jueves, 30 de abril de 2020

Yo soy el pan de vida (Jn 6, 44-51)

P. Carlos Cardó SJ
Detalle de la Última Cena, óleo sobre lienzo de Juan de Juanes (1555 – 1562), Museo Nacional del Prado, Madrid, España
Jesús les dijo: "Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me envió. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas: Serán todos enseñados por Dios, y es así como viene a mí toda persona que ha escuchado al Padre y ha recibido su enseñanza. Pues, por supuesto que nadie ha visto al Padre: sólo Aquel que ha venido de Dios ha visto al Padre. En verdad les digo: El que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de vida. Sus antepasados comieron el maná en el desierto, pero murieron: aquí tienen el pan que baja del cielo, para que lo coman y ya no mueran. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y lo daré para la vida del mundo".
Los judíos rechazan las palabras de Jesús: Yo soy el pan que ha bajado del cielo, porque para ellos el pan del cielo (pan de Dios) es la Ley que Dios les dio por medio de Moisés, con cuyo cumplimiento demuestran su pertenencia al pueblo escogido y se sienten seguros de la salvación. No pueden aceptar que Jesús pretenda estar por encima de la Ley y de Moisés. Más aún, no pueden aceptar que, llamándose a sí mismo pan bajado del cielo, insinúe que Dios habla en Él, que Él es la Palabra de Dios vivo.
Pero Jesús no se echa atrás e insiste: Nadie pude venir a mí si el Padre que me envió no se lo concede… Con esto quiere decir que el encuentro con Él es una gracia que Dios da, y que por medio de ella se alcanza la verdadera vida. Yo lo resucitaré en el último día.
Tener acceso a Dios como el bien absoluto, meta de todo anhelo profundo, alcanzar una vida que perdura es, en cierto modo, una tendencia o aspiración inherente al ser humano, lo afirme o no explícitamente. Tal atracción, de hecho, puede intuirse en toda búsqueda humana de sentido y en toda realización o esfuerzo mediante el cual la persona se trasciende a sí misma. Pero esto no significa que simplemente porque aspira a ello va a tener acceso directo al misterio del ser divino.
El evangelio de Juan presenta a Jesús como el mediador entre los hombres y Dios porque ha venido de Él para acercárnoslo: No que alguien haya visto a Dios. Sólo el que ha venido de Dios ha visto al Padre. En Jesús, se realiza la revelación y cercanía máxima de Dios. Y por eso, quien cree en Él y se adhiere a Él se encuentra con Dios y alcanza el logro pleno de su existencia, que llamamos vida eterna.
Naturalmente, al no reconocer su origen divino y verlo como un simple hombre, los judíos no pueden aceptarlo como el pan del cielo que da vida eterna. Pero Jesús reitera que ésta se ofrece justamente en su humanidad, designada como carne entregada para la vida del mundo. El que come de este pan (quien asimila mi vida, mi modo de ser hombre), vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne (mi persona, la totalidad de lo que yo soy). Y yo la doy para la vida del mundo.
Carne y sangre, para los hebreos, significaban la persona real y concreta. La carne no era solamente el soporte material de la existencia, ni la sangre era simplemente un elemento orgánico de la persona. Carne es toda la persona, y sangre es sinónimo de la vida que Dios da y que a Dios pertenece. Así, pues, comer su carne y beber su sangre significaban entrar en comunión con Él, asimilar su modo de ser.
Eso es lo que da al hombre la vida que perdura, porque es participación de la vida-amor de Dios, que es más fuerte que la muerte. Por eso, aunque a los judíos les resultó un lenguaje duro y crudo, Jesús no dudó en emplear el verbo comer, porque comer significa asumir, digerir, asimilar. 10 veces se emplea el verbo comer, en el sentido de masticar, 6 veces se menciona la carne y 4 veces beber su sangre.
El comer humano es más que una función vital de conservación; es un acto de comunión entre quien da la vida y quien come. El comer es comunicación. Comer el cuerpo de Jesús, pan nuestro, es convertirnos en Él. Amándolo y comiendo su carne nos hacemos hijos de Dios, entramos en comunión con el Padre y con nuestros semejantes.
Podríamos decir que las dos afirmaciones más importantes del texto son éstas: El que cree tiene vida eterna, y El que come de este pan vivirá para siempre. Creer en Jesús es asumir como propio lo que Él es. Comer su cuerpo es asimilar su ser. En esto consiste la «vida eterna» que se nos concede vivir ya desde ahora. No solamente una vida que trasciende la duración del tiempo y sobrepasa los límites de la muerte, sino la vida definitiva, la que todo ser humano anhela. Una vida así sólo es posible si entramos a participar en la vida de Dios. Y eso es justamente lo que Jesús nos ofrece y promete

miércoles, 29 de abril de 2020

Quien me come no tendrá hambre (Jn 6, 35-40)

