jueves, 31 de octubre de 2019

Jerusalén, Jerusalén (Lc 13, 31-35)

P. Carlos Cardó SJ
Vista de Jerusalén desde el Monte de los Olivos, óleo sobre lienzo de Hubert Sattler (1847), Museo de Arte Dahesh, Nueva York
En aquella ocasión, se acercaron a Jesús unos fariseos a decirle: "Márchate de aquí, porque Herodes quiere matarte."Él contestó: "Id a decirle a ese zorro: Hoy y mañana seguiré curando y echando demonios; pasado mañana llego a mi término. Pero hoy y mañana y pasado tengo que caminar, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén. Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían! Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la clueca reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Vuestra casa se os quedará vacía. Os digo que no me volveréis a ver hasta el día que exclaméis: ‘Bendito el que viene en nombre del Señor’".
El texto nos pone en la perspectiva, ya evidente, de la muerte violenta de Jesús, el justo que caerá víctima de la violencia de este mundo y abrirá un sentido a toda muerte justa o injusta. En la cruz, conclusión de su vida entregada al bien de los demás, y ofrecida como oblación, nuestra vida y nuestra muerte adquieren sentido.
La muerte de Jesús acontecerá en Jerusalén, la ciudad santa, que, en el evangelio de San Lucas, es presentada como el lugar de la realización perfecta de las enseñanzas del Maestro, de la culminación de su obra y de la manifestación de su grandeza como Siervo de Yahvé entregado por la salvación de los pobres, tal como fue profetizado en Isaías.
La miseria y maldad del mundo se representan en la figura siniestra de Herodes, con quien Jesús no ha querido tener nada, ni un solo contacto. Contrasta su astucia y suciedad de zorra con la inocencia e integridad de la figura de Jesús, bueno con todos.
Herodes se vale de los fariseos para atemorizar a Jesús y sacarlo de su territorio. Es un peligro para él, los romanos podrían molestarse si le deja actuar. Pensará, por ello, que será mejor que Pilato se encargue de él. Y éste, como se verá, se lo devolverá, con lo cual se harán amigos (23,6-12). Jesús no teme llamar zorra a Herodes, comparándolo al animal astuto e inmundo, que ataca de noche las granjas. La fuerza de Herodes no es más que la de una zorra.
Asimismo, Jesús explica a Herodes lo que hace, no entra en competencia con él. Su poder es otro, está al servicio de la vida y de la liberación interna (demonios) y externa (enfermedades) de las personas; el poder de Herodes, en cambio, es sanguinario. Jesús actúa a plena luz del día, no teme la luz porque es la luz. Herodes, en cambio, vive lleno de miedos y desarrolla toda su actividad en la tiniebla.
El hoy en que Jesús realiza su obra, es el “hoy” de su vida terrena, y el “hoy” nuestro, de la historia del mundo en el que se prolongará, hasta el “mañana” de su consumación, que acontecerá con su segunda venida en gloria y majestad. En el “tercer día” quedará cumplida su labor, y será el día de la resurrección.
Para terminar su misión, Jesús debe, pues, seguir avanzando, subir a Jerusalén, y Él sabe bien que es el lugar de su perdición y de la salvación de sus hermanos. La ciudad que ha dado muerte a los profetas, lo matará a Él también.
Humano como es, de corazón sensible, Jesús contempla la ciudad capital de su nación y rompe a llorar: ¡Jerusalén, Jerusalén! No llora por sí mismo sino por la ciudad santa. Le duele el mal de los que Él ama, los habitantes de esa ciudad, y le duele con el dolor que se siente por un ser querido que se avecina a su desgracia.
Ha hecho todo lo posible por llevarla al bien, la ha querido proteger como la gallina a sus polluelos, pero ellos no han querido. La voluntad de Dios y la del hombre se han mostrado en contraste. No le queda más que ir a Jerusalén y dar allí la vida. Se puede ponderar la ternura y la fuerza que tiene la comparación con la gallina: Te cubrirá con sus plumas, bajo sus alas hallarás refugio, dice el Salmo 91, aludiendo al amor maternal de Dios por Israel, a quien calienta, cubre, protege, nutre, defiende.
La ruina de Jerusalén se anuncia ya. Su templo quedará desierto. Ya no se sentirá allí a Dios, Jerusalén dejará de ser lugar de la gloria. Ha rechazado al Hijo, que es la gloria del Padre; y ha rechazado al hombre que es casa de Dios. Por eso quedará como una casa deshabitada y en ruinas.
Los discípulos son invitados a descubrir el misterio de la entrega de su Maestro que se encamina a su muerte en Jerusalén. Verán allí al grano de trigo que cae para da fruto abundante. Le verán entrar en la ciudad entre aclamaciones y alabarán con la gente la obra de Dios (Sal 116,26).
Luego le verán como signo de contradicción, hecho signo de salvación para todos, piedra rechazada por los arquitectos que se convertirá en piedra angular. El reino viene en Él y con Él para todos los que le acompañan en la pasión, que Él enseña a asumir libremente por el amor a su pueblo.

