domingo, 26 de enero de 2020

Homilía del III Domingo del Tiempo Ordinario - Anuncio del Reino y llamamiento de primeros discípulos (Mt 4, 12-17.23-25)

P. Carlos Cardó SJ
Llamamiento de los primeros discípulos, óleo sobre tabla de Lorenzo Veneciano (1370), Gemäldegalerie de Berlín, Alemania
Cuando Jesús oyó que Juan estaba preso, volvió a Galilea y dejando Nazaret, vino y habitó en Cafarnaum, ciudad marítima, en la región de Zabulón y de Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo:Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, Camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles; El pueblo asentado en tinieblas vio una gran luz; Y a los asentados en región de sombra de muerte, Luz les resplandeció.Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: “Arrepiéntanse, porque el reino de Dios está llegando”.Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo: Síganme, y los haré pescadores de hombres. Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron. Pasando de allí, vio a otros dos hermanos, Jacobo hijo de Zebedeo, y Juan su hermano, en la barca con Zebedeo su padre, que remendaban sus redes; y los llamó. Y ellos, dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron.Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.
El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. El evangelio de San Mateo presenta el inicio de la actividad pública de Jesús en Galilea como la salida del sol, el alba de un nuevo día. El pueblo es Israel, que representa aquí a todos los pueblos que sufren opresión y, en general, a la humanidad que soporta el mal, el pecado, la muerte y anhela la libertad de los hijos de Dios. Para este pueblo, para esta humanidad vino una gran luz. Fue como el amanecer. Una brecha se abrió en el horizonte humano.
Las tinieblas son la pervivencia del caos primordial, del que Dios sacó el cosmos con su palabra ordenadora. Los hombres desordenaron el cosmos, lo volvieron un campo de guerra de unos contra otros, y con su ambición irracional destruyeron la naturaleza, atentaron contra la vida, atentaron contra su Creador.
Las tinieblas significan también la esclavitud en Egipto, de la que Dios hizo salir a Israel su pueblo. Los hombres olvidaron pronto las acciones de Dios y volvieron a esclavizarse unos a otros, se fabricaron ídolos a los que entregaron la vida, becerros de oro que toda época se ha forjado: dinero, poder, gloria…
La venida de Jesús a este mundo oscurecido es anunciada por los profetas como la luz, principio de la nueva creación, el amanecer del “día de Dios” que pone fin a la noche del mundo. Y se entabla el duelo permanente entre la luz y la tiniebla, la verdad y la mentira, la fraternidad y el odio, la vida y la muerte; duelo que perdura hasta hoy.
Conviértanse, dice Jesús: vuélvanse a la luz, abran los ojos, es posible un mundo diferente, de corazones nuevos, de paz y armonía con el prójimo, con el cosmos, con Dios. Dios sólo espera que nos volvamos a Él. En esto consiste el acto más perfecto de nuestra libertad. En Jesús podemos sentir a Dios como padre y vivir como hermanos.
El reino de Dios está llegando. Jesús nos da motivos para vivir el presente con ilusión y empeño. El reino ya actúa entre nosotros. Ya ha comenzado a actuar el amor salvador de Dios en favor de quienes, inspirados por Él, buscan un mundo justo y fraterno. Aquello que esperamos ya está “aquí”, no fuera de este mundo y de mi vida, pero todavía hay que esperar su plena realización. Por eso el reino nos hace vivir intensamente el presente y nos marca la dirección de nuestra vida.
Entonces, caminando Jesús por la orilla del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón llamado Pedro, y Andrés… y les dijo: Vengan conmigo… Es una invitación personal la que nos hace Jesús en la persona de esos pescadores de Galilea. La vida cristiana es la respuesta a esta invitación. Seguirlo significa convertirse, volverse a Dios, vivir conforme a los valores de su reino.
Seguimos a Jesús para vivir con Él la experiencia que ilumina y da sentido a la existencia. Esta experiencia no es, ante todo, una doctrina, ni únicamente una praxis. Jesús despierta en quien lo sigue una relación mucho más profunda y total: una relación personal con Él, como Señor y hermano. Se le entrega no sólo la mente y la sensibilidad, sino el corazón, el fondo del alma.
Lo primero que hace Jesús, según el evangelio de Mateo, es llamar, convocar. Nos llama. Me llama por mi propio nombre para que viva en la verdad de mi existencia. Escuchar su llamada es sentir y lograr mi verdadero yo, liberado de lo que me impide ser yo mismo, capaz de empeñar mi vida en la tarea de realizar en mí y en torno a mí los valores del evangelio.
Y no nos imaginemos cosas extraordinarias. La llamada de Jesús se siente en la vida cotidiana, por profana que sea: llamó a Simón y  a su hermano Andrés cuando estaban pescando, llamó a Mateo cuando detrás de su mesa de cambista juntaba y contaba plata. Incluso podemos estar haciendo cosas que van contra Cristo y contra los cristianos, como hacía Saulo. Hagamos lo que hagamos, la luz se abre camino y brilla en nuestro interior, desvelando nuestra verdad más profunda. Vente conmigo, me dice.
Y ellos, dejadas sus redes, lo siguieron.

