sábado, 12 de octubre de 2024

Felices los que escuchan la palabra (Lc 11, 27-28)

 P. Carlos Cardó SJ 

Virgen de la leche, óleo sobre lienzo de Leonardo da Vinci (1490-91), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la multitud, una mujer del pueblo, gritando, le dijo: "¡Dichosa la mujer que te llevó en su seno y cuyos pechos te amamantaron!". Pero Jesús le respondió: "Dichosos todavía más los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica". 

Después de curar a un endemoniado mudo, Jesús declaró que si realizaba tales acciones era porque el reino de Dios había llegado. Con su palabra y sus obras hace presente el señorío de Dios, que pone fin a los poderes del mal en el mundo y restituye a sus hijos e hijas la verdadera libertad. 

Al oír la predicación de Jesús, una mujer anónima, en medio de la multitud, prorrumpe en un grito de asombro típicamente maternal, que recoge toda la admiración de la gente allí presente: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron! Jesús no rechaza esta felicitación que hace referencia a su madre y que, según la mentalidad oriental, era felicitación al hijo, sino que aclara lo que es prioritario: dichoso es más bien el que escucha con fe la palabra de Dios y la lleva a la práctica. 

Esa bienaventuranza de los que oyeron y siguieron a Jesús se hace extensiva a todos los que tenemos acceso a su Palabra. No estamos en desventaja. El nuevo y verdadero conocimiento de Jesús, que vuelve dichoso (bienaventurado) al creyente, consiste en escuchar y llevar a la práctica su Palabra. Por eso Pablo dice a los corintios: aunque hemos conocido a Cristo según la carne, sin embargo, ahora ya no le conocemos así (2 Cor 5,16). La verdadera bienaventuranza es, pues, la del cristiano fiel y perseverante que escucha y vive conforme a lo que escucha. 

A primera vista, la réplica de Jesús a aquella mujer: Dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la practican –así como aquella otra que hizo acerca de su verdadera familia (8, 21)–, no parecen ser muy favorables a María, la madre de Jesús. Sin embargo, hay que reconocer que en la exclamación de la mujer aparecen las palabras de María como una realidad cumplida: De ahora en adelante, todas las generaciones me proclamarán dichosa (Lc 1,48). Jesús, por su parte, señala que la dicha (la bienaventuranza) que Dios concede es por la acogida a su palabra y su puesta en práctica. Y eso mismo fue lo que expresó Isabel al recibir la visita de María: ¡Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá! (Lc 1, 45). No hay por qué deducir, por tanto, que Jesús niegue que su madre sea dichosa por ser su madre, sino que la prioridad para él es la fe en la palabra y su puesta en práctica, lo cual también en su madre se puede ver, como lo demuestra Lucas en los pasajes de la anunciación y de la visitación. Ella pertenece, como modelo de creyente, a los que acogen la palabra de Dios (Lc 1,45) y la ponen por obra (Lc 8,21; cf. Hch 1,14). 

En este sentido, María es la primera bienaventurada. Ella creyó en lo que le dijo el Señor por medio del ángel, y la palabra se encarnó en su seno (Lc 1, 38). Ella conservaba en su corazón y meditaba este misterio (Lc 2, 19.51). En ella se anticipa la dicha que Dios concederá a todo creyente. A ella, la primera oyente de la palabra, la proclamamos dichosa todas las generaciones, nos confiamos a su intercesión maternal para que nos ponga con su hijo, y la aclamamos como madre y figura de la Iglesia. 

La Iglesia, comunidad de los creyentes, imita a María. Obedeciendo al mandato de su Señor, anuncia su palabra a todas las naciones y engendra hijos e hijas para Cristo. Como María, la Iglesia vive también del gozo de la presencia del Señor en ella y hace vivir a todos la alegría del evangelio.

viernes, 11 de octubre de 2024

Poder de expulsar demonios (Lc 11, 15-26)

 P. Carlos Cardó SJ 

Las parcas, técnica mixta sobre revestimiento mural de Francisco de Goya (1819 a 1823), Museo del Prado, Madrid

En aquel tiempo, cuando Jesús expulsó a un demonio, algunos dijeron: "Este expulsa a los demonios con el poder de Belzebú, el príncipe de los demonios".
Otros, para ponerlo a prueba, le pedían una señal milagrosa.
Pero Jesús, que conocía sus malas intenciones, les dijo: "Todo reino dividido por luchas internas va a la ruina y se derrumba casa por casa. Si Satanás también está dividido contra sí mismo, ¿cómo mantendrá su reino? Ustedes dicen que yo arrojo a los demonios con el poder de Belzebú. Entonces, ¿con el poder de quién los arrojan los hijos de ustedes? Por eso, ellos mismos serán sus jueces. Pero si yo arrojo a los demonios con el dedo de Dios, eso significa que ha llegado a ustedes el Reino de Dios.
Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros; pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, entonces le quita las armas en que confiaba y después dispone de sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.
Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo, y al no hallarlo, dice: ‘Volveré a mi casa, de donde salí’. Y al llegar, la encuentra barrida y arreglada. Entonces va por otros siete espíritus peores que él y vienen a instalarse allí, y así la situación final de aquel hombre resulta peor que la de antes". 

Los adversarios de Jesús le han visto liberar a un pobre hombre que había perdido el habla a causa de un espíritu malo y lo acusan de emplear una fuerza diabólica para realizar tales acciones. Pero estas acciones visibilizan la presencia del reino de Dios que él anuncia e inaugura; por eso no puede dejar de realizarlas. La fuerza de Dios, que creó todas las cosas y reordena el mundo, actúa en él; por eso, en la sinagoga de Nazaret, había reivindicado para sí la posesión del Espíritu, que Dios había prometido por medio de los profetas para los últimos tiempos: El Espíritu del Señor sobre mí me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres y me ha enviado a anunciar la liberación de los cautivos… (Lc 4, 18; Is 61, 1s). La respuesta que da a la acusación que le hacen permite ver que los signos que realiza le acreditan como el enviado plenipotenciario y definitivo de Dios: Si yo expulso los demonios con el poder del Espíritu de Dios… es que ha llegado a ustedes el reino de Dios. 

