sábado, 31 de julio de 2021

Muerte de Juan Bautista (Mt 14, 1-12)

 P. Carlos Cardó SJ

Salomé con la cabeza del Bautista, óleo sobre lienzo de Jean Benner (1899), Museo de Bellas Artes de Nantes, Francia

En aquel tiempo, oyó el virrey Herodes lo que se contaba de Jesús y dijo a sus ayudantes: "Ése es Juan Bautista, que ha resucitado de entre los muertos, y por eso los poderes actúan en él."

Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado, por motivo de Herodías, mujer de su hermano Filipo; porque Juan le decía que no le estaba permitido vivir con ella. Quería mandarlo matar, pero tuvo miedo de la gente, que lo tenía por profeta.

El día del cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó delante de todos, y le gustó tanto a Herodes que juró darle lo que pidiera. Ella, instigada por su madre, le dijo: "Dame ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan Bautista". El rey lo sintió; pero, por el juramento y los invitados, ordenó que se la dieran; y mandó decapitar a Juan en la cárcel.

Trajeron la cabeza en una bandeja, se la entregaron a la joven, y ella se la llevó a su madre. Sus discípulos recogieron el cadáver, lo enterraron, y fueron a contárselo a Jesús.

La actividad de Juan Bautista y la de Jesús estuvieron muy relacionadas. La muerte cruenta de Juan anticipa la de Jesús. Ambos sufren el mismo destino de los grandes profetas. En su martirio, el enviado de Dios demuestra que su vida ha estado configurada con la palabra que recibió de lo alto y que Él ha transmitido con todas sus consecuencias; manifiesta así el valor de la causa a la que se ha entregado. Hay valores que valen más que la vida; esta verdad se hace patente en la muerte del profeta.

Herodes, el asesino de Juan Bautista es, junto con Pilato, prototipo de hombre falaz e inconsecuente. Dice de él San Mateo que había oído hablar de Jesús. La fe se inicia por el oído, creemos porque hemos oído, la fe se transmite. Herodes había oído, pero está incapacitado para alcanzar la verdad, como todos aquellos que oprimen la verdad con la injusticia y causan la indignación de Dios (Rom 1, 18).

El modo de vivir no deja oír la verdad, la diluye con la frivolidad, la censura con la prepotencia. El modo de vida de Herodes aparece implícitamente descrito: el adulterio, la  venalidad y la violencia. Todos estos ingredientes aparecen ostentosamente en el banquete que el rey se organiza por su cumpleaños. Fiesta de los poderosos sobre el dolor de los inocentes. Fiesta de cumpleaños con sabor a muerte.

Destaca en el festín la figura de Herodías, concubina de Herodes. Simboliza el placer que él cree poder darse porque todo lo puede, incluso quitarle la mujer a su hermano Filipo con toda desfachatez.  La mayor torpeza del corrupto es creerse omnipotente. Esta omnipotencia le hace exhibir sin temor alguno su adulterio. Pero el santo profeta lo encara: ¡No te es lícito! Como ocurre con frecuencia en los casos de corrupción, la denuncia pone al culpable en la encrucijada: o vida o muerte. La decisión es inevitable. No se puede ser una cosa y al mismo tiempo su contraria.

Pero el malvado elige la muerte del que lo acusa. Por eso Herodes quería matarlo. Quien obra el mal siente como una amenaza las palabras de quien lo corrige. Y al no hallar razones, quiere acabar con él, pensando que así quedará tranquilo. Pero no procede por miedo al pueblo que aprecia al profeta.

La ocasión se produce con el banquete. Belleza, arte y placer aporta la hija de Herodías. Danza ante el rey y la corte, y encanta.  Belleza, arte y placer, son buenos en sí; pero el mal se sirve de ellos; la belleza se torna mal gusto, el arte vulgaridad y el placer se prostituye: ya no dan vida sino muerte. Pide lo que quieras, le dice el que se cree capaz de todo. Incluso juró darle lo que pidiera, quedando obligado a cumplir su promesa insensata. Es muy común este quedar entrampado el sujeto en sus propias contradicciones. Y por su parte la belleza, bajo el influjo de la necedad, es capaz de llegar a causar el horror. La muchacha, instigada por su madre, pidió que le diera en una bandeja la cabeza del Bautista.

Herodes se entristeció. Rápido se esfumaron belleza y placer. La tristeza puede ser buena –advierte Ignacio de Loyola para acertar en el discernimiento– porque hace recapacitar, induce al arrepentimiento. Pero ocurre muchas veces que el hombre no puede salirse del enredo en que se ha metido, quedando preso del qué dirán. Y por eso, por la pura veleidad de no quedar mal ante los palaciegos, ordenó que le cortaran la cabeza a Juan. Herodes se pone así entre los primeros de la larga serie de necios que han creído y creen poder hacer lo que les viene en gana, hasta despreciar la vida del inocente por cálculo político, por mantener renombre, autoridad y dominio.

El relato concluye con una nota de piedad: vinieron sus discípulos (de Juan), recogieron el cuerpo, le dieron sepultura y fueron a contárselo a Jesús.

El historiador Flavio Josefo (Antigüedades judías, XVIII) se fija en el motivo político del asesinato. Herodes podía temer que, a consecuencia de la predicación del Bautista, se armase un movimiento popular que podría traerle problemas con los romanos, de quien era vasallo. Los evangelios prefieren resaltar la dimensión moral del arresto y decapitación del santo y situarlo como precursor, aun en su muerte, del Mesías Jesús. 

viernes, 30 de julio de 2021

El hijo del carpintero (Mt 13, 54-58)

 P. Carlos Cardó SJ

La sagrada familia, óleo sobre lienzo de Jerónimo Jacinto de Espinoza (1658), Museo de Bellas Artes de Valencia, España

Un día se fue a su pueblo y enseñó a la gente en su sinagoga. Todos quedaban maravillados y se preguntaban: «¿De dónde le viene esa sabiduría? ¿Y de dónde esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¡Pero si su madre es María, y sus hermanos son Santiago, y José, y Simón, y Judas! Sus hermanas también están todas entre nosotros, ¿no es cierto? ¿De dónde, entonces, le viene todo eso?».

Ellos se escandalizaban y no lo reconocían. Entonces Jesús les dijo: «Si hay un lugar donde un profeta es despreciado, es en su patria y en su propia familia».

