viernes, 30 de septiembre de 2022

El ejemplo de los niños (Mc 10, 13-16)

 P. Carlos Cardó SJ

Dejad que los niños se acerquen a mí, óleo sobre lienzo de Joos van Winghe (1624 aprox.), Museo Nacional de Varsovia, Polonia 

Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían.
Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. En verdad les digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él».
Jesús tomaba a los niños en brazos e, imponiéndoles las manos, los bendecía.

De los que son como los niños es el reino de Dios. Hay que hacerse como ellos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que por nosotros se hizo pequeño, pobre y humilde.

Para nosotros, niño evoca ternura, inocencia, sencillez, espontaneidad; para los griegos, paidion  podía designar también a un pequeño sirviente, esclavo o cautivo; para los hebreos, el niño –y la madre– era propiedad del varón, no tenía derechos propios y no contaba para nada en la sociedad.

Tanto en un ámbito cultural como en el otro, los niños viven necesitados de todo, son y llegan a ser lo que los demás les permiten; pueden vivir y desarrollarse si alguien los toma bajo su cuidado y pertenencia. En el contexto en que habla Jesús, si se tienen en cuenta las enseñanzas que ha venido dando desde la multiplicación de los panes, se puede decir que niño es también el último que se hace servidor de los demás, no se ha contaminado con la levadura de los fariseos y la de Herodes, de la ambición de tener, el afán de poder y la búsqueda del propio interés.

La invitación de Jesús a asumir la condición del niño supone por tanto una conversión en la manera de pensar. Equivale a no andar como “los grandes” satisfechos de sí mismos, que se creen superiores a los demás, que no deben nada ni tienen necesidad de nadie. Uno puede renacer (Jn 3,1ss) para alcanzar la verdad del hijo que en su dependencia de su Padre del cielo desarrolla su crecimiento en libertad y autonomía.

Este adulto-niño se siente acogido y acoge, sabe que todo lo ha recibido gratis y debe darlo gratis. Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo y puede perderla; sabe que puede vivirla disfrutándola para sí o entregarla al servicio. Sabe que en todo momento puede abandonarse en brazos de su padre, porque el resultado final no dependerá sólo de él sino de Dios. El Salmo 131 lo expresa: Señor, mi corazón no es soberbio ni mi mirada altanera. No he perseguido grandezas que superan mi capacidad. Aplaco y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Con esta serena quietud interior se desenvuelve en toda circunstancia.

No se trata de la primera infancia, sino de aquella madurez y libertad en la que se recupera la inocencia. A estos niños Jesús los bendecía y les prometía el reino. Por tanto, el hacerse niño según el evangelio no tiene nada que ver con el infantilismo, que es fruto de una mala educación de los instintos, tendencias y afectos. Infantil es el insatisfecho, que no busca más que satisfacer su ansia de ser acogido, nutrido, sostenido, aferrándose a los demás y a las cosas, exigiendo y manipulando pero sin corresponder, ya que no puede valerse por sí mismo. El niño del evangelio, en cambio, tiene como modelo la personalidad de Jesucristo.

La gente acudía a Jesús con sus niños para que los tocara.  Era un gesto muy común y tenía un contenido religioso: se bendecía imponiendo las manos sobre la cabeza. La hemorroisa y muchos enfermos querían tocar a Jesús porque de Él salía una fuerza que sanaba a todos (Lc 6, 19; Mc 5, 30). Muy propio de los niños es también el tocar. Pero los discípulos se molestan. Su actitud es contraria a la actitud de libertad de los niños. Además, es claro que quieren acaparar a Jesús para ellos solos.

Y Jesús se indignó. Literalmente, tuvo ira. Es el mismo sentimiento que le causó la actitud de los fariseos cuando lo criticaron por querer sanar al hombre de la mano seca en sábado (Mc 3,5). Jesús siente esta indignación por el rechazo del evangelio.

Y proclama: Dejen que los niños vengan a mí; no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. El amor salvador de Dios muestra toda su eficacia colmando el deseo de los pequeños de este mundo que ponen toda su confianza en Él.  Hacerse como ellos es renunciar a la falsa afirmación de sí mismo, para poder acoger el don del Reino. Lo contrario, querer guardarse la vida, es perderla.

jueves, 29 de septiembre de 2022

Los ángeles de Dios (Jn 1,47-51)

 P. Carlos Cardó SJ

Los tres arcángeles, óleo sobre lienzo de Michele di Ghirlandaio (siglo XV), abadía de San Miguel Arcángel, Passignano sul Trasimeno, Perugia, Italia

Cuando Jesús vio venir a Natanael, dijo de él: «Ahí viene un verdadero israelita: éste no sabría engañar».
Natanael le preguntó: «¿Cómo me conoces?».
Jesús le respondió: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, yo te vi». Natanael exclamó: «Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel».
Jesús le dijo: «Tú crees porque te dije que te vi bajo la higuera. Pero verás cosas aun mayores que éstas. En verdad les digo que ustedes verán los cielos abiertos y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre».

Ángeles. Los escritos bíblicos certifican la realidad creada de seres angélicos en dos contextos diferentes: como mensajeros de Yahveh (Gén 16; 21; 22: ángel a Agar; Éx 14: ángel guía en éxodo; Jue 13: ángel anuncia a Sansón; lRe 19: ángel a Elías) que transmiten un mensaje o encargo de Dios. Por medio de sus ángeles, Dios interviene en la realidad en una hora histórica, salva de la tribulación (Éx 14: éxodo; 2Re 19: extermina a asirios); muestra a Israel su grandeza y autoridad (Éx 23: ángel enviado para conducir a la tierra). NT Lc 1 anuncia la buena noticia del nacimiento y Lc 24 la vida nueva y eterna de Cristo.

