miércoles, 31 de octubre de 2018

La puerta estrecha (Lc 13,22-30)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús  predicando a orillas del Mar de Galilea, ilustración de Gustavo Doré para la colección de libros de las Sagradas  Escrituras, Antiguo y Nuevo Testamento publicada en 1885, Stuttgart-Alemania
Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos mientras se dirigía a Jerusalén.Alguien le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvarán?".
Jesús respondió: "Esfuércense por entrar por la puerta angosta, porque yo les digo que muchos tratarán de entrar y no lo lograrán. Si a ustedes les ha tocado estar fuera cuando el dueño de casa se levante y cierre la puerta, entonces se pondrán a golpearla y a gritar: ¡Señor, ábrenos! Pero les contestará: "No sé de dónde son ustedes."
Entonces comenzarán a decir: "Nosotros hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas."
Pero él les dirá de nuevo: "No sé de dónde son ustedes. ¡Aléjense de mí todos los malhechores! Habrá llanto y rechinar de dientes cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes, en cambio, sean echados fuera. Gente del oriente y del poniente, del norte y del sur, vendrán a sentarse a la mesa en el Reino de Dios. ¡Qué sorpresa! Unos que estaban entre los últimos son ahora primeros, mientras que los primeros han pasado a ser últimos".
Jesús en su camino a Jerusalén anuncia el don de la salvación que Dios ofrece y enseña las condiciones que se requieren para acogerlo. Uno de sus oyentes le hace una pregunta: ¿son pocos los que se salvan?”.
Jesús no responde directamente. Hace ver que lo importante no es saber cuántos se salvarán, si serán pocos o muchos. Él quiere, más bien, estimular a sus oyentes a asumir la propia vida con responsabilidad, pues ahora es el tiempo de las decisiones y del esfuerzo necesario para convertirnos a Dios. Viene la muerte y la situación se hace definitiva e irreversible. Por eso dice: Esfuércense en entrar por la puerta estrecha. Es decir, sin lucha y empeño no se consigue nada valioso. Y si hay algo por lo que vale la pena gastar las propias fuerzas es precisamente el logro definitivo de la vida.
Las palabras de Jesús tienen gran actualidad. En una sociedad permisiva, que lleva a confundir felicidad con facilidad, libertad con ausencia de límites, progreso con ganancia mal habida y sin sacrificio, las palabras de Jesús resultan duras, a contrapelo. Pero Jesús no nos pone exigencias arbitrarias, sino que nos da la orientación necesaria para vivir con plenitud nuestra vida.
Al mismo tiempo Jesús llama la atención a sus seguidores para que no se hagan ilusiones: la salvación no está garantizada por el hecho de pertenecer al pueblo elegido, o ser miembro de una familia religiosa. No basta decir: Señor, nosotros hemos comido y bebido contigo… Siempre es imprescindible la acogida y la adhesión consciente de cada uno.
Por eso advierte: Vendrán muchos de oriente y occidente, del norte y del sur, a sentarse a la mesa en el reino de Dios. Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos. No basta, pues, haber sido bautizado y venir a misa, si esto no va acompañado de una opción libre por Jesús y de un compromiso cristiano efectivo.
Tampoco Jesús quiere afirmar que la salvación es el resultado del propio esfuerzo. Su predicación del reino de Dios muestra con claridad que la salvación es obra de Dios, es el regalo incondicional de su amor. Sin embargo, no nos salvamos por nuestros esfuerzos, pero sin ellos tampoco. Dios espera siempre nuestra colaboración libre.
En nuestra fe hay elementos contrapuestos que, a manera de polos dialécticos, hemos de procurar mantener en su tensión propia, sin que uno anule al otro, por ejemplo: gracia divina y libertad humana, lo material y lo espiritual, la esperanza del cielo y el amor a la tierra, el plano natural y el sobrenatural, fe y obras, don de la salvación y colaboración humana.
Jesús dice que Él no ha venido a condenar, sino a salvar (cf. Jn 12,47). Y Pablo afirma que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Pero con ello no podemos decir que nuestros esfuerzos personales importen poco, pues son absolutamente necesarios. Nos toca poner todo de nuestra parte, pero nos consuela saber que nuestra salvación la cuida nuestro Padre y su Hijo Jesús nuestro Salvador.
Nada puede hacernos más felices que el sentirnos sostenidos por el amor de Dios y corresponder a Él. Entonces, la relación con Dios cambia, se llena de confianza. Lo dice San Juan “En el amor no hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor” (1 Jn 4,18).
Pero nuestro interior suele estar cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad. A partir de ahí, se proyecta lo religioso como el campo del deber, no de la gratuidad del amor, de la ley y no del Espíritu que nos hace libres, de la culpa y no del encuentro personal con Dios que nos ama tal como somos y nos invita a dejarnos transformar por su amor. Nuestra experiencia religiosa se carga de ley, obligación y culpa. Nos alejamos del Dios de Jesús, que es amor, ternura y misericordia infinita. 
Podemos decir, pues, que el progreso en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer (confiar) en el amor de Dios. Si asumimos esta verdad con todas sus implicancias, no dejaremos campo abierto a la laxitud de conciencia. No hay nada más frágil y vulnerable que el amor, pero también nada hay más fuerte y exigente que él. Pero por parte de Dios siempre está disponible para nosotros su oferta del amor que es capaz de cambiarnos. Es lo que dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! Es decir, si creyéramos en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida ciertamente sería distinta. 