P. Carlos Cardó SJ
Detalle del óleo sobre lienzo titulado San Hugo en el Refectorio de los Cartujos de Francisco Zurbarán (1630 – 1635), Museo de Bellas Artes de Sevilla, España
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed. Pero como ya les he dicho: me han visto y no creen. Todo aquel que me da el Padre viene hacia mí; y al que viene a mí yo no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.Y la voluntad del que me envió es que yo no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y yo lo resucite en el último día".
Continúa el discurso de Jesús sobre el pan de vida. De todos los símbolos con que ha querido identificar lo que es y la obra que realiza (la vid, la luz, el camino, la puerta, el pastor…), el pan es el que mejor lo designa como fuerza de vida inagotable, Dios que se entrega y se une íntimamente con quien lo acoge.
El pan es símbolo de la vida; así como la falta de pan, el hambre, significa muerte. Jesús es el pan que el Padre da para que, quien lo coma, tenga su vida y esté unido a Él para siempre. Esta misión de ser pan que se entrega, Jesús la acepta y la vive hasta el extremo de dar su propia vida en sacrificio para vencer la muerte con su resurrección.
Todas las características del pan se realizan en Él: es don del cielo y fruto de la tierra, humilde y disponible a la vez, sabroso y necesario, da fuerza a quien lo asimila y une entre sí a quienes lo comparten. Pan que ha bajado del cielo, Jesús es Dios que desciende para dar su vida a sus hijos. Por eso, quien se adhiere a Él y hace suyo su modo de ser por medio de la fe, vive ya la vida que durará para siempre.
Los judíos se niegan a aceptar su mensaje porque no comprenden cómo puede un hombre dar a comer su carne. Interpretan mal –quizá maliciosamente– las expresiones de Jesús, comer carne, beber sangre, y reaccionan escandalizados. Con su ejemplo de vida, Él mismo nos demuestra que nunca somos más nosotros mismos, que cuando nos hacemos disponibles para el servicio de nuestros prójimos; entonces nos volvemos como Él, pan para la vida del mundo.
La acogida de Jesús por medio de la fe se asemeja a un ir a Él, dejar la ubicación en que uno se encuentra para trasladarse a donde Él está. Más adelante, en el mismo evangelio de Juan, Jesús hablará de esto como permanecer y  habitar en Él y Él en nosotros. La fe genera un movimiento de salida que lleva a situarse en otro nivel de existencia, el nivel propio del Hijo.
En ese nuevo ámbito de la existencia ya no es necesario buscar otros panes para vivir, otro alimento para alcanzar y sostener una vida plena, realizada y feliz. No tendrá más hambre… no tendrá más sed. Con su contenido simbólico, los términos “hambre” y “sed” son de una fuerza sugestiva verdaderamente inagotable.
El “hambre” designa toda necesidad vital, todo cuanto la persona humana aspira poder realizar para vivir una vida plena y feliz. Eso sólo lo puede dar Dios que, con su sabiduría, infunde incluso el conocimiento inagotable de la verdad: Los que me comen tendrán más hambre, los que me beben tendrán más sed (Eclo 24,21). La “sed”, por su parte, designa en la Biblia el anhelo de Dios. La sed de los animales que buscan agua se hace imagen del anhelo del creyente, que tiene sed de Dios: Como suspira la cierva por corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi Dios (Sal 42, 2s).
La determinación de Jesús de dar su vida a todo aquel que lo acoja y a no dejar a nadie fuera, corresponde a la voluntad salvadora del Padre, que no quiere que ninguno de sus hijos se pierda. Todos los que el Padre me dio vendrán a mí. Y yo no rechazaré nunca al que venga a mí. No dejará que se pierda ninguno de sus hermanos que creen en Él, porque el Padre se los ha dado.
Es la base de nuestra más honda confianza: pertenecemos a Cristo, el Padre nos ha dado a Él y Él da su vida por nosotros. Hemos sido, pues, destinados al Hijo, predestinados, y este el sentido y dirección de nuestra vida: ir al Hijo, identificarnos con Él, hasta que Él se reproduzca en nosotros. San Pablo dirá: Nos predestinó por decisión gratuita de su voluntad, a ser sus hijos de adopción por medio de Jesucristo (Ef 1,5)... a reproducir la imagen de su Hijo para que también fuera él el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29s).
Cristo, Hijo de Dios, restituye en el hombre la imagen de Dios perdida por la culpa y lo hace imprimiéndole la imagen perfecta de hijo de Dios, con derecho a la gloria. Esta gloria, que en Juan es la propia del Hijo unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad (In 1, 14), reviste cada vez más al cristiano, hasta el día en que todo él, espíritu y cuerpo, resplandezca con la imagen del hombre celeste (1Cor 15, 49). Es lo que obtendrá Cristo para cada uno de nosotros: Lo resucitaré.

martes, 28 de abril de 2020

Pan del cielo (Jn 6, 30-35)

P. Carlos Cardó SJ
Institución de la Eucaristía, óleo sobre lienzo de Nicolás Poussin (1640), Museo del Louvre, París, Francia
En aquel tiempo, la gente le preguntó a Jesús: "¿Qué señal vas a realizar tú, para que la veamos y podamos creerte? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo".Jesús les respondió: "Yo les aseguro: No fue Moisés quien les dio pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que baja del cielo y da la vida al mundo".Entonces le dijeron: "Señor, danos siempre de ese pan".Jesús les contesta: "Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed".
Los oyentes de Jesús le piden un signo para creer en Él, que les demuestre de manera visible la eficacia de la obra que realiza. Argumentan que no necesitan a Jesús porque ya siguen a Moisés, cuya autoridad quedó demostrada con el signo del maná que comieron sus antepasados en el desierto.
Así como la mujer Samaritana consideró a Jesús de menor autoridad que Jacob –¿acaso te consideras más importante que nuestro padre Jacob, que construyó ese pozo, del que bebió él, sus hijos y sus ganados?–, así también los galileos de Cafarnaúm ven más seguro a Moisés, pero sin advertir que Moisés se ha convertido para ellos en una hecho del pasado, no del presente, una ideología, que ha servido de soporte a una religión falseada, y a una moral de conveniencia.
Jesús procurará hacerlos pasar de Moisés al Padre Dios, que ofrece el don de su amor salvador en el presente y da lo que necesitamos para una vida plena y feliz. Ofrece el paso de la Antigua a la Nueva Alianza, de la Ley antigua a la ley del amor solidario que resuelve el problema de la vida, simbolizado en el hambre de pan y de evangelio. Como a la Samaritana que la hizo pasar del deseo del agua material al del agua viva que sacia toda sed y conduce a la vida eterna, así también a los galileos los quiere hacer pasar del único pan que les interesa, el que comieron hasta saciarse, al alimento nuevo, que se comparte para dar de comer a la multitud, y cuyo significado ellos no han querido comprender.
Les aseguro que no fue Moisés quien les dio el pan del cielo. Es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. El pan de Dios viene del cielo y da la vida al mundo.
Claramente Jesús se identifica con el pan del cielo, es decir, de Dios. El pan es símbolo de la vida. Con lenguaje metafórico, los libros sapienciales (Sabiduría y Salmos, sobre todo) hablan del pan de la palabra de Dios y concretamente de la ley como alimento que viene del cielo (Dt 8, 3; Sab 16, 20; Sal 119,103). Jesús supera radicalmente este simbolismo presentándose a sí mismo, y no sólo a su enseñanza, como el pan de Dios para la vida del pueblo de Israel y de todo el mundo. Es Dios que desciende y se hace pan para hacernos compartir su vida divina.
Sin llegar a comprender el significado del don que Jesús prometía, la Samaritana le pidió: Señor, dame de esa agua para que no tenga más sed y no tenga que venir hasta aquí para sacarla. Los galileos, por su parte, han hecho un cierto proceso en su diálogo con Jesús y han llegado a situarse en el plano espiritual de las obras de la ley que había que cumplir (6, 28) y han evocado el pan que Dios dio en el desierto (6, 31).
Piensan por tanto que  Jesús puede ser un rabí extraordinario capaz de asegurarles el alimento de una enseñanza de la ley que no les falle y los enrumbe en el camino del bien. En una palabra, se muestran dispuestos para acoger su enseñanza. Y le piden: Danos siempre de ese pan. Sin embargo, todavía no comprenden que lo que Jesús les ofrece como alimento para la vida auténtica no es una simple enseñanza de preceptos morales ni un conjunto de conocimientos religiosos, sino su propia vida, su modo de vivir entregado al bien de los demás. Comerlo, asimilar su ser, conduce a estar con Él, a situarse en la vida como Él lo hace, a mostrar la existencia del Hijo que se hace pan para los hermanos.