Y como no creían en él, no hizo allí muchos milagros.

Con este relato, San Mateo pone fin a la actividad pública de Jesús en Galilea. Se conoce este momento como la “crisis galilea”. El pueblo que lo había seguido por los milagros que realizaba y por la sabiduría con que enseñaba, cambió, le dio la espalda, rehusó su llamada a la conversión. Se decepcionaron de Él porque no correspondía su modo de ser y de actuar al del mesías que ellos esperaban.

Jesús va a su ciudad, Nazaret, y como era su costumbre se pone a enseñar en la sinagoga. Sus paisanos lo oyen con estupor. Se preguntan sobre el origen de su sabiduría y de sus milagros. ¿De dónde le viene todo eso? ¿Son facultades humanas suyas propias o son poderes divinos que actúan en él? Así formulan sus dudas, pero en realidad lo que les impide dar el paso de la fe y adherirse a él es su misma persona.

El texto de Mateo lo afirma explícitamente: se escandalizaban a causa de él (v.57). El misterio de la persona de Jesús actúa en ellos como un obstáculo y frente a Él se cierran en la incredulidad. La razón es que no se muestran dispuestos a deponer sus propias seguridades y reconocer que Dios puede actuar de manera distinta a como ellos piensan que debe actuar, el mesías tiene que ser como ellos lo piensan, la salvación tiene que coincidir con lo que ellos ansían lograr.

Por esto, no son capaces de ver en Jesús más que al hijo del carpintero. Ha crecido entre ellos, lo conocen de sobra. Además, su madre, María, y sus hermanos y hermanas son gente conocida de Nazaret, sin nada extraordinario. El mesías, libertador de Israel, no puede tener orígenes tan humildes.

Jesús responde a sus paisanos citando un proverbio, probablemente conocido por ellos, con el que les hace ver la experiencia que le están haciendo vivir: Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y entre los suyos. El desprecio de los nazarenos anticipa lo que se hará realidad más tarde para todo el pueblo, su «no» a Jesús, su incredulidad.

Los parientes de Jesús no sólo no lo apoyaron sino que, como refiere Marcos, intentaron sacarlo de circulación porque lo veían como un loco (Mc 3,21); sus paisanos de Nazaret, que lo vieron crecer, se negaron a aceptar que pudiera ser más que un simple carpintero; en su propio grupo de íntimos hubo un traidor; los sumos sacerdotes y expertos en religión pidieron su muerte; y sus discípulos lo dejaron solo.

Se puede estar muy cerca de Jesús y no aceptarlo; mejor dicho, por estar cerca de Él, se le puede desvalorizar o no tener en cuenta. Se hace de Él y de su mensaje algo ya tan conocido, que la costumbre le priva de su fuerza transformadora. Puede ocurrir también que otros atractivos e intereses personales o de grupo releguen a un segundo plano lo que Él ofrece: otros valores se superponen a los de su evangelio y los ahogan.

La comunidad cristiana en sus representantes puede actuar a veces como un grupo o espacio social de gente que sabe cómo debe actuar Dios y se niegan a la novedad y al cambio que con su pobreza y humildad el pequeño carpintero de Nazaret les propone.

Se quiere un mesías conforme al propio gusto, una salvación feliz que ahorre el esfuerzo de la continua purificación, una realidad divina sobrenatural y trascendente que haga olvidar los dolores y sufrimientos del mundo. Siempre ha sido un escándalo la realidad humana de Jesús, la encarnación de Dios y la sabiduría de la cruz.

jueves, 29 de julio de 2021

Diálogo de Jesús con Marta (Jn 11, 19-27)

 P. Carlos Cardó SJ

Marta, hermana de Lázaro, encuentra a Jesús yendo a su casa, óleo sobre lienzo de Nikolai Gé (1864), Museos Estatales de Rusia, San Petersburgo

Muchos judíos habían ido a la casa de Marta y de María para consolarlas por la muerte de su hermano.

Apenas Marta supo que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María permanecía en casa.

Marta dijo a Jesús: «Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero aun así, yo sé que puedes pedir a Dios cualquier cosa, y Dios te lo concederá».

Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará».

Marta respondió: «Ya sé que será resucitado en la resurrección de los muertos, en el último día».

Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección (y la vida). El que cree en mí, aunque muera, vivirá. El que vive, el que cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».

Ella contestó: «Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

El texto forma parte de la sección dedicada a la resurrección de Lázaro. En ella el evangelio de Juan da respuesta al anhelo de felicidad eterna, proclamando uno de los contenidos centrales del mensaje cristiano: la victoria de Cristo –y la nuestra– sobre el último enemigo del ser humano, la muerte (1 Cor 15,26).

Además, el evangelio de Juan expresa reiteradamente la convicción de que la resurrección consiste en creer en Jesús: quien cree en Él, aunque muera, vivirá (v.25), no morirá para siempre (v.26). Creer en Jesús es participar, ya aquí en la tierra, de la vida de Dios, que es amor. Por eso, en su primera Carta, añade Juan: Y nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos. Quien no ama, ya está muerto (1 Jn 3,14).

Desde esta perspectiva, se puede decir, pues, que el milagro en sí de la vuelta de Lázaro a la vida no es lo más importante en el relato de Juan, porque su interés se centra más bien en lo que experimentan sus hermanas Marta y María. Como comentaba acertadamente el Cardenal Carlo M. Martini, Lázaro sale temporalmente del sepulcro, para volver a él años después.

Las hermanas, en cambio, salen de su aldea de Betania (que en hebreo significa casa del afligido), donde reinaba el llanto y el luto, para encontrar allí mismo, en esa misma tierra, al Señor de la vida. El hermano vuelve a su vida mortal de antes, sus hermanas alcanzan la fe en Jesús y con ello pasan a la vida inmortal, a la vida que resucitará de la muerte y se mantendrá en comunión con Dios en su eternidad.

Esta parte del relato de Lázaro vuelto a la vida resalta la figura de Marta. Mientras María se queda en casa –sentada, dice el texto, para señalar su estado de aflicción–, Marta sale al encuentro de Jesús para acogerlo y recibir su condolencia. Al verlo, le dirige una súplica cargada de fe en el poder divino que obra en Él y, al mismo tiempo, un reconocimiento de su propia incapacidad para evitar la muerte de su hermano. Es la pobre que sabe que sólo Dios puede cambiar las cosas, no por sus méritos sino por el amor que Él tiene a sus amigos.