martes, 30 de octubre de 2018

El reino se parece al grano de mostaza y a la levadura (Lc 13,18-21)

P. Carlos Cardó SJ
Árbol de mostaza en una carretera de Italia.
(Fuente: pinterest)
En aquel tiempo, dijo Jesús: "¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas." Y añadió: "¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta."
Jesús anuncia y hace presente el reino de Dios por medio de su palabra y de sus acciones liberadoras. Al mismo tiempo nos hace ver cómo crece y se desarrolla en el mundo. El reino, nos dice, se establece y se extiende progresivamente y siempre de manera casi invisible; hay que discernir para reconocerlo. Actúa en la historia como Él actuó: en pobreza, sin poder, sin medios extraordinarios y llamativos.
Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos. Sin embargo, aunque su inicio es insignificante, el reino ha puesto ya en marcha todo un proceso de crecimiento, cuya conclusión y éxito final será grandioso y está asegurado. Para hacer comprender esta dinámica del desarrollo del reino de Dios, Jesús emplea varias parábolas: del sembrador, del trigo y la cizaña, del tesoro escondido y la perla de gran precio, de la red, y las dos pequeñas del granito de mostaza y de la levadura.
El granito de mostaza, pequeño como cabeza de alfiler, tiene sin embargo una fuerza vital invisible, irresistible, que germina y demuestra toda su potencialidad al “hacerse un árbol, en cuyas ramas vienen los pájaros a hacer sus nidos”. Su significado simbólico alude en primer lugar a la predicación de la palabra evangélica, que lleva dentro de sí la fuerza necesaria para lograr el establecimiento pleno y definitivo del reinado de Dios.
La misteriosa actuación de Dios confiere a la palabra de Jesús su capacidad generativa, y aunque su desarrollo y extensión tiene una apariencia casi invisible, es ya una realidad en la historia humana. Este poder de Dios, creador y liberador, actúa en el mundo estableciendo el reino que Jesús predica. El señorío de Dios sobre todas las cosas, que va transformando los corazones para que se instaure la paz y la justicia en el mundo tiene un desarrollo semejante al proceso de crecimiento de una pequeña planta. La imagen de los pájaros que vienen a anidar en sus ramas es la misma que los profetas emplearon para describir la extensión universal del reinado de Dios (Ez 17, 22s).
Con elementos sacados también de la vida ordinaria, la otra parábola de la levadura, que emplea un ama de casa para hace fermentar la masa, hace comprender fácilmente a los oyentes el modo como actúa y se desarrolla el reino de Dios. También aquí se subraya el contraste que hay entre los inicios silenciosos y escondidos, y el resultado final. La levadura se expande y permea de una forma invisible toda la masa. De modo semejante, el reino de Dios actúa con sus valores en el interior de las personas, las transforma y, por medio de ellas se extiende.
Pero hay, además, otro simbolismo: la levadura sugiere la idea de algo impuro, maloliente incluso. La masa ya fermentada simbolizaba lo viejo, y por eso se la sacaba de las casas para celebrar la Pascua (Ex 12, 15), y se comían panes ácimos (puros), de harina no fermentada. Así se celebraba el paso de lo viejo a lo nuevo, de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad.
Jesús hace ver que la novedad del reino de libertad y de vida sigue el mismo camino que Él sigue: nacido oculto en un pesebre, ha sido rechazado como impuro por las autoridades religiosas, va a morir y será sepultado en la tierra. Sin embargo, Él es portador de la pureza de Dios que consiste en la misericordia y que le lleva a mezclarse con la miseria humana.
La pureza de Dios consiste en perderse para hacerse siervo (12,18ss) y cargar con la debilidad y el pecado (8,17). Por eso Pablo dirá que Cristo crucificado se ha hecho para nosotros levadura, maldición, pecado (Gal 3,13; 2Cor 5,21), y por su resurrección ha hecho posible la fiesta de la verdadera pascua, que los cristianos celebran no con la levadura vieja, ni con la levadura de la malicia y de la maldad, sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad (1 Cor 5, 8).
La nueva Pascua, los panes nuevos, el cuerpo de Cristo hecho pan que se nos da como alimento, configuran a los cristianos con su Señor y les hacen ser como Él, ofrenda pura para la vida del mundo, humanidad nueva que nace de la eucaristía. 
Hay aquí pues una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su  reino: según la cual el Creador se hizo pequeño para revelársenos en lo humano. Por su parte, su Hijo Jesucristo actuó en silencio, sin pretensiones de grandeza, y dejó establecido para la comunidad de sus seguidores que el mayor es quien se hace el más pequeño de todos para servirlos a todos (Lc 9,48; 22,26ss). Así actúa el reino de Dios, semejante al desarrollo casi invisible del grano de mostaza que se hace un árbol y a la acción silenciosa de la levadura que va fermentando la masa.

lunes, 29 de octubre de 2018

Elección de los Doce (Lc 6, 12-19)

