P. Carlos Cardó SJ
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor".
Pero él les contestó: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo".
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: "Paz a vosotros". Luego dijo a Tomás: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente".
Contestó Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!".
Jesús le dijo: "¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto".
El mismo día de su resurrección por la tarde, Jesús se había
aparecido a los discípulos reunidos a puertas cerradas. Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban “El Mellizo”, no estaba con
ellos. Como todos los demás, este apóstol había pasado por la dura crisis
de la muerte del Señor. Se aisló, rechazó el testimonio dado por María
Magdalena y las otras mujeres, y no quiso creer tampoco a lo que decían sus
compañeros: que era verdad, que el Señor había resucitado y se había aparecido
a Simón. Pero a pesar de todo, Tomás siente la necesidad de vivir él también la
experiencia de la presencia viva del Señor para poder dar testimonio y
colaborar en su obra. Pero supedita su fe a lo que pueda ver con sus ojos.
Una semana después, estaban de nuevo reunidos en casa todos los
discípulos y Tomás estaba también. Jesús se volvió a presentar en medio de
ellos, les dio su paz y se dirigió a Tomás. Sus palabras demuestran que está
dispuesto a responder al deseo de su discípulo: Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi
costado. Y no seas incrédulo sino creyente.
La duda de Tomás queda resuelta y ya, sin necesidad de
comprobaciones físicas, expresa su reconocimiento del Señor y su disposición a
seguirlo hasta las últimas consecuencias: ¡Señor
mío y Dios mío! Con estas palabras –que han pasado a ser una síntesis de la
confesión de fe cristiana– Tomás confiesa su fe en la divinidad y humanidad de
Jesucristo.
En el agujero de los clavos y en la herida de su costado, Tomás ha
reconocido a su Señor, a quien vio clavado en la cruz, y ha reconocido también
al Dios a quien nadie ha visto nunca, y que en la cruz nos reveló su amor
extremado. Un gran teólogo, Romano Guardini, escribió a este propósito: “Tomás pudo creer porque la misericordia de
Dios le tocó el corazón y le dio la gracia del ver interior, la apertura y la
aceptación del corazón. Es más, el ver y tocar exteriormente no le hubiera
valido para nada. Lo hubiera considerado una ilusión”.
Las palabras finales de Jesús, “Dichosos
los que crean sin haber visto”, están dirigidas a los cristianos de todos
los tiempos, a nosotros, para que creamos en la resurrección de Jesús, fiados
en la fe de la Iglesia. San Alberto Magno (+1206), doctor de la Iglesia, llega
a afirmar que a nosotros, de hecho, nos es más provechosa la incredulidad de
Tomás que la fe de los discípulos creyentes: nos enseña a superar las dudas.
Viendo las llagas del Señor, retorna a la fe.
Nosotros, dejando aparte toda duda, nos consolidamos en la fe. El
Señor permitió que el discípulo dudase después de la resurrección, pero no lo
abandonó en las dudas. Asimismo nosotros debemos tener la confianza de que el
Señor nos dará su gracia para superar nuestras dificultades.
El mismo Padre de la Iglesia añade un comentario sobre lo que
Tomás realmente vio, y dice: Si la fe es prueba de las cosas que no pueden
verse, y si de las cosas que se ven no se tiene fe sino conocimiento (natural),
¿por qué, entonces, se le dice a Tomás: Porque
me ha visto has creído? Porque vio una cosa y creyó en otra. Como hombre
mortal, ciertamente no podía ver la divinidad. Él vio al hombre, pero confesó
que era Dios, y por eso dice: Señor mío y
Dios mío. En este sentido, viendo creyó, viendo a Jesús como verdadero
hombre, proclamó su divinidad que no podía ver.
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