miércoles, 30 de septiembre de 2020

Exigencias del seguimiento de Jesús (Lc 9, 52-62)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo y los penitentes, óleo sobre lienzo de Anthony Van Dyck (alrededor de los años 1630), Colección privada 

Envió mensajeros delante de él, que fueron y entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento. Pero los samaritanos no lo quisieron recibir, porque se dirigía a Jerusalén.

Al ver esto sus discípulos Santiago y Juan le dijeron: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que los consuma?».

Pero Jesús se volvió y los reprendió. Y continuaron el camino hacia otra aldea.
Mientras iban de camino Jesús y sus discípulos, le dijo uno: «Te seguiré adonde vayas».

Jesús le respondió: «Las zorras tienen madriguera, y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza».

A otro le dijo: «Sígueme».

Él respondió: «Déjame primero ir a enterrar a mi padre».

Jesús le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios».

Otro le dijo: «Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia».

Jesús le contestó: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no vale para el reino de Dios».

Jesús en su viaje a Jerusalén atraviesa una aldea de Samaría. Desde que Israel se dividió en los reinos de Judea y Samaría, los judíos trataban a los samaritanos de réprobos y herejes. Por eso, al pasar Jesús por esa región, no es bien recibido.

La reacción de Santiago y Juan, conocidos como los violentos (Boanergés o hijos del trueno), es una muestra del odio racial, religioso y político que se tenían ambos pueblos: ¿Quieres que mandemos fuego del cielo que acabe con ellos? Apelan a la violencia en nombre de Dios para resolver las diferencias. Jesús los reprende. Él no acepta ninguna forma de violencia. Al contrario, quiere eliminarla de raíz con su ejemplo y doctrina sobre el amor, el perdón, la tolerancia y el diálogo.

Jesús nos invita a evitar que las diferencias se conviertan en causa de división y a que procuremos forjar la unión verdadera que se da con el respeto a las diferencias. Apropiarse de Cristo y de su mensaje, creer que sólo quienes piensan como nosotros lo hacen rectamente, eso suele ser la causa de las actitudes de intolerancia, exclusión y acepción de personas, que dañan profundamente a la Iglesia.

Jesús alienta en nosotros la verdadera tolerancia, que es amplitud de corazón para acoger, respetar y valorar a aquellos, que quizá no piensan como yo, pero buscan también servir con buena voluntad. «Tolerancia, amplitud de miras, respeto, diálogo, colaboración…, son pues virtudes esencialmente eclesiásticas. Y no debemos olvidar que sólo hay una cosa que en el plano humano puede establecer la unidad en la Iglesia: el amor, que permite al otro ser de otra manera, aunque no logre “comprenderlo”» (K. Rahner).

Los restantes versículos nos confrontan con las exigencias radicales del seguimiento de Jesús por medio de tres breves y cortantes escenas.

- En la primera, un hombre sale al encuentro de Jesús y, antes de ser llamado, le dice: Yo te seguiré. Es él quien toma la iniciativa. No tiene en cuenta que es el Señor quien llama y da su gracia para poder asumir las exigencias de su seguimiento. Por eso Jesús obliga a reflexionar: formar parte del grupo de sus seguidores no trae ventajas económicas, ni poder ni prestigio; quien lo sigue ha de poner toda su seguridad en Dios, no en bienes materiales. Seguir a Jesús es imitar su modo de ser: Él no tiene donde reclinar la cabeza, y halla su plena satisfacción personal en el servicio a los demás.

- En la segunda escena, otra persona quiere seguir a Jesús, pero ve que primero tiene que ir a sepultar a su padre. Indudablemente se trata de un deber filial, una acción piadosa derivada del honor que se debe a los padres (Ex 20,12; Lev 19,3), pero, aunque sea algo muy bueno, no es lo primero. El Señor es quien debe ser el primero, si no, no es Señor. La entrega a Cristo es tan incondicional que, frente a ella, hasta el deber de enterrar al padre cede su prioridad. Con este dicho, que puede resultar chocante a nuestra sensibilidad, Jesús se sitúa de forma soberana por encima de todo. Se coloca en el mismo plano de Dios.

Deja a los muertos que entierren a sus muertos, significa, entonces, que nada, excepto lo referente a Dios, se puede absolutizar. Todo amor, por sublime que sea, deriva del amor a Dios y a Él tiene que ordenarse. Jesús antepuso su amor a María y a José –que angustiados lo buscaban–, a la necesidad que sentía de ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2,48s). Y hay que recordar que aun en el plano humano, si un joven no ordena el afecto que tiene a sus padres y no adquiere libertad frente a ellos, no alcanza la adultez que se requiere para formar la propia familia, seguir la propia vocación o emprender algo de manera autónoma y responsable.

- En la tercera situación se repiten y condensan las actitudes anteriores. La llamada del Señor exige ya no sólo de la disponibilidad frente a cosas y afectos, sino también frente a uno mismo, para entregar la propia vida, poniendo toda la confianza en Dios. Mirar atrás es mirarse a sí mismo, buscar seguridades, aducir méritos propios, alegar por mi pasado, por lo que he conquistado o lo que represento. De todo ello nos puede liberar el Señor para hacernos ver que la garantía única es la promesa que Él nos ha hecho y lo que sólo Él es capaz de realizar por mí.

