domingo, 1 de diciembre de 2019

Primer Domingo de Adviento – Estén preparados (Mt 24, 37-44)

P. Carlos Cardó SJ
                     
“La venida del Hijo del Hombre recordará los tiempos de Noé. Unos pocos días antes del diluvio, la gente seguía comiendo y bebiendo, y se casaban hombres y mujeres, hasta el día en que Noé entró en el arca. No se dieron cuenta de nada hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos.
Lo mismo sucederá con la venida del Hijo del Hombre: de dos hombres que estén juntos en el campo, uno será tomado, y el otro no; de dos mujeres que estén juntas moliendo trigo, una será tomada, y la otra no.
Por eso estén despiertos, porque no saben en qué día vendrá su Señor. Fíjense en esto: si un dueño de casa supiera a qué hora de la noche lo va a asaltar un ladrón, seguramente permanecería despierto para impedir el asalto a su casa. Por eso, estén también ustedes preparados, porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que menos esperan”.
 Hoy comenzamos el Adviento. Junto con la Pascua, es uno de los tiempos más bellos de la liturgia. En Adviento nos preparamos para la venida del Salvador. La liturgia se llena de oraciones, textos y símbolos de esperanza.
Tres personajes ocupan puesto protagónico en el escenario del Adviento: el profeta Isaías, que guía a su pueblo con la esperanza de un libertador, el Mesías de Dios; Juan Bautista, que proclama ya próximo al Mesías y lo señala después entre los hombres; y María, que lo concibe en su seno por obra del Espíritu Santo y espera su nacimiento con inefable amor de madre. Los tres nos enseñan a esperar, a convertirnos y preparar los caminos del Señor.
De manera inmediata, el Adviento nos prepara a celebrar con alegría el nacimiento de Jesús en Belén. Pero también nos recuerda que el Señor “de nuevo vendrá con gloria a juzgar a vivos y muertos y su Reino no tendrá fin”. Entre su primera venida en nuestra carne y su segunda venida en gloria, transcurre el tiempo de nuestra espera que es, simultáneamente, tiempo de sus incesantes venidas: porque el Señor viene de continuo a nosotros, en la Iglesia, en la Eucaristía, en su Palabra, en los hermanos.
Se abre el tiempo de Adviento con una visión de Isaías (2, 1-5) que infunde en el ánimo de su pueblo abatido la esperanza de tiempos nuevos de paz y concordia, simbolizados en la confluencia de todos los pueblos en monte del Señor, en Jerusalén, ciudad de la paz.
El profeta señala los elementos en torno a los cuales ha de organizarse la convivencia humana pacífica y armoniosa. No basta con que los pueblos acudan a la Santa Ciudad para recibir las mismas enseñanzas éticas (Subamos al monte del Señor… porque de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del Señor); también tienen que esforzarse por establecer unas relaciones sociales justas y equitativas.
Y hace ver que el signo de la armonía en el género humano será la superación de la violencia: De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas (v. 4b), es decir, convertirán sus armas en instrumentos para el desarrollo humano. La imagen del tiempo nuevo, motivo de esperanza y de esfuerzo, queda completada: no se prepararán ya para la guerra porque caminarán a la luz del Señor (v. 5).
La segunda lectura (Rom 13, 11-14)[1] nos recuerda que la fe no es una anestesia que nos ponemos para soportar los males presentes. La fe nos mueve a asumir nuestra realidad con responsabilidad si queremos que tenga un final positivo. No podemos estar pasivos como en una noche de sueño. “Ya es hora de que despierten del sueño… La noche está muy avanzada y el día se acerca; despojémonos de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz… Revístanse de Jesucristo”.
El evangelio de hoy, por su parte, nos trae este mensaje: “Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor”. Es la respuesta de Jesús a sus discípulos que le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Jesús nos hace ver que el “cuándo” es el tiempo de lo cotidiano. En nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor o estar lejos de Él. Al final se recoge lo que se ha sembrado.
Con una comparación y una parábola, el texto del evangelio nos hace ver en qué consiste la actitud de vigilancia. La comparación es la siguiente: En un mismo tiempo, haciendo las mismas cosas, se puede, como Noé, construir el arca que salva o ahogarse en las aguas del diluvio. Lo que se ha construido sobre la palabra de Dios resiste como el arca; lo que se ha construido sobre la insensatez, se derrumba, es arrasado por las aguas. Lo que ocurre al final no es otra cosa que lo cotidiano: comer, beber, casarse, trabajar. Todo eso  lo podemos realizar como entrega de nosotros mismos con amor, o lo podemos vivir como violencia, injusticia, daño de nosotros mismos o del prójimo, como vida o como muerte.
Empleando otra imagen propia de la cultura de su tiempo, nos dice Jesús que dos hombres aran el campo y dos mujeres muelen granos. Se hace un mismo trabajo, pero el resultado puede ser distinto. A uno de los hombres se lo llevarán y se salvará, a otro lo dejarán y se perderá; a una de las mujeres se la llevarán, a otra la dejarán. Todo depende del comportamiento que se tiene en el presente. Lo determinante no es lo que hacemos, sino el cómo lo hacemos. No en acontecimientos extraordinarios, sino en los de cada día construimos o echamos a perder nuestra morada eterna.
Así, pues, estar preparados y vigilantes es discernir lo que más nos ayuda para ver a Dios en la vida de todos los días. Quien lo busca, lo encuentra como el novio que viene a celebrar su fiesta. De lo contrario, es como el ladrón que desvalija la casa.
Lo que se nos dice no es para asustarnos. El miedo y el sentimiento de culpabilidad cumplen una función orientadora de la conducta del yo, pero no bastan para construir una personalidad consistente. Jesús nos invita a la responsabilidad con nosotros mismos. Es como si nos dijese: no juegues con tu vida.
Mirarlo a Él es ver cómo se puede vivir una vida plena. De hecho, lo que llamamos juicio de Dios sobre nosotros no será otra cosa que la manifestación última del efecto que ha tenido en nuestra vida el juicio práctico que ahora hacemos de Jesús: lo aceptamos como norma de vida o lo negamos, lo servimos en los hermanos o pasamos de largo encerrados en nuestro egoísmo.


[1] "Comprendan en qué tiempo estamos, y que ya es hora de despertar. Nuestra salvación está ahora más cerca que cuando llegamos a la fe. La noche va muy avanzada y está cerca el día: dejemos, pues, las obras propias de la oscuridad y revistámonos de una coraza de luz. Comportémonos con decencia, como se hace de día: nada de banquetes y borracheras, nada de prostitución y vicios, nada de pleitos y envidias. Más bien revístanse del Señor Jesucristo, y no se dejen arrastrar por la carne para satisfacer sus deseos."

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