jueves, 28 de febrero de 2019

El escándalo (Mc 9, 41-50)

P. Carlos Cardó SJ
Maderas con piedras de molino, óleo sobre lienzo de Paul Cezanne (1894), Fundación Barnes, Filadelfia, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no se quedará sin recompensa. Al que sea ocasión de pecado para esta gente sencilla que cree en mí, más le valdría que le pusieran al cuello una de esas enormes piedras de molino y lo arrojaran al mar. Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela; pues más te vale entrar manco en la vida eterna, que ir con tus dos manos al lugar de castigo, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo; pues más te vale entrar cojo en la vida eterna, que con tus dos pies ser arrojado al lugar de castigo. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo; pues más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al lugar de castigo, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga. Todos serán salados con fuego. La sal es cosa buena; pero si pierde su sabor, ¿con qué se lo volverán a dar? Tengan sal en ustedes y tengan paz los unos con los otros".
Después de su exhortación a la tolerancia, el evangelio ilumina otros aspectos de la vida, que tienen que ver con el seguimiento de Cristo y la lucha contra el mal.
Dice Jesús: Todo el que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son ustedes de Cristo, no quedará sin recompensa. La tolerancia va siempre acompañada de la magnanimidad. Hasta los más pequeños gestos de atención y acogida del prójimo, como dar un vaso de agua, son significativos, tocan personalmente al mismo Cristo.
A continuación, Jesús hace ver, con una frase de gran severidad, aquello que constituye lo contrario del servicio: el escándalo. Escándalo es toda acción, gesto o actitud que induce a otro a obrar el mal, o causa en él un mal moral de consecuencias muy negativas. Los pequeños, los niños, y la gente sencilla creen ya en Dios, pero las acciones y conducta de los mayores pueden hacerles difícil la fe.
Nada hay más grave que inducir a pecar a los débiles o herirlos en su sagrada dignidad, violentándolos por el poder o la fuerza que se tiene o por estar situados frente a ellos en un nivel de superioridad. La advertencia es tajante: quienes no respetan a los pequeños o se convierten en sus seductores o vulneran su dignidad acaban de manera desastrosa.
Pero no solamente se puede escandalizar a otros, sino que uno puede también ser escándalo para sí mismo. En este sentido, Jesús nos exhorta a que tengamos cuidado con nosotros mismos y miremos nuestro interior, de donde surgen los conflictos. Así mismo es necesario que cada cual se pregunte dónde radican las posibles ocasiones de pecado, para renunciar a ellas y evitarlas.
Las frases de Jesús: Si tu mano, tu pie o tu ojo son ocasión de escándalo…, córtatelo, obviamente no significan mutilación. Son imágenes hiperbólicas, gráficas y de gran fuerza expresiva; con ellas lo que Jesús nos dice es que debemos llegar a una opción firme y decisiva por un estilo de vida que refleje los valores del evangelio.
Es lo mismo que dijo Jesús a propósito de los que quieren ser los primeros y han de optar por ser servidores de los demás, o a propósito de quienes, por haber descubierto el tesoro escondido, deciden dejarlo todo para obtenerlo. En este caso, se trata de “entrar en la vida”, en la vida del Reino, que es el bien supremo.
Decidirse por llevar una vida conforme a los valores del Reino implica modificar el uso que damos a cosas que pueden ser muy apreciadas. Toda opción implica renunciar a otras posibilidades que pueden ser válidas y preciosas, pero que no pueden mantenerse junto con el bien mayor que se ha elegido. No podemos leer estas advertencias de Jesús en clave moralista y ascética. Está de por medio la alegría que motiva y orienta hacia la plena realización de nuestra persona en Dios.
Hay un comentario a estas frases de Jesús que puede resultar iluminador: con la mano uno coge, toma posesión. Con el pie, uno se encamina hacia lo que quiere. Con el ojo uno descubre lo que desea poseer. Posesión, voluntad y deseo. Todo es bueno, pero puede desordenarse. Debo preguntarme: ¿a qué me aferro?, ¿qué persigo?, ¿qué ansío tener?  

miércoles, 27 de febrero de 2019

La sana tolerancia (Mc 9,38-40)