lunes, 27 de abril de 2020

Vayan por todo el mundo (Mt 28, 16-20)

P. Carlos Cardó SJ
Parte de 70 discípulos (Sóstenes, Apolo, Cefas, Tíquico, Epafrodito, César y Onésimo), ilustración del manuscrito El Menologion de Basilio II (Siglo I D.C.), Biblioteca del Vaticano
Por su parte, los once discípulos partieron para Galilea, al monte que Jesús les había indicado.Cuando vieron a Jesús, se postraron ante él, aunque algunos todavía dudaban.
Jesús se acercó y les habló así: «Me ha sido dada toda autoridad en el Cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de la historia».
La última voluntad del Señor es que sus discípulos se conviertan en “testigos”, capaces de anunciar al mundo que el pecado, la carga opresora del hombre, ha perdido su fuerza mortífera por la muerte y resurrección del Señor. Cristo resucitado es la garantía de la victoria sobre el mal de este mundo. En su Nombre se anuncia el perdón del pecado. Ya no hay lugar para el temor porque Dios es amor que salva. Los discípulos han de llevar este anuncio a todas las naciones. La fuerza para ello les viene del Espíritu Santo, don prometido por el Padre de Jesucristo. Así como el Espíritu descendió sobre María, descenderá sobre ellos. La encarnación de Dios en la historia llega así a su estado definitivo.
Se trata, según Mateo, de hacer discípulos, no simplemente de anunciar, ni sólo de instruir y, menos aún, de adoctrinar, sino de crear las condiciones para que la gente tenga una experiencia personal de Cristo, que les lleve a seguirlo e imitarlo como la norma y ejemplo de su vida. Esto significa entrar en su discipulado, hacerse discípulos para asumir sus enseñanzas y también asimilar su modo de ser.
La comunidad eclesial, representada en el monte, aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Las Iglesia hace visible el poder salvador de su Señor.
La comunidad cristiana no puede quedar abrumada por la acción del mal en el mundo en la etapa intermedia entre la pascua del Señor y su segunda venida. La acción triunfadora de Cristo Resucitado sigue presente como el trigo en medio de la cizaña. Con mirada de fe/confianza, el cristiano discierne los signos de esa presencia y acción de Cristo vencedor, que se lleva a cabo por medio de los creyentes. Por eso, antes de partir, los dotó de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo.
Jesucristo resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.

domingo, 26 de abril de 2020

Homilía del III Domingo de Pascua - Aparición a los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35)

