lunes, 31 de agosto de 2020

El Espíritu del Señor sobre mí (Lc 4, 16-30)

P. Carlos Cardó SJ
     El profeta Elías y la viuda de Sarepta, óleo sobre lienzo de Bernardo Strozzi (1630), Museo de Historia del Arte de Viena
Llegó a Nazaret, donde se había criado, y el sábado fue a la sinagoga, como era su costumbre. Se puso de pie para hacer la lectura, y le pasaron el libro del profeta Isaías.
Jesús desenrolló el libro y encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí. El me ha ungido para llevar buenas nuevas a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos, y a los ciegos que pronto van a ver, para despedir libres a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”.
Jesús entonces enrolló el libro, lo devolvió al ayudante y se sentó, mientras todos los presentes tenían los ojos fijos en él.
Y empezó a decirles: «Hoy les llegan noticias de cómo se cumplen estas palabras proféticas».Todos lo aprobaban y se quedaban maravillados, mientras esta proclamación de la gracia de Dios salía de sus labios.
Y decían: «¡Pensar que es el hijo de José!».Jesús les dijo: «Seguramente ustedes me van a recordar el dicho: Médico, cúrate a ti mismo. Realiza también aquí, en tu patria, lo que nos cuentan que hiciste en Cafarnaún».Y Jesús añadió: «Ningún profeta es bien recibido en su patria. En verdad les digo que había muchas viudas en Israel en tiempos de Elías, cuando el cielo retuvo la lluvia durante tres años y medio y un gran hambre asoló a todo el país. Sin embargo Elías no fue enviado a ninguna de ellas, sino a una mujer de Sarepta, en tierras de Sidón. También había muchos leprosos en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue curado, sino Naamán, el sirio».Todos en la sinagoga se indignaron al escuchar estas palabras; se levantaron y lo empujaron fuera del pueblo, llevándolo hacia un barranco del cerro sobre el que está construido el pueblo, con intención de arrojarlo desde allí.
Pero Jesús pasó por medio de ellos y siguió su camino.
Jesús se presentó un sábado en la sinagoga de Nazaret y se levantó para hacer la lectura. Le dieron un texto del profeta Isaías y Él lo explicó aplicándolo a su propia persona: hizo ver a sus oyentes que él era el Mesías esperado, portador del Espíritu de Dios, que lo había ungido para anunciar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y conseguir la libertad a los oprimidos.
En estas palabras, Jesús condensa el programa que llevará a la práctica a lo largo de su actividad. La misión que ha recibido de su Padre tiene como opción preferencial hacer posible una vida nueva a los pobres, los cautivos, los oprimidos y todos los que padecen cualquier enfermedad del cuerpo o del alma. Es evidente que, para Él, lo que Dios quiere es ayudar al que se encuentra postrado u oprimido.
La primera comunidad cristiana recibió estas palabras de Jesús como su propio programa: todos se sintieron llamados a continuar la obra de Jesús que, aunque cambiasen las circunstancias, tenía los mismos contenidos y los mismos destinatarios. El sufrimiento humano, en efecto, recorre toda la historia hasta el final. Como aquellos primeros testigos, también nosotros, que en nuestro bautismo hemos recibido el mismo Espíritu que consagró a Jesús, sentimos que Él nos asocia a su misión de llevar y hacer realidad la buena noticia del triunfo del amor salvador de Dios en toda situación humana de dolor.
Muchos al oír a Jesús en la sinagoga se admiraron de las palabras de gracia que salían de su boca, vieron que en ellas se realizaban las promesas de Dios, proclamadas por los profetas. Pero muy pronto después las cosas cambiaron y, movidos sin duda por sus jefes y por los fariseos, pasaron del entusiasmo inicial al rechazo violento.
Las palabras de Jesús dejaron de ser para ellos palabras de gracia y les resultaron escandalosas. Esta oposición de los nazarenos viene a ser un adelanto del rechazo que Jesús va a sufrir en su actividad pública y que culminará en su condena a muerte. No sólo se resistieron a ver en Jesús el enviado de Dios porque no sólo lo veían como el “hijo de José”, sin ningún poder especial que legitimara su misión, sino que se negaron a creer su anuncio del comienzo de una era nueva porque exigía de todos nuevas actitudes. Se resistieron a cambiar su vida y sus viejas costumbres.
Jesús se da cuenta de su incredulidad y les recuerda que con su actitud están repitiendo el comportamiento que tuvieron sus antepasados con los profetas Elías y Eliseo. Los de Nazaret pasan entonces de la furia a la violencia y deciden quitarlo de en medio de una forma violenta. Expulsan a Jesús de la comunidad de su pueblo y tratan incluso de despeñarlo, porque lo consideran un blasfemo, pero Jesús logra escapar: se abrió paso entre ellos y se alejaba. Llegará el momento en que las autoridades lo entreguen a los romanos y acabe su vida en la cruz. Pero ese momento acontecerá a su debido tiempo.
En Jesús se cumplen las Escrituras, se realizan las aspiraciones de todo ser humano. Él nos asegura que ha llegado una etapa nueva en las relaciones de Dios con los hombres,  que reclama por parte de todos un amor nuevo. Pero como los nazarenos, también nosotros en un primer momento podemos acoger esa buena noticia y rechazarla luego porque nos exige cambios importantes y aparecen nuestras resistencias.

domingo, 30 de agosto de 2020

Homilía del Domingo XXII del Tiempo Ordinario - El grano de mostaza y la levadura (Mt 13, 31-35)