En los escritos más recientes del AT se da nombre a distintos ángeles, que adquieren con ello un perfil más personalizado como una especie de «ángeles de la guarda»: Rafael (Dios ha curado) sana a Tobit y a Sara (cf. Tob 3), acompaña y protege a Tobías en un viaje (Tob 5) y acaba manifestándose como enviado de Dios, como uno de los siete ángeles que presentan a Dios las plegarias de los hombres (Tob 12). Miguel (Micael- quién como Dios) aparece en Dan 12, l como protector de Israel; príncipe angélico (Dan 10). Miguel vence, según Ap 12 al dragón, que aparece como Satán, tentador del mundo. Gabriel (fuerza de Dios) interpreta y muestra el curso de la historia (Dan 8-10). En Lc 1 Gabriel anuncia el nacimiento de Juan Bautista y de Jesús.

Se da también una representación gráfica de la corte celestial formada por ángeles (Is 6). En el culto cananeo a los reyes los ángeles eran los protectores del rey. Yahveh, en cambio es «el rey sobre todos los dioses» (Sal 95,3). Los ídolos competidores de Yahveh aparecen despojados de su deidad.

Cosas mayores verás…cielos abiertos y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombreJesús es aquel sobre quien se abren los cielos (bautismo); sobre quien desciende el Espíritu y mora en Él. Alusión a la visión de la escala de Jacob en Betel: terrible lugar y puerta del cielo. Jesús es el “lugar” de la plena manifestación, verdadero templo y puerta entre Dios y los hombres; verdadera escala, que abre definitivamente los cielos: Dios y el hombre se comunican. La corte celestial rinde culto al Hijo.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

Las exigencias del seguimiento de Jesús (Lc 9, 57-62)

 P. Carlos Cardó SJ

Ven conmigo, óleo sobre lienzo de Greg Olsen, siglo XX. 

En aquel tiempo, mientras iban de camino Jesús y sus discípulos, alguien le dijo: "Te seguiré a dondequiera que vayas".
Jesús le respondió: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza".

A otro, Jesús le dijo: "Sígueme". Pero él le respondió: "Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre". Jesús le replicó: "Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios".
Otro le dijo: "Te seguiré, Señor; pero déjame primero despedirme de mi familia".
 Jesús le contestó: "El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios".

Estos versículos de Lucas nos confrontan con el seguimiento radical de Jesús. Se trata de tres breves y cortantes escenas de seguimiento, que presentan las exigencias radicales que Jesús impone: el discípulo tiene que estar preparado para desligarse de todo apoyo establecido y entregarse de modo incondicional y por completo a la causa del evangelio.

· En la primera escena, un hombre, cuyo nombre no se menciona, se presenta ante Jesús y le dice: Yo te seguiré. Pero el seguimiento del Señor no es una pretensión humana, no depende sólo de una iniciativa humana. Es Dios quien llama y quien da su gracia, que capacita para poder asumir las exigencias que implica. Jesús opone el deseo a la realidad, la ilusión a la previsión. Y luego expone la otra exigencia de su seguimiento que tiene que ver con aquello en lo que el hombre suele oponer su seguridad. Jesús exige que su patria y protección no sean otros que el Padre y los hermanos, los dos valores fundamentales del Reino. De la misma manera que el Hijo del Hombre sólo encuentra reposo y hogar en el Padre de los cielos, no en los bienes de este mundo, así su  seguidor está llamado a adoptar el mismo comportamiento de su Señor. El hombre pone su seguridad en los bienes materiales, necesarios para la vida. El que sigue a Jesús, en cambio, pone toda su seguridad en Dios.

· En la segunda situación, la persona, antes de seguir a Jesús, quiere hacer otra cosa; una cosa muy buena, por cierto. Olvida que el Señor ha de ser el primero, si no, no es Señor. Y por eso, la  exigencia de Jesús es tan grande: desliga al discípulo de cualquier otra obligación, por sagrada que sea. No le permite contraer otro compromiso que esté por encima de su persona. Sepultar a los muertos es una acción piadosa, es deber filial  claramente expuesto en la ley (Dt 20,12; Lev 19,3), pero no es “lo primero”. Como no fue lo primero para Abraham su amor a su hijo Isaac, y por ello se mostró disponible a sacrificárselo al Señor. Todo afecto, por sublime que sea, deriva del afecto a Dios y a Él tiene que ordenarse. Jesús antepuso su amor a María y a José –que angustiados lo buscaban–, a la necesidad que sentía de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,48s). Así mismo, en el plano humano, si no abandonas a tus padres no te haces adulto, no te casas. Si no abandonas todo afecto prioritario respecto a Dios y no ordenado a Él, no eres libre, equivocas el sentido de tu vida. Vives en función de otros valores, que son tus prioridades y que pueden convertirse en tus ídolos y esclavizarte.

Por eso, en el texto que comentamos, la entrega a Cristo es tan incondicional que, frente a ella, hasta el deber de enterrar al mismo padre cede su prioridad. Con este dicho Jesús se sitúa de forma soberana y con entera libertad por encima de todo lo que era venerado como precepto divino. Se coloca en el mismo plano de Dios.

