P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús propuso a sus discípulos este ejemplo: "¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un hoyo? El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro".
"¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decirle a tu hermano: 'Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo', si no adviertes la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga que llevas en tu ojo y entonces podrás ver, para sacar la paja del ojo de tu hermano".
La frase de Jesús: Sean
perfectos como su Padre celestial es perfecto, que Mateo pone en el sermón
del monte (Mt 5, 48), la hace San
Lucas la enseñanza central del sermón de la llanura en el capítulo 6 de su
evangelio, pero con esta variante: Sean
misericordiosos como su Padre es misericordioso. Este mandato encierra la
perfección.
Una vez formulado, Lucas consigna de manera pedagógica una serie
de ejemplos de transgresiones de ese mandato esencial y sus consecuencias. El
primer ejemplo de transgresión es el del falso guía que enseña cosas contrarias
a las que ha recibido de su Maestro: es un guía ciego y un falso maestro. La
luz la da el mandato del Señor: sean misericordiosos. Quien olvida esto es
ciego. En tiempos de Jesús, los guías eran los fariseos y escribas que
proponían la observancia de la ley como el medio de la salvación. Para Lucas, guía
ciego es el cristiano de la comunidad que, sin misericordia, juzga y
descalifica, excluye y condena a los demás. No tiene la misericordia como norma
de su vida y no obstante pretende guiar a otros.
De hecho el único Maestro y guía es el Señor. Al discípulo le basta con ser como su maestro, es decir, le basta
con asimilar y transmitir sus enseñanzas. Él es la luz, nosotros la reflejamos.
Si nos dejamos tocar por su misericordia, nos hacemos misericordiosos.
El discípulo no es más que su maestro…
Lo que él enseña es lo que ha recibido, no puede olvidarlo ni intentar enseñar
otras cosas. Probablemente en la comunidad para la que Lucas escribió su
evangelio había tendencias que preferían otras doctrinas basadas en
revelaciones personales o en conocimiento esotéricos (gnosis), por considerarlas
medios más seguros de salvación. También ahora puede ocurrir que la búsqueda de
seguridad lleve a la gente a fiarse de creencias y saberes que se le ofrecen,
pero sin discernir críticamente lo que en realidad pueden darles.
Otra forma de traicionar el evangelio es la de quien conoce sus
valores pero, en vez de aplicárselos a sí mismo, los manipula para juzgar y
condenar la conducta de los otros. La moral, entonces, en vez de salvar causa
daño, porque en vez de dejarme convertir por ella, la uso para atacar al otro,
para vengarme, para derramar mis celos y mis envidias, mis rencores y
resentimientos.
¡Hipócrita! A
la crítica y chismorrería malsana que usa la verdad y los valores morales para
atacar a los demás hasta quitarles su honor, se debe imponer la autocrítica.
Ella me hará descubrir mi falta de misericordia, librará mi ojo enfermo de la
viga que lo ciega y me hará capaz de valorar al otro, dialogar y ayudarle a
sacar la paja que tiene en su ojo.
Hipócrita no significa en primer lugar falsía o mentira; significa
protagonismo. Hace referencia al personaje del teatro griego que respondía al
coro. En el leguaje del evangelio es la pretensión del fariseo que busca su
propia gloria, ambiciona los primeros lugares, ser el centro, ponerse en el puesto
de Dios y desde ahí juzgar y despreciar a los pecadores. Pero resulta que ante
Dios todos somos pecadores y publicanos. Y la única manera de corregir al
prójimo, para que no degenere en conflicto o endurezca más al otro en su error,
es la que comienza por curar el propio ojo con que se ve, para que mi prójimo
sea objeto de misericordia. Sólo si el otro se siente comprendido podrá
cambiar.
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