miércoles, 30 de octubre de 2019

La puerta estrecha (Lc 13,22-30)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús y la samaritana, óleo sobre lienzo de autor anónimo (hacia 1551), Museo de Bellas Artes de Coruña, España
Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos mientras se dirigía a Jerusalén. Alguien le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvarán?".Jesús respondió: "Esfuércense por entrar por la puerta angosta, porque yo les digo que muchos tratarán de entrar y no lo lograrán. Si a ustedes les ha tocado estar fuera cuando el dueño de casa se levante y cierre la puerta, entonces se pondrán a golpearla y a gritar: ¡Señor, ábrenos! Pero les contestará: "No sé de dónde son ustedes". Entonces comenzarán a decir: "Nosotros hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas". Pero él les dirá de nuevo: "No sé de dónde son ustedes. ¡Aléjense de mí todos los malhechores!”. Habrá llanto y rechinar de dientes cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes, en cambio, sean echados fuera. Gente del oriente y del poniente, del norte y del sur, vendrán a sentarse a la mesa en el Reino de Dios. ¡Qué sorpresa! Unos que estaban entre los últimos son ahora primeros, mientras que los primeros han pasado a ser últimos".
Jesús, en su camino a Jerusalén, anuncia el don de la salvación que Dios ofrece y enseña las condiciones que se requieren para acogerlo. Uno de sus oyentes le hace una pregunta: ¿son pocos los que se salvan?
Jesús no responde directamente. Hace ver que lo importante no es saber cuántos se salvarán, si serán pocos o muchos. Él quiere, más bien, estimular a sus oyentes a asumir la propia vida con responsabilidad, pues ahora es el tiempo de las decisiones y del esfuerzo necesario para convertirnos a Dios. Viene la muerte y la situación se hace definitiva e irreversible. Por eso dice: Esfuércense en entrar por la puerta estrecha. Es decir, sin lucha y empeño no se consigue nada valioso. Y si hay algo por lo que vale la pena gastar las propias fuerzas es precisamente el logro definitivo de la vida.
Las palabras de Jesús tienen gran actualidad. En una sociedad permisiva que lleva a confundir felicidad con facilidad, libertad con ausencia de límites, progreso con ganancia mal habida y sin sacrificio, las palabras de Jesús resultan duras, a contrapelo. Pero Jesús no nos pone exigencias arbitrarias, sino que nos da la orientación necesaria para vivir con plenitud nuestra vida.
Al mismo tiempo Jesús llama la atención a sus seguidores para que no se hagan ilusiones: la salvación no está garantizada por el hecho de pertenecer al pueblo elegido, o ser miembro de una familia religiosa. No basta decir: Señor, nosotros hemos comido y bebido contigo… Siempre es imprescindible la acogida y la adhesión consciente de cada uno. Por eso advierte: Vendrán muchos de oriente y occidente, del norte y del sur, a sentarse a la mesa en el reino de Dios. Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos. No basta, pues, haber sido bautizado y venir a misa, si esto no va acompañado de una opción libre por Jesús y de un compromiso cristiano efectivo.
