P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, fueron a ver a Jesús su madre y sus parientes, pero no podían llegar hasta donde él estaba porque había mucha gente. Entonces alguien le fue a decir: "Tu madre y tus hermanos están allá afuera y quieren verte". Pero él respondió: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica".
Estos versículos completan la instrucción de Jesús sobre la
escucha de la palabra (Lc 8, 1-18).
Señalan el paso de una fe imperfecta a una fe que se vive como parentesco y
familiaridad con Jesús; una fe que se mueve por el deseo continuo de estar relacionado
a Él con vínculos muy profundos. Esta fe sólo se alcanza mediante la actitud de
escucha de su palabra y la determinación de llevarla a la práctica con
perseverancia, tal como ha sido descrita por el mismo Jesús en la parábola de
la semilla de la palabra de Dios caída en la tierra buena, que corresponde a los que, después de escuchar el mensaje con
corazón noble y generoso, lo retienen y dan fruto por su constancia (Lc 8,
11.15).
La fe, en efecto, no pone al ser humano frente a una teoría o
doctrina religiosa o a una normativa moral, sino frente a sus semejantes, con
los cuales debe hacerse prójimo (aproximarse), y a los que debe amar como
hermanos y hermanas, dentro de un sistema nuevo de relaciones que tiene su
centro de cohesión en el hermano mayor, Jesús, palabra de Dios que hay que
escuchar y llevar a la práctica. La fe como acogida de la palabra es, pues, fe en
Jesús, que es la comunicación plena y definitiva de Dios.
En ese sentido se produce el parentesco con Jesús. Ser de sus
parientes, ser para Él su madre y sus hermanos o hermanas, es tener “el aire”,
el parecido propio de los miembros de una misma familia. Es estar con Él, en su
casa, reunidos en torno a Él para escucharlo y vivir con Él. La familia es un asunto
del corazón, establece una comunión profunda de intereses, un continuo
compartir lo que uno es, hace o posee. Ser miembro de una familia es compartir
suerte y reputación, honrar y hacer respetar el nombre que se lleva, amar y
apoyar siempre a quienes lo llevan.
Pero la familia de Jesús no es cerrada. Hacerse miembro de ella es
una posibilidad abierta a todos, pues a todos llega la misericordia de Dios en
Jesús, incluso a los pecadores y a los que se sienten alejados, extraños a “la
casa de Dios”. Nadie es extraño para el Señor y por eso ningún grupo puede
reivindicar el privilegio de ser los únicos allegados a Dios. En el texto se ve
que hay personas que no pueden estar cerca de Jesús a causa del gentío, entre
los cuales están su madre y sus parientes. Pero también estos son invitados a
entrar mediante la escucha obediente de su palabra.
No se menciona con su nombre a la madre de Jesús, pero es obvio
que la acogida obediente de la palabra asemeja al discípulo a María, modelo y
prototipo del creyente y de la Iglesia que acoge la palabra y la lleva a
cumplimiento; ella es bienaventurada porque cree (Lc 1, 45-47) y su maternidad verdadera consiste en escuchar y
realizar la Palabra.
Lo importante, pues, no es estar como lo primeros en el gentío,
físicamente próximos. Ni siquiera cuenta el estar entre los que comen y beben
con Él (Lc 13,26), sino el pasar como
María de un parentesco físico a un parentesco según el Espíritu, que se funda en la escucha y puesta en práctica
de la palabra. Es lo que dice Pablo: Aunque
hemos conocido a Cristo según la carne, ahora no lo conocemos así, sino según
el Espíritu (2 Cor 5,16).
Mi
madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen.
Habría que leer esta frase junto con la de Juan: En esto conocerán que son mis discípulos: Si se aman los unos a los
otros. Ámense como yo los he amado. La conclusión puede ser ésta: el
distintivo característico, la nota familiar del cristiano es ante todo la
práctica del mandamiento del Señor, el amor al prójimo. Tienen derecho a llevar
el nombre de Jesús quienes aman a su prójimo. Ellos viven en su corazón aquello
que fue lo más nuclear y distintivo de la persona de Jesús: su amor universal y
misericordioso, gratuito y desinteresado, que le hizo dar su vida.
De modo semejante se puede decir que la pertenencia a la Iglesia
es un asunto “de familia”. Pertenecen a ella los que se reúnen en torno a la
Palabra y la hacen suya, conforman con referencia ella a su vida, y anuncian
con el testimonio de sus personas el nombre de Jesús. Como la pertenencia a una
familia, el ser miembro de la Iglesia es un asunto del corazón: sólo se es de la
familia cuando se la ama, escucha y sirve hasta estar disponible a dar la vida
por ella.
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