P. Carlos Cardó SJ
Emaús, óleo sobre lienzo de Gerrit van Honthorst (1633-39 aprox.), Palacio de  Weißenstein, Baviera, Alemania
Aquel mismo día dos discípulos se dirigían a un pueblecito llamado Emaús, que está a unos doce kilómetros de Jerusalén, e iban conversando sobre todo lo que había ocurrido.Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se les acercó y se puso a caminar con ellos, pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.
El les dijo: «¿De qué van discutiendo por el camino?».Se detuvieron, y parecían muy desanimados. Uno de ellos, llamado Cleofás, le contestó: «¿Cómo? ¿Eres tú el único peregrino en Jerusalén que no está enterado de lo que ha pasado aquí estos días?».«¿Qué pasó?», les preguntó.
Le contestaron: «¡Todo el asunto de Jesús Nazareno!». Era un profeta poderoso en obras y palabras, reconocido por Dios y por todo el pueblo.Pero nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes renegaron de él, lo hicieron condenar a muerte y clavar en la cruz. Nosotros pensábamos que él sería el que debía libertar a Israel. Pero todo está hecho, y ya van dos días que sucedieron estas cosas. En realidad, algunas mujeres de nuestro grupo nos han inquietado, pues fueron muy de mañana al sepulcro y, al no hallar su cuerpo, volvieron hablando de una aparición de ángeles que decían que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron todo tal como habían dicho las mujeres, pero a él no lo vieron».Entonces él les dijo: «¡Qué poco entienden ustedes, y qué lentos son sus corazones para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No tenía que ser así y que el Mesías padeciera para entrar en su gloria?».Y les interpretó lo que se decía de él en todas las Escrituras, comenzando por Moisés y luego todos los profetas.
Al llegar cerca del pueblo al que iban, hizo como que quisiera seguir adelante, pero ellos le insistieron diciendo: «Quédate con nosotros, ya está cayendo la tarde y se termina el día». Entró, pues, para quedarse con ellos. Y esto sucedió.
Mientras estaba en la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, y en ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero ya había desaparecido. Entonces se dijeron el uno al otro: «¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».De inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once y a los de su grupo.
Estos les dijeron: «Es verdad. El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón».Ellos, por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Este texto, uno de los más bellos de la Biblia, nos ayuda a descubrir la presencia viva del Señor en circunstancias concretas: cuando dos o tres nos reunimos en su nombre; cuando meditamos la Palabra de Dios que ilumina nuestra vida; cuando llevamos a la práctica la Palabra y acogemos al sin techo o compartimos el pan con el hambriento; y cuando celebramos la eucaristía.
Era el mismo día de la Pascua, cuando dos discípulos, abatidos por la decepción y la pena que les causó verlo morir en cruz, se marcharon a su vida de antes, sin ilusión, sin esperanza.
No obstante, algo inexplicable hace que se reúnan para hacer el camino juntos. Y conversan y discuten sobre lo que ha pasado, cuando en realidad no tendrían ya nada de qué hablar una vez que lo enterraron y el grupo se disolvió. De pronto, sin embargo, sin que ellos se dieran cuenta, Jesús en persona se puso a caminar con ellos. Y aquí está lo primero que el texto evangélico dice a nuestra realidad: ¿hacemos eso nosotros, nos buscamos unos a otros cuando nos ocurre algo que no esperábamos y estamos tentados a pensar que Dios no ha sido buenos con nosotros? ¡Ay del solo si cae: no tiene quien lo levante! dice también la Escritura. En cambio quien reacciona contra la crisis por la que esté pasando y busca la comunidad, ése hallará ahí mismo la compañía del Señor.
¿Qué conversación es esa que traen en el camino?, les dice, mostrando interés por lo que les pasa. Ellos se detuvieron con la cara triste. La tragedia vivida se refleja en sus rostros y, con ella, la tristeza que es mala consejera. Uno de ellos, llamado Cleofás, confiesa: Nosotros esperábamos que Jesús iba a ser el libertador de Israel. Y, sin embargo, ya hace tres días que ocurrió esto... ¡Cuántas veces lo que esperamos no resulta y es duro reconocer que los caminos del Señor no son nuestros caminos! Y lo que uno planifica o proyecta, ¿saldrá finalmente? Siempre puede haber motivo para la decepción y el desánimo. ¿Pero buscamos entonces, una y otra vez, en la Escritura la Palabra que puede iluminar lo que ha ocurrido? Eso fue lo que hizo Jesús con los discípulos de Emaús, los remitió a la Escritura: ¡Qué torpes son y qué lentos para creer!... y comenzando por Moisés y siguiendo por los Profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Como el reconocer a Cristo resucitado es un proceso progresivo, ellos lo ven todavía como un extranjero. Y llegan así a Emaús, donde Él hace ademán de seguir adelante, pero ellos lo presionaron: Quédate con nosotros… porque cae la noche ¿Es éste el deseo que brota en nosotros cuando nos encaminamos a nuestro “Emaús” y nos cae la noche? Lo presionaron, dice el texto. ¿Insistimos, imploramos? Ellos pensaban huir, abandonándolo todo, pero Él les ha dado alcance. Ahora lo invitan a sentarse a la mesa y ocurre lo sorprendente: Él, de invitado, se convierte en anfitrión, se hace el centro de la mesa.
Entonces Jesús tomó el pan, pronunció la bendición [euxaristeia], lo partió y se lo dio. Son las mismas palabras centrales de la eucaristía, que seguimos repitiendo en el momento de la consagración. Y a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. De modo que es en la eucaristía donde le encontramos y reconocemos mediante la fe.
Pero él desapareció. Lo hace tal como se lo había advertido: Conviene que yo me vaya. Voy a prepararles un lugar. Por eso su desaparición física no los vuelve a hacer caer en la tristeza. Ellos tienen ya la certidumbre de que no los abandona nunca, pues les ha dejado su Espíritu que les hace ver al Señor en toda circunstancia, sobre todo en la práctica de la caridad para con el prójimo y en la celebración de la eucaristía.

sábado, 25 de abril de 2020

Vayan por todo el mundo (Mc 16, 15-18)

P. Carlos Cardó SJ
La ascensión, óleo sobre lienzo de Gustavo Doré (1879), Museo del Petit-Palace, París, Francia
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se resista a creer, será condenado. Estos son los milagros que acompañarán a los que hayan creído: arrojarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y éstos quedarán sanos».El Señor Jesús, después de hablarles, subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios. Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba su predicación con los milagros que hacían.
Se trata de un texto añadido al evangelio de Marcos en una época muy tardía, quizá hacia la mitad del siglo II. La razón que se da a este añadido es la desazón que causaba a las primeras comunidades el final tan abrupto de Marcos, que cierra su evangelio con el miedo y huída de las mujeres del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). Se buscó por eso una prolongación de los relatos que condujeran a un final más adecuado.
De entre los diversos textos que se escribieron con este fin se escogió éste, por armonizar mejor con la temática general del evangelio de Marcos. Sin embargo, aunque se trate de un añadido, no deja de ser un texto inspirado y canónico, que como tal fue sancionado por el Concilio de Trento. Más aún, varios Santos Padres como Clemente Romano, Basilio, Ireneo, lo citan en sus escritos pues, según ellos, no disonaba con el conjunto del evangelio y contenía innegable valor para la Iglesia.
El texto refleja las inquietudes y preocupaciones de la primera comunidad cristiana de Roma, en donde fue escrito este evangelio. Son cristianos que han recibido la fe por el testimonio y la predicación de los apóstoles. Ellos no han visto al Señor, pero fundamentan su fe en Jesucristo, en el testimonio que les transmiten los primeros testigos.
Por eso el texto enumera los sucesivos testimonios aportados a la comunidad. En primer lugar el de María Magdalena. Se alude a la acción sanante realizada por Jesús en favor de ella, liberándola de siete demonios, es decir, de siete males, siete enfermedades.
Luego se subraya el estado de tristeza y llanto en que estaban los discípulos, que no creyeron en el anuncio de Magdalena: al oír que estaba vivo y que ella lo había visto, no le creyeron. Viene después la alusión a la experiencia de los de Emaús y el testimonio que dieron a los demás y que tampoco fue aceptado. Por último, se menciona la aparición del Resucitado a los Once reunidos en torno a la mesa. Y pone aquí el redactor el envío en misión para anunciar la buena noticia a toda criatura.
La comunidad aparece como el lugar para el encuentro con el Resucitado. Jesucristo permanece en ella, con su palabra y sus acciones salvadoras. Su poder salvador se prolonga en ella y por medio de ella.
Una preocupación de la comunidad debió de ser la permanencia y actuación del misterio del mal en el mundo a pesar de la victoria de Cristo Resucitado. Tendrán que abrirse a la fe/confianza en el Cristo vencedor que, no obstante, sigue actuando también por medio de los creyentes, a quienes ha dotado de poderes carismáticos para enfrentar el mal y vencerlo.
Jesucristo Resucitado es el verdadero fundamento de la fe de la comunidad cristiana y por medio de ella continúa anunciándose y manifestándose el reinado de Dios y la salvación para el que crea y se bautice.