Deja a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada, excepto lo referente a Dios, se puede absolutizar. No puede ponerse a la criatura antes que el Creador. Esto ocurre cuando queremos hacer nuestra voluntad y no la de Dios, cuando queremos que Dios haga lo que queremos, cuando queremos el fin –que es seguir a Jesús y los valores del evangelio– pero no ponemos los medios necesarios porque tenemos otras prioridades.

· En la tercera situación, se repiten y condensan en cierto modo las actitudes anteriores. Al discípulo se le pide que valore en su justa medida de quién debe separarse, y que sepa a quién tiene que dirigirse sin dilación. La llamada del Señor exige prontitud, lleva consigo adoptar una disponibilidad sin restricción alguna, que muchas veces puede significar abandono de la propia seguridad. Se trata aquí ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y afectos, sino también frente a uno mismo, para poner enteramente la propia confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar garantías y seguridades en sí mismo, en lo que soy, en mi pasado, en lo que he conquistado o en lo que represento. De todo ello nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única está en el futuro, en lo que Él –y sólo Él– es capaz de hacer de mí.

martes, 27 de septiembre de 2022

Tolerancia y respeto (Lc 9,51-56)

 P. Carlos Cardó SJ

Tres niños, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (1660 aprox.), galería Dulwich, Londres

Cuando ya se acercaba el tiempo en que tenía que salir de este mundo, Jesús tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén. Envió mensajeros por delante y ellos fueron a una aldea de Samaria para conseguirle alojamiento; pero los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén.
Ante esta negativa, sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: "Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?". Pero Jesús se volvió hacia ellos y los reprendió. Después se fueron a otra aldea.

Con este texto comienza una parte muy significativa del evangelio de San Lucas, que corresponde al viaje de Jesús a Jerusalén (9,51-19,28).

El camino más rápido y directo de Galilea a Jerusalén atraviesa de norte a sur el centro de Palestina, que corresponde a la región de Samaría. Pero desde la división de Israel en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los samaritanos de réprobos, herejes y cismáticos y había hostilidad e intolerancia entre los dos grupos. Por eso, al decidir Jesús pasar por esa región y enviar por delante a unos mensajeros para prepararle alojamiento en un pueblo, no los recibieron porque se dirigía a Jerusalén.

La reacción de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, conocidos como los violentos (Boanergés) o hijos del trueno, es inmediata y concentra el odio racial, religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos que baje fuego del cielo y los consuma?, proponen a Jesús. Apelan a la violencia en nombre de Dios para resolver las diferencias y problemas de la convivencia humana.

Jesús reacciona como lo hizo frente al tentador en el desierto. Su camino no coincide con las expectativas humanas de éxito y supremacía, que generan muchas veces hostilidad entre los grupos humanos. No admitió ninguna forma de violencia. Al contrario, quiso eliminarla de raíz. Él no trae un fuego que extermina a los enemigos y adversarios, sino el amor que perdona y une a las personas. El celo sin discernimiento es el principio de todas las hogueras de todos los tiempos, contradice al espíritu de Cristo y destruye su obra. Hay aquí, por tanto, una clara llamada de Jesús a la tolerancia, a la amplitud de miras y a lo que hoy llamamos el espíritu de ecumenismo.

Probablemente Lucas escribe este texto pensando en las dificultades y polémicas que surgieron en la primitiva Iglesia. Quiere exhortarnos a evitar que las diferencias se conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera, que se da con el respeto a las diferencias.

Jesús es el único Maestro y todos somos discípulos. Es Él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar. Apropiarse de Cristo, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia.

El evangelio nos cura de toda tendencia al ghetto, al círculo cerrado, a la crispación sectaria, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que a los hombres nos apasiona y divide en bandos, Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, aun sin pensar como yo, buscan servir con buena voluntad.

Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes eminentemente eclesiales, constituyen el ser íntimo de la comunidad de la Iglesia. Y no debemos olvidar que: «Sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (Karl  Rahner).

El mensaje del texto es claro y conciso. Si la norma básica de la comunidad cristiana es el amor fraterno universal, porque todos son hijos o hijas de Dios, automáticamente queda anulado todo integrismo intolerante y excluyente frente a “los otros”. El cristiano, que rige su conducta con el mandamiento del amor, se muestra libre para reconocer y apreciar con agrado los valores y talentos que ve en los miembros de otros grupos o familias religiosas y, sobre todo, para dar gracias a Dios por el bien que hacen.

lunes, 26 de septiembre de 2022

Quién es el más importante (Lc 9, 46-50)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesucristo y los niños, óleo de Jean Hippolyte Flandrin (1837), Museo de Arte e Historia de Lisieux, Francia

Un día, surgió entre los discípulos una discusión sobre quién era el más grande de ellos. Dándose cuenta Jesús de lo que estaban discutiendo, tomó a un niño, lo puso junto a sí y les dijo: "El que reciba a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me ha enviado. En realidad el más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande".
Entonces, Juan le dijo: "Maestro, vimos a uno que estaba expulsando a los demonios en tu nombre; pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros".
Pero Jesús respondió: "No se lo prohíban, pues el que no está contra ustedes, está en favor de ustedes"

Los dos últimos episodios de la actividad de Jesús en Galilea, que pone el evangelio de San Lucas, se centran en la enseñanza sobre el comportamiento de los discípulos entre sí y las condiciones para entrar en el reino de Dios.