domingo, 19 de enero de 2020

Homilía del II Domingo del Tiempo Ordinario - El Cordero de Dios (Jn 1,29-34)

P. Carlos Cardó SJ
Adoración del cordero místico, detalle del retablo de Hubert y Jan Van Eyck (1432), Catedral de San Bavón, Gante, Bélgica
Juan dio este testimonio: “Contemplé al Espíritu, que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre él. Yo no lo conocía; pero el que me envió a bautizar me había dicho: “Aquél sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo”. Yo lo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios”.Al día siguiente, Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Ahí está el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. De él yo dije: Detrás de mí viene un varón que es más importante que yo, porque existía antes que yo. Aunque yo no lo conocía, vine a bautizar con agua para que se manifestase a Israel”.
Juan Bautista señala a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y lo reconoce como el portador del Espíritu divino, que va a bautizar con Espíritu Santo (Jn 1,33), y fuego, añaden Mateo y Lucas (Mt 3,11; Lc 3, 16).
¿Qué significado tiene la metáfora del Cordero? El cordero era la víctima del sacrificio de expiación y comunión de los judíos. En la pascua, cuando celebraban la liberación de Egipto, la comida del cordero evocaba la sangre de los corderos que salvó a Israel del exterminio (Ex 12, 7.12-13). Asimismo, no cabe duda que la designación de Jesús como el “cordero que quita el pecado” alude a los cánticos de Isaías sobre el Siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12), que cargará sobre sí el pecado del pueblo, y entregará su vida en expiación como cordero llevado al matadero, para traer a muchos la salvación.
La idea recorre todo el Nuevo Testamento: “Los han rescatado... con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin mancha” (1 Pe 1,18-20); “vi un cordero como sacrificado... porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación...” (Ap 5,6ss); “nuestra cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado” (1 Cor 5,7). El evangelista Juan refuerza este significado al señalar que Jesús fue crucificado la víspera de Pascua (Jn 13,1; 18,28.39- 19,14.31.42), en el día y casi a la misma hora en que eran inmolados los corderos en el templo y que, en vez de romperle las piernas, como solían hacer con los crucificados, a Jesús no le rompieron ningún hueso –como estaba mandado para el cordero pascual (Ex 12,46; Num 9,12)– sino que un soldado le atravesó el costado con una lanza (Jn 19,36).
Volviendo al testimonio de Juan Bautista, vemos que declara haber visto que el Espíritu descendió sobre Jesús y se quedó en Él (Jn 1, 32). En su bautismo en el Jordán, el Hijo de Dios se sumerge en la condición humana y Juan ve que se cumple en Él lo que había anunciado Isaías sobre el Mesías: Sobre él reposará el Espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor (Is 11,2).
Por eso los evangelios afirman reiteradamente que la razón por la que Jesús habló y actuó como lo hizo fue porque estaba lleno del Espíritu divino. Jesús es concebido por obra y gracia del Espíritu Santo (Lc 1,35); es conducido al desierto por el Espíritu (Lc 4,1); expulsa los demonios por el Espíritu de Dios (Mt 12,28); en su muerte entrega el Espíritu (Jn 19,30), y en su Resurrección es elevado al Padre, desde donde envía a nosotros el Espíritu: Reciban el Espíritu Santo (Jn  20,22). Por esto es Él quien nos bautiza con Espíritu Santo, es decir, nos sumerge en la vida misma de Dios.
Quienes en la Eucaristía comen la carne y beben la sangre del Cordero que quita el pecado del mundo, quedan llenos de su Espíritu que forja unidad fraterna y enciende en ellos el fuego de su amor. «Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomen, coman todos de él, y coman con él al Espíritu Santo…, el que lo come vivirá eternamente» (San Efrén [+ 373], Doctor de la Iglesia, Sermón 4, n.4).