viernes, 24 de abril de 2020

La multiplicación de los panes (Jn 6, 1-15)

P. Carlos Cardó SJ
La alimentación de la multitud, témpera en vitela de los Hermanos Limbourg publicado en Las Muy Ricas Horas del Duque de Berry (siglo XV), que se conserva en el Museo Condé, Chantilly, Francia
En aquel tiempo, Jesús se fue a la otra orilla del mar de Galilea o lago de Tiberíades. Lo seguía mucha gente, porque habían visto las señales milagrosas que hacía curando a los enfermos. Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos.Estaba cerca la Pascua, festividad de los judíos. Viendo Jesús que mucha gente lo seguía, le dijo a Felipe: "¿Cómo compraremos pan para que coman éstos?". Le hizo esta pregunta para ponerlo a prueba, pues él bien sabía lo que iba a hacer.
Felipe le respondió: "Ni doscientos denarios de pan bastarían para que a cada uno le tocara un pedazo de pan".Otro de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: "Aquí hay un muchacho que trae cinco panes de cebada y dos pescados. Pero, ¿qué es eso para tanta gente?".Jesús le respondió: "Díganle a la gente que se siente".
En aquel lugar había mucha hierba. Todos, pues, se sentaron ahí; y tan sólo los hombres eran unos cinco mil.Enseguida tomó Jesús los panes, y después de dar gracias a Dios, se los fue repartiendo a los que se habían sentado a comer. Igualmente les fue dando de los pescados todo lo que quisieron.
Después de que todos se saciaron, dijo a sus discípulos: "Recojan los pedazos sobrantes, para que no se desperdicien".Los recogieron y con los pedazos que sobraron de los cinco panes llenaron doce canastos.Entonces la gente, al ver la señal milagrosa que Jesús había hecho, decía: "Este es, en verdad, el profeta que habría de venir al mundo".
Pero Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró de nuevo a la montaña, Él solo.
La acción se desarrolla en Galilea, región pobre de Palestina. Jesús atrae a una multitud de personas necesitadas que van tras él porque cura a los enfermos. Después de atravesar con la gente el mar de Tiberiades y subir a un monte, levantó los ojos y, al ver la mucha gente que acudía, dijo a Felipe: ¿Dónde podremos comprar pan para que coman estos? Lo decía para tantearlo porque él ya sabía lo que iba a hacer (vv. 5-6). Jesús se preocupa de la gente y toma la iniciativa. Su diálogo con Felipe es sólo para demostrar la incapacidad del hombre para resolver el problema de la vida, representado en el hambre.
¿Dónde podremos comprar pan para que coman estos? Esa pregunta sigue resonando hoy. Según las estadísticas de la FAO, 800 millones de personas en el mundo sufren hambre y desnutrición. 11 de cada 100 se encuentran en esta grave situación. 24.000 mueren cada día por causa del hambre, el 75% de ellas menores de 5 años. Se han venido haciendo esfuerzos para reducir la magnitud del problema, es verdad, pero aún falta mucho para remediar esta tragedia del hambre que duele y avergüenza. Ante esta situación, el mensaje del Evangelio es un llamado a compartir. Mientras el mal uso que se hace de los recursos naturales –como nos lo ha dicho el Papa Francisco en su Encíclica Laudato Si’ sobre “El cuidado de la casa común”– siga haciendo que tales recursos sean cada vez más escasos, y mientras no esté dispuesto cada cual a contribuir al cuidado de la naturaleza y a compartir la mesa de la creación con los demás, la pregunta de Jesús seguirá impactando en nuestros oídos llamándonos a reflexión y, sobre todo, a ver cómo respondemos.
La respuesta que da Andrés  a la pregunta de Jesús, abre el camino a la solución del problema, como Jesús lo enseñará, dice: Aquí hay un muchacho con cinco panes de cebada y dos pescados secos, pero ¿qué es esto para tantos? Querría mostrar su amor repartiendo lo que hay, pero ve que no es suficiente. En su débil condición y con su escasa provisión de panes de baja calidad (pan de cebada) y pescados secos –es decir, lo más desproporcionado para la magnitud del problema- el muchacho representa a la comunidad en su impotencia para resolver el problema del hambre; pero aunque se tenga poco, hay que repartirlo. Es lo que enseña Jesús: dar de lo que se tiene. El resto lo hará Jesús y habrá de sobra.
Viene entonces lo central del relato. Jesús pronuncia la acción de gracias. Dar gracias es reconocer que algo que se posee es gracia recibida de Dios. La comunidad de Jesús da gracias por el pan, “fruto de la tierra y del trabajo humano, que recibimos de tu generosidad”. Se podría decir que el signo (visto en profundidad) son los bienes de la creación liberados del egoísmo humano, que alcanzan para el sustento de todos. El milagro es el amor de Dios y de nosotros: el compartir lo que soy y lo que tengo.
Por todo eso, el signo de los panes tiene un gran simbolismo, que Jesús explicará en su largo discurso sobre el Pan de Vida (Jn 6, 22-59). Jesús proporciona el pan material e invita a pensar en el pan que da vida eterna, que es su cuerpo, su vida entregada por nuestra salvación.
Jesús distribuye el pan. Se puso a repartirlos (v.11); “los repartes entre nosotros”, decimos en la Eucaristía. Con su actitud de distribuir el pan, Jesús prefigura la entrega de su vida (Pan de vida, 6,51s y lavatorio de los pies, 13,5), que se actualizará en la celebración de la Eucaristía. En ella celebramos la generosidad de Dios a través de su Hijo, que, en la comunidad multiplica lo que ésta posee para que todos tengan vida.
Quedaron todos satisfechos... recogieron doce canastas con las sobras… (vv. 12.13). La abundancia del signo realizado por Jesús llena de entusiasmo a la gente, que lo reconocen como “el Profeta”  e incluso quieren proclamarlo rey. Pero este tipo de poder él lo rechaza. Para dar de comer a la multitud no ha partido de una posición de superioridad y fuerza, sino de debilidad y escasez de recursos. Él sólo busca servir y dar la vida. Por eso, Jesús huye, se aleja de los que pretenden cambiar su misión. Se retira solo, como Moisés después de la traición del pueblo (Ex 34, 3-4). Sólo en el monte de la cruz Jesús será rey (19,19) y entonces sus discípulos lo dejarán solo (16,32).

