P. Carlos Cardó S.J.
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Nadie enciende una vela y la tapa con alguna vasija o la esconde debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para que los que entren puedan ver la luz. Porque nada hay oculto que no llegue a descubrirse, nada secreto que no llegue a saberse o a hacerse público.
Fíjense, pues, si están entendiendo bien, porque al que tiene se le dará más; pero al que no tiene se le quitará aun aquello que cree tener".
En el evangelio de Lucas el ser
luz aparece como conclusión de la parábola de la semilla: cuando la Palabra
cae en tierra buena, produce fruto, y la responsabilidad entonces consiste en
hacer público y notorio lo oculto y secreto de la semilla, que se ha escuchado
y acogido. La palabra transforma a la persona, le da una nueva identidad y cuando
está asimilada se deja ver, se trasluce, resalta. Cristo es la luz, que ilumina
la vida de quienes lo siguen y les hace dar luz a los demás.
Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija o la oculta
debajo de la cama, sino que la pone en un candelero, para
que todos los vean. El cristiano no puede desentenderse del impacto que produce
su estilo de vida y su modo de pensar y de hablar. Los valores que le ha
transmitido el anuncio del evangelio no son un discurso privado para una élite cerrada
en sí misma o pusilánime y temerosa a la hora de demostrar su fe. Esta
responsabilidad, además, supone una gran atención al modo como debe
transmitirse el mensaje del evangelio para que sea creíble, respetado y tenido
en cuenta: ante todo se ha de hacer con el ejemplo de vida.
Evidentemente no se trata de buscar sobresalir, brillar, hacerse
ver. Jesús advierte: Cuidado con
practicar las buenas obras para ser vistos por la gente…, no vayas pregonándolo
como lo hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que los
alaben los hombres (Mt 6, 1-2). Se trata de ser con sencillez lo que
debemos ser: auténticos, consecuentes con nuestra fe, con identidad cristiana clara
y manifiesta.
No se puede esconder, se trasluce, brilla; es consecuencia. Esto
es de capital importancia en el evangelio de Lucas: la característica del
cristiano es su función de “testigo”. Precisamente porque el cristiano maduro
conserva la palabra de Dios con constancia y perseverancia, se convierte en luz
para “los demás”. El desarrollo de esta temática se verá de comienzo a fin en
el libro de los Hechos de los Apóstoles. Para ello Jesucristo resucitado se
apareció a sus discípulos, los instruyó y les dijo: Ustedes recibirán la fuerza del Espíritu Santo; el vendrá sobre ustedes
para que sean mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta lo
extremo de la tierra (Hech 1, 8).
La máxima: Nada hay oculto que no se descubra ni
secreto que no se conozca, se une a la precedente, y completa una serie
de contrastes luz/tinieblas, secreto/público, oculto/manifiesto. Todo esto se
cumple primero en Jesús, que es la luz pero actúa en lo oculto como la semilla
en tierra. Asimismo el misterio de su reino se desarrolla en medio de
dificultades. Pero es el mismo Señor quien compromete a sus discípulos a
difundir la luz del conocimiento de su persona y a divulgar los secretos del reino
que Él les ha hecho conocer. La formulación posterior de esta responsabilidad (en
Lc 12, 2) será una exhortación a rechazar la hipocresía e inconsecuencia propia
de los fariseos, a hablar con franqueza sin dejarse cohibir por las opiniones
de los demás, pues no hay nada escondido que no llegue a manifestarse ni nada secreto
que no vaya a saberse.
Por eso pongan atención a cómo escuchan,
dice finalmente Jesús. Si escuchamos con
atención, descubrimos el sentido de la palabra, que ilumina toda realidad
oscura. Lo oculto queda al descubierto. La medida de la fe es la actitud de
escucha y acogida de la palabra, entonces se recibe el don de conocer el
misterio cada vez más. En cambio, quien no sabe escuchar se cierra al don que
se le ofrece e irá perdiendo aun lo que tiene; lo perderá todo por no saber escuchar.
Fue lo que ocurrió con el pueblo judío.
No aceptó la revelación plena que trajo Jesucristo, no tuvo fe;
por ello lo que tenía (ser pueblo elegido, vinculado a Dios con una alianza de
predilección, receptor de obras maravillosas y portador de la promesa de
salvación), lo perdió. Los seguidores de Jesús, en cambio, aun los paganos, alcanzaron
por la fe el don de lo alto y se convirtieron en el nuevo Israel de Dios, descendencia elegida, reino de sacerdotes y
nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que
los llamó de la oscuridad a su luz admirable (1Pe 2, 9).
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