosa o efímera. La luz verdadera
que hemos de transmitir, la describe el profeta Isaías en términos muy
concretos: Aleja de ti toda opresión, deja
de acusar con el dedo y levantar calumnias. Reparte tu pan al hambriento y sacia
al que desfallece. Entonces brillará tu luz en las tinieblas, y tu oscuridad se volverá como la claridad del
mediodía; entonces te dirigirás a Dios y Dios te hará sentir su presencia, te
responderá: “Aquí estoy” (Is 58).
No puede ocultarse una ciudad
situada en la cima de una montaña, continúa el texto. Jesús se refiere a la comunidad de los
que lo siguen, a la Iglesia. Está en lo alto, todos la ven, todos se fijan en
lo que en ella ocurre. De ahí brota nuestra responsabilidad porque somos ciudadanos
de esa ciudad y lo que yo haga o deje de hacer –más aún si desempeño en ella
una función especial– eso beneficia o perjudica a la Iglesia.
Inspirado en el evangelio, el Papa
Francisco no deja de advertir a todos –obispos, sacerdotes, laicos– que la
Iglesia debe dejar de estar encerrada en sí misma, incapaz de dar al mundo de
hoy el sabor de la sal y la luz del Evangelio. Suele decir: “Prefiero una
Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia
enferma por el encierro y la comodidad de aferrase a las propias seguridades.
No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina clausurada en
una maraña de obsesiones y procedimientos”.
Exhorta a los fieles a no quedarse
“tranquilos en espera pasiva en los templos”. Y nos invita a buscar las
“fronteras”, los espacios humanos en los que se libra la batalla entre la fe y
la increencia, la abundancia y la pobreza, el bienestar y el sufrimiento, convencido
de que “lo que necesita hoy la iglesia es capacidad de curar heridas” y
cultivar una “cultura del encuentro” entre las diversas culturas, las diversas
maneras de pensar y las diversas capas sociales.
Procurar que la Iglesia brille como “ciudad sobre el monte” no significa
pretender el brillo y esplendor de una nación que se confronta con otras, o de
una empresa que compite con otras, o de una asociación que se enorgullece por
reclutar el mayor número de socios. El mismo Jesús que mueve a hacer brillar la
luz, nos advierte: Cuidado con practicar
las buenas obras para ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo como lo
hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los alaben los
hombres (Mt 6, 1-2).
Por consiguiente, la única gloria que la Iglesia debe procurar es
la gloria de Dios, que en el evangelio aparece asociada a la obra de Jesús en
favor de los enfermos, de los pobres, de los pecadores, y es contraria a la de
los hipócritas que obran para ser vistos.
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