jueves, 23 de abril de 2020

El que cree en el Hijo tiene la vida eterna (Jn 3, 31-36)

P. Carlos Cardó SJ
Resurrección de Cristo, mural de Mikhail Nesterov (1892), Catedral de Kiev, Ucrania
El que viene de arriba está por encima de todos. El que viene de la tierra pertenece a la tierra y sus palabras son terrenales. El que viene del Cielo, por más que dé testimonio de lo que allí ha visto y oído, nadie acepta su testimonio. Pero aceptar su testimonio es como reconocer que Dios es veraz.
Aquel que Dios ha enviado habla las palabras de Dios, y Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todas las cosas en sus manos. El que cree en el Hijo vive de vida eterna, pero el que se niega a creer en el Hijo se queda con el Dios que condena: nunca conocerá la vida.
El texto empalma con el diálogo de Jesús con Nicodemo. Jesús habla de sí mismo como venido del cielo, como el enviado definitivo y plenipotenciario de Dios que lleva a culminación su revelación y realiza su obra salvadora en favor de los que acogen su palabra y adoptan su estilo de vida.
Comienza diciendo que Él viene de lo alto, es decir, que viene de Dios. En ese sentido, no duda en presentarse como superior a Moisés y a los profetas. Moisés formó un pueblo a partir de un conjunto inconexo de tribus esclavas y las condujo hacia la libertad. Jesús, verdadero Moisés, congrega al verdadero Israel y trae la liberación plena para toda la humanidad. Los profetas anunciaron, Jesús realiza el anuncio, más aún, es el que ellos anunciaron.
Jesús es la luz, es la vida eterna. Es el portador del espíritu divino y el que nos lo da, haciéndonos por medio de Él hijos e hijas de Dios. Lo que es de la tierra no puede alcanzar el cielo por sí solo; tiene que esperarlo y acogerlo. Sólo Dios nos da lo que es del cielo, y nos lo da en su Hijo Jesús.
Jesús dice también que él ha visto y ha oído. Porque es el Hijo y palabra del Padre, mantiene comunicación íntima con Él; de Él recibe todo lo que tiene que decir y hacer, por eso habla de lo que sabe y de lo que es.
Quien acoge su testimonio, reconoce que Dios dice la verdad, porque cuando habla aquel a quien Dios envió, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha comunicado plenamente su Espíritu. Todo el evangelio de Juan gira en torno a esta afirmación cristológica fundamental: que Dios se nos ha comunicado encarnándose en el hombre Jesús; en Él se nos ha dicho Dios plenamente, oírlo es oír a Dios.
Dice Jesús que hay que acoger su testimonio. ¿En qué consiste acoger o aceptar su testimonio? En reconocerlo como la verdad y mantenerse fiel a Él; es sellar con Él una alianza. Reconocer y acoger su palabra es verlo como el enviado definitivo de Dios, Hijo unigénito, palabra con la que Dios mismo se nos dice. Es también reconocer en Él a Dios que se une a su pueblo y a cada uno. Más aún, se trata no sólo de verlo como un mediador de la alianza con Dios sino como la alianza misma, de modo que unirse a él es unirse a Dios. Es confesarlo como el Emmanuel, Dios con nosotros.
Esta fe de reconocimiento y acogida de Jesucristo hace vivir la vida definitiva antes y después de la muerte: Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna. La afirmación de Jesús está en presente: quien cree en él tiene ya ahora la vida eterna. En el evangelio de Juan, la escatología (lo que será en el final de los tiempos) ocurre ya ahora. La fe, entendida como adhesión a Jesús, como permanecer en él, equivale a la vida que perdura eternamente, y que consiste en la participación de la vida del mismo Dios. Es ser de Cristo, dice San Pablo (1 Cor 4,6; 12, 27; Gal 3,29; Rom 14, 7-12; Cf. 1 Jn 4, 6). Es vivir en su amor.
El texto termina con una advertencia grave, severa: Quien no lo acepta, no tendrá esa vida, sino que la reprobación de Dios queda con él. Aceptar a Jesús y el amor salvador que Él ofrece es entrar en el ámbito de la vida que perdura, vida eterna en la que reina el amor de Dios. Esta es una posibilidad que se ofrece a todos, sin excepción, y que se hace realidad por medio de la opción personal en favor de la luz.
No dar este paso, quedarse en el ámbito de una vida que no manifiesta el amor de Dios, es quedarse bajo el influjo del mal que opera en el mundo, enemigo de Dios y contrario al amor. A ese ámbito, que echa a perder la vida verdadera de sus hijos e hijas, Dios lo reprueba.

miércoles, 22 de abril de 2020

Tanto amó Dios al mundo (Jn 3, 16-21)