Con su lenguaje sencillo y directo, el Papa Francisco resume este texto del evangelio con estas palabras: “Jesús apunta directamente hacia a la meta; y a las personas que encuentra y que le piden seguirlo, les dice claramente cuáles son las condiciones: no tener una morada fija; saberse despegar de los afectos humanos; no ceder a la nostalgia del pasado. Pero Jesús no impone jamás, Jesús es humilde, Jesús”.

martes, 29 de septiembre de 2020

Los ángeles de Dios (Jn 1, 47-51)

P. Carlos Cardó SJ

El Arcángel San Rafael deja la casa de Tobías, óleo sobre lienzo de Rembrandt van Rijn (1637), Museo del Louvre, París, Francia

En aquel tiempo, vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tienen a un israelita de verdad, en quien no hay engaño».

Natanael le contestó: «¿De qué me conoces? ».

Jesús le responde: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi».

Natanael respondió: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel».

Jesús le dijo: «Tú crees porque te dije que te vi bajo la higuera. Pero verás cosas aun mayores que éstas. En verdad les digo que ustedes verán los cielos abiertos y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre».

En la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, la liturgia propone este texto de Juan, en el que aparecen los ángeles subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre. Es una promesa que hace Jesús a sus discípulos en el diálogo con Natanael y está relacionada con la visión que tuvo Jacob en Betel (Gen 28,12).

En ella, Jacob –que después se llamará Israel– contempló una escalera que unía al cielo con la tierra y a unos ángeles de Dios que subían y bajaban por ella. El cielo y los ángeles significan la esfera de lo divino, donde refulge la gloria de Dios. Dicha esfera ha dejado de ser inaccesible; por Jesús, los cielos se abren y Dios desciende para morar entre nosotros. Dios no habita en un confín infinitamente lejano, la persona humana de Jesús nos lo ha acercado.

Es éste un tema muy querido para Juan desde el prólogo de su evangelio. Jesús es el auténtico Betel, la casa de Dios y puerta del cielo; en Él puede contemplarse la presencia de Dios con nosotros, en Él se manifiesta su gloria que es plenitud de gracia y verdad; por eso Jesús es el verdadero templo y los ángeles lo rodean.

En los escritos bíblicos aparecen con cierta frecuencia los ángeles, seres espirituales  que cumplen de parte de Dios funciones diversas pero complementarias. En primer lugar aparecen como mensajeros de Yahveh y tal es el significado de su nombre. En el Génesis, el ángel transmite a Agar, la esclava, la promesa de que será madre de una descendencia numerosa (Gen 16, 7-12), y la protege después en el desierto para que su hijo no muera de sed (Gen 21, 18).

El ángel del Señor detiene la mano de Abraham para que no hiera a Isaac y le anuncia las bendiciones que le vendrán por su obediencia (Gen 22, 12. 15-18). El ángel del Señor, bajo la apariencia de una llama de fuego que ardía en una zarza, llamó a Moisés (Ex 3, 2), dando inicio a su vocación y misión de libertador de Israel. El nacimiento de Sansón fue anunciado por el ángel a su madre Sorá, mujer estéril (Jue 13, 3-5), y el profeta Elías, amenazado de muerte y desfalleciente en su huida por el desierto, es fortalecido con el pan que le da el ángel, para poder andar su largo camino hasta la montaña de Dios (1 Re 19, 5-8).

Otra función que cumplen los ángeles es la de ayudar a percibir las intervenciones de Dios en la realidad en determinados momentos históricos. Donde están ellos, está Dios con su poder benévolo, providente y liberador. Por eso un ángel muestra a los hebreos en el éxodo la gloria y poder de Dios (Éx 14, 19), es enviado para guardar y conducir al pueblo a la tierra prometida (Ex 23, 20), y exterminará a sus enemigos, los asirios (2Re 19, 35).

Pero será en el Nuevo Testamento donde el mensajero de Dios anunciará la mayor de las maravillas de Dios en favor de la humanidad: la encarnación y el nacimiento del Hijo de Dios (Lc 1, 26-38; 2, 9-12). Finalmente, serán los ángeles del sepulcro vacío los anunciadores del triunfo de Cristo sobre la muerte (Lc 24, 4) y de su vida nueva, resucitada y eterna.

Los nombres mismos de los ángeles sugieren atributos y acciones de Dios en favor de la humanidad. Adquieren así un perfil más personalizado y un carácter marcadamente benévolo, son ángeles custodios, guardianes del bien y de la vida. Rafael significa Dios ha curado, o “medicina de Dios”: sana a Tobit y a Sara, acompaña y protege a Tobías en su viaje (Tob 3;5) y acaba presentándose como enviado de Dios, como uno de los siete ángeles que llevan ante Dios las plegarias de los hombres (Tob 12).