En las expulsiones de demonios se concentra de la manera mas gráfica el poder de Dios, que actúa en Jesús venciendo al mal. Hoy no se acepta sin más, como en aquel tiempo, la posibilidad de una presencia y de una acción maciza del demonio en el mundo y en las personas, y se sabe que, en general, se atribuían a demonios (daimones) o espíritus malignos los males físicos. Concretamente, enfermedades que hoy llamaríamos psiquiátricas, y algunas orgánicas que se manifiestan con síntomas chocantes, como convulsiones violentas o pérdida del conocimiento, eran vistas como el efecto o presencia de un factor numinoso o sobrenatural. 

Esto supuesto, debemos decir que estos textos no han perdido el valor profundo que tienen para nosotros hoy porque la intención que tuvieron los primeros testigos al consignarlos en los evangelios es hacernos ver que, en Cristo, los poderes temibles del mal y de la muerte han dejado ya de ser invencibles. Jesús exorciza, “desdemoniza” el mundo, libera a los hijos e hijas de Dios de todo demonio personal o social, de toda sumisión fatalista a las fuerzas de la injusticia, odio, disgregación y perdición, sana la creación que ha sido dañada por la injusticia humana y abre para todos el reino de Dios su Padre. 

Jesús es el más fuerte que viene y vence. Su victoria está asegurada. El reino de Satanás no pude mantenerse en pie. Pero esta victoria todavía debe extenderse en el plano personal y abrazar la vida de cada uno. Hasta su derrota final, el mal sigue actuando en el mundo. Nuestra vida cristiana está siempre amenazada. Quien se sienta seguro, tenga cuidado de no caer, advierte Pablo (1 Cor 10,12). Por eso pedimos al Padre que no nos deje caer en la tentación y que siga librándonos del mal y del maligno. 

El párrafo termina con una advertencia de Jesús: no debemos presumir en nuestra vigilancia y lucha contra el mal en el mundo y en nosotros mismos. En el contexto del episodio narrado por Lucas, la llamada de atención es porque no basta con la expulsión del demonio, pues podría sobrevenir algo peor si no se pone cuidado. La persona liberada, representada en símbolo de la casa barrida y arreglada, debe estar con el Señor, y mantenerse así. 

La lucha contra el mal continúa y la podemos sostener porque nos conduce y fortalece el Espíritu que hemos recibido en el bautismo. Él nos hace vivir como hijos e hijas, capaces de llamar Abba a Dios, nos libra del temor y nos capacita para discernir cuáles son sus divinas inspiraciones y cuáles son las del enemigo.

jueves, 10 de octubre de 2024

Confianza en la oración (Lc 11, 5-13)

 P. Carlos Cardó SJ 

El vecino inoportuno, óleo sobre lienzo de William Holman Hunt (1895), Galería Nacional Victoria, Melbourne, Australia

Jesús les dijo: - "Supongan que uno de ustedes tiene un amigo y va a medianoche a su casa a decirle: "Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha llegado de viaje y no tengo nada que ofrecerle". Y el otro le responde desde adentro: "No me molestes; la puerta está cerrada y mis hijos y yo estamos ya acostados; no puedo levantarme a dártelos".
Yo les digo: aunque el hombre no se levante para dárselo porque usted es amigo suyo, si usted se pone pesado, al final le dará todo lo que necesita.
Pues bien, yo les digo: Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen a la puerta y les abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llame a la puerta, se le abrirá. ¿Habrá un padre entre todos ustedes, que dé a su hijo una serpiente cuando le pide pan? Y si le pide un huevo, ¿le dará un escorpión? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!".
 

Las dos pequeñas parábolas que siguen a continuación de la oración del Padre nuestro señalan la actitud que se ha de tener al orar. En ellas Jesús hace referencia al comportamiento de un amigo con su amigo y de un padre con su hijo para resaltar que el amor de Dios es mucho más disponible que el de un amigo y más generoso que el de un padre. 

La primera parábola contiene elementos culturales del oriente, en donde la hospitalidad es sagrada y en donde las familias enteras suelen dormir en una habitación, sobre una estera, con la puerta atrancada. El amigo que llega a medianoche a pedir pan para su huésped resulta ciertamente importuno porque despierta a todos. Pero es un necesitado que sabe bien a quién recurrir en esas circunstancias y a esa hora de la noche. Las tres reiteradas invitaciones (imperativos) que siguen, ordenadas en ritmo escalonado – pidan, llamen, busquen– pretenden hacer ver que lo importante en la oración no es lo que se pida, sino la certeza de ser acogido y escuchado. Las tres peticiones vienen seguidas de su respectiva recompensa: don, acogida y descubrimiento. 

Pidan. Debemos pedir, no porque Dios no nos dé –pues conoce nuestras necesidades aun antes de que le pidamos–, sino porque no debemos dejar de desear. Se trata de mantener abierto el corazón ante Dios para que todas nuestras necesidades y deseos estén en su presencia. Todas mis ansias están en tu presencia, Señor, dice el Salmo 38. Por eso la oración es expresión del deseo, es el tiempo del deseo. Dice San Agustín: “La vida espiritual es palestra del deseo”. Por eso “dejas de orar cuando dejas de desear”. No podemos apagar el deseo interior, debemos mantenerlo abierto hasta el infinito. La persona se convierte en lo que desea; si deseas a Dios… 

Busquen y hallarán. Se busca lo que está escondido, lo oculto a los ojos, aquello en lo que Dios parece ausente o escondido. No podemos conciliar su bondad con los males que nos hacen sufrir. Hallar en todo a Dios, ver a Dios en todo, eso cambia nuestra manera de vivir las cosas que nos duelen o atormentan. 

Pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá. Pedir para vencer la desconfianza; buscar para hallar cuanto el pecado y el mal de este mundo nos oculta; llamar para superar cuanto nos separa de la vida verdadera. 