P. Carlos Cardó SJ
Santa Rosa de Lima en gesto de oración, óleo sobre lienzo de Francisco Laso (1859),  Museo de Arte de Lima
Jesús les propuso otra parábola:
«Aquí tienen una figura del Reino de los Cielos: el grano de mostaza que un hombre tomó y sembró en su campo. Es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece, se hace más grande que las plantas de huerto. Es como un árbol, de modo que las aves vienen a posarse en sus ramas.»Jesús les contó otra parábola: «Aquí tienen otra figura del Reino de los Cielos: la levadura que toma una mujer y la introduce en tres medidas de harina. Al final, toda la masa fermenta.»Todo esto lo contó Jesús al pueblo en parábolas. No les decía nada sin usar parábolas, de manera que se cumplía lo dicho por el Profeta: Hablaré en parábolas, daré a conocer cosas que estaban ocultas desde la creación del mundo.
El anuncio del reinado de Dios, tema principal de la predicación de Jesús, suscitó una gran expectativa de la gente y de sus propios discípulos, que creyeron poder participar de su triunfo, como ellos lo imaginaban. Pero pronto observaron que no había nada glorioso en la persona y modo de proceder de Jesús; se situaba, más bien, fuera de las esferas de poder político y religioso y realizaba su obra en aldeas y pequeñas ciudades de la región pobre de Galilea. Muchos se desilusionaron y le dieron la espalda. No era el mesías que ellos esperaban. Frente a esta reacción de la gente, Jesús toma posición clara y la expresa con esta parábola.
Compara el reino de Dios a la semilla de mostaza, que, siendo pequeñísima puede llegar a medir dos o tres metros de altura y se cuenta entre las mayores hortalizas. Los oyentes de Jesús, que pensaban el reinado de Dios como el triunfo de Israel sobre sus enemigos y como el restablecimiento de la monarquía de David, pensarían quizá en la imagen de un árbol frondoso y no en la de una pequeña semilla. De hecho así aparece en Ez 17,22-24: Dice el Señor: Tomaré la copa de un cedro y de la punta de sus ramas un tallo y lo plantaré en un monte elevado; lo plantaré en un monte alto de Israel, y echará ramas y dará frutos y se hará cedro magnifico. Toda clase de pájaros anidarán en él.
Evidentemente, en la parábola Jesús habla de su propia actividad. El reino que él anuncia se hace presente con las curaciones de enfermos y los signos que realiza para sanar los corazones afligidos, no con la movilización de los ejércitos celestiales y el derrocamiento de los romanos. Este comienzo nada grandioso tendrá un desarrollo  inesperado. Jesús invita a la confianza y a un cambio de mentalidad. El señorío de Dios ha comenzado con él y se están viviendo ya los tiempos mesiánicos.
Sin embargo, es como una realidad que no ha desplegado aún toda su potencialidad y riqueza. Es una semilla plantada, una realidad incipiente, apenas perceptible, pero que irá creciendo y sólo al final alcanzará su plenitud. Ahora, su presencia está como escondida, es pobre, parcial e imperfecta, pero entre el presente y el futuro último hay una continuidad fundamental irreversible. La justicia, la paz y todos los bienes prometidos se van realizando de manera parcial pero segura, como garantía de la esperanza, en la pobreza de la predicación de Jesús y de sus discípulos. En ella, como en el granito de mostaza está contenida la grandeza del arbusto.
Desde otra perspectiva, la pequeñez de la semilla hace pensar en Cristo, grano caído en tierra. En él se cumple el designio de Dios y su modo de ser y de actuar: un Dios que se abaja hasta aparecer en la pequeñez de nuestra carne, en la indefensión del niño nacido en Belén. No cabe desilusión alguna. Se impone un cambio de mente para comprender el misterio de un mesías pobre y humilde y de su reino que viene de su misma debilidad.
Es una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). Toda la esperanza cristiana como espera del futuro tiene su fundamento y justificación en el obrar de Dios en la persona y palabra de Jesús.
Muy similar a la anterior, la parábola de la levadura contiene el mismo mensaje: la semilla y la pequeña porción de levadura muestran la fuerza transformadora que tiene la persona y predicación de Cristo para instaurar en el mundo el reinado de Dios. Lo que se destaca es que la levadura se oculta en la harina, pero hace fermentar calladamente toda la masa. Así ocurre con el reinado de Dios: se desarrolla ocultamente en un proceso incesante hasta su plenitud.
En su persona y acción, Jesús -sin el esplendor triunfal que se esperaba del mesías-, despunta el germen de la realeza de Dios y el nacimiento de una nueva humanidad liberada. Dios se pierde, se oculta, se mezcla hasta cargar con la debilidad y el pecado de la humanidad en su Hijo entregado. Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades (Is 53, 4; Mt 8,17). Cristo se ha hecho para nosotros levadura (Gal 3,13; 2Cor 5,21), cordero que carga el mal de este mundo (Jn 1,29).
Deber de los cristianos es descubrir y transmitir la verdad oculta (10, 26s; cf. 5, 13-16). Así harán fermentar el mundo.

sábado, 29 de agosto de 2020

Martirio de Juan Bautista (Mc 6, 17-29)