P. Carlos Cardó SJ
Escenas de mestizaje: de negra india y china cambuja, óleo sobre lienzo de Miguel Cabrera (1763), Museo de las Américas, Madrid, España
En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús: "Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros."Jesús respondió: "No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro."
Juan el apóstol (que con su hermano Andrés eran para Jesús unos violentos, Boanerges, hijos del trueno, cf. Mc 3, 17) le dijo a Jesús que habían visto a uno expulsar demonios en su nombre y se lo habían prohibido porque “no era de nuestro grupo”. Querían, por tanto, tener la exclusiva, el monopolio de Jesús.
Probablemente Marcos escribe este texto pensando en las dificultades y polémicas que surgieron en la primitiva Iglesia. Quiere enseñarnos a evitar que las discusiones se conviertan en causa de división y hacer que sirvan más bien para forjar una mayor unión mediante el respeto a las diferencias.
Discrepancias y discusiones eran frecuentes en las primeras comunidades, como puede verse en las cartas de Pablo y en Hechos de los Apóstoles, y son un problema siempre actual. La razón es que, por la naturaleza misma de las cosas, no puede sino haber diversidad en una institución como la Iglesia.
El Espíritu Santo, que la asiste, inspira una gran variedad de dones personales, servicios y modos de pensar que concurren al bien común y son riqueza de la Iglesia. Por eso, lo verdaderamente eclesial no es pretender una uniformidad en todo, sino presuponer siempre que el otro, que puede no pensar o actuar como yo pero busca también servir a Cristo y a los hermanos, es movido por un buen espíritu, mientras no se demuestre lo contrario.
Guiados por el principio que se nos da en el amor, podemos, pues, aceptar que cada cual en la Iglesia puede seguir su propio espíritu, mientras no conste que va tras un espíritu falso; y, por tanto, podemos presuponer la rectitud, la libertad, la buena voluntad y no precisamente lo contrario.
Así, pueden existir, y de hecho existen, personas que realizan obras buenas “en nombre de Jesús”, pero no pertenecen a instituciones visibles o agrupaciones. Los que sí forman parte de ellas por filiación, nombramiento, o función conferida– pueden juzgar a estas personas como lo hacían los discípulos de Jesús porque “no son de los nuestros”.
Al obrar así, dan a entender –lo quieran o no– que sólo en su ámbito actúa el espíritu de Jesús, como si a ellos se les hubiese concedido un monopolio de Jesús y de su evangelio. Sustituyen a Jesús por la institución a la que pertenecen, olvidando que Jesús esta por encima de todas las instituciones. Por consiguiente, es Él quien debe crecer y no mi grupo, mi corriente, mi modo de pensar.
No se trata de que la gente nos siga a nosotros sino que siga a Cristo; no se trata de incrementar mi grupo, sino de hacer crecer a la Iglesia; no se trata de hacer que los demás piensen y actúen como nosotros, sino que sigan en verdad a Jesucristo. Apropiarse de la verdad del evangelio, creer que sólo quienes piensan como nosotros la tienen, eso suele ser causa de actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente el ser de la Iglesia.
Por eso dice el Señor: Quien no está contra nosotros, está con nosotros. El evangelio nos cura de toda tendencia al círculo cerrado, al sectarismo y fanatismo, a la postura intransigente y al gesto discriminador. Libre, por encima de todo aquello que divide en bandos y enfrenta a las personas, Jesús alienta la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón, espíritu universal para abrazar, respetar y estimar a todos los que, en su nombre, buscan servir a los hermanos. Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son virtudes esencialmente eclesiales. Y lo único que en el plano humano puede mantener la unidad en la Iglesia es el amor, que acoge a todos, aun al que es diferente, aunque no logre “comprenderlo”.
Ampliando nuestra visión podemos decir que el mismo Jesús, que quiere que la salvación alcance a todo ser humano, incluso por medio de personas que no pertenecen al grupo –el que no está contra nosotros, está a favor nuestro–, nos capacita para apreciar la labor que realizan tantos hombres y mujeres que buscan servir a su prójimo y contribuyen a construir una sociedad más justa y fraterna, aunque no pertenezcan a la Iglesia. En ellos podemos reconocer la acción del mismo Espíritu de Jesús y podemos sentirlos como amigos y aliados, nunca como adversarios. No están contra nosotros pues están a favor del ser humano, como estaba Jesús.