Miguel, (Mika-El) significa quién como Dios, manifiesta su grandeza y su poder, aparece en el libro de Daniel como el protector de Israel y príncipe de los ejércitos angélicos (Dan 10, 5ss; 12,1). Miguel vence, según el Apocalipsis, al dragón que aparece como Satán, tentador del mundo (Ap 12, 7s). Gabriel es  fuerza de Dios, que interpreta y muestra el curso de la historia (Dan 8, 16ss; 9, 21ss; 10, 10ss). Es el mensajero divino que anuncia el nacimiento de Juan Bautista y de Jesús (Lc 1, 5-19; 26-38).

lunes, 28 de septiembre de 2020

Quién es el más importante (Lc 9, 46-50)

 P. Carlos Cardó SJ

Jesús y los niños, óleo sobre lienzo de Leopold Flumeng (fines del siglo XIX), Catedral de San Pedro, Lovaina, Bélgica

A los discípulos se les ocurrió preguntarse cuál de ellos era el más importante.

Jesús, que conocía sus pensamientos, tomó a un niño, lo puso a su lado, y les dijo: «El que recibe a este niño en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. El más pequeño entre todos ustedes, ése es realmente grande».

En ese momento Juan tomó la palabra y le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que hacía uso de tu nombre para echar fuera demonios, y le dijimos que no lo hiciera, pues no es discípulo junto a nosotros».

Pero Jesús le dijo: «No se lo impidan, pues el que no está contra ustedes, está con ustedes».

Los dos últimos episodios de la actividad de Jesús en Galilea, que pone el evangelio de San Lucas, se centran en la enseñanza sobre el comportamiento de los discípulos entre sí y las condiciones para entrar en el reino de Dios.

Jesús habla a sus discípulos de su camino de cruz, que sólo se entiende como la culminación de una vida entregada al bien de los demás; pero sus palabras caen en el vacío porque ellos andan preocupados por saber quién es el más importante en el grupo. Entonces Jesús toma a un niño y lo pone a su lado para que sus discípulos entiendan que la grandeza a la que deben aspirar no es la que el mundo les enseña, sino la propia de la condición del niño, que representa lo más débil en la sociedad. Con él Jesús se identifica y le confiere la más alta distinción.

Hijo de Dios, enviado del Padre, no ha buscado para realizar su misión el prestigio y el poder de este mundo, sino que se ha identificado con la condición de los niños, que en la sociedad judía de entonces formaban parte de la categoría social de los sin derechos y de los que no contaban.

Por eso quiere hacerles comprender a sus discípulos que acogerlo y apreciarlo a Él implica acoger solidariamente a aquellos que constituyen el polo débil, indefenso e insignificante de la sociedad humana; este es el criterio para saber si realmente se acepta y acoge a Jesús, porque con ellos Él se identifica. Además, sin esta actitud, las relaciones dentro del grupo de los discípulos y con los demás no serán como deben ser, es decir, no serán un referente eficaz para la organización de la sociedad.  

La importancia de esta enseñanza se resalta dentro del contexto. Jesús ha venido advirtiendo a los Doce lo que le va a pasar en Jerusalén adonde se dirigen. Ha intentado hacerles ver la lógica diferente que le mueve a ver en la entrega de su vida la realización del plan de su Padre y su propia realización como salvador del mundo. Ha querido que esa lógica fuera asumida por ellos como su nuevo modo de pensar y de organizar la vida.

Pero mientras Él les habla de entrega y sacrificio, ellos siguen pensando en lo contrario, discutiendo sobre quién será el más importante del grupo. Están igual que Pedro, a quien –según Mateo y Marcos– le dijo Jesús: ¡Colócate detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque no piensas como Dios, sino como los hombres (Mt 16, 23; Mc 8,33). Esta dificultad para pasar de la manera de pensar de los hombres a la de Dios es la razón de fondo de la ceguera y falta de comprensión que mantuvieron los discípulos hasta el final respecto a la enseñanza de su Maestro. Había en ellos ambición, búsqueda de poder y deseo de protagonismo. Por eso su ofuscación frente a lo que Jesús les decía y la rivalidad que había entre ellos en el grupo.

Puso al niño junto a él, Marcos dice: lo puso en medio de ellos y lo abrazó (Mc 9,36; Cf. Mt 18, 2), como para que los discípulos fijen sus ojos en él y en quienes representa, porque viéndolos a ellos, lo verán a Él. Aquí, entonces, no se trata de hacerse niños para poder entrar en el reino de Dios, de lo cual hablará más tarde (Cf. Lc 18, 16; Mc 10, 14; Mt 19,13), sino de la condición para acoger verdaderamente a Jesús, que consiste en acoger al niño, a los pequeños y a los débiles: El que acoge a este niño a mí me acoge.

Finalmente, señalando directamente a lo que él es y al origen de su misión, añade Jesús: El que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. Con estas palabras afirma la peculiar relación que le une a Dios como su Padre, de quien procede y de quien recibe –con plena adhesión y conformidad de su parte– el sentido y dirección de todo lo que Él dice y realiza, hasta la orientación de su vida hacia la muerte y resurrección.