P. Carlos Cardó SJ
Herodías mutilando la cabeza de Juan Bautista, óleo sobre lienzo de Pieter de Grebber (1640 aprox. Restaurado en 1985), Wellcome Trust Collection, Londres, Inglaterra
En aquel tiempo, Herodes había mandado apresar a Juan el Bautista y lo había metido y encadenado en la cárcel.Herodes se había casado con Herodías, esposa de su hermano Filipo, y Juan le decía: "No te está permitido tener por mujer a la esposa de tu hermano". Por eso Herodes lo mandó encarcelar.
Herodías sentía por ello gran rencor contra Juan y quería quitarle la vida, pero no sabía cómo, porque Herodes miraba con respeto a Juan, pues sabía que era un hombre recto y santo, y lo tenía custodiado. Cuando lo oía hablar, quedaba desconcertado, pero le gustaba escucharlo.La ocasión llegó cuando Herodes dio un banquete a su corte, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea, con motivo de su cumpleaños.
La hija de Herodías bailó durante la fiesta y su baile les gustó mucho a Herodes y a sus invitados.
El rey le dijo entonces a la joven: "Pídeme lo que quieras y yo te lo daré". Y le juró varias veces: "Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino".Ella fue a preguntarle a su madre: "¿Qué le pido?".
Su madre le contestó: "La cabeza de Juan el Bautista".
Volvió ella inmediatamente junto al rey y le dijo: "Quiero que me des ahora mismo, en una charola, la cabeza de Juan el Bautista".El rey se puso muy triste, pero debido a su juramento y a los convidados, no quiso desairar a la joven, y enseguida mandó a un verdugo que trajera la cabeza de Juan.
El verdugo fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una charola, se la entregó a la joven y ella se la entregó a su madre.Al enterarse de esto, los discípulos de Juan fueron a recoger el cadáver y lo sepultaron.
El interés principal de Marcos en todo su evangelio es dar a conocer la identidad de Jesús, responder a la pregunta que Jesús planteará a sus discípulos: Ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Para ello refiere cómo fue visto por sus parientes y sus paisanos, por los maestros y jefes religiosos, por la autoridad política y por el pueblo sencillo.
Va haciendo ver que Jesús echa por tierra esquemas y estereotipos prefabricados sobre el modo como Dios se revela, actúa y juzga. Con su modo de revelar a Dios, Jesús desenmascara el sistema montado por las clases dominantes para mantener sus privilegios y ganancias, condena las alianzas que se forjan entre el poder religioso y el político para mutuo beneficio y, sobre todo, revela el amor salvador e incondicional de un Dios padre de todos, que a todos llama, pero muestra una particular predilección por los indefensos y los de limpio corazón.
Por todo ello, Jesús se irá convirtiendo en un peligro para el poder establecido, que ve necesario rechazarlo con violencia. Puede verse aquí el motivo por el que Marcos relata amplia y detalladamente la muerte del Bautista, que prefigura la del Salvador, de quien fue el precursor.
Todos los elementos que entran en juego en el encarcelamiento y muerte del Bautista aparecerán después en la pasión y muerte de Jesús: la maldad humana, la hipocresía y doblez, las intrigas, la corrupción de las costumbres y de las instituciones, la injusticia, es decir, todo aquello que el evangelio de Juan designa como la maldad, el odio y la ceguera del mundo (cf. Jn 9, 39-41; 15, 18-21).
Domina la narración de la muerte de Juan la figura femenina de Herodías, que es presentada como su verdadera enemiga. Lo odia a muerte porque ha reprobado su unión con Herodes, estando aún vivo el hermanastro de éste con quien estaba casada. No te es lícito tener a la mujer de tu hermano, le había dicho Juan a Herodes, condenando su acción escandalosa. Por eso Herodías busca la manera de suprimirlo, pero choca con la resistencia de su concubino que teme a Juan porque sabe que es un hombre santo y cuando le oye hablar le deja perplejo.
La ocasión propicia para doblegar su resistencia y llevar a cabo su mal propósito, la encuentra Herodías en el banquete que el rey organiza por su cumpleaños, invitando a los grandes de su corte. En medio de la fiesta salta a la escena la hija de Herodías (llamada Salomé por el historiador Flavio Josefo), baila en el centro del salón y entusiasma al rey y a sus invitados.
Por pura jactancia, Herodes le promete a su hijastra, bajo juramento, que le dará lo que ella pida, aunque sea la mitad de su reino. El plan de Herodías tendrá éxito; con descarado cinismo manda a su hija que pida la cabeza del Bautista. El rey se entristeció, pero a causa del juramento y de los invitados, no quiso contrariarla. Y fue así como, de inmediato, fue martirizado el inocente. La muchacha llevó a su madre la cabeza del Bautista. La maldad se impuso.
El poder del mal, activado por el adulterio, el falso honor y la frivolidad, quita de en medio al testigo que lo contradice y descalifica. Es la suerte del profeta que cae por denunciar la corrupción de las costumbres. A los ojos del mundo la verdad y la justicia del profeta pierden. Pero en realidad él sale vencedor. Su muerte demuestra que los valores que ha defendido valen más que la vida: no es un simple perdedor, es un mártir. Eso fue Juan Bautista y su muerte sangrienta anticipó la de Jesús, el testigo fiel (Ap 1, 5; Hebr 12,2).
La Iglesia, fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe (Hebr 12,2), perdería toda credibilidad si no recorriera hoy, como en sus comienzos, el camino profético trazado por su Maestro, en la defensa de Dios y de la vida de todo ser humano. Libre de toda atadura terrenal, se hace capaz de testimoniar con su palabra y sus acciones la justicia que se nos ha manifestado en Jesús.
Como Él, será siempre un signo de contradicción para todo aquello y todos aquellos que defienden sistemas sociales y modos de vida contrarios a la dignidad de la vida humana y a los valores del evangelio.

viernes, 28 de agosto de 2020

Las muchachas previsoras y las descuidadas (Mt 25,1-13)