P. Carlos Cardó SJ
Jesucristo y sus apóstoles, icono griego tallado en madera de autor anónimo, siglo XIX, Iglesia Católica de San José, Alejandrópolis, Grecia
En aquellos días, Jesús se fue a orar a un cerro y pasó toda la noche en oración con Dios.Al llegar el día llamó a sus discípulos y escogió a doce de ellos, a los que llamó apóstoles: Simón, al que le dio el nombre de Pedro, y su hermano Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, apodado Zelote, Judas, hermano de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.
Jesús bajó con ellos y se detuvo en un lugar llano. Había allí un grupo impresionante de discípulos suyos y una cantidad de gente procedente de toda Judea y de Jerusalén, y también de la costa de Tiro y de Sidón. Habían venido para oírlo y para que los sanara de sus enfermedades; también los atormentados por espíritus malos recibían curación. Por eso cada cual trataba de tocarlo, porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos.
Jesús se retiró a la montaña para orar. En la Biblia, la montaña es uno de los lugares de manifestación de la presencia de Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó la noche orando a Dios, resalta la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide su bendición sobre los hombres que va a elegir.
Refiriéndose a ellos dirá en el evangelio de Juan: los hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn 17,6). Y en los Hechos de los Apóstoles, declara Lucas que Jesús los escogió guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y opción apostólica.
Al hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia. Ellos forman el núcleo del nuevo de Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros responsables de la misión de anunciar en su nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24, 47).
¿Quiénes son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran  pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44). Santiago y Juan eran hijos de un tal Zebedeo, también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40).
Felipe era también de Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX identificó con Natanael, pero sin fundamento. Mateo, que en su evangelio se llama a sí mismo Leví, era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’.
Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que no es “Santiago, el Menor” (Mc 15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era uno de los Doce. Simón, llamado el Zelota estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”.
Judas, hijo de Santiago, llamado “Tadeo” en Marcos y Mateo (Mc 3,18; Mt 10,3), es también un personaje totalmente desconocido en el resto del Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre. Al final se menciona a Judas Iscariote, el traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría provenir de manera menos probable del latín sicarius (“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas.
Son simples pescadores y artesanos de Galilea. Lo que les une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por Él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de la casta sacerdotal. Ni siquiera son virtuosos cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada cual mantendrá hasta el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil.
Mucho tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. Pero estarán con Él en toda circunstancia, le verán  rezar a su Padre, llorar por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte.
Su palabra irá calando en su interior. Y por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con Él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en cada caso. Tan  identificados se sentirán con su persona y misión que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Él su vida por la salvación de los hombres. 
Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curados de sus enfermedades, los discípulos que escuchan su palabra y lo siguen, y los apóstoles que han sido asociados a su misión por una elección precisa e intencional. Todos juntos forman el pueblo de hijos e hijas que ama el Señor. 

domingo, 28 de octubre de 2018

Homilía del domingo 28 de octubre (Señor de los Milagros) - Jesús levantado en lo alto (Jn 3, 11-16)

P. Carlos Cardó SJ
Procesión del Señor de los Milagros, Plaza Mayor de Lima. Fuente: wikipedia
En verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si ustedes no creen cuando les hablo de cosas de la tierra, ¿cómo van a creer si les hablo de cosas del Cielo? Sin embargo, nadie ha subido al Cielo sino sólo el que ha bajado del Cielo, el Hijo del Hombre. Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio a su Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.
Todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos, y con un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que dé al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?
Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados en el desierto por serpientes que los mordían, y muchos morían  (Num 21, 4). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (Jn 3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.
Así fueron los hechos. En un primer momento, los judíos se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, pero después, por influjo de sus autoridades religiosas, lo rechazaron, le dieron la espalda, no acogieron su mensaje y le opusieron una hostilidad que fue creciendo hasta convertirse en una verdadera confabulación para acabar con Él. Vieron en Él una amenaza a su fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a sus tradiciones religiosas. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y que podía seguir la suerte de  los profetas.
Y así fue. Lo condenaron y le dieron muerte en una cruz. Para una mirada no creyente, aquello no fue más que la ejecución de un pobre reo judío fracasado, sin importancia alguna para la historia, pues millones de muertes como la suya se han sucedido en la historia. Pero el evangelio nos hace ver otra cosa: el crucificado no es un pobre judío fracasado que muere solo en un patíbulo horrendo.
Con Él está Dios y en Él se revela. La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado por amor a la humanidad (Jn 3, 16). El sentido de su muerte es que Dios “entrega” a su Hijo en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida para revelar con ello hasta dónde el amor de su Padre y el suyo propio son capaces de llegar para que ninguno se pierda.
Jesús habló repetidas veces de su muerte. En la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 23-46), se ve que Jesús preveía que le iban a matar y que se podía esperar, según la mentalidad de los judíos, refrendada en muchos escritos del Antiguo Testamento, que quienes le darían muerte recibirían un severo castigo.
Pero lo que después va a manifestar en su pasión es que el Dios que entrega a su Hijo para salvar al mundo es un Dios de infinita misericordia. Y que Él, el Hijo libremente entregado, morirá perdonando para vencer al mal con la abundancia del bien que brota de su amor. A  quien lo acoge, ese amor le trae la misericordia y el perdón, le restablece su unión con Dios en virtud de su sangre derramada en la cruz.
Mirar la cruz de Jesús crucificado es mirar la expresión suprema del amor que salva. San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8)
Por eso los cristianos veneramos la cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie. Así, quien en su angustia o abandono fija sus ojos en la cruz del Señor, sentirá que Dios comparte su dolor y abre para él, en su mismo dolor, la esperanza de una vida nueva. 

sábado, 27 de octubre de 2018

La higuera seca (Lc 13, 1-9)

P. Carlos Cardó SJ
La higuera seca, obra del pintor griego Konstantinos Baklatzis (1947 - ) Colección privada
En ese momento se presentaron unas personas que comentaron a Jesús el caso de aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló con la de las víctimas de sus sacrificios.