En la segunda parábola tenemos, por de pronto, los elementos típicos de la alimentación básica en la Palestina de tiempos de Jesús: pan, pescado, huevos. De ellos se vale Jesús para hacer una comparación entre el Padre del cielo y los padres de la tierra. Antes se refirió a la relación con un “amigo”, ahora dirige la atención a una relación mucho más profunda, que es la que se da entre un “padre” y su “hijo” pequeño. Humanamente hablando resulta inconcebible que un padre, si su hijo le pide algo de comer, le va a engañar dándole algo peligroso o nocivo para su salud. Por eso pregunta Jesús: ¿Quién de ustedes que sea padre, si su hijo le pide pescado, en vez de pescado le va a ofrecer una culebra?; y si le pide un huevo, ¿le va a ofrecer un alacrán? 

La respuesta a la contraposición de Dios con los padres de la tierra, resalta la conclusión de la parábola: Si ustedes, malos como son, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará Espíritu Santo a los que se lo pidan! Su generosidad es incomparable, por eso no solamente dará cosas buenas al que se las pide, sino que dará el don más apreciable, su propio Espíritu. Es el don por excelencia que se ha de pedir y que ciertamente se obtiene con la oración: el Espíritu que nos libera, que inspira claridad para ver los acontecimientos de la vida a la luz de Dios, junto con empeño y fortaleza en las dificultades para poner amor en todo lo que vivimos. 

Como conclusión se puede decir, entonces, que el amor de padre (o de madre) es en sí la verdadera parábola que usa Jesús para hacernos ver que Dios nos ama como el más paternal de los padres y la más maternal de las madres; ama gratuitamente, no por nuestros méritos; ama siempre, no unas veces sí y otras no; no puede dejar de amar, no engaña ni defrauda.

miércoles, 9 de octubre de 2024

Enséñanos a orar (Lc 11, 1-4)

 P. Carlos Cardó SJ 

Oración al caer la tarde, óleo sobre lienzo de Pierre Édouard Frère (1857), Rijksmuseum, Ámsterdam, Países Bajos

Una vez estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
- “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo:
- Cuando oréis decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día el pan que nos corresponde, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación”. 

Un discípulo le dijo: Enséñanos a orar. Jesús respondió proponiendo el Padre nuestro, que más que una plegaria es un programa de vida. 

El poder llamar Padre a Dios es el gran don de Jesús. Al hacerlo nos reconocemos como hijos o hijas suyos, creados por amor. Tener a Dios como Padre es vivir con la certeza de que siempre estará con nosotros, y esto nada ni nadie nos lo podrá quitar: Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 8, 38s). 

La oración, como toda nuestra vida, ha de estar orientada a santificar el nombre de Dios. Esto significa darle a Dios el lugar central que se merece. Jesús santificó el nombre de Dios su Padre, amándolo y amando a los hermanos. Y así nos enseñó a vivir: Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17, 26). Santificamos el nombre de Dios cuando, como Jesús, procuramos hacer su voluntad, es decir, cuando reconocemos como don suyo lo que tenemos y nos disponemos a compartirlo con los necesitados. Santificamos su nombre cuando nos rendimos a él en los momentos críticos, sin miedo a nuestras flaquezas ni a la muerte misma. En eso el nombre de Dios es santificado. 

La oración que Jesús enseña despierta el deseo del reino de Dios. Venga tu reino. Esa es nuestra esperanza: que la historia confluya en su reino como su término seguro y feliz, que Dios sea todo en todos (1 Cor 15,24.28) y sean creados cielos nuevos y tierra nueva en que habite la justicia. Sabemos que ese reino ha llegado ya en Jesús; que viene a nosotros cuando encarnamos en nuestra vida los valores del evangelio; y que vendrá plenamente cuando se superen las desigualdades injustas y se establezca la fraternidad en el mundo. Está entre nosotros como semilla que crece y se hace un árbol sin que nos demos cuenta (Lc 13,18s), y es Cristo resucitado, que vendrá finalmente para ser nuestro juez y también nuestra eterna felicidad y realización completa. El reino de Dios es nuestro anhelo más profundo: Marana tha, ¡Ven Señor, Jesús! 

Al orar ponemos ante Dios lo que necesitamos: Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Pan material para nuestros cuerpos y pan espiritual para nuestra vida en Dios. Y decimos pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da tiene que compartirse. El pan que no se comparte genera división. El pan compartido es bendición, eucaristía. 

Tenemos también que expresar la necesidad de perdón. Perdónanos nuestros pecados. Dios no niega nunca su amor que rehabilita a todo hijo suyo, aunque sea un rebelde o un malvado. Como dice el Papa Francisco: “Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Todos necesitamos perdón. Porque el cristiano no es justo sino justificado; no es santo sino pecador alcanzado por la gracia que lo rehabilita y eleva; no es intolerante ni excluyente, sino que se muestra compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino que perdona. 

En la oración asumimos ante Dios nuestra radical deficiencia y el riesgo de la vida: No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba, pues forma parte de la vida, sino que nos proteja para no sucumbir, seguros –como dice Pablo– de que Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán la fuerza para superarla (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza, que nos arranca del amor de Dios. 

Habrá, pues, que pedir continuamente: Señor, enséñanos a orar, pues no sabemos orar como conviene y debemos asimilar el modo y contenido de la oración perfecta que él enseñó a sus discípulos.

martes, 8 de octubre de 2024

Marta y María (Lc 10, 38-42)

 P. Carlos Cardó SJ 

Cristo en casa de Marta y María, óleo sobre lienzo de Alessandro Allori (1605), Museo de Historia del Arte de Viena, Austria

En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Y Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: "Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano."
Pero el Señor le contestó: "Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y no se la quitarán." 

En la parábola del Buen Samaritano se refleja lo que Jesús hace por todo aquel que esté caído y herido en el camino de la vida: le venda sus heridas, le busca posada, se hace cargo de él. Ahora, en su camino a Jerusalén, el Buen Samaritano busca alojamiento en casa de dos mujeres, Marta y María. El que enseña a acoger, es acogido. 

Poco sabemos de estas dos mujeres que lo alojan: sólo que son las hermanas de Lázaro (cf. Jn 11, 1-5). María podría ser la mujer que, en Betania, ungió al Señor antes de su pasión (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13). 