P. Carlos Cardó SJ
La primavera, óleo sobre lienzo de Jean-Francois Millet (1868 – 1873), Museo de Orsay, París, Francia
Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado por no haber creído en el Hijo único de Dios.La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Así fueron los hechos. Israel no quiso oír a Jesús, rechazó su mensaje, no se convirtió, no lo siguió. Como consecuencia de ello, una hostilidad cada vez mayor se desencadenó contra Jesús, como una confabulación para darle muerte: vieron en Él una amenaza a la fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a la doctrina sobre lo puro e impuro. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y que podía seguir la suerte de los profetas.
Según la idea de Dios que se tenía, conforme a muchos escritos del Antiguo Testamento, podía esperarse un castigo de Dios a ese pueblo por dar muerte al inocente (Mt 21, 23-46). Pero el Dios que se nos revela en Jesús es un Dios de infinita misericordia. Israel, su pueblo, lo rechaza, pero el amor de Dios no cambia, sigue ofreciendo redención y perdón, mediante la entrega amorosa de su Hijo.
Así, pues, frente a la idea de un Dios que castiga, el cristiano sabe que Dios “entrega” a su Hijo como expresión suprema de su amor: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien este dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros (Rom 5,6-8).
El designio de Dios es claro: quiere salvarnos a todos, no quiere que nadie se pierda, y nos ha hecho ver hasta dónde llega su amor en el amor con que su Hijo, enviado para salvarnos, ha entregado su vida por nosotros. Pero este don determina una crisis, un juicio, pone a todos en una encrucijada, porque puede ser acogido o rechazado.
Y esta crisis no es algo que ocurrió en el pasado, sino que está ocurriendo ahora, es una realidad actual que se desarrolla en la historia y en el interior de cada persona: ahora se puede creer en la salvación que Dios ofrece en Jesucristo o se la puede rechazar. Entonces, el que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios.
Hay que decir, por tanto, que no es que Dios juzgue y condene, sino que es el propio ser humano quien se juzga con su propia actitud de aceptación o rechazo del amor salvador que Dios le ofrece en su Hijo. Es la propia persona la que, por medio de su fe de aceptación y entrega, se encamina hacia la salvación que Dios le ofrece, o la que con su rechazo echa a perder su vida, entra en la luz o se queda en la tiniebla. La fe, por tanto, pone a toda persona ante una disyuntiva, la pone como en un juicio, pero es la persona misma quien lo ha de resolver, Él es quien se juzga.
Para San Juan, quien no acepta el amor salvador de Dios mediante la fe, ama la oscuridad; quien, en cambio, ama a Dios y se confía a Él, ama la luz. Es cuestión de preferencia, de opción y aceptación libre. Y esto es, pues, mucho más que cometer o no un mal, que cualquiera por su debilidad humana podría hacerlo, pues se trata de preferir o, como dice San Juan, de amarlo. Preferir el mal, dejarse condicionar por él en el obrar y en la forma de vivir, mantener una conducta contraria al bien y a los valores éticos, conduce a la persona a llevar una vida a escondidas, pues no le queda otra cosa que ocultarla. Quien obra el mal detesta la luz y la rehúye por miedo a que su conducta quede descubierta. Mientras que quien obra el bien, quien cumple con la verdad –dice San Juan–, es decir, quien actúa con lealtad frente a Dios, se acerca a la luz  y queda patente que toda su conducta es inspirada por Dios.

martes, 21 de abril de 2020

Nacer de lo alto (Jn 3, 5a.7-15)

P. Carlos Cardó SJ
Crucifixión (Corpus hypercubus), óleo sobre lienzo de Salvador Dalí (1954), Museo Metropolitano de Nueva York, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: "No te extrañes de que te haya dicho: Tienen que renacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así pasa con quien ha nacido del Espíritu".Nicodemo le preguntó entonces: "¿Cómo puede ser esto?".Jesús le respondió: "Tú eres maestro de Israel, ¿y no sabes esto? Yo te aseguro que nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si no creen cuando les hablo de las cosas de la tierra, ¿cómo creerán si les hablo de las celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que bajó del cielo y está en el cielo. Así como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna".
Todo el capítulo 3 de San Juan desarrolla el tema de la comprensión por la fe. Es un tema fundamental porque abraza la relación entre la razón o capacidad de conocer del ser humano, con la fe revelada que se recibe como un don o gracia. La fe no disminuye a la persona humana, ni anula la razón, sino más bien la conduce al conocimiento de la verdad plena, con la cual alcanza la realización de su humanidad.
Para Juan hay un conocimiento carnal y un conocimiento espiritual. La razón carnal, cerrada a lo trascendente y a lo sobrenatural, corre el riesgo de dañarse a sí misma, impidiéndole a la persona la posibilidad de alcanzar el conocimiento que le viene dado de lo alto y que lo eleva por encima de todo lo material de este mundo.
La razón iluminada por la fe abre al ser humano al conocimiento de Dios y hace posible la transformación (conversión), pues la persona puede comprender el amor salvador que Dios le ofrece y puede acogerlo. Por eso dirá Jesús esa palabra que recoge el evangelista San Juan: Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo (Jn 17, 3).
El mismo San Juan plantea entonces las condiciones que hacen posible el comprender. Las expresa con tres términos claves: de lo alto o de nuevo, nacimiento espiritual y pneuma, espíritu. La incapacidad para salir del círculo que encierra sobre uno mismo sólo puede ser superada por gracia. Dios la otorga y con ella la persona experimenta un nuevo nacimiento. La expresión pone de relieve ambas cosas: la radical impotencia del hombre y la gratuidad-novedad del don. Nacer de lo alto, o mejor ser engendrado de lo alto, significa nacer a la vida nueva de hijos e hijas; ese es el don del Padre.
Nicodemo, el interlocutor de Jesús que oye estas palabras, entiende el nacer de nuevo simplemente como el sueño de una vida que se rejuvenece a sí misma, no como el don de Dios. No entiende aún que para estar en Dios y entrar en su reino se requiere la gracia del amor salvador que lo hace volver a nacer para encontrarse plenamente realizado en Jesucristo. La fe obra en nosotros una verdadera regeneración.
El Espíritu es el que obra esa regeneración. Fuerza misteriosa que actúa como el viento que arrebata o el agua que purifica e infunde vida, realidad imprevisible e inasible, el Espíritu es la presencia y acción de Dios en nosotros que se puede sin embargo verificar como una capacidad impensada de conocer y de amar.
Después de esto, Jesús alude a la serpiente levantada por Moisés. Esta alusión  remite a al anhelo universal de lograr una vida segura, libre de peligros, que tenga un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que traería abajo nuestra esperanza.
Pero ¿quién nos puede asegurar esto? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde en un final inesperado? Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando, en el desierto, se vieron atacados por una plaga de serpientes (Num 21, 4-9). Dios vino en su ayuda y mandó a Moisés levantar una serpiente de bronce en lo alto de un mástil; quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían.
Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre. Pero hay una distancia enorme entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que Jesús gana para nosotros al ser levantado en la cruz.
Para una mirada exterior, ajena a la fe, aquello no será más que el ajusticiamiento cruel de un simple condenado, un hecho irrelevante para la marcha de la historia. Pero la fe hará mirar en profundidad y captar un sentido oculto a los ojos. El Crucificado no es un pobre judío fracasado que muere cargado de oprobios. Detrás de Él está Dios mismo.
La pasión y muerte de Jesús no son sólo el punto final de su vida, sino el momento supremo en que se pone de manifiesto la relación que hay entre Jesús y Dios, la prueba de que Dios está en Él. Es Dios quien lo ha enviado y entregado por amor a la humanidad entera.
El sentido de la muerte de Jesús en la cruz es que Dios “entrega” al Hijo del hombre en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida, revelando así hasta dónde llega el amor de Dios al mundo y hasta dónde llega su propio amor por nosotros. Quien por la fe acepta esto, alcanza la verdad que salva, se confía a ese amor y tiene vida eterna.