Queda claro que sólo puede comprenderse el destino de cruz del Hijo del hombre si se parte de una lógica diferente en el modo de pensar la propia realización personal, las relaciones dentro de la comunidad cristiana y la organización de la sociedad. La persona logra una existencia plena de sentido en su entrega a los demás y en su acción solidaria  en favor de los pequeños; la autoridad dentro de la Iglesia es servicio, no puede fundarse en cargos, prestigio y poder; la sociedad se ha de organizar no en función de los intereses particulares de grupo, sino en función de la integración y promoción de todos, en especial de los más necesitados. Eso es lo que quiere Dios y lo que enseña Jesucristo.

domingo, 27 de septiembre de 2020

Homilía del Domingo XXVI del Tiempo Ordinario – La parábola de los dos hijos (Mt 21,28-32)

 P. Carlos Cardó SJ

Parábola de los dos hijos, óleo sobre lienzo de Andrei Mironov (siglo XXI), Museo de Tradiciones Locales de Kashira, Moscú, Rusia

Jesús les dijo: “A ver, ¿qué les parece? Un hombre tenía dos hijos. Se dirigió al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. El hijo le respondió: No quiero; pero luego se arrepintió y fue. Acercándose al segundo le dijo lo mismo. Éste respondió: Ya voy, señor; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? ”.

Le dijeron: “El primero”. Y Jesús les contestó: “Les aseguro que los recaudadores y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el reino de Dios. Porque vino Juan, enseñando el camino de la justicia, y no le creyeron, mientras que los recaudadores y las prostitutas le creyeron. Y ustedes, aun después de verlo, no se han arrepentido ni han creído”.

El evangelio nos propone la parábola del padre que envía a sus dos hijos a trabajar en su viña. La pregunta, ¿Qué les parece, quién de los dos hizo lo que quería el padre?, interpela a los oyentes, los convierte en personajes del relato para que definan su posición ante Dios, porque proclamándolo de palabra y con los actos del culto pueden estar lejos de cumplir su voluntad; creyéndose justos, pueden ser peores que los publicanos y prostitutas.

Los dos hermanos de la parábola manifiestan actitudes contrarias, pero en realidad son una misma persona: ambos representan al que escucha la parábola, pero piensa que el asunto no le atañe porque no quiere cambiar. Los sacerdotes, los escribas y los notables del pueblo –a quienes Jesús se dirige en primer lugar– se consideran justos y no tienen ninguna voluntad de cambiar. Los publicanos y las prostitutas, en cambio, no cumplen la voluntad de Dios, pero ellos no pretenden aparecer como justos, dada la fama que tienen de pecadores públicos.

Se puede decir que aquellos hermanos de la parábola recuerdan al hijo pródigo (Lc 15, 11-32) que transgrede, pero con nostalgia de la seguridad que el hijo mayor mantiene en su casa paterna. Se parecen también al hijo mayor que se queda en casa y obedece, pero con envidia y rencor por la libertad del menor. Ambos son iguales en el fondo: tienen la misma imagen del padre como un patrón exigente, frente al cual sólo cabe o rebelarse o someterse. Sólo cuando reconozcan al padre como lo que es, lleno de amor indulgente y generoso, podrán establecer con él una relación auténtica de amor y libertad.

El padre se dirige al primero de sus hijos y le pide que vaya a trabajar a la viña. El hijo le responde tajantemente: No quiero. Desde el origen, el hombre –representado en Adán– se siente movido ciegamente a identificarse en contra de su Creador y Padre. El engaño que encierra este afán es la ilusión de obrar por el propio bien, pero yendo más allá de las posibilidades humanas, hasta romper la relación del hijo con su Padre y desfigurar la propia humanidad.

Este engaño actúa en el primer hijo de la parábola. Pero después reflexiona, se rectifica y va a trabajar en la viña. No se dice cómo ocurre este cambio. Los profetas han descrito el sentimiento de vacío interior que sobreviene a quien abandona el camino del bien: Así dice el Señor: Me han dejado a mí, fuente de aguas vivas, para ir a construirse cisternas, cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).

El padre le hace el mismo encargo al segundo hijo: que vaya también él a trabajar a la viña. Y en contraste con el primero, su respuesta es: Voy, señor; pero todo queda en palabras, y no va. Tampoco este hijo comprende al padre. Dividido en su interior, dice sí porque quizá es incapaz de decir no, y finalmente se queda sin hacer nada. No tiene libertad. Además, decir sí por puro miedo supone la imagen de un padre que no respeta la libertad de sus hijos y castiga a quien se rebela.

Para que se entienda bien su parábola, Jesús se dirige luego a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, que se sienten los profesionales de Dios, los más cercanos a Dios, y les dice: Les aseguro que los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Ellos no sienten necesidad de convertirse porque no reconocen que tienen que cambiar. Son ciegos porque creen ver, son pecadores por creerse santos.

Vino Juan Bautista a preparar los caminos del Señor y dijeron de él que tenía un demonio (Mt 11,18), en cambio los recaudadores de impuestos y las prostitutas, que no presumen de ser santos, sí le creyeron, cambiaron de vida y se acercaron a Jesús, confiando en la misericordia y en el perdón de Dios que por medio de Él se les ofrecía. Por eso Él los alaba.

El evangelio de hoy es, pues, una invitación en primer lugar a revisar la imagen que tenemos de Dios para abrirnos a su misericordia y confiar. Nos hace ver también que nuestros actos van creando actitudes que condicionan nuestra conducta pero no anulan totalmente nuestra libertad, no son irrevocables, por eso podemos cambiar.