P. Carlos Cardó SJ
Las vírgenes necias y las sabias, óleo sobre lienzo de Jacopo Tintoretto (segunda mitad del siglo XVI), Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam, Países Bajos
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola:
"El Reino de los cielos es semejante a diez jóvenes, que tomando sus lámparas, salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran descuidadas y cinco, previsoras. Las descuidadas llevaron sus lámparas, pero no llevaron aceite para llenarlas de nuevo; las previsoras, en cambio, llevaron cada una un frasco de aceite junto con su lámpara. Como el esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.A medianoche se oyó un grito: ‘¡Ya viene el esposo! ¡Salgan a su encuentro!’. Se levantaron entonces todas aquellas jóvenes y se pusieron a preparar sus lámparas, y las descuidadas dijeron a las previsoras: ‘Dennos un poco de su aceite, porque nuestras lámparas se están apagando’. Las previsoras les contestaron: ‘No, porque no va a alcanzar para ustedes y para nosotras. Vayan mejor a donde lo venden y cómprenlo’.Mientras aquéllas iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban listas entraron con él al banquete de bodas y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras jóvenes y dijeron: ‘Señor, señor, ábrenos’. Pero él les respondió: ‘Yo les aseguro que no las conozco’.Estén pues, preparados, porque no saben ni el día ni la hora".
Esta parábola recoge el ceremonial típico de las bodas de Palestina en tiempos de Jesús. Al caer la tarde, la novia con corona en la cabeza y traje de gala esperaba al novio en casa de sus padres, en compañía de una corte de muchachas que llevaban lámparas encendidas en sus manos. Solían ser lámparas de aceite, de llama tenue que había que proteger del viento. Con la llegada del novio comenzaba la fiesta que duraba varios días. Al final, el cortejo de las muchachas acompañaba a la pareja a su nueva casa. Después de cantar himnos y plegarias, se les dejaba para que dieran inicio a su vida de esposos.
La Biblia es el libro del amor de Dios por la humanidad. Para describirlo, emplea frecuentemente el símbolo de la unión conyugal. Dios es el esposo de Israel, que representa a toda la humanidad. De comienzo a fin, pero sobre todo en las más bellas páginas poéticas del Cantar, de Isaías y de Jeremías, la Biblia nos llena de admiración ante la pasión de Dios por cada una de sus criaturas: tú vales mucho para mí y yo te amo (Is 43, 4).
De esta experiencia del amor de Dios, brota la actitud de búsqueda de su presencia, que se expresa en la metáfora del salir a su encuentro: estar despiertos y disponibles para recibir al Señor, alimentar la fe y no dejar que se apague, pues no sabemos cuándo será aquel día.
Jesús nos hacer ver que el encuentro con Dios se realiza en lo cotidiano, y que es en la vida de todos los días donde se decide el futuro en términos de estar con Él, o estar lejos de Él. San Pablo, por su parte, insiste en la idea de que la fe ilumina la realidad que vivimos y mueve a responsabilidad, no permite el sueño de la pasividad, nos despierta: La noche está avanzada y el día se acerca; despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz… Revístanse de Jesucristo (Rom 13, 11-14).
La parábola trae esta advertencia. Las personas previsoras, representadas en las muchachas prudentes que mantienen sus lámparas bien preparadas, se muestran atentas a las llamadas del Señor, se guían por las inspiraciones de su Espíritu, Espíritu del amor, y gastan sus vidas sirviendo a los demás. Las jóvenes descuidadas, en cambio, no cumplen las exigencias del amor, no buscan al Señor ni lo reconocen cuando pasa a su lado. Sus vidas son un vaso vacío, lleno de frivolidad y egoísmo, sin amor. En vez de acercarse al Señor, se alejan, hasta ya no oír su voz. Por eso, él les dirá: ¡No las conozco!, manifestando con estas palabras la respuesta que ellas mismas le han dado. El final no es otra cosa que lo que se ha venido dando en lo cotidiano.
Por tanto, estén preparados, porque no saben ni el día ni la hora, es la conclusión de la parábola. Jesús nos la dice no para meternos miedo respecto al futuro, sino para que seamos responsables del presente.
Si el Señor nos habla con palabras graves de la posibilidad de echar a perder la vida, si con tanta insistencia advierte en su evangelio que hay trigo y cizaña, peces diversos, invitados con traje de bodas o sin él, criados buenos y malos, no es para que le temamos, sino para que asimilemos de manera más decidida sus enseñanzas. Porque nos ama, no quiere que perezca ninguno de los que el Padre le ha dado.
Porque la vida es un regalo precioso que debemos cuidar, Jesús nos advierte: ¡Estén preparados! Es como si nos dijese: No juegues con tu vida, ¡vale tanto para mí! Mira, ahora se te concede adquirir el aceite necesario para que toda tu persona brille con la luz verdadera que ni la muerte podrá extinguir. Contemplar al Señor es quedar radiantes, dice el Salmo 32.
La voz que anuncia: ¡Ya llega el esposo, salgan a su encuentro!, nos mueve a examinar si estamos con las lámparas encendidas aguardando y sirviendo al Señor. Discernir sus incesantes venidas y estar vigilantes para el encuentro definitivo significa compromiso efectivo, práctica de la fe. Lo contrario es llevar en las manos lámparas sin aceite; su pequeña luz se apagará. Si buscamos incesantemente al Señor, Él no nos ocultará su rostro. Nos dirá aquello que oyó San Agustín en su interior: “Consuélate, tú no me buscarías si tú no me hubieses encontrado”.

jueves, 27 de agosto de 2020

Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor (Mt 24, 42-51)

P. Carlos Cardó SJ
Mujer ante la salida del sol, óleo sobre lienzo de Caspar David Friedrich (1818 aprox.), Museo Folkwang, Essen, Alemania
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Velen y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor. Tengan por cierto que si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. También ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre.Fíjense en un servidor fiel y prudente, a quien su amo nombró encargado de toda la servidumbre para que le proporcionara oportunamente el alimento. Dichoso ese servidor, si al regresar su amo, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que le encargará la administración de todos sus bienes.Pero si el servidor es un malvado, y pensando que su amo tardará, se pone a golpear a sus compañeros, a comer y emborracharse, vendrá su amo el día menos pensado, a una hora imprevista, lo castigará severamente y lo hará correr la misma suerte de los hipócritas. Entonces todo será llanto y desesperación".
Este texto corresponde al llamado discurso escatológico de Jesús. En él responde a quienes le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Hace ver que el “cuándo” es siempre, el tiempo de lo cotidiano; es allí donde se realiza el juicio de Dios. En nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor o estar lejos de Él. La vida o la muerte dependen de cumplir o no la palabra que el Señor nos ha dirigido: Mira que pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal… ¡Elige pues la vida! (Dt 30 15-20). Al final se recoge lo que se ha sembrado.
Con una comparación y una parábola, el texto nos hace ver en qué consiste la actitud de vigilancia. La comparación del amo de casa que no sabe cuándo vendrá el Señor exhorta a poner cuidado para que la muerte no sorprenda. Con imágenes propias de la cultura de su tiempo, la parábola advierte que en lo cotidiano nos jugamos nuestra realización definitiva o nuestro fracaso. No en acontecimientos extraordinarios, sino en los de cada día construimos o echamos a perder nuestra morada eterna. Por tanto, hay que estar preparados, vigilantes, en vela.
Esta actitud significa ser consciente de que ante un acontecimiento futuro imprevisible y de carácter decisivo para el destino de la persona, no se puede estar dormido, despreocupado o indolente. Discernir las cosas y vigilar nos sirve para ver a Dios con nosotros en la vida de todos los días. Quien lo busca y reconoce, con hechos y no sólo con palabras, lo encuentra.
La parábola describe la actitud que puede asumir un empleado a quien su jefe pone al frente a todos sus trabajadores para que los provea de lo que necesitan. Puede cumplir bien el encargo que se le da o puede hacer de las suyas, aprovechándose de la ausencia de su patrón. Se le ha dado una gran responsabilidad; de él depende comportarse como es debido o sufrir las consecuencias. Si cumple, el jefe lo premiará, promoviéndolo a administrador general de todos sus bienes. Si no cumple, será despedido.
La descripción del castigo –con el rigor que merecen los hipócritas–, hace referencia probablemente a los fariseos y maestros de la ley, así como a todos los que dicen una cosa y hacen otra, tienen una apariencia de fidelidad a la ley pero son y actúan de manera contraria y, finalmente, no escuchan ni cumplen la voluntad de Dios revelada en Jesucristo.
Por el tono alegórico del relato, el amo de casa podría representar a los dirigentes: son los que el Señor ha puesto al frente de su casa y son ellos los primeros que han de cultivar la actitud de vigilancia, obrando con justicia y caridad. Siervos son todos los miembros de la comunidad cristiana. Se les exhorta a imitar a Jesús, que se hizo siervo de todos. Ellos reciben la misma responsabilidad de servir la vida de los demás haciendo oportunamente lo que se debe. Y deben mostrarse fieles y vigilantes porque, de lo contrario, puede volver el Señor de improviso y quedar ellos en una situación comprometida.
Texto como éstos, lejos de pretender asustarnos, nos invitan a la responsabilidad con nosotros mismos. El miedo y el sentimiento psíquico de culpabilidad no bastan para construir una personalidad consistente, aunque en determinadas circunstancias pueden cumplir una función orientadora de la conducta del yo.
Lo que debemos ser en todo momento se nos muestra contemplando a Jesús. Mirarlo a Él es ver cómo se puede vivir una vida plena. De hecho, lo que llamamos juicio de Dios sobre nosotros no es otra cosa que el juicio práctico que hacemos ahora de Jesús: lo aceptamos como nuestra norma de vida o lo negamos, lo servimos en los hermanos o pasamos de largo.