Jesús habla a sus discípulos de su camino de cruz, que sólo se entiende como la culminación de una vida entregada al bien de los demás; pero sus palabras caen en el vacío porque ellos andan preocupados por saber quién es el más importante en el grupo. Entonces Jesús toma a un niño y lo pone a su lado para que sus discípulos entiendan que la grandeza a la que deben aspirar no es la que el mundo les enseña, sino la propia de la condición del niño, que representa lo más débil en la sociedad. Con él Jesús se identifica y le confiere la más alta distinción.

Hijo de Dios, enviado del Padre, no ha buscado para realizar su misión el prestigio y el poder de este mundo, sino que se ha identificado con la condición de los niños, que en la sociedad judía de entonces formaban parte de la categoría social de los sin derechos y de los que no contaban.

Por eso quiere hacerles comprender a sus discípulos que acogerlo y apreciarlo a Él implica acoger solidariamente a aquellos que constituyen el polo débil, indefenso e insignificante de la sociedad humana; este es el criterio para saber si realmente se acepta y acoge a Jesús, porque con ellos Él se identifica. Además, sin esta actitud, las relaciones dentro del grupo de los discípulos y con los demás no serán como deben ser, es decir, no serán un referente eficaz para la organización de la sociedad.  

La importancia de esta enseñanza se resalta dentro del contexto. Jesús ha venido advirtiendo a los Doce lo que le va a pasar en Jerusalén adonde se dirigen. Ha intentado hacerles ver la lógica diferente que le mueve a ver en la entrega de su vida la realización del plan de su Padre y su propia realización como salvador del mundo. Ha querido que esa lógica fuera asumida por ellos como su nuevo modo de pensar y de organizar la vida.

Pero mientras Él les habla de entrega y sacrificio, ellos siguen pensando en lo contrario, discutiendo sobre quién será el más importante del grupo. Están igual que Pedro, a quien –según Mateo y Marcos– le dijo Jesús: ¡Colócate detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres (Mt 16, 23; Mc 8,33).

Esta dificultad para pasar de la manera de pensar de los hombres a la de Dios es la razón de fondo de la ceguera y falta de comprensión que mantuvieron los discípulos hasta el final respecto a la enseñanza de su Maestro. Había en ellos ambición, búsqueda de poder y deseo de protagonismo. Por eso su ofuscación frente a lo que Jesús les decía y la rivalidad que había entre ellos en el grupo.

Puso al niño junto a él, Marcos dice: lo puso en medio de ellos y lo abrazó (Mc 9,36; Cf. Mt 18, 2), como para que los discípulos fijen sus ojos en él y en quienes representa, porque viéndolos a ellos, lo verán a Él. Aquí entonces no se trata de hacerse niños para poder entrar en el reino de Dios, de lo cual hablará más tarde (Cf. Lc 18, 16; Mc 10, 14; Mt 19,13), sino de la condición para acoger verdaderamente a Jesús, que consiste en acoger al niño, a los pequeños y a los débiles: El que acoge a este niño a mí me acoge.

Finalmente, señalando directamente a lo que Él es y al origen de su misión, añade Jesús: El que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. Con estas palabras afirma la peculiar relación que le une a Dios como su Padre, de quien procede y de quien recibe –con plena adhesión y conformidad de su parte– el sentido y dirección de todo lo que Él dice y realiza, hasta la orientación de su vida hacia la muerte y resurrección.

Queda claro que sólo puede comprenderse el destino de cruz del Hijo del hombre si se parte de una lógica diferente en el modo de pensar la propia realización personal, las relaciones dentro de la comunidad cristiana y la organización de la sociedad.

La persona logra una existencia plena de sentido en su entrega a los demás y en su acción solidaria en favor de los pequeños; la autoridad dentro de la Iglesia es servicio, no puede fundarse en cargos, prestigio y poder; la sociedad se ha de organizar no en función de los intereses particulares de grupo, sino en función de la integración y promoción de todos, en especial de los más necesitados. Eso es lo que quiere Dios y lo que enseña Jesucristo.

domingo, 25 de septiembre de 2022

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario – El hombre rico y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31)

 P. Carlos Cardó SJ

Lázaro y el hombre rico óleo sobre lienzo de Bartolomeus van Basse (1624), Museo Estatal de Baja Sajonia, Hannover, Alemania

En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: "Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas.
Sucedió, pues, que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos, cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él.
Entonces gritó: 'Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas'. Pero Abraham le contestó: 'Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá'.
El rico insistió: 'Te ruego, entonces, padre Abraham, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos'. Abraham le dijo: 'Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen'. Pero el rico replicó: 'No, padre Abraham. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán'. Abraham repuso: 'Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto' ".

El mensaje de esta parábola es claro: despilfarrar el dinero, sin pensar en el bien común y en contribuir a remediar las necesidades de los prójimos, es obrar de manera egoísta e injusta. Así procedía el rico, que banqueteaba espléndidamente, sin importarle la suerte del pobre que estaba a su lado. Llega el día en que ambos personajes se encuentran ante la realidad ineludible de la muerte, y sus destinos cambian: el pobre es llevado al “seno de Abraham”, el cielo, mientras el rico va a caer en el infierno, que la imaginación judía describía como un lugar de llamas y tormentos.

El mensaje de la parábola no es que los pobres que sufren en este mundo tendrán después sus gozos en el cielo; lo que se subraya no es la suerte del pobre, sino la condena del rico. Por otra parte, la parábola no presenta a los dos personajes desde un punto de vista moralista. No dice que el rico haya sido un inmoral, ni que el pobre sea un creyente piadoso. No cabe, pues, la conclusión maniquea de que los ricos por ser ricos son malos y los pobres por ser pobres son buenos.