Y, finalmente, la parábola nos mueve a reflexión sobre la coherencia y autenticidad en la práctica de nuestra fe cristiana porque podemos estar diciéndole al Señor, pero no pasamos a la obra, no avanzamos en la generosidad y libertad propias del amor, y nos asemejamos a los que dicen no. Si soy consciente de ello, la conversión es posible.

sábado, 26 de septiembre de 2020

El Hijo del hombre va a ser entregado (Lc 9, 43-45)

 P. Carlos Cardó SJ

La traición de Judas, témpera en madera de Ugolino di Nerio (1324 -1325 aprox.), Galería Nacional de Londres, Inglaterra

En aquel tiempo, entre la admiración general por lo que hacía, Jesús dijo a sus discípulos: "Métanse bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres".

Pero ellos no entendían este lenguaje; les resultaba tan oscuro que no cogían el sentido. Y les daba miedo preguntarle sobre el asunto.

La gente estaba admirada por todo lo que Jesús hacía. Justamente acababa de mostrar su misericordia, liberando de las potencias del mal a un pobre niño indefenso. Pero Jesús advierte que se trata de una reacción superficial de asombro y maravilla, pero no de fe. Aprovecha entonces la oportunidad para volver a hablar a sus discípulos del destino que le aguarda, de modo que no se queden como la gente en el carácter prodigioso de sus acciones, sino que se preparen para asumir el misterio de su inminente pasión y cruz, no como una fatalidad, sino como el medio de redención escogido por Dios en su proyecto de salvación.

Por eso les dice de manera apremiante: Métanse bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres. Es como si les dijera: ‘Grábense bien en la memoria lo que van a oír de mí. Cumpliendo la voluntad de mi Padre, que es voluntad mía, voy a ser entregado en manos de las autoridades y de los poderosos’. 

Los Doce, por su parte, no entienden nada, las palabras del Maestro les resultan totalmente oscuras. No pueden comprender cómo ese mismo Jesús cuya autoridad y poder entusiasman a la gente tiene que acabar en el nivel más bajo de la miseria humana, entregado en manos de los hombres y muerto en una cruz.

No recordaban el destino del Siervo de Yahvé predicho por el profeta Isaías: Se entregó a la muerte y compartió la suerte de los pecadores…, por eso le daré un puesto de honor (Is 53,12). Así como Pedro Santiago y Juan no entendieron la revelación de la gloria del Señor en el monte de la transfiguración, ninguno de los del grupo logra entender el anuncio que les hace, y hasta tienen miedo de pedirle explicaciones. Quizá empiezan a imaginar que ellos mismos podrían verse implicados en su destino trágico. Habrá que esperar a la resurrección para que una nueva luz ilumine sus mentes y les haga comprender esas palabras. Sin la resurrección, la cruz es escándalo y necedad, una realidad incomprensible y rechazable. Sólo la intervención de Dios puede cambiar la muerte en vida.

Como los Doce, también nosotros nos revolvemos contra el sufrimiento y la cruz en cualquiera de las formas que nos puedan venir. Es un instinto natural. Por eso nos cuesta entender la necesidad de la redención por el dolor, que Jesús afirma con sus palabras: El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, ser muerto… (Lc 9, 22). Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que sea crucificado… (Lc 24, 7).

Sólo un supremo acto de confianza en Dios, un abandono en manos de aquel que puede hacer lo que a los hombres es imposible, crea en nosotros la aceptación de un misterio así y la luz puede disipar nuestras dudas. Este acto de absoluta confianza fue lo que permitió al hombre Jesús de Nazaret darle a sus padecimientos y a su muerte tan cruenta el carácter y sentido de entrega extremada que le llevó a gritar: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! ¡Todo se ha cumplido!

Fiado como Él en el poder salvador de Dios, podemos también nosotros observar que es precisamente en la cruz donde más se demuestra que Dios es gracia y misericordia. Cualquier otra intervención y prodigio que Dios hiciese por mí no me demostraría más el amor que me tiene. Podría, quizá, demostrarme su poder, pero eso no cambiaría mucho la idea que de Él nos hacemos.

En cambio, su impotencia y debilidad en la cruz, la cercanía en que ella le pone respecto a nosotros hasta hacerle tocar y experimentar el mal que padezco (cualquiera que sea), su solidaridad conmigo hasta la muerte, quita de mi mente todo engaño: Dios es amor y me ama a mí, pecador.  Es lo que me libra del temor a la muerte. Puedo vivir y morir en paz. Ya nunca estaré solo.

Si a ejemplo del Señor puedo llenar de amor el vacío del mal, la pasividad negativa de la enfermedad y del dolor y el sinsentido de la muerte, Él me revelará su presencia junto a mí y me hará oír su voz que me dice: ‘Me he entregado a la muerte por ti. Tú estabas fuera de mí, pero he venido hasta la cruz para estar contigo y tú conmigo, en una comunión tan íntima, que ya nada podrá romper’.

viernes, 25 de septiembre de 2020

Declaración de Pedro (Lc 9, 18-22)

 P. Carlos Cardó SJ

Imagen de Cristo, dibujo de autor anónimo  de finales del siglo IV hallado en la Catacumba de Comodila, Roma  

Estando una vez Jesús orando a solas, se le acercaron los discípulos y Él los interrogó: “¿Quién dice la multitud que soy yo?”.

Contestaron: “Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha surgido un profeta de los antiguos”.