Ya se lo habían mandado decir las hermanas cuando Lázaro estaba grave: Señor, el que amas está enfermo. Ahora, cuando ya no hay nada que hacer y a pesar del aparente desinterés mostrado por Jesús, Marta reconoce que Él hubiese sido capaz de librar a su amigo de la muerte: Señor, su hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero, aun así, yo sé que todo lo que pidas a Dios, él te lo concederá.

Ella no ha perdido la fe, pero ha sido puesta a prueba por la realidad inexorable de la muerte. Jesús la alienta a reafirmarla, haciéndole ver que la resurrección, esperada para el lejano futuro de los últimos tiempos, puede hacerse ver ahora por la fe. Para ello, Jesús la corrige y la orienta. Marta debe dar el paso de la fe propiamente cristiana, que contiene, en primer lugar, la certeza de que la resurrección nos viene por Jesucristo: Yo soy la resurrección y la vida…”, y, en segundo lugar, la posibilidad de experimentar –por la misma fe– la realidad ya presente de la resurrección. La vida eterna no es sólo futura sino presente. La forma de vida, que la fe promueve, contiene ya el germen de aquella vida que crecerá y alcanzará su plenitud después de la muerte.

Marta cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios que ha venido al mundo. Con ello afirma lo central de la fe cristiana: que con Jesucristo ha venido la vida que vence a la muerte y puede ser vivida ya en este mundo. Dios, vida nuestra, no está fuera del mundo; nos ha venido en Jesús y está con nosotros.

miércoles, 28 de julio de 2021

La Visitación de María a Isabel (Lc 1, 39-45)

 P. Carlos Cardó SJ

Visitación, óleo sobre madera de Jacques Daret (1433 – 1435), Museos Estatales de Berlín, Alemania

Por entonces María tomó su decisión y se fue, sin más demora, a una ciudad ubicada en los cerros de Judá.

Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Al oír Isabel su saludo, el niño dio saltos en su vientre. Isabel se llenó del Espíritu Santo y exclamó en alta voz: «¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de alegría en mis entrañas. ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirían las promesas del Señor!».

Por medio de María, Dios visita a su pueblo y hace que su pueblo, simbolizado en Isabel y en el hijo que lleva en su seno, lo reconozca. Es el fin de una larga espera de dos mil años: Dios se demuestra fiel a su promesa. María viene a Isabel llevando en su seno al Eterno, al esperado de las naciones. Dios en María viene a visitar a su pueblo y en él a toda la humanidad.

En el pasaje aparecen también las dos actitudes que hacen a María figura y madre de la Iglesia: su servicio y su fe. María “va de prisa”, movida por la caridad, para ayudar a Isabel, que se encuentra en avanzado estado de gravidez, y para compartir con ella la alegría que cada una, a su modo, ha tenido de la grandeza de Dios. Y el servicio que María aporta a Isabel integra el anuncio de Jesús, el anuncio de la salvación: “Isabel quedó llena del Espíritu Santo” y “el niño que llevaba en su seno saltó de gozo”.

“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. Con este saludo, Bendita entre las mujeres”, Israel honraba a las grandes mujeres de su historia: a Yael y a Judit (cf. Jueces, c. 4, y Judit, c.13), que vencieron al enemigo de su pueblo. María vence al enemigo de la humanidad. Lleva en su seno al fruto de la descendencia de Eva, que pisotea la cabeza de la serpiente (Génesis, cap. 3). En María la creación se torna bendición y vida.

En su respuesta, Isabel proclama a María: ¡Bienaventurada tú, que has creído!”. Es la primera bienaventuranza del Evangelio, que Jesús confirmará después, cuando diga: “¡Bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la llevan a cumplimiento¡”. “Éstos son mi madre y mis hermanos, los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”. Pocos títulos atribuidos a María expresan mejor que éste la función que cumple dentro del plan de salvación.

“Porque, si la maternidad de María es causa de su felicidad, la fe es causa de su maternidad divina” (Teilhard de Chardin). Se valora el testimonio de una mujer creyente, “modelo”, “referente” para hombres y mujeres. María es la creyente, que escucha la palabra de Dios y la cumple. Por eso, la llena de gracia, Madre del Salvador, es también Madre y figura de la Iglesia, comunidad de los creyentes.

Después de oír el saludo de Isabel, María dirigió la mirada a su propia pequeñez, fijó luego sus ojos en Dios, de quien procede todo bien, y entonó un canto de alabanza.

Celebra todo mi ser la grandeza del Señor. María es consciente de que todo su ser, su yo personal (“alma” y “espíritu”) es un don de Dios y a Él lo devuelve en su alabanza. Ella es consciente de que las generaciones la llamarán bienaventurada, no por méritos propios, sino por las obras grandes que el Poderoso ha hecho en ella al darle la vida y elegirla para ser madre del Salvador. Por eso no duda en recalcar el contraste que hay entre su pequeñez de sierva y la grandeza, el poder y la misericordia de Dios, el santo, el todopoderoso, el misericordioso.

El Magnificat de María se sitúa en línea con la corriente espiritual de los salmos. Es un himno personal y a la vez universal, cósmico. En él canta la humanidad y la creación entera que ve la fidelidad del amor de Dios. Es el cántico nuevo que entona la criatura, hecha nueva por la muerte de Cristo y por la efusión del Espíritu Santo. El Magnificat es una síntesis de la historia de la salvación, contemplada del lado de los pobres y de los humildes, a quienes se les revela el misterio del Reino y sienten a Dios a su favor. Con el pueblo fiel de Israel, en la línea de los grandes profetas, María no duda en alabar a Dios por sus preferencias, porque “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”.

La Iglesia invita a rezar todas las tardes el cántico de María como el reconocimiento de que Dios cumple su promesa y llena nuestra vida de sus gracias.

martes, 27 de julio de 2021

Explicación del trigo y la cizaña (Mt 13, 36-43)

 P. Carlos Cardó SJ

El sembrador, ícono anónimo atribuido a Mihaly Mankovics (fines del siglo XVIII), catedral greco-católica de Hajdúdorog, Hungría 

Después, despidiendo a la multitud, entró en casa.