Marta se afana para acoger a Jesús como es debido y critica a su hermana porque no la ayuda en los trabajos de casa. Pero Jesús le replica, invitándola a hacer suya la actitud de María que, a sus pies, escucha con atención su palabra. Sin la orientación y apoyo de la palabra del Señor, todo lo que hagamos, por bueno que sea, puede perder su auténtico valor, la orientación que debe tener e incluso su “sabor”. 

Se ha dicho tradicionalmente que Marta representa la actividad y María la oración. Pero no hay que contraponer a Marta con María ni a la acción con la oración; hay que integrarlas. Lo que enseña el texto de Lucas es que se ha de purificar la acción por medio de la oración y escucha del Señor porque, sin esto, la acción –aunque sea buena y prolífera– puede perder orientación y convertirse en búsqueda de uno mismo. Confrontada con la Palabra de Dios, nuestra acción se ordena y purifica. 

Pero si nos fijamos en el carácter simbólico que suelen tener los personajes del evangelio, podemos ver que Marta representa al viejo Israel y María a la Iglesia, el nuevo Israel. Marta se afana en muchas cosas. Israel se esfuerza por cumplir los 613 preceptos en los que los rabinos fariseos han desmenuzado la Ley mosaica. El judaísmo fariseo había perdido el sentido de la gracia y llegado a creer que eran las obras las que hacían justa a la persona y le aseguraban la salvación. María, en cambio, el nuevo Israel, supera la moral del deber y la religiosidad basada en obras exteriores, porque reconoce la visita del Señor y sabe disfrutar de su presencia. Ha aprendido que, con Jesús, viene aquello que sólo Dios puede dar: el don por excelencia, la salvación. Por eso, se pone a los pies de Jesús, es decir, adopta la actitud del discípulo y con ello brinda a Jesús la verdadera acogida. Marta, el viejo Israel, ha de descubrir la excelencia del don que se le ofrece con la venida de Jesús y aprender a escucharlo. 

María ha escogido la parte mejor. Jesús elogia la sencilla y sincera receptividad para la escucha. Con esa disposición, la persona deja entrar en su corazón el amor, que es lo que confiere sentido a todo lo que hace por los demás. “Lo único necesario” es experimentar vitalmente el ser amado sin condiciones. Esto, y sólo esto, da al cristiano la íntima certidumbre de la que brota la calma y la quietud en toda circunstancia. El deber no basta. Hay que descubrir el valor de lo gratuito. Ya los profetas lo habían intuido: “Se salvarán si se convierten y se calman; pues en la confianza y la calma esta su fuerza”, dice Isaías (30,15). 

Necesitamos integración personal y calma interior porque andamos divididos y ansiosos. En un mundo que exacerba el valor de la eficacia, de la rentabilidad y de la competencia, ya no hay tiempo para lo que, en verdad, es “lo más importante”: el sentirse querido y querer, el dialogar y compartir fraternalmente, el pasar juntos momentos en los que se rehace aquello que la vida tiene de más bello, más querido, más humano. Necesitamos la gratuidad de la meditación y del silencio en medio de un mundo agitado e hipersensibilizado. Necesitamos parar y ponernos a los pies del Maestro cada día. Él nos recordará: Busquen, más bien, el Reino, y todas las cosas se les darán por añadidura (Mt 6,33/ Lc 12,31).

lunes, 7 de octubre de 2024

El buen samaritano (Lc 10, 25-37)

 P. Carlos Cardó SJ 

El buen samaritano, óleo sobre lienzo de David Teniers el joven (1655 aprox.), Museo Metropolitano de Arte (MET), Nueva York, Estados Unidos

En aquel tiempo, se presentó ante Jesús un doctor de la ley para ponerlo a prueba y le preguntó: "Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?".
Jesús le dijo: "¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?".
El doctor de la ley contestó: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo".
Jesús le dijo: "Has contestado bien; si haces eso, vivirás".
El doctor de la ley, para justificarse, le preguntó a Jesús: "¿Y quién es mi prójimo?".
Jesús le dijo: "Un hombre que bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos ladrones, los cuales lo robaron, lo hirieron y lo dejaron medio muerto. Sucedió que por el mismo camino bajaba un sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual modo, un levita que pasó por ahí, lo vio y siguió adelante. Pero un samaritano que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: ‘Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso’. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones?".
El doctor de la ley le respondió: "El que tuvo compasión de él".
Entonces Jesús le dijo: "Anda y haz tú lo mismo". 

La parábola el Buen Samaritano es uno de los textos más hermosos del evangelio de Lucas. Presenta el rostro del Dios que busca al perdido, y el rostro del cristiano que se interesa por el problema de su hermano y ahí se encuentra con Dios. 

Un hombre ha sido asaltado en el camino y ha quedado mal herido. Pasan junto a él tres personajes: un sacerdote, representante de la Ley, un levita, representante del culto (ambos “profesionales” de la religión), y un samaritano, que para los judíos era un hereje. Los tres ven al hombre caído, pero reaccionan de manera diferente. El sacerdote y el levita pasan de largo, por “no ensuciarse las manos” o por pensar: “es un extraño”, “no nos concierne”... El samaritano, en cambio, sintió compasión. Sentir compasión es sufrir con el otro, compartir su situación, ponerse en su lugar; es lo que hace el samaritano. 

El sacerdote y el levita representan a quienes pretenden llegar a Dios, pero no se interesan por la situación del prójimo que sufre: pasan de largo. Son los encargados de las “cosas de Dios”, pero no hacen lo que a Dios más le interesa, atender la vida de sus hijos e hijas que pasan necesidad. Ya los antiguos profetas habían reprobado esa pretensión de reducir la religión a prescripciones externas y costumbres piadosas sin práctica de la justicia y de la misericordia.  ¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro?, dice el Señor… (por el profeta Isaías), desistan de hacer el mal, aprendan a hacer el bien, busquen lo justo, den sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano, aboguen por la viuda (Is 1, 11.16-17). Eso mismo es lo que quiere lograr Jesús con su parábola: que sus oyentes cambien su forma de relacionarse con Dios, se hagan solidarios y misericordiosos porque eso es lo que quiere Dios. 