martes, 26 de febrero de 2019

Enseñanza sobre el servicio (Mc 9, 30-37)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo con los niños, óleo sobre lienzo de Sebastian Bourdon (1655), Museo del Louvre, París
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.Les decía: "El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará."
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: "¿De qué discutíais por el camino?". Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos." Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: "El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado."
En su camino a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús instruye a sus discípulos sobre el destino de cruz del Hijo del Hombre. Pero los discípulos no entendieron lo que les decía (9,32), no cabía en sus mentes la idea de un Mesías que habría de acabar en cruz.
Esta incapacidad para entender a Jesús se pone de manifiesto en la discusión que tienen entre ellos. ¿De qué discutían por el camino?, les pregunta Jesús. Ellos discutían quién era el más importante en del grupo. El deseo de ser reconocido y apreciado es natural; su realización asegura la autoestima y la confianza básica que consolidan, a su vez, la identidad de la persona y la mueven a progresar y perfeccionarse.
Más aún, Dios quiere que fructifiquen los talentos que Él nos da, que aspiremos a las más altas formas de servicio que podemos ofrecer, usando esos mismos talentos que Él ha puesto en nosotros. Pero sobre este deseo natural y sobre esta voluntad de Dios que nos abre al más, al mayor servicio y a su mayor gloria, se puede sobreponer el afán de sobresalir por encima de los demás, la actitud arribista de quien a toda costa quiere ocupar el primer lugar, buscando ya no el mejor servicio sino su propia gloria. Esta actitud la tenían los discípulos de Jesús, acrecentada tal vez porque las distinciones, los rangos y los puestos de importancia, era un tema particularmente debatido en el ambiente judío.
Jesús aprovecha esta ocasión para transmitir una enseñanza sobre el modelo de autoridad que deberá ejercitarse en su comunidad. Será un modelo basado en una lógica diferente a la que emplean los gobernantes. Será la lógica del servicio y de la solidaridad, que invierte los valores del mundo y adquiere toda su densidad de significado en el hecho palpable de que Jesús, siendo el primero, prefiere ser el servidor de todos.
Según el evangelio, sólo es lícito ejercer la autoridad como servicio, nunca como poder de dominio sobre los demás. Todo cargo se ha de ejercer para favorecer el bien común, atender y servir a las personas. Se corrompe la autoridad y se perjudica el derecho y la dignidad de las personas cuando los gobernantes se utilizan el poder para lucrar y servirse a sí mismos del modo que sea. A los ojos de Dios el primero es el que mejor sirve. El servicio es la norma básica de la conducta agradable a Dios. Y si este servicio se hace a los más débiles y postergados de la sociedad, tanto mejor. Así se comportó Jesús y en su modo de actuar nos mostró la actuación misma de Dios.
El gesto que a continuación hace Jesús sirve para reforzar esta idea. Jesús coloca a un niño en medio del grupo, lo abraza y dice: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.
Este gesto simbólico pone en evidencia lo que Jesús quiere. En la sociedad judía, el huérfano, la viuda, el extranjero, el siervo, el niño estaban privados de derechos; para Jesús, son los más importantes. Los niños nada poseen. Son y llegan a ser lo que se les da. Refiriéndose a ellos, Jesús ilustra la relación que hay entre el poder y la búsqueda del reino de Dios: hay que superar el afán de posesión y de dominio (ya sea de personas o de bienes), incluso el poseerse a sí mismo, para poder entregar la vida y recibir a cambio la verdadera y feliz vida eterna.
A los niños y a quienes se les asemejan, les pertenece el Reino. Porque son los desprovistos, porque no tienen su seguridad en sí mismos y viven sin pretensiones ni ambiciones, por eso su vida está abierta –pendiente– del don de Dios. Por no tener nada y recibirlo todo, los niños son los últimos. Porque todo en sus vidas depende de Dios, son los primeros en su corazón. Nada poseen; Dios es todo para ellos. Por eso Jesús se identifica con ellos: Quien acoge a uno de estos pequeños, a mí me acoge.
La lección es clara: el discípulo ha de renunciar a toda falsa afirmación de sí mismo para poder acoger el don del Reino. La persona encuentra su verdadero valor en su actitud de amor y servicio a aquellos con los que Cristo se identifica.
La Eucaristía nos reúne a todos por igual. En ella no hay diferencias de rango ni de poder. Simples hermanos y hermanas nos juntamos en la mesa de nuestro Padre común. Al partir el pan, cobramos fuerzas para mantener nuestro rechazo a todas las concepciones de la autoridad que, desde la familia, la escuela, la empresa, el Estado y aun la misma Iglesia, generan abusos y sufrimientos. 

lunes, 25 de febrero de 2019

Curación de un epiléptico sordomudo (Mc 9, 14-29)