Se le acercaron los discípulos y le dijeron: “Explícanos la parábola de la cizaña”.

Él les contestó: “El que sembró la semilla buena es este Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los súbditos del Maligno; el enemigo que la siembra es el Diablo; la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles. Como se recoge la cizaña y se echa al fuego, así sucederá al fin del mundo: Este Hombre enviará a sus ángeles para que recojan de su reino todos los escándalos y los malhechores; y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces, en el reino de su Padre, los justos brillarán como el sol. Quien tenga oídos que escuche”.

Los discípulos preguntan a Jesús del sentido de la parábola de la cizaña en el campo. La explicación que les da mueve a asumir con realismo la coexistencia del bien y del mal no solo en el mundo, sino también en la comunidad de los discípulos, y a obrar con libertad responsable.

La Palabra que cae en el campo es Cristo, grano de trigo que cae en tierra y da fruto. El campo es el mundo, y en él la Iglesia; este mundo que, con todos sus defectos, es la creación de Dios. La buena semilla son los hijos del reino, los que escuchan con corazón bueno y dan fruto. La cizaña son los hijos del maligno. Escuchan al maligno y se hacen hijos suyos. Uno es hijo de lo que escucha. El diablo es el divisor, divide a la persona humana y la separa de Dios, mete división en la comunidad de hermanos. La cosecha es la consumación final del mundo: cuando Dios haya culminado su obra y todo sea uno en Él; cuando alcancemos la estatura de Cristo. 

Llegará el día en que tiempo de las decisiones habrá concluido y sólo quedará el amor que no muere; entonces se pondrá de manifiesto la obra de cada uno y lo que cada uno es. Los justos brillarán como el sol, símbolo de Dios. Serán transfigurados en su gloria.

La parábola exhorta a orientar la propia vida conforme al querer de Dios, que se expresa en su palabra y se condensa, más concretamente, en el mandamiento del amor al prójimo que Jesús nos ha dejado. Quien así procede evita el ser contado en el número de los que causan escándalos o no tienen en cuenta las normas de comportamiento en la comunidad, es decir, obran en contra de la ley de Cristo.

Al mismo tiempo la parábola del trigo y la cizaña contiene una advertencia: la pertenencia a la comunidad cristiana no garantiza por sí sola la salvación. La parábola hace mirar el futuro, al momento final en que quedarán de manifiesto las conductas. La separación no se hará en base a criterios religiosos, sino de acuerdo a la conducta y al obrar conforme al mandamiento del amor a los semejantes.

El texto conmueve la seguridad de quienes, confiando sólo en los elementos institucionales o cultuales de la vida cristiana, descuida la ley del amor dada por Cristo. Al mismo tiempo subyace en la base de las palabras de Jesús el misterio de la gracia divina y la libertad humana que siempre están relacionadas. La gracia libera y orienta a la libertad del ser humano y le capacita para responder al bien, pero nunca  va a sustituirla. La gracia nos hace más auténticos al orientarnos a obrar siembre como hijos o hijas de Dios.

Sólo al final se hará el juicio. El texto contiene una exhortación a la paciencia y a la responsabilidad personal: no podemos juzgar a nadie, hay que ser misericordiosos para alcanzar misericordia. La persistencia del mal en el mundo no nos debe llevar al desaliento, pero tampoco nos debe inducir a la connivencia y complicidad con los corruptos, porque eso hace desaparecer el amor en el mundo (Mt 24, 12).

lunes, 26 de julio de 2021

El grano de mostaza y la levadura (Mt 13, 31-35)

P. Carlos Cardó SJ

Parábola de la levadura, grabado de Jan Luyken publicado en la Biblia Bowyer, Bolton, Inglaterra (1795)

En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola a la muchedumbre: "El Reino de los cielos es semejante a la semilla de mostaza que un hombre siembra en su huerto. Ciertamente es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, llega a ser más grande que las hortalizas y se convierte en un arbusto, de manera que los pájaros vienen y hacen su nido en las ramas".

Les dijo también otra parábola: "El Reino de los cielos se parece a un poco de levadura que tomó una mujer y la mezcló con tres medidas de harina, y toda la masa acabó por fermentar". Jesús decía a la muchedumbre todas estas cosas con parábolas, y sin parábolas nada les decía, para que se cumpliera lo que dijo el profeta: Abriré mi boca y les hablaré con parábolas; anunciaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo.

Jesús había anunciado la buena noticia de la venida del reino. Su predicación debió suscitar una gran expectativa de la gente y de sus propios discípulos, que creyeron poder asistir al esplendor de su reinado. Pero pronto observaron que no había nada glorioso en la persona de Jesús y en su actuación; al contrario, se situaba fuera de las esferas de poder político y religioso y actuaba con sencillez, casi en anonimato, en aldeas y pequeñas ciudades de la región pobre de Galilea. Muchos se desilusionaron y le dieron la espalda descontentos. No veían nada del esplendor del mesías tal como ellos se lo imaginaban. Frente a esta reacción de la gente, Jesús toma posición clara con esta parábola.

La parábola compara el reino de Dios a la semilla de mostaza, que tiene una proverbial característica: siendo pequeñísima puede llegar a medir dos o tres metros de altura y se cuenta entre las mayores hortalizas. Los oyentes de Jesús debieron quedar sorprendidos, porque la grandeza del reino de Dios, que traería consigo el triunfo sobre los enemigos de Israel y el restablecimiento de la monarquía de David, sugería más bien la imagen de un árbol frondoso y no la de una pequeña semilla. De hecho así aparece en Ez 17,22-24: Dice el Señor: Tomaré la copa de un cedro y de la punta de sus ramas un tallo y lo plantaré en un monte elevado; lo plantaré en un monte alto de Israel, y echará ramas y dará frutos y se hará cedro magnifico. Toda clase de pájaros anidarán en él.

Evidentemente, en la parábola Jesús habla de su propia actividad. El reino que él anuncia se hace presente con las curaciones de enfermos y los signos que realiza para sanar los corazones afligidos, no con la movilización de los ejércitos celestiales y el derrocamiento de los romanos. Este comienzo nada grandioso tendrá un desarrollo  inesperado. Jesús invita a la confianza y a un cambio de mentalidad, concretamente de las ideas corrientes sobre el reino de Dios en Israel.