domingo, 12 de enero de 2020

Bautismo de Jesús (Mt 3, 13-17)

P. Carlos Cardó SJ
Bautismo de Cristo, óleo sobre lienzo de Jacopo Robusti Tintoretto (1585 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid, España 
Entonces Jesús vino de Galilea a Juan al Jordán, para ser bautizado por él.Mas Juan se le oponía, diciendo: "Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?".Pero Jesús le respondió: "Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia". Entonces le dejó.Y Jesús, después que fue bautizado, salió luego del agua; y he aquí cielos le fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma, y venía sobre él.Y hubo una voz de los cielos, que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien pongo mi complacencia".
La comunidad a la que San Mateo dedicó su evangelio estaba formada en su mayoría por cristianos venidos del judaísmo. Con el relato del bautismo en el Jordán les hace ver que Jesús es el Mesías enviado por Dios, su Padre. Les explica también por qué se bautizó. Y finalmente los ayuda a comprender y valorar el bautismo cristiano.
En el Bautismo aparece lo esencial de la misión que Jesús ha recibido de su Padre, de ser el salvador prometido a Israel y a toda la humanidad. Pero no se trata de un mesías conforme a las expectativas humanas, como lo esperaban los judíos, sino de un salvador que siendo Hijo de Dios, se hace solidario de nuestra condición de pecadores, sumergiéndose en nuestra misma realidad (bautismo significa inmersión, bautizarse es hundirse en el agua) para darnos una vida nueva.
Jesús, el inocente, pide a Juan ser bautizado como un pecador cualquiera. La razón es que, justamente por no tener culpa alguna, es el único capaz de cargar consigo y borrar el mal cometido por todos. Amando a los culpables hasta dar la vida por ellos, hace que ninguno se pierda (cf. Jn 3,16). Por eso es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Juan no lo entiende. Él se fija en la superioridad de Jesús. Tiene que comprender que conviene que Jesús se sumerja en la debilidad y pobreza de nuestra condición humana para que nosotros seamos bautizados en Él, es decir, podamos compartir su vida divina. En el bautismo somos bautizados en su muerte para ser con Él resucitados. Si Él, el Justo, no muere por nosotros pecadores, no tenemos más remedio que morir solos y nadie nos libra de nuestro mal. Si, en cambio, Él asume nuestro pecado y muere con nosotros, ya nunca estaremos solos: en la vida y en la muerte, siempre estaremos con Él (1 Tes 5,10). Conviene, pues, que se cumpla lo que el Padre ha dispuesto. Conviene a Jesús y nos conviene.
Se abrieron los cielos y vio al Espíritu descender en forma de paloma. La frase evoca la figura del aliento de Dios que aleteaba sobre la superficie del caos original, según el Génesis. Aquí se trata de la nueva creación que se realiza en Jesús, y en la cual renacemos como criaturas nuevas. Asimismo puede verse una alusión velada a la paloma que trajo la ramita de olivo después del diluvio.
En este sentido, se presenta a Jesús como el que nos trae la Paz definitiva. Pero la relación más importante que puede hacerse es la siguiente: el Espíritu que descendió sobre María para concebir en su seno al Hijo de Dios, es el Espíritu que desciende ahora para consagrar a Jesús y conducirlo a la obra de nuestra redención (cf. Lc 3, 22; 4,1; Hech 10, 38). Por poseer en plenitud ese Espíritu, Jesús se comprenderá a sí mismo como el Hijo del Padre, y se sentirá enviado a realizar la liberación de la humanidad, comenzando por los pobres y oprimidos: “El Espíritu del Señor está sobre mí... me ha enviado a traer la buena nueva...” (Lc 4, 18).
Este es mi Hijo amado en quien me complazco”. La voz del cielo confirma lo dicho por el profeta Isaías acerca del Mesías Siervo que será “luz de las naciones”, las guiará y conducirá, pero no con medios violentos sino pacíficos: “no gritará, no clamará, no voceará por las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha humeante...” (Is 42,2-3).
El Padre se complace en su Hijo que ha aceptado mezclarse entre sus hermanos pecadores. Esta voz del Padre, que volverá a oírse en la transfiguración, nos propone a su Hijo como camino y vida: ¡escúchenlo!

