viernes, 10 de abril de 2020

Pasión de Nuestro Señor Jesucristo (Jn 18,1-19,42) - Viernes Santo

P. Carlos Cardó SJ
Ecce Homo, óleo sobre lienzo de Mateo Cerezo el Joven (1650), Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría
Entonces los soldados, con el comandante y los guardias de los judíos, prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a casa de Anás.La muchacha que atendía la puerta dijo a Pedro: "¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?".Pedro le respondió: "No lo soy".Los sirvientes y los guardias tenían unas brasas encendidas y se calentaban, pues hacía frío. También Pedro estaba con ellos y se calentaba.El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su enseñanza.Jesús le contestó: «Yo he hablado abiertamente al mundo. He enseñado constantemente en los lugares donde los judíos se reúnen, tanto en las sinagogas como en el Templo, y no he enseñado nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Interroga a los que escucharon lo que he dicho».Al oír esto, uno de los guardias que estaba allí le dio a Jesús una bofetada en la cara, diciendo: «¿Así contestas al sumo sacerdote? ».Jesús le dijo: «Si he respondido mal, demuestra dónde está el mal. Pero si he hablado correctamente, ¿por qué me golpeas? ».Pilato volvió a entrar en el palacio, llamó a Jesús y le preguntó: «¿Eres tú el Rey de los judíos?».
Jesús le contestó: «¿Viene de ti esta pregunta o repites lo que te han dicho otros de mí?».
Pilato respondió: «¿Acaso soy yo judío? Tu pueblo y los jefes de los sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho? ».Jesús contestó: «Mi realeza no procede de este mundo. Si fuera rey como los de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reinado no es de acá».
Pilato le preguntó: «Entonces, ¿tú eres rey?».Jesús respondió: «Tú lo has dicho: yo soy Rey. Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz».Pilato dijo: «¿Y qué es la verdad?».Dicho esto, salió de nuevo donde estaban los judíos y les dijo: «Yo no encuentro ningún motivo para condenar a este hombre». Entonces Pilato tomó a Jesús y ordenó que fuera azotado. Los soldados hicieron una corona con espinas y se la pusieron en la cabeza, le echaron sobre los hombros una capa de color rojo púrpura. Cargando con su propia cruz, salió de la ciudad hacia el lugar llamado Calvario (o de la Calavera), que en hebreo se dice Gólgota. Allí lo crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado y en el medio a Jesús.
Pilato mandó escribir un letrero y ponerlo sobre la cruz. Estaba escrito: «Jesús el Nazareno, Rey de los judíos». Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, dijo: «Tengo sed», y con esto también se cumplió la Escritura. Había allí un jarro lleno de vino agrio. Pusieron en una caña una esponja empapada en aquella bebida y la acercaron a sus labios.
Jesús probó el vino y dijo: «Todo está cumplido».Después inclinó la cabeza y entregó el espíritu. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos con los aromas, según la costumbre de enterrar de los judíos.
El evangelista San Juan presenta la pasión de Jesús como la revelación del amor que triunfa sobre el mal del mundo y la muerte. En Jesús muerto en la cruz, la vieja humanidad, alejada de Dios por el pecado, muere y renace como una nueva humanidad, cuyo destino es el reino de Dios.
Esta transformación acompaña toda la narración. La traición y arresto de Jesús en el Huerto de los Olivos, las afrentas en casa del sacerdote Caifás y en el pretorio de Pilato, la tortura de la flagelación, la corona de espinas y el manto púrpura, la proclamación que hace de él Pilato: ¡He ahí al Hombre!, Aquí tienen a su Rey!, todos son preparativos de su entronización.
En su cruz se ha escrito su título de rey. Levantado en alto, se cumple lo que había dicho: Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12,32). De este modo la cruz, patíbulo infame, se convierte en el trono del Hijo de Dios, desde el que juzga y derrota a la maldad del mundo (cf. Jn 12,31). San Pablo dirá: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20).
Toda la injusticia y maldad del mundo se concentran para dar muerte al inocente. Todo el amor con que Dios y su Hijo aman al mundo llega hasta el extremo de aceptar este destino y vencer esa misma maldad con el perdón, la bondad y la misericordia. Jesús convierte su muerte, de asesinato perverso, en ofrenda voluntaria de su cuerpo entregado y de su sangre derramada como la prueba suprema de cuánto es capaz de hacer Dios para que nadie se pierda, para que la maldad no triunfe en ninguno de sus hijos e hijas. Mirando la cruz no podemos dejar de ver ¡cuánto nos ama Dios!
La pasión y muerte de Jesús son el triunfo del amor. Por eso, Juan nos hace advertir la serie de pequeños y grandes ac­tos del amor misericordioso de Jesús que se suceden durante su pasión. Todo es don en la pasión y muerte del Señor: continúa preocupándose por los suyos y pide que lo arresten a Él solo, confía su madre al discípulo... Y, con la convicción de haber realizado plenamente la misión que el Padre le ha encomendado, inclina la cabeza y nos da el Espíritu.
Finalmente, de su costado traspasado por la lanza, sale sangre y agua, signos de la Iglesia ahí representada en el agua del bautismo y la sangre de la eucaristía. La sobreabundancia de mal es cambiada por el amor del Padre, por Jesús y con el Espíritu, en sobreabundancia de bien.
Se nos invita, pues, a contemplar la cruz del Señor y admirarnos del amor de Dios por la humanidad, por cada ser humano en concreto, por ti, por mí. Se nos invita a creer en el valor de la vida humana que ha sido amada por Dios hasta este punto. Se nos invita a mirar el Corazón traspasado de Cristo –Mirarán al que atravesaron para que sea Él quien marque la dirección y sentido del camino por donde se alcanza la vida verdadera: camino del amor que mueve a amar como somos amados. Así nos haremos fuertes para llevar nuestra cruz, como Jesús llevó la suya, para hacer de ella una ocasión recóndita de entrega y ofrecimiento.
Con estos sentimientos, adoremos la cruz salvadora. Contemplemos al Señor levantado a lo alto y supliquémosle que nos mire como miró a su bendita madre o al discípulo al que tanto quería y digámosle:
«Acuérdate de mí, Señor, con misericordia, no recuerdes mis pecados, sino piensa en tu cruz; acuérdate del amor con que me amaste hasta dar tu vida por mí; acuérdate en el último día de que durante mi vida yo sentí tus sentimientos y compartí tus sufrimientos con mi propia cruz a tu lado. Acuérdate entonces de mí y haz que yo ahora me acuerde de ti» (San Henry Newman).

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