La razón por la que el rico echa a perder su vida es por haberse mostrado indiferente a la necesidad del pobre, que estaba tendido junto a su puerta. Y en esto la parábola insiste gráficamente, detallando el modo de proceder del rico, que lo conduce a la perdición: dedicado a sus placeres, a vestir lujosamente y a comer deliciosamente con sus amigos, se ha hecho incapaz de advertir la necesidad del pobre que está a su lado. Olvida, por tanto, el mandamiento principal: el amor al prójimo. Y es precisamente en esta dirección, en la que el evangelista saca de la parábola de Jesús la enseñanza debida.

El rico llama a Abraham “padre”. Se puede suponer, pues, que era un hebreo creyente. Pero ser miembro del pueblo elegido no basta para alcanzar la salvación. El rico pide a Abraham que el pobre Lázaro venga a mojarle con agua para refrescarlo. La respuesta de Abraham es tajante. La comunicación era posible en la tierra, ahora ya no. El momento para la generosidad y la solidaridad con los pobres es el hoy de cada día.

El rico pide luego que Lázaro vaya a casa de su padre a advertir a “sus cinco hermanos” para que no caigan también ellos en ese lugar de tormento. Pero esos “cinco hermanos”, ricos como él, eran el círculo cerrado en que había vivido y por eso nunca trató al pobre como un “hermano”. Su riqueza le impidió comprender que todos los seres humanos, sobre todo los más pobres como Lázaro, eran sus hermanos.

Además, no se puede llamar padre a Abraham si no se trata como hermano al pobre que está a la puerta de casa. La respuesta de Abraham es clara: Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen (v. 29). Es el único camino a seguir. No se trata de cosas extraordinarias, como ver resucitar a un muerto, sino de escuchar la palabra de Dios.

De la parábola se desprende, además, una enseñanza importante: que las decisiones que tomamos aquí en la tierra, van conformando una unidad y tienen sus repercusiones después de la muerte. Con ellas vamos dando unidad y sentido a nuestra vida.

El rico de la parábola opta por un estilo de vida que lo lleva a tratar a los demás de una manera determinada. Su persona queda marcada por su estilo de vida y eso le trae consecuencias que van más allá de la muerte, porque la persona es una unidad, antes y después de la muerte.

Para el creyente, la dirección y el sentido de la vida se encuentra en la asimilación y puesta en práctica de los valores del evangelio. Vivir en contradicción con esos valores, como el rico de la parábola, es echar a perder la vida.

Quien piensa en los demás y vive para servir se humaniza y se hace objeto de la primera bienaventuranza prometida por Jesús a los pobres en espíritu. Esto, según el evangelio, es vivir para Dios y estar en Dios. Por el contrario, quien vive pensando únicamente en sí mismo, en su propio interés y confort, se deshumaniza. Según el evangelio, esto es estar fuera de Dios, es infierno. Lo que salva es el corazón pobre, que ya no vive para sí sino para Él, que por nosotros murió y resucitó y, quiere que lo sirvamos en sus hermanos, sobre todo en los más pequeños, con quienes Él se identifica. 

sábado, 24 de septiembre de 2022

El Hijo del Hombre va a ser entregado (Lc 9, 43-45)

 P. Carlos Cardó SJ

Escenas de la pasión de Cristo, óleo sobre lienzo de autor anónimo (1470 – 1490 aprox.), Museo de Lovaina, Bélgica
En aquel tiempo, como todos comentaban, admirados, los prodigios que Jesús hacía, éste dijo a sus discípulos: "Presten mucha atención a lo que les voy a decir: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres".
Pero ellos no entendieron estas palabras, pues un velo les ocultaba su sentido y se las volvía incomprensibles. Y tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto.

La gente estaba admirada por todo lo que Jesús hacía. Justamente acababa de mostrar su misericordia, liberando de las potencias del mal a un pobre niño indefenso. Pero Jesús advierte que se trata de una reacción superficial de asombro y maravilla, pero no de fe. Aprovecha entonces la oportunidad para volver a hablar a sus discípulos del destino que le aguarda, de modo que no se queden como la gente, en el carácter prodigioso de sus acciones sino que se preparen para asumir el misterio de su inminente pasión y cruz, no como una fatalidad, sino como el medio de redención escogido por Dios en su proyecto de salvación.

Por eso les dice de manera apremiante: Métanse bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Es como si les dijera: Grábense bien en la memoria lo que van a oír de mí. Cumpliendo la voluntad de mi Padre, que es voluntad mía, voy a ser entregado en manos de las autoridades y de los poderosos. 

Los Doce, por su parte, no entienden nada, las palabras del Maestro les resultan totalmente oscuras. No pueden comprender cómo ese mismo Jesús cuya autoridad y poder entusiasma a la gente tiene que acabar en el nivel más bajo de la miseria humana, entregado en manos de los hombres y muerto en una cruz. No recordaban el destino del Siervo de Yahvé predicho por el profeta Isaías: Se entregó a la muerte y compartió la suerte de los pecadores…, por eso le daré un puesto de honor (Is 53,12).