domingo, 5 de enero de 2020

Homilía de la fiesta de la Epifanía (Mt 2, 1-12)

P. Carlos Cardó SJ
Adoración de los magos, óleo sobre lienzo de Konrad Witz (1443), Museo de Arte e Historia de Ginebra, Suiza
Jesús había nacido en Belén de Judá durante el reinado de Herodes.Unos Magos que venían de Oriente llegaron a Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo».Herodes y toda Jerusalén quedaron muy alborotados al oír esto. Reunió de inmediato a los sumos sacerdotes y a los que enseñaban la Ley al pueblo, y les hizo precisar dónde tenía que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron: «En Belén de Judá, pues así lo escribió el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en absoluto la más pequeña entre los pueblos de Judá, porque de ti saldrá un jefe, el que apacentará a mi pueblo, Israel».
Entonces Herodes llamó en privado a los Magos, y les hizo precisar la fecha en que se les había aparecido la estrella. Después los envió a Belén y les dijo: «Vayan y averigüen bien todo lo que se refiere a ese niño, y apenas lo encuentren, avísenme, porque yo también iré a rendirle homenaje».Después de esta entrevista con el rey, los Magos se pusieron en camino; y fíjense: la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño. ¡Qué alegría más grande: habían visto otra vez a la estrella!Al entrar a la casa vieron al niño con María, su madre; se arrodillaron y le adoraron. Abrieron después sus cofres y le ofrecieron sus regalos de oro, incienso y mirra.
Luego se les avisó en sueños que no volvieran donde Herodes, así que regresaron a su país por otro camino.
En la Epifanía se celebra la manifestación del Señor como Salvador de todas las naciones, simbolizadas en los sabios de Oriente.
Lo importante del relato evangélico de Mateo son los símbolos, a través de los cuales se nos hace comprender que el Niño nacido en Belén trae la salvación a todas las culturas y razas del mundo. Nuestra fe en esta manifestación (epifanía) de Dios nos hace acoger fraternalmente a todas las personas que, por encima de su ubicación social o cultural, en el tiempo o en la geografía del mundo, buscan –siempre guiados por el único Dios y por su Espíritu– el sentido que deben dar a su vida, la rectitud que debe caracterizar su conducta, el empeño que deben mantener en favor de la justicia, el amor y la paz. Para ellos nace el Señor.
El primer símbolo que aparece en el relato es la luz. Las primeras comunidades cristianas –y nosotros con ellas– reconocían a Cristo como la Luz de Dios que viene a iluminar al mundo. Cristo dirá: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12); Luz de Dios que viene para todos “pecadores y magos, pobres y sabios de todos los tiempos suficientemente pequeños para buscar y suficientemente humildes para acoger la Luz del Señor” (Card. Alexander Renard).
Los magos representan a los sabios de todos los tiempos que buscan la verdad por medio de la inteligencia y llegan a percibir los signos de Dios en la naturaleza, en el devenir humano y en el mundo; pero sólo llegan al conocimiento pleno de la verdad cuando se dejan iluminar por la revelación que Dios mismo ha hecho de sí a la humanidad y que el pueblo de Israel conservaba en la Sagrada Escritura.