lunes, 20 de abril de 2020

Nacer de lo alto (Jn 3, 18)

P. Carlos Cardó SJ
Nicodemo conversa con Cristo, óleo sobre lienzo de Henry Osawa Tanner (1924- 1927), colección privada, Estados Unidos
Había un fariseo llamado Nicodemo, jefe judío.Éste fue a ver a Jesús de noche y le dijo: "Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él".Jesús le contestó: "Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios". Nicodemo le pregunta: "¿Cómo puede nacer un hombre, siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?".Jesús le contestó: "Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: "Tenéis que nacer de nuevo"; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu".
El texto desarrolla uno de los temas más característicos del evangelio de Juan: el de la comprensión del misterio de Jesús como revelador de la verdad de Dios y de la verdad del ser humano. Por sí solo, el hombre no comprende; necesita la gracia, don de lo alto, que lo hace salir de la inteligencia carnal o “de aquí abajo” y lo lleva a la comprensión por medio del espíritu. La condición para ello queda expuesta claramente: hay que nacer de lo alto o de nuevo, por medio del espíritu. La fe obra en nosotros una regeneración.
Un hombre llamado Nicodemo va a ver a Jesús. Pertenece al partido de los fariseos (separados), que promueven la renovación moral del pueblo mediante el cumplimiento estricto de la ley mosaica, como medio para acelerar la llegada del Mesías y del reino de Dios. Gozaban de prestigio en el pueblo, al que querían ganar para una vida separada del mundo impuro.
En los evangelios aparecen como los principales enemigos de Jesús, pero muchos pasajes fueron interpolados más tarde, porque a partir del año 70 d.C. persiguieron a los cristianos. Fueron los interlocutores críticos más importantes de Jesús, quien tuvo amigos entre ellos (Lc 11; 14; 19; Mc 15). Los tomó en serio y ellos a él, porque él y ellos tomaban en serio la voluntad de Dios. Pero rechazó la concepción de la Ley que tenían y entró en conflicto con ellos (Mc 7,11-13; Lc 11,42).
Nicodemo es identificado, además, como un personaje importante, maestro de Israel, y miembro del Consejo de los ancianos (Sanedrín). Probablemente, como otros miembros del grupo, ha quedado impresionado por los signos que Jesús realiza, sobre todo por el de expulsar los mercaderes del templo y anunciar otra forma de religión, ya no basada en el templo y en las antiguas tradiciones judías. Toma la iniciativa y va a Jesús, quiere informarse directamente de la identidad de este nazareno a quien mucha gente sigue.
Y viene de noche. Se podría pensar que quiere aprovechar la tranquilidad de la noche, tiempo del descanso y también de la confidencia; pero lo hace por miedo, para no tener problemas con los de su grupo y en el Consejo. En el evangelio de Juan, además, la noche está asociada a la tiniebla y es símbolo de la situación del hombre sin fe, que se opone a Jesús, que es la luz.
Consciente de su autoridad, toma la palabra, pero el protagonista es Jesús, que rápidamente conducirá el diálogo, llevándolo por caminos impensados, que pondrán al fariseo ante su propia incapacidad de comprender.
Rabbí, le llama Nicodemo, empleando un título honorífico propio de doctores de la ley. Y añade con tono de autoridad: Sabemos que vienes de parte de Dios como maestro, porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él. Lo reconoce, pues, como profeta y enviado de Dios, pero en esta seguridad con que juzga está la razón de su falta de comprensión. Piensa haber comprendido ya a Jesús porque le han llegado informaciones y las ha interpretado según sus propios esquemas teológicos, pero no está abierto a la fuerza de renovación que la noticia sobre Jesús podía haberle transmitido.
Sabe que Jesús viene de Dios, pero a diferencia de la gente sencilla que lo ha seguido, él no ha pensado acoger su invitación a renovarse. Es el típico hombre religioso y culto, acostumbrado a interpretar los signos de Dios, pero eso solo no basta. Profesional de Dios, en el fondo es un impotente: lo que nace de la carne es carne, debilidad e inconsistencia (v.6), que debe dejarse iluminar y cambiar por la palabra. El diálogo subraya su ignorancia. En Nicodemo está Jerusalén, el pueblo, la humanidad que rechaza a Jesús, la tiniebla confrontada con la luz.
La incapacidad para salir de este círculo que encierra sobre uno mismo sólo puede ser superada por la gracia de lo alto, que hace nacer a una vida verdaderamente libre, propia de los hijos e hijas de Dios. Nicodemo entiende el nacer de nuevo, simplemente, como el sueño de una vida que se rejuvenece a sí misma, no como el don que Dios ofrece. Tiene que aprender que no se entra en el Reino por pura voluntad propia, ni por las ideas y conocimientos que uno tiene de la religión.
Se entra en él por medio del Espíritu, fuerza misteriosa que actúa como el viento que arrebata o el agua que purifica e infunde vida. Su realidad imprevisible e inasible, infunde en nosotros una capacidad impensada de conocer el amor de Dios y de actuar movidos por el mismo amor.