Les preguntó: “Y vosotros, ¿quién dicen ustedes que soy yo?”.

Respondió Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”.

Él les ordenó que no se lo dijeran a nadie. Y añadió: “Este Hombre tiene que padecer mucho, ser rechazado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, tiene que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”.

Este pasaje de Lucas viene a continuación del milagro de la multiplicación de los panes (9, 10-17). Jesús inicia su camino a Jerusalén donde va a ser entregado y cierto día, mientras se halla haciendo oración a solas, sus apóstoles se le acercan. Él aprovecha la ocasión para prepararlos a lo que vendrá, dado que son los que han de continuar su obra.

¿Quién dice la gente que soy yo?, les pregunta. Ellos responden refiriendo las distintas opiniones de la gente. Unos, impresionados por la vida austera y la muerte del precursor de Jesús, dicen que es Juan Bautista que ha resucitado. Otros creen que se trata de Elías, que ha vuelto a la tierra para consagrar al Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10) y preparar la llegada del Reino de  Dios (Mt 11, 14; Mc 9,11-12; cf. Mt 17, 10-11). Otros, en fin, identifican a Jesús con un profeta, sin mayor concreción.

También hoy, si hiciéramos la misma pregunta, la gente daría muchas respuestas y seguramente todas muy positivas. Es un hecho incuestionable que Jesús sigue atrayendo con su personalidad, su mensaje y su obra. Jesús, generalmente, es admirado y amado. Es verdad que muchos no saben nada de Él, o tienen una imagen muy superficial. Pero si han escuchado sus enseñanzas y conocido sus acciones en favor de la humanidad, seguramente serían capaces de admirarlo y seguirlo.

Después de oír su respuesta, Jesús hace a sus discípulos otra pregunta: Y según ustedes, ¿quién soy yo? Entonces Pedro, tomando la palabra, le contesta: Tú eres el Mesías (en griego, Cristo). Pedro declara que Jesús es el Salvador enviado por Dios al mundo. Su declaración nos invita a responder quién es Jesús para nosotros, como si la pregunta de Jesús nos fuera dirigida a nosotros, aquí y ahora: “¿Quién soy yo para ti?”.

¿Cómo es mi relación con Jesús? ¿Qué es para mí seguir a Cristo? ¿Una ideología, una doctrina, una moral? ¿O es realmente una relación personal con Alguien, a quien amamos y queremos amar como Él nos ama?

Jesús, después de ordenar a los discípulos que no hablaran de Él porque la gente tenía una idea muy distinta de lo que había de ser el Mesías, empezó a enseñarles que tenía que sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, que lo matarían y al tercer día resucitaría. Habló de esto con claridad, haciendo ver que su misión era la del Mesías Siervo, que no se acredita con un triunfo según el mundo sino asumiendo el dolor y la culpa de sus hermanos. Con ello Jesús aceptaba como propia la voluntad de su Padre que ama tanto al mundo hasta entregar a su Hijo. Con ello demostraba que no hay mayor amor que el que da su vida por sus amigos.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Asombro de Herodes (Lc 9,7-9)

 P. Carlos Cardó SJ

Herodes, acuarela opaca sobre grafito de James Tissot (1886 – 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

En aquel tiempo, el rey Herodes se enteró de todos los prodigios que Jesús hacía y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado; otros, que había regresado Elías, y otros, que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas. Pero Herodes decía: "A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién será, pues, éste del que oigo semejantes cosas?". Y tenía curiosidad de ver a Jesús.

El texto trata de la identidad de Jesús. Comienza con la palabra “escuchar” y termina con “ver”, los dos verbos de la experiencia de fe. La pregunta de Herodes: ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?, recuerda la que los discípulos se plantearon al ver que Jesús con su palabra calmó la tempestad (Lc 8,25: ¿Quién es éste que manda incluso a los vientos y al agua, y lo obedecen?), y prepara la que Jesús hará a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? (9, 18). Se alude también a lo que la gente pensaba de Jesús: que podía ser Juan Bautista vuelto a la vida, o Elías, cuya venida se esperaba para el final de los tiempos como preparación inmediata del día del Señor, o podía ser también alguno de los profetas antiguos.

En el caso de Herodes, él es quien se hace la pregunta, pero sin querer realmente saber la respuesta. Gente como él no busca la verdad, está ya determinada por sus propios prejuicios, intereses y miedos.

El “rey” Herodes –que era un tetrarca; rey había sido su padre– había oído todo lo que estaba sucediendo y no sabía qué pensar de Jesús, es decir, estaba perplejo. Esta observación psicológica que hace el evangelista Lucas permite suponer que lo que más le preocupa a Herodes son los comentarios de la gente y no el cruel asesinato que ha cometido y que reconoce diciendo: A Juan lo mandé yo decapitar; entonces, ¿quién es éste, de quien oigo tales cosas? Intenta salir de su perplejidad con los grandes deseos de ver a Jesús, pero son una pura veleidad porque lo que quiere, en realidad, es presenciar un espectáculo, ver cómo es ese nazareno de quien ha oído que obra prodigios.