El les respondió: "¿Creen ustedes que esos galileos sufrieron todo esto porque eran más pecadores que los demás?
Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera.
¿O creen que las dieciocho personas que murieron cuando se desplomó la torre de Siloé, eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?
Les aseguro que no, y si ustedes no se convierten, todos acabarán de la misma manera".
Les dijo también esta parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viña. Fue a buscar frutos y no los encontró.
Dijo entonces al viñador: 'Hace tres años que vengo a buscar frutos en esta higuera y no los encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la tierra?'.
Pero él respondió: 'Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré.
Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás'".
Jesús aprovecha dos acontecimientos vividos por su pueblo para dar al creyente un criterio de lectura de los males que ocurren en el mundo y del modo como Dios actúa.
El primero es un mal producido por la libertad y la maldad humana, en ese caso, por Poncio Pilato, gobernador romano de la Judea, que sometió a mano de hierro a los judíos. El incidente de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con la de sus sacrificios, fue una muestra de su crueldad.
El segundo acontecimiento es un accidente que pone de manifiesto la manera violenta e inevitable en que actúan a veces las leyes de la naturaleza. Fue la muerte trágica de dieciocho desgraciados que murieron aplastados al caerse la torre de Siloé en Jerusalén.
Ambos acontecimientos, como todos los males del mundo, interrogan al creyente: ¿por qué se producen tales cosas? Ante el mal, producto de la libertad humana o desencadenado a consecuencia de las leyes naturales, uno palpa la fragilidad del ser, el riesgo de la existencia. Los males, en definitiva, abren los ojos del creyente a la acción de Dios que tiene poder para salvarnos, pero cuenta con nuestra libre colaboración.
Es comprensible que ante los males del mundo el hombre se pregunte acerca de la bondad de Dios y de su creación. Pero no siempre tiene que ser así. La fe cristiana no propone explicaciones consoladoras del mal, sino que impulsa la búsqueda de medios para superarlo y cambiar el mundo en dirección del reino de Dios. Este fue el camino que escogió Jesucristo.
Él nos enseñó a hacer presente en toda situación dolorosa la fuerza del amor de Dios que supera todo sufrimiento. Y porque en Jesús se nos manifestó Dios como amor solidario con el sufrimiento humano, ante la realidad muchas veces dolorosa de nuestro mundo, no renunciamos a nuestra confianza en él.
Jesús, además, rechaza toda interpretación maniquea, que divide a los hombres en buenos y malos. No es justo ver el pecado en los otros, para justificarnos o descargar nuestra responsabilidad. Jesús nos propone, en cambio, la actitud honesta de quien reconoce que el mal actúa en todos y por eso ante Dios todos somos pecadores. Por eso, antes de echar la culpa a los demás, examinemos nuestra conciencia.
La segunda parte del texto trae la parábola de Jesús sobre la higuera que no daba frutos. Con ella nos advierte que no debemos desaprovechar el tiempo que Dios nos da, sino que debemos emplearlo para dar los frutos que llevaremos cuando estemos ante él.
El mensaje de la parábola es claro. La viña simbolizaba al pueblo de Israel. En ella, el árbol de la higuera, ubérrimo en frutos dulces, representaba la ley de Dios, que debía crecer y fructificar en la viña. Estos simbolismos valen también para nosotros: nuestro mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros es higuera destinada a dar fruto. Dios, el viñador, trabaja con nosotros y espera, lleno de paciencia y misericordia.
El Dios del perdón, el viñador, le concede un plazo a la higuera para que dé fruto. Cristo intercede por nosotros para que tengamos una oportunidad y nos convirtamos a él. Dios tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3,9). Así, cuando el creyente reconozca todo el esmero que le dispensa su señor también él querrá ser útil para los demás y para el mundo.
La parábola señala la diferencia que hay entre el comportamiento de Dios y el de los hombres. La lógica de éstos es: no sirve, córtala. La lógica de Dios es: no da frutos, la cuidaré con mayor esmero. Dios no tala la higuera, es decir, la persona. La respeta, le da una oportunidad para que cambie, porque la ama.
Un texto del libro de la Sabiduría describe esta actitud de Dios que ama la vida por él creada: Te compadeces de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas todo cuanto existe y no desprecias nada de lo que hiciste; porque si algo odiaras, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría existir algo que tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas tus criaturas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida (Sab 11,23-26)
Jesús no hizo otra cosa que mostrarnos este rostro de Dios, amigo de la vida, e invitarnos a comprender que el camino de nuestra salvación consiste en imitar la generosidad de Dios en nuestro amor y servicio a los demás. En ese amor paciente y bondadoso, que todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo (1 Cor 13, 4.7) consiste el camino más excelente.

viernes, 26 de octubre de 2018

Saber discernir los signos (Lc 12, 54-59)