Así como Pedro, Santiago y Juan no entendieron la revelación de la gloria del Señor en el monte de la transfiguración, ninguno de los del grupo logra entender el anuncio que les hace, y hasta tienen miedo de pedirle explicaciones. Quizá empiezan a imaginar que ellos mismos podrían verse implicados en el destino trágico de Jesús. Habrá que esperar a la resurrección para que una nueva luz ilumine sus mentes y les haga comprender esas palabras. Sin la resurrección, la cruz es escándalo y necedad, una realidad incomprensible y rechazable. Sólo la intervención de Dios puede cambiar la muerte en vida.

Como los Doce, también nosotros nos revolvemos contra el sufrimiento y la cruz en cualquiera de las formas que nos puedan venir. Es un instinto natural. Por eso nos cuesta entender la necesidad de la redención por el dolor, que Jesús afirma con sus palabras: El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, ser muerto… (Lc 9, 22). Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado… (Lc 24, 7).

Sólo un supremo acto de confianza en Dios, un abandono en manos de aquel que puede hacer lo que a los hombres es imposible, crea en nosotros la aceptación de un misterio así y la luz puede disipar nuestras dudas. Este acto de absoluta confianza fue lo que permitió al hombre Jesús de Nazaret darle a sus padecimientos y a su muerte tan cruenta el carácter y sentido de entrega extremada que le llevó a gritar: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Todo se ha cumplido!

Fiado como Él en el poder salvador de Dios, podemos entonces también nosotros observar que es precisamente en la cruz donde más se demuestra que Dios es gracia y misericordia. Cualquier otra intervención y prodigio que Dios hiciese por mí no me demostraría más el amor que me tiene. Podría, quizá, demostrarme su poder, pero eso no cambiaría mucho la idea que de Él nos hacemos. En cambio, su impotencia y debilidad en la cruz, la cercanía que ella le pone respecto a nosotros hasta hacerle tocar y experimentar el mal que padezco (cualquiera que sea), su solidaridad conmigo hasta la muerte, quita de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama a mí, pecador.  

Es lo que me libra del temor a la muerte y del egoísmo. Puedo vivir y morir en paz. Ya nunca estaré solo. Si a ejemplo del Señor puedo llenar de amor el vacío del mal, la pasividad negativa de la enfermedad y del dolor y el sinsentido de la muerte, Él me revelará su presencia junto a mí y me hará oír su voz que me dice: Me he entregado a la muerte por ti. Tú estabas fuera de mí pero he venido hasta la cruz para estar contigo y tú conmigo, en una comunión tan íntima, que ya nada podrá romper.

viernes, 23 de septiembre de 2022

¿Quién dice la gente que soy yo? (Lc 9, 18-22)

 P. Carlos Cardó SJ

Rostro de Cristo, óleo sobre lienzo de Petro Perugino (siglo XV), Museo Ingres, Montauban, Francia

Un día en que Jesús, acompañado de sus discípulos, había ido a un lugar solitario para orar, les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?".
Ellos contestaron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los antiguos profetas, que ha resucitado".

Él les dijo: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".
Respondió Pedro: "El Mesías de Dios". Entonces Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie. Después les dijo: "Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día".

Este texto de Lucas viene a continuación del milagro de la multiplicación de los panes (9,10-17). Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, dice Lucas que Jesús se hallaba un día haciendo oración a solas cuando sus apóstoles se le acercaron. Él aprovecha la ocasión para prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra. Por eso les pregunta:

¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones de la gente. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción.

También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad, su mensaje y su obra. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Es verdad que muchos no saben nada de Él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido sus acciones en favor de la humanidad, seguramente serían capaces de admirarlo y seguirlo.

Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo? Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: Tú eres el Mesías (en griego, Cristo). Pedro declara que Jesús es el Salvador enviado por Dios al mundo. Su declaración nos invita a responder quién es Jesús para nosotros, como si la pregunta de Jesús nos fuera dirigida a nosotros, aquí y ahora: “¿Quién soy yo para ti?”. ¿Cómo es mi relación con Jesús? ¿Qué es para mí seguir a Cristo? ¿Una ideología, una doctrina, una moral? ¿O es realmente una relación personal con Alguien, a quien amamos y queremos amar como Él nos ama?

Jesús, después de ordenar a los discípulos que no hablaran de Él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que había de ser el Mesías, empezó a enseñarles que tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que lo matarían y al tercer día resucitaría. Habló de esto con claridad, haciendo ver que su misión era la del Mesías Siervo, que no se acredita con un triunfo según el mundo sino asumiendo el dolor y la culpa de sus hermanos. Con ello Jesús aceptaba como propia la voluntad de su Padre que ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo. Con ello demostraba que no hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos

jueves, 22 de septiembre de 2022

Asombro de Herodes (Lc 9,7-9)

 P. Carlos Cardó SJ

Herodes con los sabios, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York 

El virrey Herodes se enteró de todo lo que estaba ocurriendo, y no sabía qué pensar de Jesús, porque unos decían: «Es Juan, que ha resucitado de entre los muertos»; otros: «Es Elías que ha reaparecido»; y otros: «Es alguno de los antiguos profetas que ha resucitado.»
Pero Herodes se decía: «A Juan le hice cortar la cabeza. ¿Quién es entonces éste, del cual me cuentan cosas tan raras?». Y tenía ganas de verlo.

El texto trata de la identidad de Jesús. Comienza con la palabra “escuchar” y termina con “ver”, los dos verbos de la experiencia de fe. La pregunta de Herodes: ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?, recuerda la que los discípulos se plantearon al ver que Jesús, con su palabra, calmó la tempestad (Lc 8,25: ¿ Quién es éste que manda incluso a los vientos y al agua, y lo obedecen?), y prepara la que Jesús hará a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? (9, 18).