Tampoco Jesús quiere afirmar que la salvación es el resultado del propio esfuerzo. Su predicación del reino de Dios muestra con claridad que la salvación es obra de Dios, es el regalo incondicional de su amor. Sin embargo, no nos salvamos por nuestros esfuerzos, pero sin ellos tampoco. Dios espera siempre nuestra colaboración libre.
En nuestra fe hay elementos contrapuestos que, a manera de polos dialécticos, hemos de procurar mantener en su tensión propia, sin que uno anule al otro, por ejemplo: gracia divina y libertad humana, lo material y lo espiritual, la esperanza del cielo y el amor a la tierra, el plano natural y el sobrenatural, fe y obras, don de la salvación y colaboración humana.
Jesús dice que Él no ha venido a condenar, sino a salvar (cf. Jn 12,47). Y Pablo afirma que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4). Pero con ello no podemos decir que nuestros esfuerzos personales importen poco, pues son absolutamente necesarios. Nos toca poner todo de nuestra parte, pero nos consuela saber que nuestra salvación la cuida nuestro Padre y su Hijo Jesús nuestro Salvador.
Nada puede hacernos más felices que el sentirnos sostenidos por el amor de Dios y corresponder a él. Entonces, la relación con Dios cambia, se llena de confianza. Lo dice San Juan: En el amor no hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto destierra el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección del amor (1 Jn 4,18).
Pero nuestro interior suele estar cargado de imágenes y sentimientos de obligación y culpabilidad. A partir de ahí, se proyecta lo religioso como el campo del deber, no de la gratuidad del amor, de la ley y no del Espíritu que hace libres, de la culpa y no del encuentro personal con Dios, que nos ama tal como somos y nos invita a dejarnos transformar por su amor. Nuestra experiencia religiosa se carga de ley, obligación y culpa. Nos alejamos del Dios de Jesús, que es amor, ternura y misericordia infinita.
Podemos decir, pues, que el progreso en la vida cristiana consiste en ir aprendiendo a creer (confiar) en el amor de Dios. Si asumimos esta verdad con todas sus implicancias, no dejaremos campo abierto a la laxitud de conciencia. No hay nada más frágil y vulnerable que el amor, pero también nada hay más fuerte y exigente que él. Pero por parte de Dios siempre está disponible para nosotros su oferta del amor que es capaz de cambiarnos. Es lo que dijo Jesús a la Samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios…! Es decir, si creyéramos en el amor que Dios nos tiene, nuestra vida ciertamente sería distinta.

martes, 29 de octubre de 2019

Elección de los Doce (Lc 6, 12-19)