El señorío de Dios ha comenzado realmente con Él y se están viviendo ya los tiempos mesiánicos. Sin embargo, es como una realidad que no ha desplegado aún toda su potencialidad y riqueza. Es una semilla plantada, una realidad incipiente, apenas perceptible, pero que irá creciendo y sólo al final alcanzará su plenitud. Ahora, su presencia está como escondida, es pobre, parcial e imperfecta, pero entre el presente y el futuro último hay una continuidad fundamental irreversible. La justicia, la paz y todos los bienes prometidos se van realizando de manera parcial pero segura, como garantía de la esperanza, en la pobreza de la predicación de Jesús y de sus discípulos. En ella, como en el granito de mostaza está contenida la grandeza del arbusto.

Desde otra perspectiva, la pequeñez de la semilla hace pensar en Cristo, grano caído en tierra. En él se cumple plenamente el designio de Dios y su modo de ser y de actuar: un Dios que se abaja hasta aparecer en la pequeñez de nuestra carne, en la indefensión del niño nacido en Belén. No cabe desilusión alguna. Se impone un cambio de mente para comprender el misterio de un mesías pobre y humilde y de su reino que viene de su misma debilidad. Es una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su reino: según la cual, el mayor es quien se ha hecho el más pequeño de todos (Lc 9,48; 22,26ss). Toda la esperanza cristiana como espera del futuro tiene su fundamento y justificación en el obrar de Dios en la persona y palabra de Jesús.

Muy similar a la anterior, la parábola de la levadura contiene el mismo mensaje: la semilla y la pequeña porción de levadura muestran la fuerza transformadora que tiene la persona y predicación de Cristo con relación al mundo para instaurar en él el reino de Dios. Lo que se destaca es que la levadura se oculta en la harina, pero hace fermentar calladamente toda la masa. Así ocurre con el reino de Dios: se desarrolla ocultamente en un proceso incesante hasta su plenitud.

Jesús realiza su actividad en lo escondido, sin el esplendor triunfal que se esperaba del mesías. Sin embargo, en él despunta el germen de la realeza de Dios y del nacimiento de una nueva humanidad liberada. Dios se pierde, se oculta, se mezcla hasta cargar con la debilidad y el pecado en su Hijo entregado. Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades (Is 53, 4; Mt 8,17). Cristo se ha hecho para nosotros levadura (Gal 3,13; 2Cor 5,21), cordero que carga el mal de este mundo (Jn 1,29).

Deber de los cristianos es descubrir y transmitir la verdad oculta (10, 26s; cf. 5, 13-16). Así harán fermentar el mundo.

domingo, 25 de julio de 2021

Homilía del Domingo XVII del Tiempo Ordinario - La multiplicación de los panes (Jn 6, 1-15)

P. Carlos Cardó SJ

El milagro de los panes y de los peces, grabado de Thomas Baskett publicado en La Santa Biblia editada en Oxon, Inglaterra (1715)

Después Jesús pasó a la otra orilla del lago de Galilea, cerca de Tiberíades. Le seguía un enorme gentío, a causa de las señales milagrosas que le veían hacer en los enfermos.

Jesús subió al monte y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús, pues, levantó los ojos y, al ver el numeroso gentío que acudía a él, dijo a Felipe: "¿Dónde iremos a comprar pan para que coma esa gente?". Se lo preguntaba para ponerlo a prueba, pues él sabía bien lo que iba a hacer.

Felipe le respondió: "Doscientas monedas de plata no alcanzarían para dar a cada uno un pedazo".

Otro discípulo, Andrés, hermano de Simón Pedro, dijo: "Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados. Pero, ¿qué es esto para tanta gente?".

Jesús les dijo: "Hagan que se siente la gente".

Había mucho pasto en aquel lugar, y se sentaron los hombres en número de unos cinco mil. Entonces Jesús tomó los panes, dio las gracias y los repartió entre los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, y todos recibieron cuanto quisieron. Cuando quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: "Recojan los pedazos que han sobrado para que no se pierda nada".

Los recogieron y llenaron doce canastos con los pedazos que no se habían comido: eran las sobras de los cinco panes de cebada.

Al ver esta señal que Jesús había hecho, los hombres decían: "Este es sin duda el Profeta que había de venir al mundo".

Jesús se dio cuenta de que iban a tomarlo por la fuerza para proclamarlo rey, y nuevamente huyó al monte él solo.

La acción se desarrolla en Galilea, región pobre de Palestina. Jesús atrae a una multitud de personas necesitadas que van tras él porque han oído o visto que cura a los enfermos. Después de atravesar con la gente el mar de Tiberiades y subir a un monte, levantó los ojos y, al ver la mucha gente que acudía, dijo a Felipe: ¿Dónde podremos comprar pan para que coman estos? Lo decía para tantearlo porque él ya sabía lo que iba a hacer (vv. 5-6).

Jesús se preocupa de la gente y toma la iniciativa. Su diálogo con Felipe es sólo para demostrar la incapacidad del hombre para resolver el problema de la vida, representado en el hambre.

¿Dónde podremos comprar pan para que coman estos? Esa pregunta sigue resonando hoy. Según las estadísticas de la FAO, 800 millones de personas en el mundo sufren hambre y desnutrición. 11 de cada 100 se encuentran en esta grave situación. 24.000 mueren cada día por causa del hambre, el 75% de ellas menores de 5 años. Se han venido haciendo esfuerzos para reducir la magnitud del problema, es verdad, pero aún falta mucho para remediar esta tragedia del hambre que duele y avergüenza, y que se ha visto agudizada con la pandemia de COVID-19.

Ante esta situación, el mensaje del Evangelio es un llamado a compartir. Mientras el mal uso que se hace de los recursos naturales –como nos lo ha dicho el Papa Francisco en su Encíclica Laudato Si’ sobre “El cuidado de la casa común”– siga haciendo que tales recursos sean cada vez más escasos, y mientras no esté dispuesto cada cual a contribuir al cuidado de la naturaleza y a compartir la mesa de la creación con los demás, la pregunta de Jesús seguirá impactando en nuestros oídos llamándonos a reflexión y, sobre todo, a ver cómo respondemos.