El mensaje fundamental que recorre toda la Biblia es que el amor a los demás define la autenticidad del ser humano en su relación con Dios, con los demás y consigo mismo. Quien no ama ha “fallado” en su vida, simplemente no es humano. Pero la novedad que trae Jesús es que el amor es, antes que nada, una experiencia que a la persona humana se le hace vivir y que, gracias a ella, puede amar a los demás. San Juan desarrolla esta idea en su 1ª Carta y afirma que si amamos, es porque primero nos ha amado Dios (1 Jn 4, 19). Y por eso Jesús se identifica con el buen Samaritano para hacernos sentir el amor que Dios nos tiene, y movernos a amar a los demás. 

Al mismo tiempo, Jesús se identifica también con el hombre caído en el camino, que es la persona a la que debemos atender y en la que lo atendemos a él. Por eso dirá en el evangelio de Mateo: Cada vez que lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron (Mt 25,40). Por tanto, no se puede dividir lo que Dios ha unido: con un mismo amor amamos a Dios y amamos al prójimo. Porque Dios se ha hecho próximo nuestro, podemos amar a Dios y al prójimo con el mismo amor que del Padre y del Hijo nos viene. 

La parábola nos transmite esta enseñanza de manera sorprendente haciendo que se superpongan dos imágenes, la del hombre caído en el camino y la del samaritano que lo asiste. Queda la impresión de que se disuelven el uno en el otro, hasta ser al final una misma persona. 

El escriba, el sacerdote y el levita deben identificarse con el hombre caído en el camino, del que se hace cargo el Samaritano que luego desaparece en el horizonte hacia Jerusalén, y representa a Jesús. Por su parte, el hombre herido y despojado recobra la salud y se vuelve capaz de socorrer a los que, como él, vea caídos en el camino; hará con los demás lo que hizo Aquel que lo atendió. Se volverá un buen samaritano como Jesús. 

Dios se ha acercado tanto a nosotros que se ha convertido en el pobre maltratado que vemos en nuestro camino -¡es imposible no verlo!- . Más aún, se nos ha acercado tanto, que se ha convertido en el herido que yo soy, y se ha hecho cargo de mí, ha curado mis heridas, me ha alojado y ha pagado por mí. De modo que si se ha identificado así conmigo, yo también debo identificarme así con él. 

Cristo, Buen Samaritano, se prolonga en los samaritanos de hoy y de siempre: hombres y mujeres sensibles al dolor y sufrimiento de la gente, que hacen todo lo que pueden para atender a los caídos. Entre ellos se ha de situar el cristiano porque se ha sentido atendido y curado por él. Ha experimentado la misericordia en su propia persona; siente que tiene que mostrar misericordia.

domingo, 6 de octubre de 2024

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario. El Matrimonio (Mc 10, 2-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

Desposorio de la Virgen María, óleo sobre lienzo de Rafael Sanzio (1504), Pinacoteca di Brera, Milán, Italia

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron, para ponerlo a prueba: "¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?".
Él les respondió: "¿Qué les prescribió Moisés?".
Ellos contestaron: "Moisés nos permitió el divorcio mediante la entrega de un acta de divorcio a la esposa".
Jesús les dijo: "Moisés prescribió esto, debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre".
Ya en casa, los discípulos le volvieron a preguntar sobre el asunto.
Jesús les dijo: "Si uno se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio". 

En la Biblia, desde el Génesis, la relación del hombre y de la mujer aparece encuadrada en el marco de una relación de encuentro, compañía y ayuda mutua: No está bien que el hombre esté solo –dijo Dios; voy a hacerle alguien como él que le ayude (Gén 2, 20-23), lo cual excluye cualquier subordinación de un sexo a las pretensiones de poder y a las necesidades del otro. Sin embargo, en la cultura judía se afirmaba la superioridad del varón sobre la mujer, y se la refrendaba con la ley de Moisés que concedía al hombre el derecho de divorciarse. Basados en esto, los fariseos ponen a prueba a Jesús preguntándole qué piensa de esto. Jesús responde, en primer lugar, haciendo ver que Moisés permitió el divorcio por la dureza del corazón del pueblo judío, que le impedía comprender en profundidad los planes divinos y le llevaba a la actitud parcial y legalista de contentarse con lo que señala la ley y sin aspirar a ideales más altos de amor y de servicio. En segundo lugar, basándose en el Génesis (2, 24), Jesús hace ver que la norma de Moisés sobre el divorcio había sido un añadido posterior, que no concuerda con el plan original del Creador sino que parte de conveniencias humanas egoístas. 

De este modo, Jesús se pone como garante a la vez de la estabilidad de la pareja y de la igualdad del hombre y mujer. Por el matrimonio forman una sola carne, que ninguna autoridad humana puede separar; eso fue lo establecido originalmente por Dios: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos uno solo. La conclusión: Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre, se deduce perfectamente de las razones aportadas. 

La respuesta de Jesús mira a la comunidad de los que le siguen, entonces y ahora. Separarse del cónyuge y casarse con otro lo equipara Jesús con el adulterio y así ha de pensar el cristiano, que confía en la gracia que el Señor no dejará de darle. En el texto paralelo de Mateo (19,10), los discípulos al oír esto dijeron: Si así son las cosas, mejor es no casarse. Pero Jesús les responde: No todos pueden con eso, sino sólo aquellos a quienes Dios se lo concede (Mt 19,11). Los discípulos, como muchos hoy, deben entender que el Señor nunca los abandona y que lo que resulta imposible a los hombres puede ser factible con la ayuda de Dios. 