miércoles, 26 de agosto de 2020

La hipocresía (Mt 23, 27-32)

P. Carlos Cardó SJ
Profeta Zacarías, óleo sobre lienzo de Nicolás Javier de Goríbar (inicios del siglo XVIII), Iglesia de la Compañía de Jesús, Quito, Ecuador
Jesús les dijo: "¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes son como sepulcros blanqueados, que se ven maravillosos, pero que por dentro están llenos de huesos y de toda clase de podredumbre.Ustedes también aparentan como que fueran personas muy correctas, pero en su interior están llenos de falsedad y de maldad.
¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes construyen sepulcros para los profetas y adornan los monumentos de los hombres santos. También dicen: Si nosotros hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos consentido que mataran a los profetas. Así ustedes se proclaman hijos de quienes asesinaron a los profetas. ¡Terminen, pues, de hacer lo que sus padres comenzaron!"
¡Sepulcros blanqueados! En esta parte de su discurso contra los fariseos, Jesús alude a la costumbre judía de blanquear cuidadosamente las tumbas para hacerlas bien visibles y evitar que la gente las tocase involuntariamente, quedando con ello inhabilitados (impuros) para el culto en el templo.
Jesús critica la moral de las formas y de las apariencias, cuyo principal empeño consiste en mantener una apariencia bien compuesta, solemne y atractiva, pero que muchas veces puede ocultar incoherencias y maldades. Al exterior, aparente santidad, impecabilidad y buen nombre; pero en realidad lo que se busca es la autojustificación, llegando para ello al desprecio del amor verdadero y de sus exigencias concretas para con el hermano.
El amor verdadero, en cambio, obra siempre con sencillez y puede incluso parecer torpe por cierta falta de formas diplomáticas, pero ante las injusticias y el dolor de los hermanos no se escabulle, no teme mancharse las manos ni busca refugio en formas y discursos de mera connivencia. Así actuó Pilato.
¡Edifican mausoleos a los profetas! Se venera a los profetas porque ya están muertos. Se alaban sus discursos, pero para volverlos inofensivos. Se exaltan las cosas buenas que anunciaban, pero se callan las cosas que denunciaban y que siguen conmoviendo las conciencias.
¡Si hubiéramos vivido en tiempos de nuestros antepasados, no habríamos colaborado…!, dicen los fariseos. Jesús les hace ver que es fácil criticar el pasado, darse golpes de pecho por los pecados de los antiguos, pero no hacer nada para que no se reproduzcan en el presente. Se llega incluso al prurito de arremeter contra las cruzadas, la inquisición, la persecución de las brujas, la extirpación de las idolatrías…; pero más vale arrepentirse de lo que ahora se sigue haciendo, pues –desde muchos puntos de vista– es la misma historia de violencia. Más aún, ¿no será peor nuestra historia con su diabólico afán de consumir, explotar y contaminar el hábitat humano, la vida en el planeta? ¿Cómo juzgarán a esta generación las generaciones futuras?
Con sutil ironía Jesús exhorta a los fariseos a llevar a término la obra que sus antepasados iniciaron. ¡Completen, pues, lo que sus antepasados comenzaron! Alude a los propósitos homicidas que aquellos mantuvieron frente a los profetas, y que les llevaron a promover o apoyar su muerte en ejecuciones sumarias. Es lo que quieren hacer con él, les advierte Jesús a sus oyentes.
La misma violencia con que actuaron sus antepasados les llevará a darle muerte. Completarán así la historia del rechazo a los enviados de Dios, porque Él es el mensajero definitivo, portador de la salvación, que les transmitió la llamada definitiva a la conversión. Es el tema de la parábola de los viñadores homicidas, ya propuesta por Jesús (Mt 22,1-14). Es el colmo al que llegarán los fariseos: rendir homenaje a los antiguos profetas y matar al mesías que ellos anunciaron.
Jesús, en este punto, no duda en emplear las amenazas que Juan Bautista dirigió a sus interlocutores (Mt 3,7). Serpientes, raza de víboras, ¿cómo escaparán a la condenación del fuego que no se apaga? La realización de este anuncio se cumple ahora en Jesús y en sus enviados, los evangelizadores, que serán igualmente perseguidos como los profetas, maestros y sabios de Israel, desde el justo Abel hasta Zacarías, cuya sangre cayó sobre el altar. La maldad acumulada, que recae sobre el judaísmo farisaico por reproducir la maldad de sus antepasados, tendrá un final desastroso, como advierte Jesús en la parábola de estilo apocalíptico que viene a continuación de este texto. 