P. Carlos Cardó SJ
Detalle de la Transfiguración, óleo sobre lienzo de Rafael Sanzio (1520), Pinacoteca Vaticana, Roma
Cuando volvieron a donde estaban los otros discípulos, los encontraron con un grupo de gente a su alrededor, y algunos maestros de la Ley discutían con ellos.La gente quedó sorprendida al ver a Jesús, y corrieron a saludarlo.
El les preguntó: "¿Sobre qué discutían ustedes con ellos?".Y uno del gentío le respondió: "Maestro, te he traído a mi hijo, que tiene un espíritu mudo. En cualquier momento el espíritu se apodera de él, lo tira al suelo y el niño echa espuma por la boca, rechina los dientes y se queda rígido. Les pedí a tus discípulos que echaran ese espíritu, pero no pudieron".
Les respondió: "Qué generación tan incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos? Tráiganme al muchacho".
Y se lo llevaron. Apenas vio a Jesús, el espíritu sacudió violentamente al muchacho; cayó al suelo y se revolcaba echando espuma por la boca.
Entonces Jesús preguntó al padre: "¿Desde cuándo le pasa esto?".Le contestó: "Desde niño. Y muchas veces el espíritu lo lanza al fuego y al agua para matarlo. Por eso, si puedes hacer algo, ten compasión de nosotros y ayúdanos".
Jesús le dijo: "¿Por qué dices "si puedes?".Todo es posible para el que cree".
Al instante el padre gritó: "Creo, pero ayuda a mi poca fe!".Jesús lo tomó de la mano y le ayudó a levantarse, y el muchacho se puso de pie.
Ya dentro de casa, sus discípulos le preguntaron en privado: "¿Por qué no pudimos expulsar nosotros a ese espíritu?". Y él les respondió: "Esta clase de demonios no puede echarse sino mediante la oración".
El texto tiene probablemente como trasfondo la inquietud de la primitiva de la Iglesia por saber cómo va a poder continuar la obra del Señor y, concretamente, cómo debe enfrentar y vencer el mal del mundo.
El tema central es la contraposición entre el poder de Dios y la impotencia de los discípulos, la no-fe contrapuesta a la fe que todo lo puede, porque comunica a los hombres el poder de Dios. La Iglesia, mediante la fe y la escucha de la Palabra, se hace capaz de vencer el mal como Jesús. Identificada con el padre del niño enfermo, implora fervientemente al Señor la salud de sus hijos.
En el relato aparece Jesús luchando contra el mal hasta en su último reducto y bastión: el de la muerte. Y se pone de manifiesto el triunfo en la resurrección. El niño epiléptico es presentado como muerto. Su padre ve en la enfermedad de su hijo la acción de poderes mortíferos, contra los cuales los hombres no pueden hacer nada.
Los discípulos han recibido de Jesús el poder de expulsar demonios en su nombre, pero no han podido hacerlo. No han sabido cumplir su labor. El grupo entra en crisis: la impotencia que sienten proviene de su falta de fe. Algo semejante les ocurrió en la tempestad: Jesús dormía y ellos se morían de miedo. Es la situación de la Iglesia después de la resurrección. Es la situación que se vive de continuo: se atraviesa por un mal momento y Jesús duerme, está como ausente. La sensación de impotencia que ahí se genera sólo es superable con la fe que se traduce en oración.
Jesús se queja de la falta de fe. Generación incrédula y perversa… Les reprocha su falta de fe que conduce a idolatría. Quien no se fía de Dios se pervierte: se vuelve a los ídolos, pone su confianza en criaturas de las que no puede venirle la salvación, pervierte su orientación a Dios, fuente de todo bien, e intenta sustituirlo inútilmente con las cosas.
Si puedes… Es una oración defectuosa, insegura del poder de Dios para cambiar la situación. Concretamente, el padre del hijo epiléptico parece no saber que Jesús no puede quedarse sin hacer nada frente al dolor de la gente, que todo su ser se conmueve y se decide de inmediato a ayudar, sanar, liberar, aun yendo en contra de tradiciones y reglamentos.
Todo es posible al que cree, le responde Jesús, animándolo a dar el paso de una fe condicionada a la fe incondicional, a la oración perfecta, a la fe que trae consigo la victoria.
El padre del niño reacciona de inmediato, reconoce su limitación y suplica: Creo, pero ayuda mi incredulidad, aumenta mi fe. Es la oración perfecta. La fe lleva a liberarse del buscar seguridad ni en sí mismo ni en nada que no sea Dios solo. La fe lleva a asumir la propia debilidad para dejar actuar al poder de Dios. Pablo integra sus propias debilidades y flaquezas en una visión de fe en el poder de Cristo, que es capaz de actuar en él, y afirma: Gustosamente seguiré enorgulleciéndome en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo …, porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte (2 Cor 12, 9-10). 
Esta es la paradoja: la fe, que parte de la debilidad reconocida y confesada, se hace fuerza de Dios. Es lo que los discípulos no tienen y deben pedirlo. Para que actúe la fuerza sanante, resucitadora (Jesús tomó de la mano al niño y lo levantó), hay que orar.

domingo, 24 de febrero de 2019

Homilía del Domingo VII del Tiempo Ordinario - El perdón (Lc 6, 27-38)