Esto supuesto, todos sabemos que el matrimonio puede naufragar porque siempre está el riesgo del error y siempre la persona puede manifestar su incapacidad para amar así. Por eso la Iglesia y sus ministros, siguiendo el ejemplo de Jesús, que era claro en los ideales y valores, pero comprensivo ante los fracasos, ha de mostrar comprensión, dar ánimos y acompañar al hermano o hermana que, por la humana flaqueza y falibilidad fracasó en su matrimonio. Las mayores frustraciones y más hondos sufrimientos provienen de la ruptura del amor, precisamente porque es la fuente de todo buen deseo y de las mayores alegrías. Lo prioritario es curar heridas (1). Pero, aunque esto sea verdad, y sean tan frecuentes los fracasos, la conclusión no puede ser no casarse o casarse hasta ver qué pasa… No podemos aceptar como lo normal la “mentalidad divorcista”; con ella no se puede contraer un matrimonio válido. Muchos lamentablemente se casan con la idea de vivir juntos mientras dure el amor y uno se sienta feliz, pero ¿de qué amor hablan? Eso no es el amor cristiano, del que dice san Pablo en 1Cor 13 que no pasa nunca, porque perdona y se rehace continuamente. Desde el punto de vista humano –y no sólo bíblico– no se puede considerar como lo “normal” un amor sin hondura, que deja abierta la puerta a posibles abandonos, rupturas, variables y sucedáneos. En el fondo de todo esto late una mentalidad pesimista y amargada que desconfía en la capacidad de la personas para rehacerse y no cree que se puedan asumir compromisos estables y definitivos. Esta mentalidad del desaliento ignora la fuerza de la gracia. Por eso, la fidelidad se ve sólo como una ley, dura ley. Y muchas veces los ministros de la iglesia presentan la indisolubilidad únicamente como ley y no como ideal moral y aspiración de toda persona casada. La indisoluble no es ley sino evangelio, es la buena noticia de que la gracia de Dios puede transformar el egoísmo en mutua aceptación, los límites del otro en diálogo y comprensión, las frustraciones en sano realismo que, cuando falta lo ideal, se aferra a lo posible, lo disfruta todo lo que puede, y no desespera jamás en la búsqueda del ideal. 

Por todo eso, no basta proclamar la prohibición del divorcio. Si no formamos a los jóvenes que se han de casar, eso no conduce a nada. Sólo una libertad educada en el manejo humano de los sentimientos hace que la persona sea capaz de entregarse con sentido de unidad e indisolubilidad. El evangelio nos abre los ojos a la acción de Dios que, sobre todo en los momentos de dolor y de crisis, mueve a poner con coraje y perseverancia las condiciones necesarias para seguir unidos, para seguir aspirando al ideal de un amor fiel y duradero, aun cuando otras voces puedan decirte: ¡abandona, sepárate, divórciate! 

La Iglesia no puede dejar de transmitir las palabras de su Señor. Ella no nos puede recortar el horizonte de nuestra generosidad. Por eso, ella nos anuncia la buena noticia de que somos capaces de aspirar a lo alto y darle a este mundo nuestro, dividido y fragmentado, el testimonio de un amor capaz de superar crisis.

sábado, 5 de octubre de 2024

Retorno de los 72 discípulos y grito de júbilo de Jesús (Lc 10, 17-24)

 P. Carlos Cardó SJ 

Trinidad, ícono ruso de autor anónimo (siglo XV), convento de San Nicolás, Súzdal, Rusia

Los setenta y dos discípulos volvieron muy contentos, diciendo: "Señor, hasta los demonios nos obedecen al invocar tu nombre".
Jesús les dijo: "Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Miren que les he dado autoridad para pisotear serpientes y escorpiones y poder sobre toda fuerza enemiga: no habrá arma que les haga daño a ustedes. Sin embargo, alégrense no porque los demonios se someten a ustedes, sino más bien porque sus nombres están escritos en los cielos".
En ese momento Jesús se llenó del gozo del Espíritu Santo y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has dado a conocer a los pequeñitos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu voluntad. Mi Padre ha puesto todas las cosas en mis manos; nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre; nadie sabe quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera dárselo a conocer".
Después, volviéndose hacia sus discípulos, Jesús les dijo a ellos solos: "¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! Porque yo les digo, que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven, y no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron". 

Los setenta y dos discípulos regresan entusiasmados por el éxito de la misión que Jesús les ha encomendado. La alegría es el premio de los buenos operarios. Se ha arado y cultivado el campo con dedicación y esmero; ahora el trigo ondea a punto de cosecha: “los valles se visten de trigo; todos aclaman y cantan” (Sal 65, 14). Ha terminado la cosecha y “al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas” (Sal 125, 6). La alegría de los discípulos alegra el corazón del Señor. Advierte que se cumple el plan de su Padre y que su Reino se ha revelado a los pequeños. 

La alegría es un tema muy recurrente en el evangelio de Lucas: hace saltar al Bautista en el seno de su madre (1, 14), la anuncia el ángel en Belén (2, 10), gozarán de ella los discípulos después de pasar tribulaciones (6, 23), llena el corazón de quien escucha y  cumple la palabra (8, 13), será grande en el cielo por la conversión de un pecador (15, 7.10), deja sin palabra a los apóstoles al ver las manos y los pies del Resucitado (24, 41) y vuelven llenos de ella a Jerusalén después de la ascensión de Jesús (24, 52). 

En la respuesta que Jesús da a los setenta y dos habla tres veces de la alegría que sienten y la sitúa en la perspectiva que debe tener. En primer lugar, la alegría de los discípulos se debe a que el poder de Satanás ha sido sometido. La historia es liberada de todo aquello que deshumaniza y oprime. Simbólicamente dice Jesús haber visto a Satanás precipitarse desde el cielo como un rayo. Resalta y sintetiza los efectos liberadores de la evangelización realizada por sus discípulos como la “caída de Satanás”. 

En segundo lugar, Jesús profundiza en el significado de la derrota de Satanás. Su maligna influencia ha sido desactivada; el mal, en todas sus formas, se somete al poder que Jesús transmite a los suyos. Por eso los discípulos han podido enfrentar y destruir las más variadas manifestaciones del mal: pisotear serpientes y escorpiones, y dominar toda potencia enemiga. 

En tercer lugar, se señala el verdadero motivo de la alegría: alégrense más bien de que sus nombres estén escritos en el cielo. Quiere decir que sus personas, su vida entera, están en las manos de Dios; él los tiene junto a sí, le pertenecen, son sus hijos en el Hijo, participando con él de su vida auténtica y definitiva, fuente de alegría sin fin. Por eso deben alegrarse, no por éxitos sensacionalistas de su actuación misionera, sino porque el fin último de la misión se ha cumplido. El poder sobre los demonios no garantiza la participación en la vida auténtica, sino el estar inscritos en la lista de los miembros del pueblo santo que cantará para siempre las misericordias de Dios. Es la alegría más honda que se puede tener: la garantía que el Señor da a nuestra destinación al cielo. 