martes, 25 de agosto de 2020

La hipocresía de los fariseos (Mt 23, 23-26)

P. Carlos Cardó SJ
El ciego que guía a otros ciegos, óleo sobre lienzo de David (1655 aprox.), Galería Real de Pinturas Mauritshuis, La Haya, Países Bajos
Jesús dijo: "¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes pagan el diezmo hasta sobre la menta, el anís y el comino, pero no cumplen la Ley en lo que realmente tiene peso: la justicia, la misericordia y la fe. Ahí está lo que ustedes debían poner por obra, sin descartar lo otro. ¡Guías ciegos! Ustedes cuelan un mosquito, pero se tragan un camello. ¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes purifican el exterior del plato y de la copa, después que la llenaron de robos y violencias. ¡Fariseo ciego! Purifica primero lo que está dentro, y después purificarás también el exterior."
Jesús critica la hipocresía de los fariseos, vicio que constituye un peligro en todas las religiones y movimientos espirituales. En particular, Jesús critica la hipocresía subyacente a la actitud de muchos guías ciegos que convierten la religión en un conjunto de prácticas reglamentadas, de cuyo cumplimiento se obtiene fama de justo.
Este afán del ser humano de justificarse por sus obras, llevaba a querer asegurarse la salvación con el legalismo. La ley mosaica se había desmenuzado en centenares de normas que regulaban la vida cotidiana hasta en lo más mínimo, pero que llevaban al mismo tiempo a olvidar lo más importante: la justicia, la misericordia, la fidelidad. Por eso los recrimina el profeta Isaías: Así dice el Señor: Este pueblo… me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro precepto humano, simple rutina” (Is 29,13). 
A esto se refiere Jesús al decir: ¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del anís y del comino, pero descuidan lo más importante de la ley: la voluntad de Dios, la misericordia y la fe!
Frente a ello, Jesús propone el amor al Padre y a los hermanos, que si es verdadero llevará al hombre a actuar siempre con delicadeza, teniendo cuidado de lo pequeño, pero sin caer en el escrúpulo, ni en la manía ritualista.
¡Guías ciegos que cuelan un mosquito pero se tragan un camello! Legalismo absurdo que hace prestar atención al detalle pero impide ver el conjunto. La liturgia y la vida espiritual se mecanizan con el detallismo ritualista.
Critica también Jesús la religiosidad de la pura apariencia, que había llevado a la obsesión por la limpieza y purificación aun de los utensilios domésticos, vasos y platos, con olvido de la purificación interior de la persona, que es lo importante. Bajo una exterioridad cuidada al máximo, se oculta rapiña y corrupción.
Hay que purificar primero el interior de la persona. La obra de Dios consiste en la purificación del corazón, en la creación de un espíritu nuevo, participación de su mismo espíritu: Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, renueva dentro de mí un espíritu firme; no me arrojes de tu presencia, no retires de mí tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, fortaléceme con tu espíritu generoso (Sal 51, 12-14).
Espíritu firme, santo y generoso. Así puede el hombre tener un corazón como el de Dios, ser misericordioso como el Padre es misericordioso (Lc 6, 36).
El fariseísmo es una amenaza constante a la vida cristiana porque tienta bajo apariencia de bien: convierte el evangelio en ley, en vez de buena noticia del amor salvador del Señor, se fija solamente en los mandatos y prohibiciones.  Lleva así a confiar más en la ley, que en la gracia-amor que se nos da y es la que salva. Conduce a la vanagloria por los méritos propios y al rechazo de los otros, a no comportarse como hermano.
Bajo apariencia de bien. El mal puede venir de transgredir la ley, sin duda; pero también, y más sutilmente, puede venir disfrazado con la máscara de la observancia. Entonces es difícil reconocerlo. Es la hipocresía de quien se sirve de la Palabra (de la Iglesia, de las instituciones religiosas, de los roles y funciones, etc.) para obtener beneficio propio, aprobación, vanagloria, no gloria de Dios.

lunes, 24 de agosto de 2020

Transmisión de la experiencia de fe (Jn 1, 45-51)