P. Carlos Cardó SJ
Discernimiento, óleo sobre lienzo de Claudio Bravo (entre 1970-1980), Casa-Museo Taroundant, Tánger, Marruecos
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Cuando ustedes ven que una nube se va levantando por el poniente, enseguida dicen que va a llover, y en efecto, llueve. Cuando el viento sopla del sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente? ¿Por qué, pues, no juzgan por ustedes mismos lo que les conviene hacer ahora? Cuando vayas con tu adversario a presentarte ante la autoridad, haz todo lo posible por llegar a un acuerdo con él en el camino, para que no te lleve ante el juez, el juez te entregue a la policía, y la policía te meta en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de ahí hasta que pagues el último centavo".
Jesús reprocha a la gente que saben muy bien discernir los signos del tiempo, las cosas materiales, pero no conocen las espirituales. Saben perfectamente lo que es necesario para la vida temporal, pero no saben lo que es necesario para la vida eterna. Conocen el aspecto del cielo pero no saben discernir la presencia de Dios. De ellos dice san Pablo: Los mundanos no captan las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no pueden entenderlas porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas. En cambio, quien posee el Espíritu lo discierne todo y no está sujeto al juicio de nadie (1Cor 2, 14-15).
Los criterios que mueven nuestras acciones no siempre son evangélicos, nuestros juicios no son los de Dios. Esto se ve de manera particular a la hora de tomar decisiones. Entonces es cuando debemos discernir. El discernimiento consiste en buscar y reconocer –siempre por medio de la oración– lo que Dios quiere de nosotros, para dejarnos conducir por Él, para que sea su voluntad y no la nuestra la que determine nuestras decisiones.
El discernimiento consiste, pues, en buscar y elegir lo que sea más conforme a los valores y enseñanzas de Jesucristo. Y la condición previa para poder elegir así es hacernos libres frente a todo lo creado, para poder optar por lo que más nos convenga en orden a cumplir la voluntad de Dios. Ustedes, hermanos, han sido llamados a la libertad. Pero no tomen la libertad como pretexto para satisfacer los apetitos desordenados; antes bien háganse servidores los unos de los otros por amor… (Gal 5,13).
Después de esa enseñanza sobre la necesidad de interpretar bien cada situación y discernir lo que se debe hacer, Lucas pone una parábola de Jesús, que podríamos llamar la parábola de la reconciliación. Contiene una llamada a elegir siempre lo que une, no lo que divide y enfrenta.
En la base se puede apreciar un gran sentido común y también la sabiduría popular que se expresa en proverbios como éste: Comenzar una discusión es abrir una represa; antes que la pelea estalle, retírate (Prov 12,14). Jesús dice: procura llegar a un arreglo con tu adversario para que no te lleve al juez y acabes en la cárcel.
Todos sabemos que es mejor arreglar los asuntos por la vía pacífica de la conciliación, porque una vez entablado el litigio, las consecuencias pueden ser peores. En su sentido más exacto, la parábola contiene una advertencia de Jesús a sus oyentes para que se decidan a acoger su enseñanza. Es como si les dijera: ésta es la última oportunidad, decídanse antes de que sea demasiado tarde. Está incluido aquí el precepto sobre la reconciliación fraterna como condición para la reconciliación con Dios (cf. Mt 5, 25s).
Mientras estás de camino, dice Jesús. La vida es camino, su meta es la fraternidad del reino de Dios. Si no se pasa de la lógica de la venganza y del conflicto a la del perdón y la reconciliación, la vida simplemente no es humana.
Por eso venimos a la eucaristía, porque nos pone en el tiempo de la salvación, en el tiempo de la obra de Cristo en nosotros, nos da los criterios para discernir su presencia y lo que a Él le agrada. La eucaristía es signo de unión y reconciliación fraterna. 

jueves, 25 de octubre de 2018

Fuego he venido a encender en la tierra (Lc 12, 49-53)

P. Carlos Cardó SJ
Maestà (detalle con Jesús y los apóstoles) Duccio di Buoninsegna (1255-1319). Museo dell’Opera del Duomo de Siena
Jesús dijo a sus discípulos:

"Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!
Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!
¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división.
De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres:
el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra".
Jesús avanza hacia Jerusalén y el horizonte se le vuelve cada vez más sombrío. Los que caminan con él advierten que sus palabras se hacen cada vez más exigentes y comprometedoras.
Fuego he venido a encender en la tierra, les dice. Es el fuego de su Espíritu, de su vida, con el que nos ha bautizado. Es el fuego de la conversión, que transforma en nosotros aun aquello que no podemos cambiar. Es ardor espiritual, mística, entusiasmo, es decir, lo propio del amor. El Cantar de los Cantares (8,6s) habla justamente del amor como centella de fuego, llamarada divina, inextinguible, más fuerte que la muerte. El amor con que Dios nos ama enciende ese fuego; pero el problema es que nos resistimos a que arda en nosotros.
Con la pasión de su amor por nosotros, habla luego Jesús de la pasión que va a sufrir y la siente como una terrible prueba. La espera de una muerte tan cruel llena de ansiedad su interior y lo fuerza a decir: ¡que angustiado estoy hasta que se cumpla! Ante el destino de cruz, la condición humana se estremece.
Su voluntad de entregar su vida por nuestra salvación le lleva a tener que pasar por donde no quiere, con la confianza de que su Padre no lo abandonará. Se siente internamente dividido entre un deseo y una angustia, es la lucha interior que en el huerto de Getsemaní le hará sudar sangre, la lucha del amor que vence en la prueba suprema.
Jesús es consciente de que su proclamación del reino, como triunfo del amor salvador de Dios en el mundo, ha sido acogida por algunos pero ha chocado desde el inicio de su predicación con la incomprensión de la mayoría, aun de sus propios familiares, y la oposición cada vez más hostil de las autoridades del pueblo.
La fidelidad a su proyecto, en perfecta sintonía con los designios del Padre, le ha creado enemigos, que se muestran más poderosos y violentos a medida que se acerca a Jerusalén, capital del poder político y religioso. Por eso sus palabras se vuelven cada vez más exigentes: no puede dejar de advertir a sus discípulos que su mensaje produce divisiones en la sociedad y confrontación hasta en la propia familia.
Hoy también Jesucristo sigue llamando a la radicalidad de su seguimiento, que puede llevar a posponer, de forma más o menos espinosa y difícil, otros valores –tan amados como el valor familia– para que el evangelio prevalezca en la orientación de la propia conducta. Él ha venido a traer la paz de unidad y de justicia. No una paz barata, sin mayores exigencias y alcances.
El compromiso por la justicia, que el reino de Dios exige, puede producir a veces separación o incomprensión de los otros. El cristiano las asumirá con la firmeza de sus convicciones, detrás de las cuales actúa siempre el amor de Dios que triunfa.
El mensaje cristiano siempre podrá parecer crítico porque busca, interroga, conmueve. La palabra del Señor enfrenta a toda sociedad mal organizada e interpela también a la Iglesia por las adherencias que se le pegan en su labor por el reino. El evangelio es actual y lúcido; utiliza códigos culturales de hoy, pero no concuerda con proclamas ideológicas. Es esperanzador, libera, comunica el Espíritu de Dios que siempre alienta e impulsa, no desanima ni humilla; pero propone el ejemplo de Jesús, que  nunca pretendió estar a bien con todos ni a cualquier precio, ni quiso poner su vida a salvo sino entregarla.
El evangelio es el sueño de Jesús de una humanidad realmente fraterna, un mundo donde sea posible la justicia. Ese es el fuego interior que le mueve, el fuego que ha venido a traer a la tierra, y cómo desearía que estuviera ya propagándose. ¡Ojalá estuviera ya ardiendo! Pero nos da miedo ese fuego de amor y justicia, y no le permitimos que prenda en nosotros. Olvidamos lo que dice San Pablo: Es cierta esta verdad: Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si le somos infieles, él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2, 12-14).

miércoles, 24 de octubre de 2018

Estén atentos (Lc 12, 39-48)

P. Carlos Cardó SJ
El sermón de la montaña obra del pintor danés Carl Heinrich Bloch (1834-1890). Palacio de Frederiksborg, Dinamarca
Jesús dijo a sus discípulos: "Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa.
Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre llegará a la hora menos pensada".