La respuesta que da Andrés a la pregunta de Jesús, abre el camino a la solución del problema, como Jesús lo enseñará, dice: Aquí hay un muchacho con cinco panes de cebada y dos pescados secos, pero ¿qué es esto para tantos? Querría mostrar su amor repartiendo lo que hay, pero ve que no es suficiente. En su débil condición y con su escasa provisión de panes de baja calidad (pan de cebada) y pescados secos –es decir, lo más desproporcionado para la magnitud del problema– el muchacho representa a la comunidad en su impotencia para resolver el problema del hambre; pero aunque se tenga poco, hay que repartirlo. Es lo que enseña Jesús: dar de lo que se tiene. El resto lo hará Jesús y habrá de sobra.

Viene entonces lo central del relato. Jesús pronuncia la acción de gracias. Dar gracias es reconocer que algo que se posee es gracia recibida de Dios. La comunidad de Jesús da gracias por el pan, “fruto de la tierra y del trabajo humano, que recibimos de tu generosidad”. Se podría decir que el signo (visto en profundidad) son los bienes de la creación liberados del egoísmo humano, que alcanzan para el sustento de todos. El milagro es el amor de Dios y de nosotros: el compartir lo que soy y lo que tengo.

Por todo eso, el signo de los panes tiene un gran simbolismo, que Jesús explicará en su largo discurso sobre el Pan de Vida (Jn 6, 22-59). Jesús proporciona el pan material e invita a pensar en el pan que da vida eterna, que es su cuerpo, su vida entregada por nuestra salvación.

Jesús distribuye el pan. Se puso a repartirlos (v.11); “los repartes entre nosotros”, decimos en la Eucaristía. Con su actitud de distribuir el pan, Jesús prefigura la entrega de su vida (Pan de vida, 6,51s y lavatorio de los pies, 13,5), que se actualizará en la celebración de la Eucaristía. En ella celebramos la generosidad de Dios a través de su Hijo, que, en la comunidad multiplica lo que ésta posee para que todos tengan vida.

Quedaron todos satisfechos... recogieron doce canastas con las sobras… (vv. 12.13). La abundancia del signo realizado por Jesús llena de entusiasmo a la gente, que lo reconoce como “el Profeta”  e incluso quiere proclamarlo rey. Pero Él rechazeste tipo de poder. Para dar de comer a la multitud no ha partido de una posición de superioridad y fuerza, sino de debilidad y escasez de recursos.

Él sólo busca servir y dar la vida. Por eso, Jesús huye, se aleja de los que pretenden cambiar su misión. Se retira solo, como Moisés después de la traición del pueblo (Ex 34, 3-4). Sólo en el monte de la cruz Jesús será rey (19,19) y entonces sus discípulos lo dejarán solo (16,32).

sábado, 24 de julio de 2021

La Parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24ss)

P. Carlos Cardó SJ

Parábola del trigo y la cizaña, ilustración de Eugene Burnand en “Les Paraboles”, de los editores franceses Berger y Levrault (1908)
Les contó otra parábola: “El reinado de Dios es como un hombre que sembró semilla buena en su campo. Pero, mientras la gente dormía, vino su enemigo y sembró cizaña en medio del trigo, y se marchó.  Cuando el tallo brotó y empezó a granar, se descubrió la cizaña. Fueron entonces los siervos y le dijeron al amo: Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿De dónde le viene la cizaña? Les contestó: Un enemigo lo ha hecho. Le dijeron los siervos: ¿Quieres que vayamos a arrancarla? Les contestó: No; que, al arrancarla, van a sacar con ella el trigo. Dejen que crezcan juntos hasta la siega. Cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arranquen primero la cizaña, átenla en gavillas y échenla al fuego; luego recojan el trigo y guárdenlo en mi granero”.

La transmisión de los valores del evangelio siempre va a encontrar obstáculos para su arraigo en las mentes y conductas de las personas. Son la buena semilla que el Señor siembra, pero el influjo nocivo de otras maneras de pensar y de actuar crecen junto a ella y tienden a impedir su crecimiento, como hace el trigo con la cizaña. Siempre habrá trigo junto con cizaña. El bien aparecerá mezclado con el mal. Y el mal no sólo actúa fuera, sino dentro de la comunidad cristiana y en el corazón de cada uno.

El creyente sabe que el triunfo del bien sólo acontecerá al final, por obra de Dios. Antes tiene que transcurrir el tiempo de la espera, tiempo de la fortaleza y de la resistencia activa, de Dios y nuestra, y tiempo también para la misericordia. Por eso, el creyente no se puede dejar abatir; debe más bien exaltar el bien: ser en verdad hijo de un Dios misericordioso, que hace llover sobre justos e injustos y salir el sol sobre malos y buenos.

El mal no gasta al bien. Enfrentado como Jesús, el mal puede dar paso al bien que niega. “Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien” (Rm 8,28). “Dios ha permitido que todos seamos rebeldes para tener misericordia de todos” (Rom 11,32). Y donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia (Rom 5,20).

Es comprensible que, ante el mal del mundo, sobre todo cuando causa sufrimiento a los inocentes, nos preguntemos acerca de la bondad de Dios. Pero tales preguntas no son inevitables. La fe no ofrece una teoría consoladora para resolver esos interrogantes, pero ve un camino para superarlos, de modo que sea posible cambiar este mundo en dirección del reino de Dios y por tanto de incluir todo mal y todo sufrimiento bajo el influjo de ese amor de Dios que “renovará la faz de la tierra” y que “enjugará las lágrimas de los ojos” (Apoc 21,4). Es el camino de Jesús que, ante el mal y el pecado del mundo acumulado en su cruz, hizo actuar la fuerza del amor de Dios que supera al mal y a la muerte misma.

En esta perspectiva, cabe también interrogarnos sobre nuestro amor a la Iglesia. La Iglesia es divina y humana de arriba abajo. Nuestra fe nos hace ver en ella el “Sacramento” de la comunión de Dios con los hombres en Jesucristo, comunidad reunida por el Espíritu Santo y llamada al reino de Dios Padre. Por eso es “cuerpo” y “esposa” de Jesucristo. Creemos que la Iglesia –a pesar del pecado de sus miembros– es el lugar indestructible que sostiene la verdad originaria (“apostólica”) del Espíritu de Dios en el mundo.

