jueves, 9 de abril de 2020

Jesús lava los pies de sus discípulos (Jn 13, 1-15)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús lava los pies a sus discípulos, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1580), Galería Národní, Praga, República Checa
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que le había llegado la hora de salir de este mundo para ir al Padre, como había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban comiendo la cena y el diablo ya había depositado en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle.
Jesús, por su parte, sabía que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos y que había salido de Dios y que a Dios volvía.
Entonces se levantó de la mesa, se quitó el manto y se ató una toalla a la cintura. Echó agua en un recipiente y se puso a lavar los pies de los discípulos; y luego se los secaba con la toalla que se había atado.
Cuando llegó a Simón Pedro, éste le dijo: "¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?".Jesús le contestó: "Tú no puedes comprender ahora lo que estoy haciendo. Lo comprenderás más tarde".
Pedro replicó: "Jamás me lavarás los pies".
Jesús le respondió: "Si no te lavo, no podrás tener parte conmigo".
Entonces Pedro le dijo: "Señor, lávame no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza".Jesús le dijo: "El que se ha bañado, está completamente limpio y le basta lavarse los pies. Y ustedes están limpios, aunque no todos".
Jesús sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: "No todos ustedes están limpios".
Cuando terminó de lavarles los pies, se puso de nuevo el manto, volvió a la mesa y les dijo: "¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado ejemplo, y ustedes deben hacer como he hecho yo."
Es la víspera de su pasión. Jesús entra en ella consciente y voluntariamente. Quiere hacer de su muerte en cruz la expresión máxima de su amor por nosotros: Habiendo amado a los suyos… los amó hasta el extremo. Sabe que va a ser traicionado, abandonado y condenado a muerte injustamente. Quiere anticipar estos acontecimientos en la cena pascual que desea celebrar con sus discípulos para prepararles el ánimo y recordarles lo que ha sido la clave de su vida: que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida.
Por eso les lava los pies, en un gesto propio de esclavos que prefigura su próxima muerte en la cruz. Por eso transforma la cena pascual judía en el don de su amor y en el sello de un nuevo pacto de Dios con nosotros, que nada podrá romper.
En la cena que Jesús celebra cambia los sacrificios que ofrecían los judíos –el cordero inmolado, los panes sin levadura y las hierbas amargas–, por la comida de su propio cuerpo y la bebida de su sangre salvadora. En el simple acto de partir el pan y beber una copa de vino, y en las sencillas palabras: Esto es mi cuerpo..., esto es mi sangre, se concentra todo lo que Jesús es y todo lo que nos da. Ahí está simbólicamente expresada la prueba máxima de su amor: el sacrificio de su vida y su glorificación.
La Iglesia, reunida allí en el Cenáculo, recibe este gesto del Señor como un mandato. Hagan esto en memoria mía. Por eso, desde aquella noche, los cristianos nos reunimos en la eucaristía, conscientes de que cada vez que comemos juntos el pan y bebemos la copa anunciamos la muerte del Señor, proclamamos su resurrección y expresamos nuestro anhelo más profundo: ¡Ven Señor, Jesús! La Iglesia sabe que la Eucaristía condensa todo lo que ella es y todo lo que ella cree; por eso, la Eucaristía es norma de vida del cristiano y de la comunidad.
Por todo esto no debemos olvidar que lo que Jesús hizo en su Última Cena no fue un simple rito, una ceremonia, una representación. No tiene sentido celebrar la Eucaristía como un simple rito obligatorio, sin hacer de nuestra vida una memoria viva de su amor por nosotros.
Toda la vida ha de hacerse “eucaristía”, comunión con Dios en Cristo y comunión entre nosotros, acción de gracias por los bienes que Dios nos da y que debemos repartir entre nosotros, servicio generoso regido por el mandamiento nuevo del amor. Esto es lo que nos mandó hacer Jesús cuando, después de lavar los pies de sus discípulos y después de partir el pan y ofrecer el cáliz, les dijo ¡Hagan esto!
En la Eucaristía, el mismo Jesús se nos da como alimento. Tomen, coman, esto es mi cuerpo. La comunión es un encuentro entre dos personas, es la asimilación de su vida en la mía, es mi transformación y configuración con Aquel que recibo. Asimismo, el comulgar con Cristo es comulgar con todos sus miembros, de los que Él es la cabeza, es vivir el ideal al que tendían las primeras comunidades cristianas que, junto con el compartir un mismo pan y una misma copa, lo tenían todo en común y se unían entre sí formando solo corazón y una sola alma. Por eso no se puede separar lo que Jesús ha unido: el “sacramento del altar” y el “sacramento del hermano”.
Jesús, el amigo que va a morir, se despide de sus seres queridos. Impresionan los sentimientos de Jesús al lavarles los pies a los discípulos e instituir la Eucaristía, las palabras que les dice, las recomendaciones últimas que les da y su oración por ellos. No quiere dejarlos tristes; les promete el Espíritu Consolador. No quiere dejarlos solos, pues sabe que los expone a la tentación: les deja su cuerpo como alimento y como signo eficaz de su presencia real entre ellos: No es posible imaginar una unión mayor y más estrecha.

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