P. Carlos Cardó SJ
La
humanidad, óleo sobre lienzo de Cristina Alejos Cañada (1995), colección
privada
En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.Este era en el Principio con Dios.Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan.Este vino por testimonio, para que diese testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él.No era él la luz, sino para que diese testimonio de la luz.Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció.A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo.Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer.
En esto consiste el elemento decisivo de la buena noticia (evangelio)
que Dios nos da. Pero al decírnosla, Dios se arriesga a que no la entendamos o
se la rechacemos. Y así ha ocurrido, en efecto, pues ya en el primer siglo del
cristianismo surgieron corrientes de pensamiento contrapuestas: unas que veían a
Jesús como un hombre extraordinario, incluso como Mesías, pero no como Dios; otras
que reconocían su divinidad pero negaban que fuese al mismo tiempo hombre.
A partir de ahí se han sucedido en la historia innumerables
debates teológicos y, lo que es peor, polarizaciones prácticas que generan
formas opuestas de vivir el cristianismo sobre la base de una glorificación
excesiva de Jesucristo con olvido de su humanidad, o viceversa, es decir, por
no integrar la divinidad y la humanidad en la persona de Jesucristo.
Consciente
de las resistencias que sus afirmaciones sobre la encarnación de Dios iban a
enfrentar, Juan, no obstante, da un paso más y proclama: Y nosotros hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del
Padre, lleno de gracia y de verdad (v. 14). La majestad, el poder, el resplandor
de su santidad, el dinamismo de su ser creador, todo ello se encarna en Jesús
por su íntima unión trascendente con el Padre que lo envía.
Más
aún, en Él, Dios no sólo asume nuestra condición humana, sino que se nos da a
sí mismo. Por eso, el Niño que en Belén se incorpora en las vicisitudes
históricas que hoy como entonces podemos vivir, es –en la misteriosa
profundidad de su ser– una sola cosa con Dios. Es la palabra, la comunicación plena
y definitiva de Dios.
En
adelante, toda su vida humana, desde su nacimiento hasta su muerte y toda su existencia
de resucitado, elevado a la derecha del Padre, es comunicación de Dios de forma
definitiva, en la que el mismo Dios se nos dice y se relaciona con todo ser
humano como el aliado que lucha con nosotros y vence con nosotros, como el
hermano mayor que guía con su ejemplo, como el amigo que comparte todo lo que
es y todo lo que tiene.
Núcleo
central de nuestra fe, la encarnación de Dios es, asimismo, raíz y fundamento
último de nuestra esperanza. Este Dios hecho hombre, hecho historia, hecho
tiempo, es el que nos asegura –particularmente en este último día del año–, que
con su venida ha llenado nuestro futuro de promesa y lo ha encaminado irreversiblemente
a su reino. El futuro de la humanidad y de todo el universo creado por amor está
garantizado porque Dios se ha hecho hombre en Jesús para renovar, rehacer y
llevar a plenitud todo lo creado.