Pedro preguntó entonces: "Señor, ¿esta parábola la dices para nosotros o para todos?".
El Señor le dijo: "¿Cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno?
¡Feliz aquel a quien su señor, al llegar, encuentre ocupado en este trabajo!
Les aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes.
Pero si este servidor piensa: 'Mi señor tardará en llegar', y se dedica a golpear a los servidores y a las sirvientas, y se pone a comer, a beber y a emborracharse,
su señor llegará el día y la hora menos pensada, lo castigará y le hará correr la misma suerte que los infieles.
El servidor que, conociendo la voluntad de su señor, no tuvo las cosas preparadas y no obró conforme a lo que él había dispuesto, recibirá un castigo severo.
Pero aquel que sin saberlo, se hizo también culpable, será castigado menos severamente. Al que se le dio mucho, se le pedirá mucho; y al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más."
Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor, es la respuesta de Jesús a sus discípulos que le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Hace ver que el “cuándo” es siempre, el tiempo de lo cotidiano, porque es allí donde se realiza el juicio de Dios. No en acontecimientos extraordinarios, sino en nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor o estar lejos de él. Al final se recoge lo que se ha sembrado.
El trasfondo de estas parábolas y dichos de Jesús sobre la necesidad de estar preparados y vigilantes puede ser la situación de la Iglesia primitiva en la que, después de creer que la segunda venida de Jesucristo era inminente, entendieron que no era así y la larga espera hizo que bajara el fervor de las comunidades e incluso comenzaran a sufrir una cierta relajación de costumbres. A ellas en particular dirigieron los evangelistas sinópticos estos pasajes.
Estén preparados, vigilantes, significa discernir las cosas y distinguir las que nos sirven para estar con Dios en la vida de todos los días. Quien lo busca, lo encuentra. De lo contrario, viene como el ladrón que desvalija la casa. Hay que estar con los ojos abiertos.
El amo de casa puede aludir a los dirigentes: son los que el Señor ha puesto al frente de su casa y son ellos los primeros que han de cultivar la actitud de vigilancia, obrando con justicia y caridad. Si el dueño de casa es previsor y prudente no se deja sorprender por el ladrón que asalta las casas que no están bien guardadas. La imagen del ladrón nocturno representa la venida de improviso del Hijo del hombre como juez y salvador. Saben que el día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche, dice Pablo (1 Tes 5,2; ver también 2 Pe 3, 10 y Ap 3, 3)
La parábola del administrador va dirigida, en primer lugar, a los que tienen oficio de presidir o dirigir la comunidad. Por ser hombre de su confianza, el señor le confía al administrador durante su ausencia la responsabilidad de todo su personal de servicio. Tiene que ver para que nada les falte: tiene que distribuirles a su debido tiempo la ración de trigo.
Si es fiel y prudente se hará merecedor de una recompensa que nadie puede imaginar: lo pondrá al frente de todos sus bienes (cf. Lc 19, 17-19). Pero si piensa: Mi Señor tarda en venir, y se pone a golpear a los criados y criadas, a beber y a emborracharse, traicionando la confianza de su patrón y obrando de manera prepotente con sus subordinados, vendrá el señor y lo castigará con todo rigor.
La Iglesia sólo tiene un jefe y señor: Jesucristo (cf. Mt 23, 8-10). Todos los demás somos hermanos y servidores, incluso cuando a uno se le hace administrador. Pero en cierto sentido, todos somos administradores porque los bienes de los que disponemos o gerenciamos no son propios. Todo lo que somos y tenemos es don de Dios y debemos considerarlo así para cuidarlo bien. Al mismo tiempo todos somos siervos, como el mismo Señor que se hizo siervo de todos.
Recibimos la misma responsabilidad de servir la vida de los demás haciendo oportunamente lo que se debe. Somos siervos fieles si actuamos según la voluntad del Señor; prudentes si la preferimos por encima de cualquier otro interés o motivación para poder acertar. Finalmente, quien ha recibido la misión de presidir la comunidad sólo podrá cumplirla bien si se mantiene como servidor de los servidores y no se transforma en patrón.
Entonces reproduce en su vida la del siervo malo y traidor que golpea a los otros; ya no sirve ni a Dios ni a los demás y no reconoce al Señor que viene continuamente. Ese tal recibirá una pena que supera toda comparación: lo castigará con todo rigor, que literalmente se traduce: será partido en dos. Porque, en efecto, su existencia está dividida, lejos de sí mismo, de Dios y de los demás. Por eso el Señor no lo reconoce, porque él no ha reconocido a nadie.
Siempre que Jesús habla de nuestro destino final lo hace en tono serio, grave, pero no de amenaza, no hay que leerlo así; no es para asustarnos, sino para motivar la responsabilidad que tenemos de nosotros mismos y para que aprovechemos el presente, que es el tiempo de su venida. Y recordando siempre que a quien mucho se le dio, mucho se le exigirá; y a quien mucho se le confió, más se le pedirá.

martes, 23 de octubre de 2018

Estén preparados (Lc 12, 35-38)

P. Carlos Cardó SJ
El mayordomo fiel debe estar preparado. Ilustración bíblica de autor anónimo, publicada en J.W.org
Jesús dijo a sus discípulos: "Estén preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas.

Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta.
¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlos.
¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así!"

Con imágenes tomadas de la vida cotidiana Jesús propone a sus discípulos un estilo de vida caracterizado por la apertura y tensión al futuro, la espera atenta y vigilante y la responsabilidad en el trabajo.
El cristiano espera, es un ser que espera siempre y vigila. No espera la muerte, porque eso le quita ánimos para vivir y le hace terminar esclavo del miedo. Espera la vida, porque espera a su Señor. Vive de este anhelo interior: Marana tha, ven, Señor Jesús.
El cristiano mira al futuro del que espera la salvación, la realización feliz de su existencia. Y esto tiene un nombre: es el Señor Jesús que viene.
El presente es el tiempo de la espera responsable. Se vive en alerta, pronto a partir en viaje o ponerse al trabajo.
La espera puede hacerse larga y tediosa, un largo período sin que nada suceda. Entonces la vigilancia y la responsabilidad pueden decaer y el cristiano corre el riesgo de la desilusión, la desconfianza o el cansancio. Debe entonces retomar la actitud del servidor despierto que mantiene su lámpara encendida toda la noche, a la espera de que su señor regrese de la fiesta de bodas a la que partió.
Estar preparado es como estar con la cintura bien ceñida. Así celebraban los judíos su cena pascual. Aunque la liberación se había realizado en el acontecimiento pasado del éxodo de Egipto, veían la vida como una búsqueda constante de liberación por medio de la práctica de la ley, que los preparaba como un pueblo bien dispuesto para la venida del mesías prometido. Los cristianos, por su parte, aguardan a su Señor celebrando su cena eucarística y sirviendo a los demás, porque Jesús no vino a que le sirvan sino a servir (Mt 20, 28) y pasó haciendo el bien (Hech 10, 38).
En muchos aspectos la vida en el mundo es como estar en la noche. El cristiano puede ver en la oscuridad por la luz que le viene del Señor; más aún, sabe que tiene que dejarse iluminar para poder él también dar luz a los demás. Por eso no puede quedarse dormido. Siente en su corazón la palabra que le dice: Despierta tú que duermes y te iluminará Cristo (Ef 5,14).
El Señor vendrá, tanto al final de la larga espera de la historia, como en sus incesantes venidas cotidianas, cuando el cristiano y la comunidad prestan oído a sus llamadas. Él les dice: Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré a su casa y cenaremos juntos (Ap 3, 20)
Finalmente, la forma de hacerse presente el Señor, tanto en el presente como en su venida futura es y será la de quien, siendo el Maestro y el Señor, se pone a servirnos. Es la característica más esencial de su persona y el sentido de toda su vida: Yo estoy entre ustedes como el que sirve (Lc 22, 27).
Con su presencia, la vida del cristiano se llena de una íntima alegría (¡Dichosos!), la alegría propia de una cena de hermanos y amigos, con el Señor Jesús en el centro. La vida se vuelve eucaristía. Comemos juntos su pan que nos une en comunión, y aguardamos su dichosa venida compartiendo unos con otros nuestro pan.