Se alude también a lo que la gente pensaba de Jesús: que podía ser Juan Bautista vuelto a la vida, o Elías, cuya venida se esperaba para el final de los tiempos como preparación inmediata del día del Señor, o podía ser también alguno de los profetas antiguos.

En el caso de Herodes, él es quien se hace la pregunta, pero sin querer realmente saber la respuesta. Gente como él no busca la verdad, está ya determinada por sus propios prejuicios, intereses y miedos. El “rey” Herodes –que era un tetrarca; rey había sido su padre– había oído todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar de Jesús, es decir, estaba perplejo. Esta observación psicológica que hace el evangelista Lucas permite suponer que lo que más le preocupa a Herodes son los comentarios de la gente que el cruel asesinato que ha cometido y que reconoce diciendo: A Juan lo mandé yo decapitar; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas?

Intenta salir de su perplejidad con los grandes deseos de ver a Jesús, pero son una pura veleidad porque lo que quiere, en realidad, es presenciar un espectáculo, ver cómo es ese nazareno de quien ha oído que obra prodigios. Había oído, sí,  y el oír es el principio de la fe, ya que creemos porque hemos oído; la fe se transmite, pero él es incapaz de alcanzar la verdad. El modo de vivir favorece o impide la recepción de la verdad. Y él es de los que oprimen la verdad con la injusticia (Rom 1, 18).

El adulterio, la prepotencia, la violencia que reinan en el mundo, y que están simbolizados en Herodes, impiden acoger el mensaje. Por eso, este rey adúltero y sanguinario, que encarcela y mata al profeta, se hace símbolo también del pueblo de Israel, que encarcela y mata a los profetas que le hablan de conversión.

Herodes, por más que escuche lo que se dice de Jesús e intente verlo, lo único que hará finalmente es procurar matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. El texto instruye sobre la manera como se hace imposible el conocimiento del Señor: a pesar de escuchar y de ver, no se reconoce el misterio cuando no se acepta la voz que invita a la conversión y se intenta sofocarla. 

miércoles, 21 de septiembre de 2022

Vocación de Mateo y comida con pecadores (Mt 9, 9-13)

 P. Carlos Cardó SJ

Llamamiento de San Mateo, óleo sobre lienzo de Matthias Stom (1629 aprox.), Museo de Bellas Artes de San Francisco, Estados Unidos

En aquel tiempo, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado a su mesa de recaudador de impuestos, y le dijo: "Sígueme".
Él se levantó y lo siguió. Después, cuando estaba a la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores se sentaron también a comer con Jesús y sus discípulos. Viendo esto, los fariseos preguntaron a los discípulos: "¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?".
Jesús los oyó y les dijo: "No son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores".

Tres temas importantes de la tradición cristiana aparecen unidos en un solo relato: el llamamiento de Mateo publicano (llamado Leví en Mc 9,14 y en Lc 5,27), la comida de Jesús con gente de mal vivir, y la frase que sintetiza la misión para la que ha sido enviado: No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores.

Mateo (o Leví) ejercía un oficio despreciable: era cobrador de los impuestos (sobre el suelo y per capita) que los romanos obligaban a pagar a los pueblos dominados. Los funcionarios del Estado encargados de ello solían arrendar sus mesas al mejor postor y, generalmente eran los publicanos los que las obtenían por las ganancias que les reportaban. Se valían de artimañas para explotar al público, alteraban las tarifas oficiales, adelantaban el dinero a quienes no podían pagar, para después cobrárselo con usura. Por eso, pero sobre todo porque colaboraban con los romanos, eran tenidos por traidores y ladrones, no poseían derechos civiles entre los judíos y la gente los evitaba.

Jesús ve las cosas de otra manera: Él trae consigo la misericordia que extrae el bien de todas las formas del mal y regenera al que no tiene quien le ayude a cambiar. Pasa delante de Mateo, lo ve y le dice: Sígueme, sin más, sin siquiera esperar su cambio de profesión y, sobre todo, la reparación que debía hacer y consistía en restituir la cantidad defraudada, aumentada en una quinta parte. Pero ¿cómo puede saber Mateo a quién ha robado todo? Ciertamente ni él ni los allí presentes se lo esperaban. Y por eso, sin más trámite, se levantó y lo siguió; es decir, inició un camino de transformación que hará de él una persona nueva.

A continuación Jesús realizó un gesto público que debió resultar tanto o más chocante porque al no dudar en irse a comer con Mateo y permitir que tomaran parte también en la mesa muchos recaudadores de impuestos y pecadores públicos, estaba realizando una acción atrevida, provocadora desde el punto de vista religioso. Era un signo profético, con el que Jesús venía a declarar que la comunión de mesa del banquete del reino de los cielos no estaba reservada únicamente a los justos cumplidores de la ley y miembros de la raza escogida, sino que está abierta también a los excluidos, a los despreciados, a los no practicantes, incluso a los traidores porque el Dios que obra en Jesús a nadie excluye, y está dispuesto a perdonar a quienes más necesitan de su misericordia. Ellos son los primeros receptores de su amor, que transforma sus vidas y los hace personas nuevas.

