P.
Carlos Cardó SJ
Encuentro
de María e Isabel en presencia de San Jerónimo, San José y otras personas, óleo
sobre lienzo de Pelegrino Tibaldi (siglo XVI), Rijsmuseum (Museo Nacional de
Ámsterdam), Países Bajos
En aquellos días, María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea y, entrando en la casa de Zacarías, saludó a Isabel.En cuanto ésta oyó el saludo de María, la criatura saltó en su seno.Entonces Isabel quedó llena del Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: "¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno. Dichosa tú, que has creído, porque se cumplirá cuanto te fue anunciado de parte del Señor".Entonces dijo María: "Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava".
Por medio de María, la mujer obediente
a la Palabra, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en
Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Llega así a su fin la
larga espera de dos mil años: Israel ve cumplidos sus anhelos, Dios se demuestra
fiel a su promesa. María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al
esperado de las naciones. Isabel y María se saludan, promesa y cumplimiento se
besan. Con la venida de Cristo, Salvador definitivo de la humanidad, Dios y la
humanidad se unen. Israel (Isabel) y María (la Iglesia) se encuentran, Dios en
María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.
Desde otra perspectiva, se ven en el
pasaje de la visitación las dos actitudes más características de María, que la
hacen ser figura y madre de la Iglesia: su actitud de servicio y su actitud de
fe. Dice el texto de Lucas que María “va de prisa”, movida
por la caridad, para ofrecer a Isabel la ayuda que en esos casos necesita una
mujer en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que
cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios.
María se pone en camino con prontitud; no va a comprobar las
palabras del ángel, ella cree en lo que se le ha dicho sobre Isabel. Va a
ayudar. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús,
comporta la salvación prometida. María lleva a casa de Isabel la presencia
salvífica de Jesús: “Isabel quedó llena
del Espíritu Santo” y “el niño que
llevaba en su seno saltó de gozo”.
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”, es el saludo de Isabel a María. “Bendita entre las mujeres” era el
saludo de Israel a las grandes mujeres de su historia, de las que hablan los
libros de Jueces, c. 4, y de Judit, c.13, que jugaron un gran papel en la
victoria de Israel sobre sus enemigos. María, con su obediencia a la Palabra, contribuye
a la victoria sobre el enemigo de la humanidad: lleva en su seno al fruto de la
descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente, como estaba
predicho en el relato del Génesis (cap. 3).
En su respuesta, Isabel proclama a María:
¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es
la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando
diga: “¡Bienaventurados los que oyen la
palabra de Dios y la llevan a cumplimiento!”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios
y la cumplen”.
Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la
función tan excepcional que le tocó desempeñar dentro del plan de salvación
realizado en su Hijo Jesucristo. “Porque, si la maternidad de María es causa de
su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin). Lucas
recalca aquí que María es dichosa por fiarse plenamente de Dios, actitud básica
de la fe verdadera. Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”,
“referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, la que
escucha la palabra de Dios y la lleva a cumplimiento. Por eso, la llena de
gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad
de los creyentes.
Desde la anunciación, María vive inmersa en el misterio de Dios.
En la Encarnación, María inicia un camino de fe y, a partir de ahí, toda su
vida será un caminar en la “obediencia de la fe”. Abrahán, nuestro padre en la
fe, creyó y esperó contra toda esperanza. María, nuestra madre, creyó y esperó
contra toda apariencia. Creyó a la palabra que el ángel le había revelado: “concebirás y darás a luz…, será grande, será
Hijo del Altísimo... heredará el trono de David su Padre”. Esperó contra la
apariencia: incluso al ver que el Hijo del Altísimo habría de nacer en un
establo “porque no hubo para ellos lugar
en la posada”. Cuando llegue la hora del parto, cuando tenga en sus brazos al
fruto bendito de su vientre, todavía María continuará en el camino de fe, inmersa
en el misterio de la voluntad del Padre.
La vida de María será
siempre un Adviento de esperanza en el silencio de la oración, en la
oscuridad de la fe, en la sorpresa del misterio de Dios. “Conservaba todas
estas cosas en su corazón”. María
vive su adviento, llevando la esperanza a casa de Isabel. Nos enseña a ser
“esperanza para el mundo”, a llevar la esperanza de Jesús allí donde se ha
perdido incluso la capacidad de esperar.
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