P. Carlos Cardó SJ
Algunas personas le presentaban los niños para que los tocara, pero los discípulos les reprendían.
Jesús, al ver esto, se indignó y les dijo: «Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. En verdad les digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él».
Jesús tomaba a los niños en brazos e, imponiéndoles las manos, los bendecía.
De los que son como los niños es el reino de Dios. Hay que hacerse
como ellos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que por nosotros se hizo pequeño,
pobre y humilde.
Para nosotros, niño evoca
ternura, inocencia, sencillez, espontaneidad; para los griegos, paidion
podía designar también a un pequeño sirviente, esclavo o cautivo;
para los hebreos, el niño –y la madre– era propiedad del varón, no tenía
derechos propios y no contaba para nada en la sociedad.
Tanto en un ámbito cultural como en el otro, los niños viven necesitados
de todo, son y llegan a ser lo que los demás les permiten; pueden vivir y
desarrollarse si alguien los toma bajo su cuidado y pertenencia. En el contexto
en que habla Jesús, si se tienen en cuenta las enseñanzas que ha venido dando
desde la multiplicación de los panes, se puede decir que niño es también el último que se hace servidor de los demás, no se ha contaminado con la levadura de los
fariseos y la de Herodes, de la ambición de tener, el afán de poder y la
búsqueda del propio interés.
La invitación de Jesús a asumir la condición del niño supone por tanto una conversión en
la manera de pensar. Equivale a no andar como “los grandes” satisfechos de sí
mismos, que se creen superiores a los demás, que no deben nada ni tienen
necesidad de nadie. Uno puede renacer (Jn
3,1ss) para alcanzar la verdad del hijo que en su dependencia de su Padre
del cielo desarrolla su crecimiento en libertad y autonomía.
Este adulto-niño se siente acogido y acoge, sabe que todo lo ha
recibido gratis y debe darlo gratis. Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo
y puede perderla; sabe que puede vivirla disfrutándola para sí o entregarla al
servicio. Sabe que en todo momento puede abandonarse en brazos de su padre,
porque el resultado final no dependerá sólo de él sino de Dios. El Salmo 131 lo
expresa: Señor, mi corazón no es soberbio
ni mi mirada altanera. No he perseguido grandezas que superan mi capacidad.
Aplaco y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Con esta
serena quietud interior se desenvuelve en toda circunstancia.
No se trata de la primera infancia, sino de aquella madurez y
libertad en la que se recupera la inocencia. A estos niños Jesús los bendecía y
les prometía el reino. Por tanto, el hacerse niño según el evangelio no tiene
nada que ver con el infantilismo, que es fruto de una mala educación de los
instintos, tendencias y afectos. Infantil es el insatisfecho, que no busca más
que satisfacer su ansia de ser acogido, nutrido, sostenido, aferrándose a los
demás y a las cosas, exigiendo y manipulando pero sin corresponder, ya que no
puede valerse por sí mismo. El niño del evangelio, en cambio, tiene como modelo
la personalidad de Jesucristo.
La gente acudía a Jesús con sus niños para que los tocara. Era un gesto
muy común y tenía un contenido religioso: se bendecía imponiendo las manos sobre
la cabeza. La hemorroisa y muchos enfermos querían tocar a Jesús porque de Él
salía una fuerza que sanaba a todos (Lc
6, 19; Mc 5, 30). Muy propio de los niños es también el tocar. Pero los
discípulos se molestan. Su actitud es contraria a la actitud de libertad de los
niños. Además, es claro que quieren acaparar a Jesús para ellos solos.
Y Jesús se indignó. Literalmente, tuvo ira. Es el mismo sentimiento que le
causó la actitud de los fariseos cuando lo criticaron por querer sanar al
hombre de la mano seca en sábado (Mc 3,5).
Jesús siente esta indignación por el rechazo del evangelio.
Y proclama: Dejen que los niños vengan a mí; no se lo
impidan, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios. El amor salvador de Dios muestra toda
su eficacia colmando el deseo de los pequeños de este mundo que ponen toda su
confianza en Él. Hacerse como ellos es renunciar
a la falsa afirmación de sí mismo, para poder acoger el don del Reino. Lo
contrario, querer guardarse la vida, es perderla.
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