Pero esto no siempre nos resulta obvio. Aunque hay muchos signos, no es fácil constatar que la Iglesia sea “sacramento del amor de Dios”. El pueblo de Dios siempre es santo y pecador. Nosotros quisiéramos una comunidad cristiana perfecta, sin defecto. Pero la Iglesia no es una secta de puros; en ella hay puesto para todos. Por eso, se encontrará siempre infectada de mal, por fuera y por dentro.

Quizá, por fijarnos sólo en sus elementos divinos, la idealizamos, forzada como está a peregrinar aún lejos de su Señor por los caminos del mundo. Por eso, en toda época ha habido conflictos entre las apariencias humanas de Cristo y las exigencias de la Fe. Pero es verdad también que, al mismo tiempo y con mayor intensidad aún, todos hemos experimentado la íntima certeza de la pureza, verdad y bondad de Cristo en sí y de su obra entre nosotros a través de esa misma Iglesia. 

Por supuesto que nos gustaría ver cuanto antes a los representantes oficiales ofreciéndonos una imagen más auténtica del Señor Jesús, Buen Pastor en sus personas y en sus vidas; pero esto no es posible de manera inmediata y plenamente. Sin mostrarnos en absoluto insensibles a los escándalos y espectáculos decepcionantes que, de mil maneras, siempre ha dado ese mundo oficial, no seamos, sin embargo, de aquellos que querrían ver el cielo sobre la tierra.

En definitiva, es la fe en Jesucristo la que sostiene nuestra fe en la Iglesia, y sólo en esta fe podemos superar la desconfianza, el distanciamiento escéptico o la crítica arrogante y destructiva. Sólo cuando aceptamos a la Iglesia como es, llega nuestro amor a ella a su madurez. Preguntémonos si confiamos en ella, si oramos por ella, si somos miembros activos de ella. Y cuando nos vengan ganas de criticar a la Iglesia, comencemos por criticarnos a nosotros mismos. Es evidente que cada uno de nosotros, a su modo, compromete a la Iglesia ante el mundo; no sólo aquellos otros eclesiásticos sobre los que estamos dispuestos a lanzar nuestro grito de protesta.

La confianza en la promesa del Señor de que estará en su Iglesia y con nosotros “todos los días” (Mt 28,20) y que jamás nos retirará su santo Espíritu, nos mueva a buscar los signos (a veces tan ocultos) del buen trigo que crece a pesar de la cizaña.

viernes, 23 de julio de 2021

Explicación de la parábola del sembrador (Mt 13, 18-23)

P. Carlos Cardó SJ

Las espigadoras, óleo sobre lienzo de Jean Francǫis Millet (1856), Museo D’Orsay, París

Escuchen ahora la parábola del sembrador: Cuando uno oye la palabra del Reino y no la interioriza, viene el Maligno y le arrebata lo que fue sembrado en su corazón. Ahí tienen lo que cayó a lo largo del camino. La semilla que cayó en terreno pedregoso, es aquel que oye la Palabra y en seguida la recibe con alegría. En él, sin embargo, no hay raíces, y no dura más que una temporada. Apenas sobreviene alguna contrariedad o persecución por causa de la Palabra, inmediatamente se viene abajo. La semilla que cayó entre cardos, es aquel que oye la Palabra, pero luego las preocupaciones de esta vida y los encantos de las riquezas ahogan esta palabra, y al final no produce fruto. La semilla que cayó en tierra buena, es aquel que oye la Palabra y la comprende. Este ciertamente dará fruto y producirá cien, sesenta o treinta veces más.

Jesús explica a sus discípulos el sentido de su parábola del sembrador. Les habla de distintas tierras en las que cae la semilla del evangelio que Él difunde. Son cuatro, y sólo en una el trabajo del sembrador tiene éxito. Son distintas clases de tierra, no tipos de hombres; son cuatro niveles o formas de escucha de la Palabra que pueden convivir en nosotros en diferentes grados de intensidad según las circunstancias.

La semilla caída en tierra de borde del camino corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos la Palabra del Señor, pero no la entendemos y no podemos hacerla nuestra. Nuestras formas de pensar, costumbres y prejuicios la opacan y nos impiden comprenderla, incluso nos impiden prestarle la atención que se merece, creemos que no tenemos nada que aprender, ni cambiar. La semilla del evangelio no arraiga.

La semilla en terreno pedregoso corresponde a la situación que vivimos cuando escuchamos el mensaje y lo acogemos con alegría, pero las presiones y tensiones internas y externas impiden que eche raíces en nosotros y se seca. Podemos ser superficiales e inconstantes en nuestro compromiso, con buenos sentimientos y deseos, que se quedan en eso, sin obras, ni compromiso efectivo y concreto.

La semilla caída en tierra llena de zarzas ocurre cuando permitimos que la Palabra arraigue y crezca, pero las preocupaciones no evangélicas, los criterios antievangélicos que asimilamos y el engaño de lo que el mundo nos ofrece como felicidad sofocan en nuestro interior las aspiraciones más altas. Son los "afanes de la vida" y la "atracción de las riquezas"; falsos dioses, ídolos que seducen. La persona queda cautivada, asentada en una vida estéril, que no beneficia a nadie sino al propio interés y provecho.

La tierra buena que da fruto corresponde a aquellas situaciones en las que aflora lo mejor nuestro, aquello que nos honra y hace sentir realmente bien: cuando somos capaces de gestos de generosidad y amor. Entonces, nos hacemos disponibles como María a lo que el Señor nos pide.

Mantenernos como tierra buena no es tarea de un día; es proceso lento y constante. Pero es esfuer­zo sostenido por la confianza en Dios. A pesar de las dificultades, Jesús nos asegura el resultado. Su Palabra es capaz de atravesar el espesor del mal en nuestro corazón y convertirnos a Él.

Hay aquí una invitación a observar las resistencias que oponemos al mensaje evangélico, no para abatirnos sino para reconocer dónde y cómo el mismo Señor lucha con nosotros para tomar posesión de nuestro corazón. El texto evangélico nos abre los ojos a la acción sostenida de la gracia en nuestros corazones. Pablo la sentía como la paciencia que Dios tenía con él para convertirlo en un instrumento suyo realmente eficaz: Cristo Jesús me tuvo compasión, para demostrar conmigo toda su paciencia, dando un ejemplo a los que habrían de creer y conseguir la vida eterna (1 Tim 1, 16).