P. Carlos Cardó SJ
Perdón al hijo pródigo, óleo sobre lienzo de Giovane Palma (1595), Galería de la Academia, Venecia, Italia
“A vosotros que escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, tratad bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os injurian. Al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra, al que te quite el manto no le niegues la túnica; da a todo el que te pide, al que te quite algo no se lo reclames. Como queréis que os traten los hombres, tratadlos vosotros a ellos. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a sus amigos. Si hacéis el bien a los que os hacen el bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Si prestáis esperando cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan para recobrar otro tanto”.“Amad más bien a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio. Así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y os darán: recibiréis una medida generosa, apretada, remecida y rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros”.
El mensaje sobre el amor a los enemigos es una de las aportaciones más decisivas del cristianismo a la historia de la humanidad. Bendigan a los que los maldicen, oren por los que los injurian. ¿Pero cómo se puede amar a los enemigos, a los que de mala fe nos odian, calumnian, maltratan, hieren o despojan? ¿Cómo no van a sentir dolor, rabia y hasta deseos de venganza las víctimas inocentes y sus familiares? ¿Es necesario el perdón? ¿No está Jesús exigiendo algo imposible? Las preguntas sin duda son pertinentes y es necesario tomarlas muy en serio.
Con todo, la respuesta del cristiano no puede ser otra que la afirmación de la necesidad del perdón, aunque sabe muy bien que llevar a cabo algo así, sólo es posible con la ayuda de la gracia y con la firme voluntad de imitar a Jesús, que no sólo habló del perdón sino que lo practicó y murió perdonando a sus verdugos (Lc 23,34).
El comportamiento y enseñanza de Jesús fueron muy claros: Él no hizo otra cosa que mostrarnos el rostro de un Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos, porque ama a todos sin distinción (Mt 5,45). Él nos hizo ver que, no solamente llevamos una inclinación al mal sino que pecamos muchas veces pero, no obstante, el Padre del cielo nos perdona y restablece. Nos puso, por tanto, en la perspectiva del amor de Dios y por eso nos dijo: Sean compasivos como su Padre es compasivo. Nos hizo ver que Dios es amor (1 Jn 4,8.16) y que la esencia del amor divino está en la misericordia, que va más allá de la justicia.
Dios es quien nos capacita para amar así a los demás, porque Él nos amó primero (1 Jn 4,19). Y cuando finalmente nos decidimos a imitar al Padre, porque experimentamos su amor en nosotros, entonces ya no son una carga insoportable las enseñanzas de Jesús.
Por eso es un imperativo para nosotros apoyar todo proceso de perdón. Del odio y de la desesperanza no sale nada bueno. El odio y la desesperanza van contra las leyes de la vida y ofenden al Creador.
Mucho tenemos que hacer todavía para inculcar el valor del perdón en la formación de personalidades sanas, condición básica para una humana convivencia en sociedad. Con frecuencia se piensa que el perdón es propio de débiles o de gente religiosa. Pero el perdón es necesario para vivir de una manera sana, para poder humanizar los conflictos y para romper la espiral de la violencia. No es dejar de lado la justicia, no es echar tierra sobre la historia; es no tomarte la justicia por tu mano, no practicar la ley del talión.
El perdón no niega la realidad del mal cometido. Lo supone. Asimismo, supone los naturales sentimientos de disgusto, enfado e indignación ante la injusticia. Pero justamente ahí donde podría tener cabida el odio, el rencor y la venganza, “instintos de muerte” que dañan a quien se deja atrapar por ellos y llevan el germen de la destrucción, la actitud del perdón abre la posibilidad de restablecer unas relaciones verdaderamente humanas con el cese de la persistente amenaza.
Con estos sentimientos negativos damos poder de seguir haciéndonos daño a quien nos ha ofendido, manteniendo abierta la herida producida en el pasado.
La justicia de Jesús no se queda en restablecer la paridad, según la norma: quien la hace la paga. Jesús nos enseña una justicia superior, propia de quien ama, que se sabe en deuda con todos: al adversario le debe reconciliación; al pequeño y al pobre le debe solidaridad; al perdido, el salir en su búsqueda; al culpable, la corrección; al deudor, la condonación de la deuda. Esta justicia es la que lleva en definitiva a creer en la persona y en su capacidad de redención, de regeneración y de cambio del ser humano.
Esta convicción la tuvieron todos aquellos hombres y mujeres que, a ejemplo de Jesús, no permitieron al mal que hiciera presa de ellos, porque se aventuraron en “un camino que es el más excelente”, según la expresión de san Pablo (1Cor 12,31): el camino del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente, y a Dios.
Quizá no hayamos tenido que hacer nunca o no tengamos que llegar en el futuro a un acto heroico de perdón, afortunadamente. Pero podemos practicar el perdón en todas las pequeñas humillaciones, decepciones, malentendidos, ingratitudes, ofensas, que la vida ordinaria lleva consigo.

Por eso oramos a nuestro Padre como el Señor nos enseñó: “perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”.

sábado, 23 de febrero de 2019

La transfiguración (Mc 9, 2-10)

