P.
Carlos Cardó SJ
Cristo
y la cananea, óleo sobre lienzo de Ludovico Carracci (siglo XVI), Pinacoteca de
Brera, Milán, Italia
En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón.Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: "Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo".Texto provocador. Jesús ha estado antes discutiendo sobre las tradiciones religiosas de los judíos y ha dejado sentado el principio de que la verdadera religión brota del corazón: Lo que entra por la boca no mancha al hombre… Lo que sale de la boca viene del corazón… y eso es lo que mancha. Ahora, en gesto provocador, se va a una región impura, a Tiro y Sidón, al sur del Líbano.
Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: "Atiéndela, que viene detrás gritando".Él les contestó: "Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel".
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: "Señor, socórreme".
Él le contestó: "No está bien echar a los perros el pan de los hijos".
Pero ella repuso: "Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos".
Jesús le respondió: "Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas".
En aquel momento quedó curada su hija.
En el relato se destaca el diálogo de Jesús con una mujer pagana, cananea
o sirofenicia. En la primera comunidad cristiana a la que escribe Mateo su
evangelio, los de origen judío tenían dificultad para reconocer los derechos de
los paganos a entrar por medio de la fe a formar parte del nuevo Israel.
Una gran carga de prejuicios étnicos pesaba sobre la conciencia de
los judíos; muestra de ello era llamar “perros”
a los extranjeros. “Quien come con un
idólatra es como quien come con un perro”, se lee en la Mishná, uno de los
libros del Talmud, colección de enseñanzas rabínicas sobre leyes y tradiciones judías.
El cristianismo derriba los muros de separación y prohíbe como
ofensa grave a Dios toda forma de prejuicio y segregación de la índole que sea.
Los judeocristianos han de recordar que su padre Abraham era un pagano que por
la fe se hizo heredero de la promesa y padre del pueblo de Israel. Pablo dirá: Entiendan, pues, que los que viven de la fe,
ésos son hijos de Abraham... reciben la bendición junto con Abraham, el
creyente (Gal 3, 7.9).
El texto reconoce que la misión de Jesús tiene por primer destinatario
a Israel, por ser el pueblo elegido para transmitir la promesa de salvación a
todos las naciones. La mujer sirofenicia, junto con el centurión pagano, cuya
fe atrajo de Jesús la salud para su criado, son el anticipo del ingreso de los no
judíos a la Iglesia.
El diálogo entre Jesús y la sirofenicia es duro, dramático. Está redactado
de tal modo que sobresalga la justicia de la mujer, que con su hija representa
a todos los no judíos. La incomprensión que contiene la respuesta dura de Jesús
contrasta con la fe de la mujer. Y es la fe la que hace intervenir el poder de
Dios por encima de las barreras de separación que erigen los hombres entre
ellos.
Hábilmente la mujer retuerce la imagen del pan de los hijos empleada por Jesús y la pone a su favor: hasta los perritos comen las migajas que
caen... Los hijos no aceptan el pan; los extranjeros, en cambio, por su fe
se sacian. En la multiplicación de los panes, Jesús ofreció el pan a los
israelitas. Ahora, en el relato de la sirofenicia, el pan es para paganos. A
todos se les da acceso al pan de los
hijos, sea un creyente judío o uno venido del paganismo.
Por eso, la respuesta de Jesús: Mujer, grande es tu fe. ¡Anda y que te suceda lo que pides! La
mujer cree, sin siquiera pedir una prueba de que el favor le ha sido concedido.
Por este gesto de la mujer Jesús anticipa la misión a los paganos, admitidos ya
a la mesa, al pan.
Una persona extraña, una mujer, que no tiene derecho a estar en la
comunidad, aparece comportándose mejor que aquellos que dicen ser miembros de
la Iglesia y presumen de ser buenos cristianos. Dios no hace distinción de personas, sino que acepta a quien lo honra y
obra rectamente sea de la nación que sea (Hech 10, 34s).
Jesús no dice que los paganos (representados en aquella mujer)
sean mejores que los judíos. Lo que él alaba es la fe de una pagana. La sirofenicia no esgrime argumentos ni
derechos ante Jesús, simplemente reconoce que Jesús es el Kyrios, el
Señor, el Mesías, y esa fe es la que atrae para ella la gracia que desea
alcanzar.
El texto contiene, pues, una clara llamada de atención contra los prejuicios,
divisiones y exclusiones que pueden darse en todo grupo humano y, en
particular, en la Iglesia, como ocurrió desde sus primeros tiempos. Mirar con
desconfianza a los que son diferentes, y excluir a los “sirofenicios” o
“sirofenicias”, cualesquiera que sean, sin advertir lo positivo que pueden
aportar, y de hecho aportan, eso simplemente no es cristiano.
Racismo, prejuicios religiosos, sociales, culturales o de género,
odios nacionalistas, desprecio y exclusión por el nivel económico, todo eso
atenta gravemente contra la unidad en la diversidad que debe haber en una
sociedad verdaderamente humana y, obviamente, en la Iglesia. Y como cristianos,
lo que nos toca reconocer es que la fe es el único título de pertenencia a la
comunidad. Ella a todos iguala y congrega fraternalmente en la única mesa del
Señor.
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