Había oído, sí, y el oír es el principio de la fe, ya que creemos porque hemos oído –la fe se transmite–, pero él es incapaz de alcanzar la verdad. El modo de vivir favorece o impide la recepción de la verdad; y él es de los que oprimen la verdad con la injusticia (Rom 1, 18). El adulterio, la prepotencia, la violencia que reinan en el mundo, y que están simbolizados en Herodes, impiden acoger el mensaje. Por eso, este rey adúltero y asesino, que encarcela y mata al profeta, se hace símbolo también del pueblo de Israel, que encarcela y mata a los profetas que le hablan de conversión.

Herodes, por más que escuche lo que se dice de Jesús e intente verlo, lo único que hará finalmente es procurar matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. El texto instruye sobre la manera como se hace imposible el conocimiento del Señor: a pesar de escuchar y de ver, no se reconoce el misterio cuando no se acepta la voz que invita a la conversión y se intenta sofocarla. 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Envío de los Doce (Lc 9, 1-6)

 P. Carlos Cardó SJ

Aparición de Cristo en la montaña de Galilea, temple sobre madera de Duccio di Buoninsegna (entre 1308 y 1311), detalle del retablo de los episodios de la Pasión y Resurrección de Cristo, Catedral de Siena, Italia

Jesús reunió a los Doce y les dio autoridad para expulsar todos los malos espíritus y poder para curar enfermedades. Después los envió a anunciar el Reino de Dios y devolver la salud a las personas. Les dijo: "No lleven nada para el camino: ni bolsa colgada del bastón, ni pan, ni plata, ni siquiera vestido de repuesto. Cuando los reciban en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. Pero donde no los quieran recibir, no salgan del pueblo sin antes sacudir el polvo de sus pies: esto será un testimonio contra ellos".

Ellos partieron a recorrer los pueblos; predicaban la Buena Nueva y hacían curaciones en todos los lugares.

No se puede seguir a Jesús  y escuchar su llamamiento si no se está dispuesto a colaborar con Él en su obra. Los discípulos están llamados a realizar la misma misión de su Maestro y a continuarla en la historia. La Iglesia existe para evangelizar: anunciar con hechos y palabras la presencia del amor salvador de Dios.

Ya Jesús había dicho a sus discípulos que a ellos se les había concedido el privilegio de conocer los secretos del reino de Dios (Lc 8,10) y que no hay nada oculto que no deba manifestarse (Lc 8,17). Ahora les da poder y autoridad para proclamar el reino y para ayudar a la gente en sus necesidades, tanto físicas como mentales. Se ve claramente que lo que Jesús pretendió al escoger a los doce fue hacerlos participar de su misión.

No los envía a exponer una vasta y compleja doctrina, sino a transmitir una forma de vida: reproducir el modo de ser del Maestro, que manifiesta el reino. Por eso, sus instrucciones no dicen lo que tendrán que decir, sino cómo deben presentarse para reproducir su estilo.

La orden que Jesús les da: No lleven nada para el camino, significa que no pueden poner como valor central de su vida los bienes materiales. Éstos son medios y deberán usarlos o dejarlos cuanto convenga. Si se olvida esto, los bienes en vez de ayudar a la misión evangelizadora, la estorban y desvían. El lucro pervierte al discípulo. La gratuidad, en cambio, hace patente la acción de lo alto.

Los discípulos se unen con Jesús compartiendo su vida pobre y su confianza en el Padre providente. Nada debe distraerlos de la misión. El no llevar bastón ni morral, ni pan ni dinero, ni dos túnicas podría parecer una actitud ascética de desprendimiento, pero es más que eso, es confianza en el amor providente de Dios para que la propia vida y el éxito de la tarea evangelizadora no dependa de los medios materiales sino de Dios, de quien provienen todos los bienes y es quien realiza en definitiva la obra de su reino.

Con esa libertad frente a todas las cosas, los apóstoles deberán aceptar la hospitalidad que les brinden y mostrarse agradecidos y contentos, sin estar pensando dónde podrían estar más cómodos. La acogida vale más que la comodidad y la casa siempre es importante para la puesta en práctica de la misión. En ella se crean lazos afectivos y se construye la fraternidad, que es signo del reino. Jesús no tenía dónde reclinar la cabeza, pero aceptaba de buen grado alojarse en la casa que lo recibía, aprovechándola para anunciar desde allí la buena noticia y educar a los discípulos en profundidad.

Pero así como deben aceptar la hospitalidad, deben también estar preparados al rechazo.  

Jesús respeta la libertad. No se puede obligar a nadie a aceptar el mensaje del evangelio. Éste sólo se acepta por el testimonio personal de quien lo anuncia y por el poder de la palabra misma que toca el corazón y promueve convencimiento interior. Habrá quienes no acepten; éstos contraerán una culpa que sólo Dios conoce. Frente a esto, la reacción del apóstol ha de ser tajante: sacúdanse el polvo de los pies.

Se trata de una acción simbólica, profética, que expresa corte, separación clara y definida de todo lo que va asociado a esa ciudad y, a la vez, testimonio contra ellos, es decir, prueba de que esa ciudad ha rechazado la buena noticia que se le ha anunciado. Lo que pase con esa ciudad, si se retracta o mantiene su rechazo del evangelio, eso ya no dependerá de los apóstoles.