El fruto de la palabra sembrada en nuestro interior es de Dios, es Dios que se nos da. A nosotros nos toca analizar nuestras resistencias y pedir liberarnos de ellas para acoger lo que lo que Dios nos da. Es pedir fidelidad al amor que ha sido derramado en nuestros corazones.

jueves, 22 de julio de 2021

Aparición a María Magdalena (Jn 20, 1-2.11-18)

 P. Carlos Cardó SJ

Aparición de Cristo Resucitado a María Magdalena, óleo sobre lienzo de Alexander Ivanov (1835), Museo Estatal de Rusia, San Petersburgo

El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida.

Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». 

María se había quedado llorando fuera, junto al sepulcro. Mientras lloraba se inclinó para mirar dentro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y el otro a los pies. Le dijeron: «Mujer, ¿por qué lloras?».

Les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Dicho esto, se dio vuelta y vio a Jesús allí, de pie, pero no sabía que era Jesús.

Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?».

Ella creyó que era el cuidador del huerto y le contestó: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré».

Jesús le dijo: «María».

Ella se dio la vuelta y le dijo: «Rabboní», que quiere decir «Maestro».

Jesús le dijo: «Suéltame, pues aún no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre, que es Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes».

María Magdalena se fue y dijo a los discípulos: «He visto al Señor y me ha dicho esto».

El Papa Francisco ha revalorizado la figura de María Magdalena como apóstol de la resurrección y figura relevante en la primitiva Iglesia. El texto de Juan sobre la vivencia que tuvo María Magdalena de la resurrección del Señor hace ver que es la primera persona a la que Él busca, en respuesta quizá al afán con que ella le busca. Por eso se la puede ver como figura de la comunidad eclesial que busca a su Señor en medio de las crisis.  

También puede verse un paralelismo entre el discípulo amado y María Magdalena: el discípulo vio y creyó. Vio signos, no al Señor. Representa la fe que responde a la cuestión de la tumba vacía. María en cambio escucha al Señor pronunciar su nombre, y su fe, unida al amor, le hace posible ver al Señor. Por el amor la fe se convierte en experiencia personal del Resucitado. A quien me ama el Padre lo amará y yo también lo amaré y me manifestaré a él (14, 21).

El domingo de madrugada María Magdalena había ido al sepulcro y había visto removida la piedra que lo cubría. Volvió donde estaban los discípulos y refirió el hecho. Pedro y el discípulo al que Jesús quería salieron corriendo. María fue tras ellos. Ellos entraron al sepulcro, ella se quedó fuera, no tuvo valor. Paralizada por la fuerte tensión que sentía, se quedó llorando.

Cuando se fueron los discípulos, María Magdalena se agachó para mirar en el sepulcro. Cobra valor para mirar en la profundidad del vacío que le ha dejado la partida del Señor. No la acepta, busca ansiosamente algo que clarifique lo que ha sucedido. Y el misterio comienza a iluminar su vida.

Dos ángeles, mensajeros de Dios, testigos de lo ocurrido, sentados en el lugar donde había estado el cuerpo del Señor, uno en la cabecera y otro a los pies, le preguntan: Mujer, ¿por qué lloras? La respuesta de Magdalena –Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto expresa un hondo sentido de pertenencia: mi Señor. Cuando se está vinculado tan profundamente a alguien que de pronto desaparece, ya no se sabe cómo vivir sin Él. Sólo el encuentro le hará pasar del luto a la alegría. Y es lo que los mensajeros le insinúan a Magdalena con su pregunta: Por qué. Tal vez porque considera la muerte como el final de todo; pero puede haber otra explicación.

Y la luz vino. Se volvió y vio a Jesús que estaba allí, pero no lo reconoció. No puede entender todavía. El reconocimiento es gradual. Tiene que calmarse y reconocer que los caminos del Señor pueden ser otros. Entonces recordará quizá lo que Él ya les había dicho: No los dejaré huérfanos; volveré con ustedes. El mundo ya no me verá; ustedes en cambio sí me verán (Jn 14, 19).

Entonces Jesús le dijo: ¡María! Pronunció su nombre con el afecto de siempre y en su tono familiar inconfundible. Todo lo que Jesús ha sido para ella se concentra en esa sola palabra, su nombre. El Señor pronuncia nuestro nombre en lo más íntimo de nosotros y lo pronuncia con amor. Llama a cada uno por su nombre y eso nos hace saber lo que somos para Él, lo que contamos para Él: Te he llamado por tu nombre y tú me perteneces (Is 43,1). Porque tú cuentas mucho para mí, eres valioso y yo te amo (Is 43,4).

Por lo demás, Jesús resucitado mantiene el mismo comportamiento de amistad y cercanía que ha tenido en todos sus encuentros (con Nicodemo, con la Samaritana, con los enfermos, con los pobres). Interesado por lo que vive cada uno, pregunta: ¿Qué buscan?, ¿Por qué lloras? Toca el corazón y se reanima la fe que hace posible reconocer su presencia.

¡Rabbubí!, responde María Magdalena en arameo. Lo reconoce a Él como su maestro y a ella como su discípula. Ha realizado el camino del discipulado, ha pasado de la desconfianza a la confianza, de la incredulidad a la fe, de la tristeza al gozo. Como Marta de Betania ella también reconoce en Jesús a la resurrección y la vida y sabe que creer en Él es tener vida eterna (Jn 11,25). El encuentro con Él por la fe lleva ya el germen de nuestra feliz resurrección. Ésta se actualiza en toda situación difícil y oscura que puede parecer sin remedio, pero que vista a la luz de la fe puede revelar en sí misma la presencia del Señor resucitado, vencedor de la muerte.

No me retengas, continua Jesús... ve y di a mis hermanos que voy a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes. Cumple la promesa de ir a prepararnos un lugar. Invita a pensar en lo que nos aguarda. Esta espera traza la perspectiva fundamental de nuestra orientación en la vida, su sentido y su meta.

María Magdalena fue corriendo donde estaban los discípulos y les anunció. Se torna anunciadora, pregonera de la resurrección, apóstol, figura del discípulo de Jesucristo, modelo para la Iglesia.