En aquel momento, Jesús, lleno del Espíritu Santo prorrumpió en un grito de júbilo y exclamó: Yo te alabo, Abba, Señor del cielo y de la tierra… Resalta la intimidad con que Jesús se dirigía a Dios, como su Abbá. El Dios altísimo, creador de cielo y tierra, es para él lo que el niño y también el adulto expresan al llamar así a su padre; equivale al término coloquial de papá. Dirigida a Dios, la palabra Abba es central en la fe cristiana. Así nos ha enseñado Jesús a ver y tratar a Dios: como ternura de máxima intimidad y, a la vez, como Dios altísimo, fuente y origen de la vida, misericordioso y justo, padre y madre… 

Jesús se alegra porque la revelación de Dios como Padre y la venida de su reino, se ofrece a todos, pero son los sencillos y humildes los que la acogen, y no los sabios y entendidos. Sencillos y humildes son los que viven del deseo de la ternura de Dios, anhelan que Dios se vuelva a ellos pues en él solo han puesto su esperanza. Sabios y entendidos son los que nada esperan porque tienen puesta su confianza en ellos mismos, y quedarán frustrados. Jesús se alegra de que el amor del Padre por todos sus hijos e hijas se ha revelado ya y todos nosotros, si lo acogemos como los pobres y sencillos, alcanzaremos el poder de realizarnos plenamente como hijos suyos.

viernes, 4 de octubre de 2024

Ay de ti Corozaim, ay de ti Betsaida (Lc 10, 13-16)

 P. Carlos Cardó SJ 

Lamento de Cristo sobre Jerusalén, litografía de Josef August Untensberger (1917 aprox.), Edward Gross Co NY Gallery

Jesús dijo a sus discípulos: "¡Pobre de ti, Corozaim! ¡Pobre de ti, Betsaida! Porque si los milagros que se han hecho en ustedes se hubieran realizado en Tiro y Sidón, hace mucho tiempo que sus habitantes habrían hecho penitencia, poniéndose vestidos de penitencia, y se habrían sentado en la ceniza. Con toda seguridad Tiro y Sidón serán tratadas con menos rigor que ustedes en el día del juicio. Y tú, Cafarnaún, ¿crees que te elevarás hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el lugar de los muertos. Quien les escucha a ustedes, me escucha a mí; quien les rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado". 

A continuación de las instrucciones de Jesús a los discípulos enviados en misión, Lucas incluye estas frases de Jesús que parecen una exclamación de dolor por la ingratitud y rechazo de que ha sido objeto en Galilea, sobre todo en las ciudades de Corozaim, Betsaida y Cafarnaúm. Ellas, más que otras, han sido testigos de su predicación y de sus milagros, pero le han dado la espalda, no han querido escuchar su mensaje, no se han convertido. Por eso las compara con Tiro y Sidón, ciudades paganas de Fenicia, que fueron blanco de las requisitorias de los grandes profetas de la antigüedad. 

Con todo, conviene decir que la expresión Ay de ti…, puede ser interpretada no propiamente como amenaza, sino como lamento; en este caso, expresa el dolor de Dios y de Jesús por el mal de sus hijos e hijas. El pecado del hombre provoca el lamento de Dios. La cruz será la expresión máxima de este dolor por la gravedad del mal. 

En los libros de Isaías (Is 23, 1-11) y Ezequiel (28, 2-29. 21-24), Tiro y Sidón aparecen como objeto de las amenazas de los profetas porque eran ciudades mercantiles que explotaban a los pobres, y eran símbolos de la injusticia que impide acoger la Palabra de Dios. Sus nombres pasaron a ser sinónimos de condenación, por ser reacias a la conversión. Si hubiera resonado en ellas la llamada de Jesús y hubiesen sido testigos de la grandeza de sus prodigios, sus habitantes hace tiempo que se habrían vestido de saco, se habrían echado ceniza en señal de penitencia y habrían reformado su comportamiento. Como pasó en Nínive, por la predicación de Jonás (Jon 3,5-9). Sin embargo, Corozaim, Betsaida y Cafarnaúm, a pesar de la predicación de Jesús y de haber sido las ciudades en las que realizó el mayor número de curaciones, se obstinaron en no creer, actuando contra él con desdén y soberbia. Por eso Jesús las cita, para demostrar la grandeza del don que recibieron, que era capaz de cambiar aun a las ciudades más pecadoras. 

Cafarnaúm merece una atención especial. Fue el lugar donde el Señor inició y desarrolló la mayor parte de su actividad, razón por la cual fue llamada por los cristianos “la ciudad de Jesús”. Al referirse a ella utiliza las palabras de la sátira que Isaías recitó contra el rey de Babilonia (Is 14,4-21), que quiso escalar los cielos como Hélél (“Lucero matinal”) y Sahar (“Aurora”), divinidades astrales de los cananeos, pero cayó en la ruina más absoluta. De modo semejante, advierte Jesús a Cafarnaúm, lo que podía haberle reportado gloria en el día del juicio, no hará más que hundirla en el abismo. 

Si Lucas consigna estas frases de Jesús en su evangelio es, sin duda, porque consideraba que contenían un mensaje para los lectores cristianos de las generaciones futuras. Son palabras graves, severas, que amonestan al cristiano que de manera irresponsable se niega a oír la voz que lo llama a conversión. Cerrarse a la enseñanza del evangelio es rechazar al propio Dios, que para eso envió a su Hijo al mundo: para que todo aquel que escuche su palabra tenga vida eterna. El orgullo con que se le rechaza se puede convertir en una vida definitivamente frustrada. Sodoma, Tiro, Sidón, Nínive, Babilonia… todo lo que Israel consideraba lo peor del mundo, no son nada frente al mal de rechazar la visita del Señor. Así de fuerte es la advertencia de Jesús que, naturalmente, brota de la pasión con que ama a todos y no quiere que ninguno de ellos se pierda. 