P. Carlos Cardó SJ
La transfiguración de Cristo, ícono sobre tabla de autor anónimo, siglo XVI, Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos nadie en el mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: "Maestro, qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías." Estaba asustado, y no sabía lo que decía.
En eso se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: "Éste es mi Hijo amado; escuchadlo."
Y de pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
En el camino a Jerusalén, Jesús intenta fortalecer la fe de sus discípulos para que sean capaces de asumir el escándalo de su pasión.
Dice el evangelio que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a solas a un monte. Son los mismos tres que “tomará consigo” en el momento dramático de su agonía-pasión, en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-43). Ahora serán testigos de una vivencia deslumbradora: la percepción de su gloria de Hijo único del Padre lleno de amor y lealtad. Hay un paralelismo antitético entre el pasaje de la Transfiguración y el de Getsemaní. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús transfigurado del monte es el mismo Mesías que salva en la cruz.
En el Antiguo Testamento Dios se comunicaba a través de elementos naturales como el monte, la nube y la luz. En la transfiguración, en cambio, es la naturaleza humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no es Dios que desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria de Dios, porque Dios se ha hecho hombre.
¿Qué ocurre en la transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, ven que se les revela una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Y se quedan sin palabra, incapaces de expresar lo experimentado. Sólo atinan a decir que sus vestidos se volvieron  tan resplandecientes, que ningún lavandero sería capaz de blanquearlos. Ante el misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra  más elocuente es el silencio.
Se les aparecieron Elías y Moisés. Jesús se muestra como el realizador de la esperanza de los profetas (representada en Elías) y como el que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) por medio de la nueva alianza que Dios establece con la entrega de su Hijo.
Sobrecogido por la experiencia, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les  había anunciado la pasión. Quiere prolongar la visión y el gozo, por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas…
Vino entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo. Es la misma voz que había resonado en el Bautismo de Jesús, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esta voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo sufriente por amor a sus hermanos, conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo el su cruz.
¿Qué nos dice hoy este pasaje tan lleno de simbolismos? Tenemos, en primer lugar, el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el lugar de la presencia de Dios y del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el monte; allí recibe de Él la Ley grabada en piedra. En el monte de las bienaventuranzas, Jesús proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza, sellada con su sangre. Para el cristiano, subir al monte significa encontrarse con Cristo. Significa también subir a una mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en el compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel.
Como Pedro, el cristiano puede tener la tentación de quedarse en los aspectos más agradables de su práctica cristiana y no asumir el compromiso práctico de la fe. Pero hay que bajar del monte y volver al llano donde se libra la historia de la vida y de la muerte de los hombres, guardando en el corazón la experiencia del amor del Padre, que nos sostiene.
La luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el rostro de Cristo y resplandecerá en el de los elegidos. El cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando en gloria, dice Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios de su pasión, ahora en el monte se les concede la certeza de que aun la oscuridad de la muerte quedará iluminada por la resurrección de Jesucristo. 
La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Su voz resuena en la vida de todos los días. La transfiguración fortalece a los discípulos. Ya sabemos a dónde va el camino: a la resurrección (vv. 9ss). El que nos llevó consigo al monte ha bajado con nosotros y permanece con nosotros. Por eso tenemos la seguridad de que mañana, el mañana de Dios, será de día. 

viernes, 22 de febrero de 2019

Anuncio de la pasión y reacción de Pedro (Mt 16, 13-19)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo entregando las llaves a San Pedro, óleo sobre tabla de Vincenzo Catena (1520), Museo del Prado, Madrid
En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas."
Él les preguntó: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".
Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo."
Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo."
Mientras suben a Jerusalén, donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más.
¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, Pedro no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.
Esta misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella.
La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia: Jesús dice “mi Iglesia”.
La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18).
La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de Él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu.

Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus “Reglas para sentir con la Iglesia”– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365). 

jueves, 21 de febrero de 2019

¿Quién dicen que soy yo? - Confesión de Pedro (Mc 8,27-33)

P. Carlos Cardó SJ
El encargo de Cristo a San Pedro, óleo sobre lienzo de Rafael (1515), Victoria and Albert Museum, Londres
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a los poblados de Cesarea de Filipo.Por el camino les hizo esta pregunta: "¿Quién dice la gente que soy yo?".Ellos le contestaron: "Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que alguno de los profetas".Entonces él les preguntó: "Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?".Pedro le respondió: "Tú eres el Mesías".
Y él les ordenó que no se lo dijeran a nadie.Luego se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día.Todo esto lo dijo con entera claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y trataba de disuadirlo.
Jesús se volvió, y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro con estas palabras: "¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres".
Termina la primera parte del evangelio de Marcos. Jesús ha recorrido de pueblo en pueblo la región de Galilea, transmitiendo el anuncio gozoso del reino de Dios y obrando signos en favor de la gente. La gente lo ha seguido entusiasmada y se ha animado incluso a ir tras Él en el desierto, sin nada que comer, con peligro de desmayar por el camino. Jesús los alimentó con los panes. Pero ahí pasó algo desconcertante: al bendecir los panes, partirlos y mandar a sus discípulos que los repartieran, Jesús quiso hacer ver que el pan partido y compartido era el símbolo de su propia vida entregada para la vida del mundo, y que sus discípulos debían hacer otro tanto. Puso el ideal de realización humana en la donación. Pero ellos no comprendieron el significado del pan.
Ahora nos hallamos al norte de Galilea, cerca de la ciudad pagana de Cesarea de Felipe. Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado. En este contexto, tiene con sus discípulos un momento de intimidad. Jesús les pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo lo que se oye hablar sobre el Maestro, las distintas opiniones de la gente.
Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción.
También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad, su mensaje y su obra. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Esto pasa si las personas han oído hablar de Jesús. Actualmente, en nuestro mundo secularizado, hay muchas personas que no saben nada de Él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido sus acciones en favor de la humanidad, lo más seguro es que serían capaces de admirarlo y seguirlo.
Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Quiere conocer su fe porque quiere prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra. Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: Tú eres el Mesías (en griego, Cristo). Según el evangelio de Mateo, esta confesión de fe no ha nacido de una genial perspicacia de Pedro, sino que ha sido el Padre quien se lo ha revelado. ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo... (Mt 16, 17).
“Cristiano” es aquel que confiesa a Jesús como el Cristo enviado por Dios para traernos la salvación de lo alto y liberarnos de nuestras miserias. Con Jesús Mesías irrumpe en la historia el reino de Dios de una forma eficaz y el cristiano queda asociado a Jesús para colaborar con Él en la extensión del Reino.
Esta confesión de Pedro nos invita a responder a la pregunta: quién es Jesús para nosotros. Es como si el mismo Jesús nos la hiciera también, aquí y ahora: “¿Quién soy yo para ti?”. Y espera nuestra respuesta.
El cristianismo no es una ideología, ni solamente una doctrina o una moral, sino una relación personal con Jesucristo, que sale a mi encuentro y me muestra su obra: la instauración del reinado de Dios, de la victoria del amor de Dios sobre la injusticia y maldad del mundo. Al mismo tiempo, Jesucristo me dice que para que se extienda su obra y abrace a toda la humanidad, Él cuenta conmigo.