P. Carlos Cardó SJ
Natanael debajo de la higuera, ilustración de Harold Copping publicada en The Bible Story Book (1923)
En aquel tiempo, Felipe se encontró con Natanael y le dijo: “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y también los profetas. Es Jesús de Nazaret, el hijo de José”.Natanael replicó: “¿Acaso puede salir de Nazaret algo bueno?”.Felipe le contestó: “Ven y lo verás”.Cuando Jesús vio que Natanael se acercaba, dijo: “Éste es un verdadero israelita en el que no hay doblez”.
Natanael le preguntó: “¿De dónde me conoces?”.Jesús le respondió: “Antes de que Felipe te llamara, te vi cuando estabas debajo de la higuera”.Respondió Natanael: “Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”.
Jesús le contestó: “Tú crees, porque te he dicho que te vi debajo de la higuera. Mayores cosas has de ver”.Después añadió: “Yo les aseguro que verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre”.
La experiencia de fe no se queda como algo íntimo, se comparte. Y en el compartir, la fe se transmite. Dios se vale de personas que se han encontrado con Él para que otras también lo conozcan o descubran su voluntad. Las palabras humanas disponen a la escucha de la Palabra.
Este dinamismo comunicativo de la fe aparece en el texto y nos invita a recordar –agradecidos– las mediaciones humanas de la gracia en nuestra propia historia, personas concretas gracias a las cuales nos vino la fe, maduramos en ella, o pudimos conocer la voluntad de Dios en nuestra vida. Dice el pasaje evangélico que Andrés conduce a su hermano Simón a vivir la experiencia del encuentro con Jesús. Felipe invita a Natanael a ir y ver por sí mismo quién es Jesús de Nazaret.
Natanael no figura en la lista de los Doce, puede ser Bartolomé según la tradición. Su amigo Felipe, entusiasmado, le dice que han encontrado al Mesías, de quien hablaron Moisés y los profetas, y que es Jesús, el hijo de José, de Nazaret. Pero a Natanael, como a cualquier judío, no podía pasarle por la mente que el Mesías pudiese venir de Nazaret, pueblecito sin importancia que ni siquiera se menciona en todo el Antiguo Testamento.
Se aguardaba a un descendiente de la casa y familia real de David, cuya ciudad fue Belén de Judea. Se entiende, pues, que Natanel muestre su desconfianza: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Pero Felipe le replica señalando aquello que es fundamental en la fe: el salir de uno mismo para experimentar el encuentro con Dios. Ven y lo verás. Hay que ir y situarse donde está el Señor, establecer un contacto personal con Él y entonces todo quedará iluminado con una luz nueva, tendrá la luz de la vida (Jn 8,12).
Jesús ve venir a Natanael. Lo conoce sin que nadie le haya hablado de él. Ve el interior de las personas y las conoce más que nadie, con un conocimiento, además, lleno de estima de lo mejor que hay en cada uno. Natanael debió de ser un judío virtuoso. Por eso Jesús lo alaba: Ahí tienen a un israelita auténtico en quien no hay engaño. El engaño y la mentira destruyen lo que la religión puede producir en una persona.
¿De dónde me conoces?, pregunta Natanael sorprendido. Si en ese momento hubiese obrado en él la fe, habría recordado tal vez las palabras del Salmo 139: Tú me sondeas y me conoces…desde lejos conoces mis pensamientos. El saberse conocido por Dios inspira confianza. Por eso el mismo salmo termina pidiéndole: Conoce mi corazón y ponme a prueba.
Jesús le dice: Cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi. Los exegetas se esfuerzan por descubrir el significado de esta frase, pero hasta ahora sólo han conseguido especulaciones. Lo más probable es que se refiera a Natanael como figura simbólica del acercamiento de Israel a Dios por medio de la lectura y estudio de las Escrituras. En las tradiciones judaicas, en efecto, la higuera, árbol ubérrimo en dulces frutos, era símbolo del conocimiento y de la felicidad, que se logra principalmente con el estudio de la Ley. Pero conocer la Ley no basta para el encuentro con el Mesías; por eso quizá las resistencias iniciales de Natanael respecto a Jesús.
Rabí, tu eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel, confiesa Natanael, reconociendo la filiación divina de Jesús, maestro y rey de Israel. Sus palabras son un anticipo de todo lo que el evangelio anunciará: la revelación del Hijo.
¡Cosas mayores verás!, le dice Jesús. Verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre. Verás que Jesús es aquel por quien se abren definitivamente los cielos y sobre quien desciende el Espíritu. Jesús será el “lugar”, el espacio de las relaciones auténticas con Dios, el verdadero templo y puerta entre Dios y los hombres, realidad que fue apenas vislumbrada en la visión de la escala de Jacob en Betel, terrible lugar y puerta del cielo (Gen 28,17). Jesús es la verdadera escala, que une al cielo con la tierra: Dios se comunica al hombre y el hombre entra en comunicación con Dios.

domingo, 23 de agosto de 2020

Homilía del Domingo XXI del Tiempo Ordinario - Anuncio de la pasión y reacción de Pedro (Mt 16, 13-23)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús entrega las llaves a San Pedro, óleo sobre lienzo de Jean-Auguste Ingrés (1820), Museo Ingrés, Montaubam, Francia
En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?".Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas".
Él les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".
Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo".Y ordenó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías.
Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más.
¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, Pedro no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
Esta misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella.
La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia Jesús dice “mi Iglesia”. La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18).
La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu.
Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365).

sábado, 22 de agosto de 2020

Las actitudes de los fariseos (Mt 23,1-12)

P. Carlos Cardó SJ
El fariseo y el publicano, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: "En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: hagan y cumplan lo que ellos digan; pero no hagan lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables, y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros. Ustedes, en cambio, no dejen que los llamen maestro, porque uno solo es maestro de ustedes, y todos ustedes son hermanos. Y no llamen padre nuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es el Padre de ustedes: el del cielo. No se dejen llamar consejeros, porque uno solo es su consejero: Cristo. El primero entre ustedes será su servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido." 
El fariseísmo es una tentación en cualquier religión: practicar las buenas obras, orar,  asistir a los oficios religiosos, cumplir con las tradiciones piadosas, todo puede dar pie a la búsqueda de aprecio y alabanza, o a la fatuidad de una piedad exterior que no va acompañada de la rectitud interior y del testimonio de una vida verdaderamente honesta. Por eso, fariseísmo es sinónimo de hipocresía.  
En la cátedra de Moisés se han sentado los maestros de la ley y los fariseos. Ustedes hagan lo que ellos digan pero no imiten su ejemplo porque no hacen lo que dicen. Jesús no ataca a la autoridad magisterial que, desde Moisés hasta los escribas y rabinos (muchos de los cuales eran de la secta de los fariseos) se ejercía en la “cátedra” de las sinagogas. Lo que Él censura es la incoherencia, el decir y no hacer, el predicar una doctrina buena y llevar una conducta que deja que mucho que desear.
Palabras, sermones, cartas, pronunciamientos son necesarios, y atacarlos en bloque sería una necedad. Lo censurable es la incoherencia entre lo que se predica y lo que se vive. No basta predicar, es necesario practicar; entonces la enseñanza se hace creíble. Cuando las obras no corresponden a las palabras, se da un antitestimonio que, en vez de hacer el bien, escandaliza, confunde y desanima.
Fariseísmo es también equiparar la fe a una teoría que se aprende y se transmite, pero que no cambia a la propia persona. Se pude saber mucho de religión y no practicarla. Además, el evangelio no es algo que se dice para que otros lo cumplan, sino para, en primer lugar, aplicárselo a sí mismo y luego transmitirlo. Sólo así la enseñanza es eficaz.
Fariseísmo es sinónimo también de legalismo. Ocurre cuando se propone el evangelio como un conjunto de deberes y no como lo que es: buena noticia, don del amor de Dios que capacita para amar a los demás como Él nos ama. Contra este fariseísmo actúa el Espíritu que hace ver las leyes y normas morales y religiosas no como un fin, sino como medios para realizar lo que Él nos inspira.
Sin el Espíritu que da vida, la ley mata, se convierte en hipocresía, pervierte la fe, tranquiliza la conciencia y da la falsa seguridad de sentirse salvado. La ley de Cristo es el corazón nuevo que Dios crea en nosotros: el amor que hace cumplir la voluntad de Dios. Esta ley está inscrita en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Guiado por ella, el cristiano distingue en su interior las variadas formas de egoísmo con que puede engañarse y discierne la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12, 2).
Fariseísmo es buscar la seguridad de las normas y de lo que está mandado. Se puede, sí, aparecer como fervoroso, observante y “seguro”, pero se corre el riesgo de envanecerse con la propia fidelidad hasta despreciar a los demás, actuar por el deber y no con la gratuidad del amor y, lo que es peor, creerse autor de su propia santidad.
Desde el inicio de su predicación, en el sermón del monte (Mt 6, 1-18),  Jesús reprobó la ostentación farisaica. Lo hizo al enseñar el verdadero sentido de la oración, el ayuno y la limosna –tres pilares de la religión– que pueden convertirse en exhibicionismo espiritual para ganar fama entre la gente. Es lo que hacen los fariseos que alargan sus filacterias y distintivos religiosos y les gustan los primeros puestos en los banquetes y asambleas.
Jesús ha venido a revelarnos que Dios es Padre y que todos somos hijos y hermanos. Él nos hace ver como bueno lo que ayuda a vivir como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, y como malo lo que lo impide. Por eso aconseja no llamar a nadie maestro, padre o jefe.
Y aunque no se trata de quedarnos en la literalidad de su enseñanza, pues de hecho Pablo se llama padre (1 Cor 4,15) y doctor y maestro de los gentiles (1 Tim 2, 2 Tim 1), es ridículo ufanarse de los títulos clericales o religiosos y confundir respeto a la autoridad con el uso de tratamientos que, por lo demás, ya nadie entiende. Lo que hay que procurar es humildad y no orgullo, modestia y no vanidad, sencillez y no ostentación, servicio y no dominio o afán de poder.
Hoy la “cultura mediática” exige quizá más que antes el cuidado de la imagen y siempre habrá que velar para que “la mujer del César sea no sólo honesta sino que lo parezca”. Pero mucho mayor cuidado hay que tener con las relaciones basadas en convencionalismos y con las apariencias que enmascaran malas conductas. El evangelio exige no dejarnos contaminar por este ambiente de la apariencia y mentira.