El texto termina con una identificación de Jesús con los enviados; su ser y su actuar se continúan en ellos: el que a ustedes escucha, a mí me escucha… Les habla de dificultades, rechazos y persecuciones, pero termina haciendo un elo­gio de todo aquel que los acoge porque actúan en su nombre y son sus discípulos. Quien los escucha con el corazón, acoge al Señor, Palabra de Dios encarnada. Quien los desprecia, desprecia al autor de la vida. En el ser rechazados se produce una identificación con él, el más rechazado, la piedra angular rechazada.

jueves, 3 de octubre de 2024

Envío de los 72 discípulos (Lc 10, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ 

San Francisco predicando a los gentiles, óleo sobre lienzo de autor anónimo (siglo XVIII), Archivo Fotográfico del IIE-México

Después de esto, el Señor eligió a otros setenta y dos discípulos y los envió de dos en dos delante de él, a todas las ciudades y lugares adónde debía ir.
Les dijo: "La cosecha es abundante, pero los obreros son pocos. Rueguen, pues, al dueño de la cosecha que envíe obreros a su cosecha. Vayan, pero sepan que los envío como corderos en medio de lobos. No lleven monedero, ni bolsón, ni sandalias, ni se detengan a visitar a conocidos. Al entrar en cualquier casa, bendíganla antes diciendo: "La paz sea en esta casa." Si en ella vive un hombre de paz, recibirá la paz que ustedes le traen; de lo contrario, la bendición volverá a ustedes. Mientras se queden en esa casa, coman y beban lo que les ofrezcan, porque el obrero merece su salario. No vayan de casa en casa. Cuando entren en una ciudad y sean bien recibidos, coman lo que les sirvan, sanen a los enfermos y digan a su gente: "El Reino de Dios ha venido a ustedes."
Pero si entran en una ciudad y no quieren recibirles, vayan a sus plazas y digan: "Nos sacudimos y les dejamos hasta el polvo de su ciudad que se ha pegado a nuestros pies. Con todo, sépanlo bien: el Reino de Dios ha venido a ustedes".
Yo les aseguro que, en el día del juicio, Sodoma será tratada con menos rigor que esa ciudad." 

Jesús envía a un grupo de discípulos a predicar y curar. Ya antes había enviado a los apóstoles; ahora el grupo es más numeroso: porque la misión no puede quedar restringida a los doce, sino que ha de ser de todos. Es lo que sugiere el número setenta (y dos), que simboliza una totalidad. Todos los que creemos en Cristo somos apóstoles, misioneros. La misión es de todos y para todos. 

Las instrucciones de Jesús no contienen únicamente requisitos para cumplir bien la misión, sino que incluyen también una insistencia en la oración. La misión comprende no sólo el trabajo del discípulo, sino también su oración perseverante. Y lo primero de todo es pedir a Dios que envíe operarios, porque la cosecha es abundante. La frase de Jesús: La mies es mucha y los obreros pocos, nos hace tomar conciencia de la necesidad urgente de vocaciones para que la tarea evangelizadora pueda sostenerse. 

Las instrucciones que da Jesús a los discípulos se abren con una sentencia que da sentido a todo el conjunto: miren que yo los envío como corderos en medio de lobos. Las perspectivas no son halagüeñas, las circunstancias son adversas, pocos obreros, riesgos y peligros, tiempo breve. El mundo al que Jesús envía es complejo y en él siempre habrá obstáculos. Una experiencia común a muchos cristianos que se han decidido a encarnar los valores evangélicos en sus vidas, y a transmitirlos, es ver que pronto o tarde se hacen objeto de críticas e incomprensiones. Cuando esto ocurre, el cristiano se acuerda de las palabras del Señor: En el mundo tendrán tribulaciones; pero tengan ánimo, yo he vencido al mundo (Jn 16,33). 

Las instrucciones a los setenta y dos discípulos se pueden sintetizar en dos actitudes fundamentales: vivir con sencillez y llevar la paz. A ejemplo del Señor y en solidaridad con los pobres, el cristiano asume un estilo de vida sobrio y sencillo, porque tiene puesta su confianza no en el dinero sino en Jesucristo. Sólo así la evangelización dará fruto. Porque si nuestra oración, nuestras celebraciones litúrgicas y nuestro hablar de Dios expresan nuestra fe, el estilo de vida que llevamos la hace creíble. 

No llevar bolsa ni morral ni sandalias significa no poner estorbos de ninguna clase a la tarea evangelizadora, que exige prontitud y libertad de movimientos, como corresponde a los obreros en tiempo de cosecha. Los discípulos deben aceptar que su misión no admite convencionalismos sociales ni busca la comodidad; no habrá tiempo para saludos, ni para exquisiteces en la comida, ni para alojamientos confortables. Tendrán, pues, que desterrar la ambición y poner toda su confianza en Dios y en la promesa de su reino. Así serán capaces de servir libre y desinteresadamente: libres de todo interés temporal para no entrar en componendas ni negociaciones que contradigan los valores que predican; libres para dirigirse a su meta sin siquiera detenerse a saludar a nadie por el camino; libres para no buscarse a sí mismos sino a Jesucristo y el bien de los demás. 

La segunda actitud que han de tener es la paz. El discípulo de Jesús no desea para la gente únicamente aquello que se expresa en los saludos convencionales; él proclama la paz salvífica, el Shalom, con todo el contenido que tiene en el Antiguo Testamento y con toda la gracia y salvación que Jesús –nuestra paz verdadera– trae para nosotros en el tiempo de la salvación. Los discípulos, identificados con el Señor, reciben dentro de sí esta paz y saben comunicarla de manera eficaz. El cristiano es pacífico y pacificador, siempre en misión de construir paz. Pero no una paz ingenua y barata, sino la que brota de la justicia y asume de manera práctica el nombre de solidaridad, desarrollo equitativo para todos, nuevo orden social. 

Las instrucciones de Jesús se cierran con una advertencia severa. Toda ciudad que no se abra a una sincera aceptación del mensaje evangélico y no se prepare para la cercana venida del Reino de Dios correrá peor suerte que la tristemente célebre Sodoma (cf. Gn 19,24). 

En síntesis, la misión a la que Jesús envía es consecuencia del bautismo y exige una identificación personal con su estilo de vida. Sin la puesta en práctica de sus enseñanzas no se puede ser seguidor suyo y colaborador de su misión.