Los magos aparecen en Jerusalén, la santa ciudad que sí posee la revelación de Dios escrita en la Biblia pero que, en vez de aceptarla, la rechaza hostilmente. En Jerusalén sobresale, como personaje importante, el rey Herodes, rodeado de los sumos sacerdotes y maestros de la ley, que “conocen las Escrituras pero son incapaces de andar pocas millas para adorar a Jesús en Belén. Los que presumen ser el verdadero Israel rechazan al Mesías que Dios les prometió. Pero los paganos lo acogen y se llenan de alegría” (J.L. Sicre, El Cuadrante).
También ahora se dan esas actitudes opuestas: la de quienes con humildad y sencillez buscan la verdad y la de quienes se quedan encerrados en sus propios intereses y en sus propias persuasiones, no buscan la verdad y terminan atacándola.
La presencia del Salvador que brilla en el interior de las personas y de las culturas está simbolizada en la estrella; es la sabiduría, principio de toda búsqueda. Pero se trata de una sabiduría que se abre a la revelación de una verdad suprema, que no siempre puede ser aprehendida y dominada por la razón humana porque es una verdad trascendente, cada vez mayor, siempre mayor. Esta sabiduría guía y conduce a los pueblos y culturas en sus caminos, por extraños que nos parezcan, en sus éxodos, tantas veces trabajosos y difíciles. Es la “luz de estrella que brilla en la noche” (Sab 10,17). Siguiendo sus indicaciones, la razón, iluminada por la revelación, llega a conocer lo que busca.
Dice el evangelio que los Magos llegaron a Belén, hallaron al Niño y a su madre, se les llenó de alegría el corazón y, abriendo sus cofres, le ofrecieron oro, incienso y mirra. El tesoro en el evangelio de Mateo es el propio corazón: “donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6,21; 12,35; 13,52; 19,21). Los Magos abren su corazón y ofrecen lo que contiene. El oro, riqueza visible, representa lo mejor que uno tiene, su amor; el incienso, invisible como Dios, representa aquello que uno más desea; la mirra, ungüento que cura las heridas y preserva de la corrupción, representa lo que uno es, su condición mortal y sus padecimientos.
Todo lo que amamos, tenemos y deseamos, eso es nuestro tesoro. Se lo ofrecemos a Dios y Él entra a nuestro tesoro. Dando todo lo que tienen, los Magos hacen entrar a Dios en su vida y le reconocen –según la antigua tradición– como rey, como Dios y como hombre.
El relato termina con una observación importante: advertidos de que no volvieran donde Herodes, los magos retornan a su región de origen pero por otro camino. Quien se encuentra con Cristo cambia de camino, queda transformado. Ya no son como antes estos hombres. Buscaban a Dios y Dios los encontró. Ahora llevan consigo al Emmanuel, al Dios-con-nosotros. Quedémonos con este mensaje:
Epifanía nos pone en movimiento de búsqueda. Nos hace ver que somos peregrinos, viajeros por caminos que pasan por desiertos y oscuridades, pero nos llevan a la meta que es Dios. No debemos dar cabida al desánimo. Siempre hay una estrella que brilla y guía. Ella está en nuestro deseo de libertad interior, de bondad y de felicidad, también en el pesar que nos causa nuestra debilidad de pecadores. La estrella está allí, en el firmamento de nuestro corazón. Sigamos nuestra estrella y llevemos nuestro tesoro; el oro de lo mejor que tenemos, que es nuestro amor, el incienso invisible de nuestros mejores deseos, y también la mirra de nuestros sufrimientos. Encontraremos al Señor y Él aceptará nuestros dones. 