Fue lo que hizo Pablo en Corinto: procuró con todos sus medios convencer a los judíos de que Jesús era el Mesías, pero como ellos se oponían y no dejaban de insultarlo, sacudió su ropa en señal de protesta y les dijo: Ustedes son los responsables de cuando les suceda. Mi conciencia está limpia. En adelante, pues, me dedicaré a los paganos (Hech 18, 5s). No obstante, siempre cabe esperar el tiempo propicio que el Señor dispondrá para que se conviertan porque, como dice el apóstol Pedro: No es que el Señor se retrase en cumplir su promesa (del retorno) como algunos creen, sino que simplemente tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3, 9).

Los apóstoles partieron y fueron recorriendo los pueblos, anunciando la buena noticia y sanando enfermos por todas partes. Todos recibimos este encargo dado a los Doce de proclamar el reino, liberar, sanar. Los valores del evangelio y la fuerza eficaz que Jesús transmite a los que continúan su obra hacen posible la construcción de un mundo más humano. El cristiano cree en la eficacia del bien y en las posibilidades de mejorar la calidad de la vida humana en todo orden; por eso apoya todo lo que se emprende en esa dirección porque por allí viene a nosotros el reino de Dios.

martes, 22 de septiembre de 2020

Éstos son mi madre y mis hermanos… (Lc 8,19-21)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo y sus seguidores, vitral diseñado por Alexander Walker (1885), iglesia episcopal de Saint James, Edimburgo, Escocia

En aquel tiempo, fueron a ver a Jesús su madre y sus parientes, pero no podían llegar hasta donde él estaba porque había mucha gente. Entonces alguien le fue a decir: "Tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte". Pero él respondió: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".

Estos versículos completan la instrucción de Jesús sobre la escucha de la palabra (Lc 8, 1-18). Señalan el paso de una fe imperfecta a una fe que se vive como parentesco y familiaridad con Jesús; una fe que se mueve por el deseo continuo de estar relacionado a Él con vínculos muy profundos. Esta fe sólo se alcanza mediante la actitud de escucha de su palabra y la determinación de llevarla a la práctica con perseverancia, tal como ha sido descrita por el mismo Jesús en la parábola de la semilla de la palabra de Dios caída en la tierra buena, que corresponde a los que, después de escuchar el mensaje con corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto por su constancia (Lc 8, 11.15).

La fe, en efecto, no pone al ser humano frente a una teoría o doctrina religiosa o a una normativa moral, sino frente a sus semejantes, con los cuales debe hacerse prójimo (aproximarse), y a los que debe amar como hermanos y hermanas, dentro de un sistema nuevo de relaciones que tiene su centro de cohesión en el hermano mayor, Jesús, palabra de Dios que hay que escuchar y llevar a la práctica. La fe como acogida de la palabra es, pues, fe en Jesús, que es la comunicación plena y definitiva de Dios.  

En ese sentido se produce el parentesco con Jesús. Ser de sus parientes, ser para Él su madre y sus hermanos o hermanas, es tener “el aire”, el parecido propio de los miembros de una misma familia. Es estar con Él, en su casa, reunidos en torno a Él para escucharlo y vivir con Él. La familia es un asunto del corazón, establece una comunión profunda de intereses, un continuo compartir lo que uno es, hace o posee. Ser miembro de una familia es compartir suerte y reputación, honrar y hacer respetar el nombre que se lleva, amar y apoyar siempre a quienes lo llevan.

Pero la familia de Jesús no es cerrada. Hacerse miembro de ella es una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la casa de Dios”. Nadie es extraño para el Señor y por eso ningún grupo puede reivindicar el privilegio de ser los únicos allegados a Dios. En el texto se ve que hay personas que no pueden estar cerca de Jesús a causa del gentío, entre los cuales están su madre y sus parientes. Pero también estos son invitados a entrar mediante la escucha obediente de su palabra.

No se menciona con su nombre a la madre de Jesús, pero es obvio que la acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo y prototipo del creyente y de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree (Lc 1, 45-47) y su maternidad verdadera consiste en escuchar y realizar la Palabra.

Lo importante, pues, no es estar como lo primeros en el gentío, físicamente próximos. Ni siquiera cuenta el estar entre los que comen y beben con Él (Lc 13,26), sino el pasar como María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, que se funda en la escucha y puesta en práctica de la palabra. Es lo que dice Pablo: Aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según el Espíritu (2 Cor 5,16).

Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen. Habría que leer esta frase junto con la de Juan: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los otros. Ámense como yo los he amado. La conclusión puede ser ésta: el distintivo característico, la nota familiar del cristiano es ante todo la práctica del mandamiento del Señor, el amor al prójimo. Tienen derecho a llevar el nombre de Jesús quienes aman a su prójimo. Ellos viven en su corazón aquello que fue lo más nuclear y distintivo de la persona de Jesús: su amor universal y misericordioso, gratuito y desinteresado, que le hizo dar su vida.

De modo semejante se puede decir que la pertenencia a la Iglesia es un asunto “de familia”. Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la Palabra y la hacen suya, conforman con referencia ella a su vida, y anuncian con el testimonio de sus personas el nombre de Jesús. Como la pertenencia a una familia, el ser miembro de la Iglesia es un asunto del corazón: sólo se es de la familia cuando se la ama, escucha y sirve hasta estar disponible a dar la vida por ella.