miércoles, 20 de febrero de 2019

El ciego de Betsaida (Mc 8,22-26)

P. Carlos Cardó SJ
El ciego de nacimiento, detalle de La Maestá, temple sobre tabla de Duccio Di Buonisegna (1308-1311), Museo dell'Opera Metropolitana del Duomo, Siena, Italia
En aquel tiempo, Jesús y los discípulos llegaron a Betsaida.Le trajeron un ciego, pidiéndole que lo tocase.
Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: "¿Ves algo?.Empezó a distinguir y dijo: "Veo hombres; me parecen árboles, pero andan."
Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía con toda claridad. Jesús lo mandó a casa, diciéndole: "No entres siquiera en la aldea."
En el pasaje anterior decía Jesús: ¿Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen? (v. 18), y concluía: ¿Y aún siguen sin comprender? (v. 21). Se refería a la ceguera de los discípulos para entender su presencia en el signo del pan y el ideal de una vida que se entrega como el pan.
El milagro del ciego de Betsaida va a señalar el paso a la iluminación. Es el milagro que Jesús debe realizar en la comunidad de los cristianos, para hacerlos capaces de reconocer en el signo del pan su presencia, y puedan así disponerse a acoger la sucesiva revelación (que se iniciará en 8,31), de un Jesús Siervo sufriente, que salva a su pueblo cargando sobre sí el pecado, el dolor y la muerte de sus hermanos.
El milagro se hace en dos etapas. Este detalle puede parecer un toque de ironía del evangelista Marcos: la ceguera de los cristianos de su comunidad es tan grave, que requiere una doble intervención de Cristo para curarla. Algunos comentaristas del evangelio de Marcos ven allí una alusión implícita al aspecto trascendente de la revelación de Cristo, que supera todo entendimiento.
En un primer momento el ciego ve de manera imprecisa: está aún a medio camino entre las sombras y la luz, confunde a los hombres con árboles (v. 24). Como los discípulos que no comprendieron el significado del pan, y confundieron a Cristo con un fantasma (6,49), o como «la gente», que identifica a  Jesús con figuras del pasado, ya muertas (Juan Bautista, Elías, los profetas).
Conviene aplicarnos la pregunta: ¿Ves algo? (v. 23b). Nos servirá de preparación para la gran pregunta que vendrá después: Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? (vv. 27b.29a). Marcos, al igual que Pablo (cf. 1 Cor 11, 28), invita a examinarse uno mismo para ver si sabe discernir a Cristo en el signo del pan.
La respuesta que da el ciego (Veo hombres, pero me parecen árboles), demuestra lo lejos que se está aún de esto. Va ser necesaria una nueva intervención para que la comunidad, al igual que el ciego, llegue a ver de lejos perfectamente todas las cosas (v. 25). Esa es justamente la finalidad del evangelio: hacer ver claramente que en Jesús, pan de vida que se entrega libremente por amor a sus hermanos, se ofrece la realización de la vida humana más perfecta y lograda, la redención de toda forma de egoísmo que aliena la existencia, la orientación certera hacia la verdadera felicidad, antes y después de la muerte.
La repetición de la multiplicación de los panes y la doble curación del sordomudo y del ciego tienen, por tanto, la intención de dejar bien asentada esta lección fundamental que Marcos quiere dar a su iglesia: aquello que ocurrió en la vida de Jesús, debe ocurrir en la iglesia. Cristo abre los ojos de sus fieles para que entre en ellos la luz del evangelio.
Sólo después de esta iluminación, prosigue la segunda parte del evangelio, en la que Jesús se manifestará como el Hijo de Dios y nos indicará el camino a seguir para llegar con Él a su gloria. 
Brota espontánea en el corazón la oración del ciego de Jericó, que vendrá después y representa al verdadero seguidor de Jesús: Maestro mío, haz que recupere la vista (10, 51). Jesús vendrá con su luz y nos marcará el camino. Nos dirá: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12).

martes, 19 de febrero de 2019

La levadura de los fariseos y de Herodes (Mc 8, 14-21)