miércoles, 1 de enero de 2020

Adoración de los pastores - (Lc 2,16-21)

P. Carlos Cardó SJ
La estrella de Belén, óleo sobre lienzo de Edward Burne-Jones (siglo XIX), Museo y Galería de Arte de Birmingham, Inglaterra
En aquel tiempo, los pastores fueron a toda prisa hacia Belén y encontraron a María, a José y al niño, recostado en el pesebre.Después de verlo, contaron lo que se les había dicho de aquel niño, y cuantos los oían quedaban maravillados.María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.Los pastores se volvieron a sus campos, alabando y glorificando a Dios por todo cuanto habían visto y oído, según lo que se les había anunciado.Cumplidos los ocho días, circuncidaron al niño y le pusieron el nombre de Jesús, aquel mismo que había dicho el ángel, antes de que el niño fuera concebido.
Hoy iniciamos un nuevo año. En fechas como éstas, el don de la vida se nos hace más sensible. Nos resulta agradable com­partir en familia, entre amigos, la experiencia de haber vivido un año más. Es propio del día de hoy dar gracias a Dios por el don de conservarnos en la vida, de guardarnos en sus manos, de conservarnos con su amorosa providencia. Y es propio también de este día felicitarnos unos a otros. 
La primera lectura (Num 6, 22-27) nos enseña a hacerlo de manera bella y profunda. Se trata de una oración de bendición que es tradicional en Israel: El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. Estas palabras nos deberían inspirar para felicitar el Año Nuevo a nuestros seres queridos y a nuestros amigos. El Señor nos bendiga y proteja… Confiamos en que nos dará lo que le pedimos, no porque podamos sobre Él, sino porque lo reconocemos grande en bondad. Nos hacemos disponibles para aceptar y recibir lo que Él desea concedernos. Por todo lo vivido: Gracias. A todo lo que vendrá: Amén (Dag Hammarksjöld).
La segunda lectura (Gal 4,4-7) nos recuerda que este es el año 2007 de la plenitud de los tiempos, cuando Dios envió a su Hijo, nacido de la mujer María, para liberarnos. Cristo ha irrumpido en nuestra existencia al nacer de una mujer, se ha encarnado, es verdaderamente humano. Por eso es también un ser histórico, nacido “bajo la Ley”, lo cual quiere decir que comparte la suerte de aquellos a los que ha sido enviado. Su cercanía hace que toda persona pueda vivir la experiencia de ser liberado del temor para vivir en verdad como hijo, hija, capaz de llamar “Padre” a Dios, con entera confianza.
El Evangelio (Lc 2,16-21) nos invita a poner en el centro de este primer día del año, a la mujer por la cual nos vino la salvación: María. Ya desde los primeros tiempos del cristianismo, se la llamó con el título de “Madre de Dios”. Al confesarlo, el cristiano sabe que Jesús, fruto bendito de su vientre, es el Hijo de Dios, de la misma naturaleza divina que el Padre, que lo engendró desde toda la eternidad (Credo).
El Hijo del Padre se hizo uno de nosotros al ser concebido y dado a luz por María. De este modo “la eternidad entró en el tiempo”, Dios entró en nuestra historia, convirtiéndola en un camino hacia Él, plenitud de los tiempos  (Gal 4,4) y finalidad de la historia.
Llamar a María Madre de Dios es afirmar que Jesús, el Verbo, Palabra eterna del Padre, es verdadero “hijo de María”. Como madre, ella le dio un cuerpo, le hizo entrar en la esfera de la existencia humana; como educadora, ella le modeló su temperamento, le transmitió su sensibilidad, su modo de ser y proceder. Tenemos aquí uno de los aspectos más asombrosos de la encarnación: María, humilde mujer, discípula de Cristo, es escogida para ser su Madre y modelar su humanidad.
En la relación entre María y Jesús se realiza, de manera ejemplar, el sentido profundo de la Navidad: Dios se hace hombre para que nosotros lleguemos a ser, en cierta manera, como Él. En verdad, el Señor ha hecho maravillas en ella, y nosotros, año tras año, de generación en generación, la proclamamos bienaventurada.
Nos dice el evangelio que María conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón. María nos enseña a reconocer y aceptar la presencia del Señor en nuestra vida. Como ella, que meditaba en la obra realizada por Dios en su persona, también nosotros nos animamos a mantener viva la memoria agradecida de lo que Dios nos ha permitido vivir.
María conserva la memoria agradecida de lo que Dios ha hecho en su pueblo y en su propia vida. Se asombra de que el Altísimo fije sus ojos en la humildad de su sierva y le retribuye entregándole todo su ser: mi alma engrandece al Señor.
Dice también el evangelio de hoy que “A los ocho días, cuando circundaron al Niño, le pusieron el nombre de Jesús, como lo había llamado el ángel ya antes de la concepción. La circuncisión, rito de ingreso oficial al pueblo de Israel, es sólo la ocasión de que se vale el evangelista Lucas para prestar atención a la imposición del nombre. Porque, en realidad, en este hecho –común, irrelevante a simple vista– vuelve a aparecer de manera asombrosa el misterio de la revelación del Dios encarnado.
El Dios innombrable de la fe judía, el Dios a quien nadie ha visto jamás, del prólogo de Juan, he aquí que tiene un nombre que los humanos podemos pronunciar con amor y confianza porque se ha hecho como nosotros, se nos ha dado. Su nombre (Yehoshuah, Yeshuah) tiene un significado que resume la vocación y misión del Dios encarnado: “Dios salva”. Pronunciar el nombre de Jesús es, pues, afirmar que Dios quiere para nosotros lo mejor: una vida plena, realizada, salvada; y nos la hace posible. Sólo así está Dios ante nosotros: como Enmanuel, Dios-con-nosotros, Dios para nosotros, Dios salvando, Salvador.