P. Carlos Cardó SJ
Cristo y sus apóstoles, mural de autor anónimo del siglo IV d.C, Catacumba de Domitila, Roma, Italia
En aquellos días, Jesús se fue a orar a un cerro y pasó toda la noche en oración con Dios.Al llegar el día llamó a sus discípulos y escogió a doce de ellos, a los que llamó apóstoles: Simón, al que le dio el nombre de Pedro, y su hermano Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, apodado Zelote, Judas, hermano de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.Jesús bajó con ellos y se detuvo en un lugar llano. Había allí un grupo impresionante de discípulos suyos y una cantidad de gente procedente de toda Judea y de Jerusalén, y también de la costa de Tiro y de Sidón. Habían venido para oírlo y para que los sanara de sus enfermedades; también los atormentados por espíritus malos recibían curación.Por eso cada cual trataba de tocarlo, porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos.
Jesús se retiró a la montaña para orar. En la Biblia, la montaña es uno de los lugares de manifestación de la presencia de Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó la noche orando a Dios, resalta la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide su bendición sobre los hombres que va a elegir.
Refiriéndose a ellos dirá en el evangelio de Juan: los hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn 17,6). Y en los Hechos de los Apóstoles, declara Lucas que Jesús los escogió guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y opción apostólica.
Al hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia. Ellos forman el núcleo del nuevo de Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros responsables de la misión de anunciar en su nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24, 47).
¿Quiénes son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran  pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44). Santiago y Juan eran hijos de un tal Zebedeo, también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40). Felipe era también de Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX identificó con Natanael, pero sin fundamento.
Mateo, que en su evangelio se llama a sí mismo Leví, era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’. Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que no es “Santiago, el Menor” (Mc 15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era uno de los Doce.
Simón, llamado el Zelota estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”. Judas, hijo de Santiago, llamado “Tadeo” en Marcos y Mateo (Mc 3,18; Mt 10,3), es también un personaje totalmente desconocido en el resto del Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre.
Al final se menciona a Judas Iscariote, el traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría provenir de manera menos probable del latín sicarius (“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas.
Son simples pescadores y artesanos de Galilea. Lo que les une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por Él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de la casta sacerdotal. Ni siquiera son virtuosos cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada cual mantendrá hasta el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil.
Mucho tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte. Pero estarán con Él en toda circunstancia, le verán  rezar a su Padre, llorar por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte.
Su palabra irá calando en su interior. Y por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con Él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en cada caso. Tan  identificados se sentirán con su persona y misión que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Él su vida por la salvación de los hombres.
Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curados de sus enfermedades, los discípulos que escuchan su palabra y lo siguen, y los apóstoles que han sido asociados a su misión por una elección precisa e intencional. Todos juntos forman el pueblo de hijos e hijas que ama el Señor.

lunes, 28 de octubre de 2019

Jesús levantado en lo alto (Jn 3, 11-16)

P. Carlos Cardó
Venerada imagen del Señor de los Milagros, en su anda procesional, Iglesia de las Nazarenas, Lima
En verdad les digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si ustedes no creen cuando les hablo de cosas de la tierra, ¿cómo van a creer si les hablo de cosas del Cielo? Sin embargo, nadie ha subido al Cielo sino sólo el que ha bajado del Cielo, el Hijo del Hombre. Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.
Todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos, y con un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que dé al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?
Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados en el desierto por serpientes que los mordían, y muchos morían  (Num 21, 4). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (Jn 3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.
Así fueron los hechos. En un primer momento, los judíos se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, pero después, por influjo de sus autoridades religiosas, lo rechazaron, le dieron la espalda, no acogieron su mensaje y opusieron contra Él una hostilidad que fue creciendo hasta convertirse en una verdadera confabulación para acabarlo. Vieron en Él una amenaza a su fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a sus tradiciones religiosas. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y que podía seguir la suerte de  los profetas.
Y así fue. Lo condenaron y le dieron muerte en una cruz. Para una mirada no creyente, aquello no fue más que la ejecución de un pobre reo judío fracasado, sin importancia alguna para la historia, pues millones de muertes como la suya se han sucedido en la historia.
Pero el evangelio nos hace ver otra cosa: el crucificado no es un pobre judío fracasado que muere solo en un patíbulo horrendo. Con Él está Dios y en Él se revela. La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado por amor a la humanidad (Jn 3, 16). El sentido de su muerte es que Dios “entrega” a su Hijo en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida para revelar con ello hasta dónde el amor de su Padre y el suyo propio son capaces de llegar para que ninguno se pierda.
Jesús habló repetidas veces de su muerte. En la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 23-46), se ve que Jesús preveía que le iban a matar y que se podía esperar, según la mentalidad de los judíos, refrendada en muchos escritos del Antiguo Testamento, que quienes le darían muerte recibirían un severo castigo.
Pero lo que después va a manifestar en su pasión es que el Dios que entrega a su Hijo para salvar al mundo es un Dios de infinita misericordia. Y que Él, el Hijo libremente entregado, morirá perdonando para vencer al mal con la abundancia del bien que brota de su amor. A  quien lo acoge, ese amor le trae la misericordia y el perdón, le restablece su unión con Dios en virtud de su sangre derramada en la cruz.
Mirar la cruz de Jesús crucificado es mirar la expresión suprema del amor que salva. San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).
Por eso los cristianos veneramos la cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie. Así, quien en su angustia o abandono fija sus ojos en la cruz del Señor, sentirá que Dios comparte su dolor y abre para él, en su mismo dolor, la esperanza de una vida nueva.