viernes, 21 de agosto de 2020

El mandamiento más importante (Mt 22, 34-40)

P. Carlos Cardó SJ
El buen samaritano, óleo sobre lienzo de Vincent Van Gogh (1890), Museo Kröller-Müller, Parque Nacional Hoge Veluwe, Otterlo, Países Bajos
En aquel tiempo, habiéndose enterado los fariseos de que Jesús había dejado callados a los saduceos, se acercaron a él. Uno de ellos, que era doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?".Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas".
Los fariseos plantean a Jesús una pregunta fundamental sobre la fe: cuál es el mandamiento principal, por el que ha de regirse el verdadero creyente. Jesús responde con el credo que todo buen israelita debe recitar cada día, el llamado “Shemá Israel”: Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas. Y añade a continuación que el segundo mandamiento es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Ambos mandamientos estaban en la Escritura. El primero en el Deuteronomio 6,4-9 y el segundo en el Levítico 19,18b. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición del hombre a amarlo con todo su ser, como lo más decisivo de la fe. El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado bajo la enorme cantidad de deberes, ritos, purificaciones, prohibiciones y castigos que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.
Se podría pensar que el más importante de estos dos amores es el primero porque Dios es lo primero y porque sin referencia a Él, de quien nos viene todo, no podemos hacer nada. Pero San Juan dice en su 1ª Carta (4,20) que quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Es decir, que el amor a Dios pasa necesariamente por el amor a los demás. Y San Pablo es aún más tajante: Todo mandamiento queda contenido en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom 13,9). Y añade que la ley entera queda cumplida con este único mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo (Gal 5,14). Por último, el mismo Jesús dejó en su última cena un único mandamiento: Ámense los unos a los otros (Jn 15,17).
Los dos mandamientos son semejantes entre sí, más aún, son una misma realidad vista en sus dos dimensiones inseparables y recíprocas, que no se dan la una sin la otra. Jesús subrayó esta unidad y la originalidad suya consistió en hacernos ver que en Él, Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. El amor es uno solo: el de Dios que se nos ha revelado, nos ha salvado en su Hijo Jesucristo, ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo y nos hace capaces de amarnos los unos a los otros.
El amor procede de Dios y hay que acogerlo y cuidarlo con esmero. Es lo más fuerte que hay y a la vez lo más vulnerable, porque siempre se puede abusar de él. Pero a quien permanece fiel al amor recibido se le concede poder cumplir el mandamiento del Señor: Ámense unos a otros como yo los he amado (Jn 13, 34). De este amor dice San Pablo que es paciente y bondadoso; no tiene envidia, no es jactancioso ni arrogante; no se porta indecorosamente; no es egoísta, no se irrita, no lleva cuenta del mal; no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca (1 Cor 13, 4-8).
Cuando este amor mueve a la persona, ella no puede dejar de hacer lo que le pide, pero lo siente como una exigencia distinta, que no le viene impuesta desde el exterior, sino que le nace de dentro. Así, el amor le moviliza no sólo el corazón y los sentimientos, ni solo la mente y el pensamiento, sino la vida entera. Se demuestra más en obras que en palabras y lleva a dar y comunicar lo que uno es y lo que uno tiene. Es deseo y búsqueda del bien del otro, es alabanza, respeto y servicio al otro como a uno mismo. Se ama al otro tal como es y se procura promoverlo.
Nadie puede quedar excluido del amor. Dios ama a todos porque es Padre de todos. Por eso, lo característico del amor cristiano es que no sólo abraza a los que están vinculados por parentesco, amistad, mutua atracción o afinidad de intereses. Toda persona es ese prójimo a quien debo amar como a mí mismo. Debo, pues, aproximarme a él (aprojimarme), hacerlo mi prójimo con mi atención y servicio, porque al encontrarlo a él me encuentro y sirvo a Dios.