En consecuencia, en la comunidad cristiana no puede haber discriminaciones ni exclusiones. La frase de Jesús condensa la manera como Él ve su misión recibida del Padre y hace tomar conciencia a los cristianos de que ellos, los primeros, son los pecadores que han sido tocados por la misericordia de Dios y han sido llamados a su servicio. No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores. Es un tema central en la predicación de Jesús y se puede ver en sus parábolas del hijo pródigo, de los viñadores homicidas, de los invitados a las bodas...

Cada miembro de la comunidad cristiana puede verse en Mateo, o entre los pecadores invitados a la mesa de Jesús. Cada uno puede sentirse objeto de misericordia, acogido a la mesa. También puede sentirse llamado a aprender qué quiere decir: misericordia quiero y no sacrificios.

Lo que espera Dios de nosotros son gestos solidaridad y misericordia, más que actos religiosos externos. Jesús da ejemplo, poniéndose a la mesa con pecadores, cumple la voluntad divina de buscar a esa gente y ofrecer a todos la posibilidad de rehabilitarse.

Y esto es lo más importante del pasaje evangélico: la nueva imagen y experiencia de Dios que Jesús revela y transmite en contraposición con la idea de Dios discriminador que transmitían los rabinos fariseos. Jesús revela a un Dios que muestra su grandeza y su amor salvador como misericordia, no quiere que nadie se pierda y a todos acoge porque es padre. Jesús aparece no sólo como maestro de misericordia sino como encarnación misma del amor misericordioso que es la esencia de Dios. Su comunidad, por tanto, no puede ser otra cosa que un espacio acogedor y fraterno en el que se refleje el rostro del Dios de Jesús. 

martes, 20 de septiembre de 2022

Éstos son mi madre y mis hermanos… (Lc 8,19-21)

 P. Carlos Cardó SJ

Lo que Cristo vio desde la cruz, acuarela opaca sobre grafito en papel tejido gris de James Tissot (entre 1886 y 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

En aquel tiempo, fueron a ver a Jesús su madre y sus parientes, pero no podían llegar hasta donde él estaba porque había mucha gente.
Entonces alguien le fue a decir: "Tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte".
Pero él respondió: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".

Estos versículos completan la instrucción de Jesús sobre la escucha de la palabra (Lc 8, 1-18). Señalan el paso de una fe imperfecta a una fe que se vive como parentesco y familiaridad con Jesús; una fe que se mueve por el deseo continuo de estar relacionado a Él con vínculos muy profundos. Esta fe sólo se alcanza mediante la actitud de escucha de su palabra y la determinación de llevarla a la práctica con perseverancia, tal como ha sido descrita por el mismo Jesús en la parábola de la semilla de la palabra de Dios caída en la tierra buena, que corresponde a los que, después de escuchar el mensaje con corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto por su constancia (Lc 8, 11.15).

La fe, en efecto, no pone al ser humano frente a una teoría o doctrina religiosa o a una normativa moral, sino frente a sus semejantes, con los cuales debe hacerse prójimo (aproximarse), y a los que debe amar como hermanos y hermanas, dentro de un sistema nuevo de relaciones que tiene su centro de cohesión en el hermano mayor, Jesús, palabra de Dios que hay que escuchar y llevar a la práctica. La fe como acogida de la palabra es, pues, fe en Jesús, que es la comunicación plena y definitiva de Dios.  

En ese sentido se produce el parentesco con Jesús. Ser de sus parientes, ser para Él su madre y sus hermanos o hermanas, es tener “el aire”, el parecido propio de los miembros de una misma familia. Es estar con Él, en su casa, reunidos en torno a Él para escucharlo y vivir con Él. La familia es un asunto del corazón, establece una comunión profunda de intereses, un continuo compartir lo que uno es, hace o posee. Ser miembro de una familia es compartir suerte y reputación, honrar y hacer respetar el nombre que se lleva, amar y apoyar siempre a quienes lo llevan.

Pero la familia de Jesús no es cerrada. Hacerse miembro de ella es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de Dios”. Nadie es extraño para el Señor y por eso ningún grupo puede reivindicar el privilegio de ser los únicos allegados a Dios. En el texto se ve que hay personas que no pueden estar cerca de Jesús a causa del gentío, entre los cuales están su madre y sus parientes. Pero también estos son invitados a entrar mediante la escucha obediente de su palabra.

No se menciona con su nombre a la madre de Jesús, pero es obvio que la acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo y prototipo del creyente y de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree (Lc 1, 45-47) y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra.

Lo importante, pues, no es estar como lo primeros en el gentío, físicamente próximos. Ni siquiera cuenta el estar entre los que comen y beben con Él (Lc 13,26), sino el pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, que se funda en la escucha y puesta en práctica de la palabra. Es lo que dice Pablo: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16).

Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen. Habría que leer esta frase junto con la de Juan: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado. La conclusión puede ser ésta: el distintivo característico, la nota familiar del cristiano es, ante todo, la práctica del mandamiento del Señor, el amor al prójimo.

Tienen derecho a llevar el nombre de Jesús quienes aman a su prójimo. Ellos viven en su corazón aquello que fue lo más nuclear y distintivo de la persona de Jesús: su amor universal y misericordioso, gratuito y desinteresado, que le hizo dar su vida.

De modo semejante se puede decir que la pertenencia a la Iglesia es un asunto “de familia”. Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra y la hacen suya, conforman con referencia a ella su vida, y anuncian con el testimonio de sus personas el nombre de Jesús. Como la pertenencia a una familia, el ser miembro de la Iglesia es un asunto del corazón: sólo se es de la familia cuando se la ama, escucha y sirve hasta estar disponible a dar la vida por ella.