P. Carlos Cardó SJ
"Miren que los envío como ovejas en medio de lobos: sean, pues, precavidos como la serpiente, pero sencillos como la paloma ¡Cuídense de los hombres! A ustedes los arrastrarán ante sus consejos, y los azotarán en sus sinagogas. Ustedes incluso serán llevados ante gobernantes y reyes por causa mía, y tendrán que dar testimonio ante ellos y los pueblos paganos. Cuando sean arrestados, no se preocupen por lo que van a decir, ni cómo han de hablar. Llegado ese momento, se les comunicará lo que tengan que decir. Pues no serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre el que hablará en ustedes. Un hermano denunciará a su hermano para que lo maten, y el padre a su hijo, y los hijos se sublevarán contra sus padres y los matarán. Ustedes serán odiados por todos por causa mía, pero el que se mantenga firme hasta el fin, ése se salvará. Cuando los persigan en una ciudad, huyan a otra. En verdad les digo: no terminarán de recorrer todas las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del Hombre".
Así quiso Dios realizar la salvación del mundo. Y Jesús, su Hijo,
asumió libremente este destino que había sido ya simbolizado por el profeta
como el propio del Cordero que es llevado al matadero (Is 53,7). Siervo inocente soporta sobre sí la violencia del mal y,
sin devolverlo, vence al mal.
Una multitud de testigos suyos lo seguirán (Hebr 12,1), dispuestos a identificarse con Él en su estilo de vida
y también en una muerte como la suya. Recordarán que la suerte del Maestro ha
de ser la del discípulo y si lo persiguieron a Él, a ellos también los
perseguirán (Jn 15,20). Los entregarán a los tribunales… como hicieron
con Él.
Los que intentan apagar la verdad con la injusticia no soportarán
su forma de ser, que contradice radicalmente lo que ellos viven. El justo con
su sola presencia desenmascara la mentira del corrupto, que no tiene más
remedio que hacerlo callar o hacerlo
desaparecer de su vista. Y así ha venido ocurriendo en la historia del
cristianismo, desde Juan Bautista, degollado por Herodes, y desde Esteban, el
diácono lleno de gracia y de poder, que hacía
signos y prodigios en favor de los necesitados, que fue examinado con atención por las autoridades del pueblo y su rostro
les pareció como el de un ángel, pero amotinaron a la gente contra él para
que lo apedrearan porque no pudieron
contradecir la sabiduría y el espíritu con que hablaba (Hechos 6, 8-15).
Mártir significa testigo. Darán
testimonio, había anunciado Jesús.
La sangre derramada sella como supremo testimonio la determinación de vivir
hasta el final los valores que el Maestro transmitió. Con su martirio, el
testigo fiel demuestra que esos valores por los cuales ha vivido, valen más que
la vida.
Por eso puede morir en paz, seguro de que el Espíritu hablará en su favor.
En el peligro, no le arrebatará ningún espíritu de miedo o de egoísmo, de
odio o de violencia, sino el Espíritu de Dios, espíritu de amor que actúa en los
corazones, e infunde el coraje (¡mucho más fuerte y eficaz que el de la
venganza!) para perdonar incluso a los que lo persiguen.
El espíritu del mundo, espíritu de injusticia y de conflicto, seguirá
extendiendo su influjo aparentemente invencible. Por Él, el hermano entregará al hermano a la muerte; se levantarán los hijos
contra los padres y los matarán… La falta de moral ataca las raíces de la
vida, destruye la convivencia, mata los afectos y los sentimientos. Pero el
Espíritu de Cristo se abre paso y asegura la victoria porque ya la anticipó y
desplegó para siempre al resucitar a Jesús de entre los muertos. El amor es más
fuerte.
Quien se mantiene en esta fe que vence al mundo, ese se salvará.
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