P. Carlos Cardó SJ
Cena en Emaús, óleo sobre lienzo de Jacopo Carucci Pontormo (1525), Galería de los Uffizi, Florencia, Italia
Los discípulos se habían olvidado de llevar pan y no tenían en la barca más que uno.Él les instruía, diciendo: "Atención! Absteneos de la levadura de los fariseos y de la de Herodes".
Discutían entre ellos porque no tenían pan.
Cayendo en la cuenta, Jesús les dijo: "¿Por qué discutís que no tenéis pan? ¿Todavía no entendéis ni comprendéis? ¿Tenéis acaso la mente embotada? Tenéis ojos, ¿y no veis?; tenéis oídos, ¿y no oís?, ¿No os acordáis? Cuando repartí los cinco panes entre los cinco mil, ¿cuántos cestos llenos de sobras recogieron"?
Le contestaron: "Doce".
"Y cuando repartí los siete panes entre cuatro mil, ¿cuántas cestas de sobras recogieron"?Respondieron: "Siete".
Entonces les dijo: "¿Todavía no comprendéis?"
La ceguera de los discípulos respecto al significado del pan se mantiene. Cinco veces se menciona el pan, y siete veces señala Jesús con desilusión y amargura la incomprensión de que es objeto por parte de sus discípulos: discutían, no entienden, no captan, ¿Tienen endurecido el corazón?, ¿Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen?, ¿No recuerdan cuando repartí los cinco panes entre cinco mil?, ¿y cuando repartí los siete panes entre cuatro mil? y ¿todavía no entienden?
El recuerdo de tantas preguntas hechas por Jesús indica la importancia que tiene el tema del pan para la comunidad cristiana. El evangelista lo asume así, y lo consigna para que la comunidad de todos los tiempos examine hasta qué punto Jesús y su mensaje, simbolizados en el pan, es comprendido, amado y aceptado por los cristianos, o todavía siguen apegados a otras costumbres, actitudes y maneras de pensar (“levaduras” que fermentan y corrompen), que son incompatibles con lo que Jesús es y con lo que enseña.
En la barca, que es la iglesia, los discípulos llevan un solo pan, el pan que les debería bastar y que es Cristo presente en el amor y el servicio fraterno. Eso y nada más les debería bastar para vivir la vida verdadera que Jesús ha querido comunicarles al darles a comer su pan. Pero no entienden, no creen y por eso dicen: no tenemos pan.
Jesús les señala concretamente dos maneras de pensar que fermentan dentro de la comunidad y la corrompen: Abran los ojos, les dice, y tengan cuidado con la levadura de los fariseos y con la levadura de Herodes. Jesús y su evangelio, pan ácimo de la verdad y autenticidad (1 Cor 5,8), no puede corromperse con la levadura ideológica de la religión farisaica de la ley, ni con la levadura económico-política del poder.
La primera introduce en la comunidad el fermento de muerte de una religión que hace daño porque promueve el cumplimiento de normas, ritos y costumbres que tranquilizan las conciencias, pero hacen olvidar las exigencias del amor universal y de la justicia.
Junto a ella, la levadura de Herodes introduce en la comunidad el fermento de muerte de la ambición de poder individual o grupal, que lleva a aliarse con los gobiernos injustos y opresores.
Los discípulos saben ya que hay maneras de pensar, como la de los fariseos, y formas de actuar como la de Herodes, que se deben expulsar de la comunidad eclesial como fermentos de corrupción porque impiden ver a Cristo en los hermanos, impiden cumplir el mandamiento del amor, impiden vivir una vida en la que se manifieste el significado del pan. La ley (deshumanizada por los fariseos) y el poder (usado por Herodes hasta el asesinato), se aliaron para dar muerte a Jesús y volverán a aliarse en la pasión.
La iglesia debe vivir del pan único y compartido que expresa y realiza el amor al prójimo, y que encuentra su máxima expresión en la presencia eucarística. Pero el amor fraterno y la eucaristía –que se unen como una sola cosa en un único pan– siguen amenazados hoy como lo estuvieron en el grupo de íntimos de Jesús que se dejaban corromper por esas dos «levaduras».
Como los cristianos a los que escribe Marcos, también nosotros debemos ser conscientes del peligro de privar de significado la eucaristía y reducirla a una mera repetición de fórmulas sin contenido vital.
La pregunta final de Jesús: ¿aún siguen sin comprender?, aplicada a nosotros, podría hacernos responder que sí, en efecto, seguimos sin comprender una vida que, como el pan, es para que se entregue y sirva, se comparta y dé vida. La sola razón no alcanza a comprender una vida así y por todas partes impactan en nuestra mente otras maneras de pensar el éxito, la realización personal y la felicidad. Sólo si contemplamos la persona de Jesús y pedimos su gracia, seremos capaces de comprender y asimilar su pan, reconociendo en Él su presencia real y la vida verdadera que Él nos da. 
En resumen: Jesús es el pan, que se entrega y comparte para dar vida. Ese pan es el único que debe haber en la barca que es la Iglesia. Pero hay otras manera de pensar, concretamente la de los fariseos y la de Herodes, que impiden a los discípulos creer que sólo el pan de Jesús basta. Estas dos maneras de pensar y de vivir no pueden tener cabida en la Iglesia, son fermentos que matan la presencia de Jesús en ella y corrompen el evangelio.