domingo, 27 de octubre de 2019

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario – El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

P. Carlos Cardó SJ
Parábola del fariseo y el publicano, ilustración de Gustave Doré para la Biblia (1843)
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:
"Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias’. El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador’. Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido".
La parábola, como el mismo Lucas señala, va dirigida a aquellos que piensan estar a bien con Dios y desprecian a los demás. Se desarrolla en el templo de Jerusalén, probablemente a la hora de la oración, las tres de la tarde. Era el lugar santo por excelencia, en donde los judíos experimentaban la protección de Dios. Pero esta devoción al templo se desvió desde el inicio, dando origen a la idea de un Dios inmóvil, al que se le puede ganar con  favores. Por eso los profetas mantuvieron una fuerte crítica a este tipo de religión: Escuchen, judíos, la palabra del Señor -dice Jeremías-: Roban, matan, cometen adulterio… ¿y después entran a presentarse ante mí en este templo… y dicen: ‘Estamos salvados’? ¿Creen que es una cueva de bandidos este templo que lleva mi nombre? (Jer 7, 1-11).
Los personajes de la parábola son dos: un miembro del partido de los fariseos, que hacían depender la salvación del propio esfuerzo por lograr una observancia estricta de la ley; y un publicano, dedicado al oficio odioso de recaudar impuestos para los romanos.
El fariseo, puesto de pie, ora a Dios alabándose a sí mismo. Enumera sus buenas obras y no pide nada. Se declara superior a los «pecadores», y desprecia al publicano, juzgándolo de ladrón y estafador. Su oración consiste en demostrarle a Dios que sus buenas obras van más allá de lo que pide la ley porque ayuna dos veces por semana, mientras la ley prescribe sólo un día de ayuno anual (el día de la expiación), y paga el diezmo no sólo de las mercancías sometidas a esta ley (el grano, el vino y el aceite) sino de todas sus posesiones. Pretende aparecer con un extraordinario espíritu de sacrificio, pero desprecia a su prójimo. En realidad, no espera nada de Dios.
El publicano, en cambio, se mantiene a distancia y ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo. Pesa sobre él la exclusión social de que es objeto, y no sin razón. Los impuestos (sobre el suelo y per cápita) que las naciones conquistadas debían pagar a Roma eran cobrados por funcionarios que, generalmente, arrendaban su puesto al que más ofrecía. El publicano, que obtenía así la mesa de los impuestos, cobraba para su bolsillo. Las tarifas estaban establecidas por ley, pero los publicanos, mediante artimañas, extorsionaban y estafaban al público. Por eso eran tenidos por ladrones y las personas decentes los evitaban.
Además, se les consideraba incapaces de obtener el perdón de Dios, porque para ello tenían que restituir los bienes que habían obtenido estafando a la gente, más una quinta parte, tarea imposible de cumplir por trabajar siempre con público diferente. ¿Cómo podían saber a quién habían robado? Por todo esto la situación del publicano de la parábola y la de su familia es, de hecho, desesperada. Y no sólo su situación, sino también su petición de misericordia es desesperada.
La parábola tuvo que ser desconcertante para los oyentes, sobre todo por la conclusión que saca Jesús: que el publicano volvió a su casa reconciliado con Dios, y el fariseo no. Los oyentes no podían dejar de pensar: ¿Qué de malo ha hecho el fariseo, que ayuna, da limosna y da gracias a Dios? Y el publicano, ¿qué ha hecho para reparar su culpa?, ¿puede un hombre como él salir justificado simplemente por reconocerse pecador?
Jesús no responde directamente, se limita a hacerles entender que así es como juzga Dios: atiende al oprimido y está con los excluidos. El publicano ha orado con las primeras palabras del salmo 51: «Dios mío, ten compasión de mí», añadiendo «porque soy un pecador».
Pero los judíos debían recordar que ese mismo salmo dice: «El sacrificio que agrada a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado tú, oh Dios, no lo desprecias». Así es Dios, viene a decir Jesús, perdona al pecador desesperado y rechaza al que se cree justo y ni siquiera pide perdón. Su misericordia con los de corazón quebrantado es ilimitada. Por eso Jesús se acerca a los perdidos que necesitan salvación.
En esto radica el mensaje central de la parábola: la nueva idea de Dios, que Jesús propone, diametralmente opuesta a la que transmiten los fariseos. Jesús proclama la misericordia como atributo esencial del Dios-Amor y como valor fundamental del reino de Dios que sus oyentes deben encarnar en sus vidas: Sean misericordiosos como su Padre celestial es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados (Lc 6,36-37).
La parábola nos mueve a la aceptación sincera de lo que somos (“andar en la verdad” de nosotros mismos), al reconocimiento de la igualdad de todos los hijos e hijas de Dios, y a la lucha contra las diversas formas de fariseísmo, exclusión y discriminación que aún existen en la sociedad.