lunes, 22 de octubre de 2018

No amontonen tesoros (Lc 12, 13-21)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y el joven rico. 1889. Obra del pintor alemán Heinrich Hofmann (1824-1911). Riverside Church, New York
En aquel tiempo:
Uno de la multitud le dijo: "Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia".
Jesús le respondió: "Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?".
Después les dijo: "Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas".
Les dijo entonces una parábola: "Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho,
y se preguntaba a sí mismo: '¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha'.
Después pensó: 'Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes,
y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida'.
Pero Dios le dijo: 'Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?'.
Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios". 

El uso de los bienes materiales y del dinero es un tema importante en el evangelio de Lucas: no sólo porque son necesarios para vivir, sino porque tienen un enorme poder de seducción. El evangelio libera a la persona humana de toda tendencia idolátrica, que la lleve a someterse a las cosas, hasta perder su libertad frente a ellas y sacrificar en su honor los valores que ennoblecen y guían la vida. El cristiano ha de poner su confianza en Dios por encima de todo, ha de obrar con libertad responsable en el uso las cosas de este mundo y demostrar solidaridad fraterna.
Con el dinero se puede hacer el bien o hacer el mal. El dinero es malo cuando es mal adquirido, o cuando se emplea para fines malos, o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él. La acumulación infecunda y egoísta genera desigualdades injustas y divide a los hermanos. Hay que administrar el dinero conforme al plan de Dios.
Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, crece en dignidad. En palabras del Papa Francisco: “La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (Evangelii Gaudim 203).
El texto de San Lucas comienza con la intervención de un hombre anónimo que, en medio de la multitud, le pide a Jesús que intervenga para que su hermano reparta con él la herencia. Jesús se niega a responder en términos jurídicos como lo hacían los rabinos y expertos en la ley, y prefiere ir a la raíz misma del conflicto entre los hermanos: la avidez insaciable. Lo que los divide es justamente lo que debería unirlos: el legado que el padre les ha dejado para ayudarlos a vivir.
Pero el amor desordenado al dinero lleva a querer apropiarse de él, sustituye al amor del Padre y crea enemistad con el hermano. Es un hecho evidente que las relaciones humanas pueden romperse fácilmente cuando están de por medio el dinero y los bienes materiales, cuando los hombres actúan movidos por la avaricia y la ambición.
Para ilustrar este principio general Jesús propone luego una parábola. El protagonista es un rico, un agricultor afortunado que, no obstante, es calificado de torpe o insensato porque sólo piensa en sí y no tiene más interés en la vida que programarse un futuro seguro y feliz mediante la acumulación de bienes. La forma de pensar de este hombre, que no ve más allá de su mundo solitario, se observa claramente en el modo como se expresa: habla de mi cosecha, mis graneros, mi trigo, mis bienes. En su horizonte está él solo, sin su padre Dios y sin sus hermanos los hombres.
No quiere reconocer que los bienes que Dios da han de ser repartidos. Su afán de seguridad (otra cara del miedo a la muerte) lo impulsa a acumular riquezas para sí, hasta hacer depender la vida de lo que tiene y no de lo que es. Pero la verdad de la existencia es otra: aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas y quien hace depender su vida de lo que tiene, echa a perder lo que es: hijo de Dios y hermano de su prójimo.
Ya no tiene a Dios como padre, los demás dejan de ser hermanos para convertirse en competidores y las mismas cosas, que eran medios para el sostenimiento y desarrollo de su vida, pasan a ser causa de su desgracia. Por eso le dice Dios: ¡Torpe! Esta misma noche te pedirán el alma. ¿Para quién será todo lo que has almacenado?
Necio o torpe en la Biblia es el hombre que no tiene en cuenta a Dios ni le preocupa la suerte de los demás; el hombre vacío y fatuo que pone su confianza en cosas inseguras. Un antiguo escrito judío dice: “El amor al dinero conduce a la idolatría, porque cuando los pervierte el dinero, los hombres invocan como dioses a cosas que no son dioses, y eso los lleva hasta la locura” (Testamentos de los XII Patriarcas, 19,1).
Asimismo el salmo 39,7 dice: El hombre es como un soplo que desaparece, como una sombra que pasa; se afana por cosas transitorias, acumula riquezas  y no sabe para quién serán. Y el profeta Jeremías expresa el lamento de Dios por sus hijos que, al olvidarse de él, dejan de ver el justo valor de la vida y de lo que de veras cuenta para su realización y felicidad plena: Dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, para ir a cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).