sábado, 26 de octubre de 2019

La higuera seca (Lc 13, 1-9)

P. Carlos Cardó SJ
Higos frescos, mural de autor anónimo hallado en Villa Popea, Nápoles (año 39 a.C.)
En aquel tiempo, algunos hombres fueron a ver a Jesús y le contaron que Pilato había mandado matar a unos galileos, mientras estaban ofreciendo sus sacrificios. Jesús les hizo este comentario:"¿Piensan ustedes que aquellos galileos, porque les sucedió esto, eran más pecadores que todos los demás galileos? Ciertamente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿piensan acaso que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? Ciertamente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante".Entonces les dijo esta parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viñedo; fue a buscar higos y no los encontró. Dijo entonces al viñador:`Mira, durante tres años seguidos he venido a buscar higos en esta higuera y no los he encontrado. Córtala. ¿Para qué ocupa la tierra inútilmente?’ El viñador le contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono, para ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortaré’.
Dos sucesos ocurridos en Jerusalén dan ocasión a Jesús para dar un criterio de interpretación de los males que se producen en el mundo y del modo como Dios actúa.
El primero es un mal causado por la maldad humana, concretamente de Poncio Pilato, que sometió a mano de hierro a los judíos. La forma como mató a un grupo de galileos, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían, fue una muestra de su crueldad.
El segundo acontecimiento es un accidente, que pone de manifiesto la manera violenta e inevitable en que actúan a veces las leyes de la naturaleza. Fue la muerte trágica de dieciocho desgraciados que murieron aplastados al caerse la torre de Siloé en Jerusalén.
Ambos acontecimientos, como todos los males del mundo, interrogan al creyente: ¿por qué se producen tales cosas? Ante el mal, producto de la libertad humana o desencadenado a consecuencia de las leyes naturales, uno palpa la fragilidad del ser, el riesgo de la existencia. Los males, en definitiva, abren los ojos del creyente a la acción de Dios que tiene poder para salvarnos, pero cuenta con nuestra libre colaboración.
Es comprensible que ante los males del mundo el hombre se pregunte acerca de la bondad de Dios y de su creación. Pero no siempre tiene que ser así. La fe cristiana no propone explicaciones consoladoras del mal, sino que impulsa la búsqueda de medios para superarlo y cambiar el mundo en dirección del reino de Dios. Este fue el camino que escogió Jesucristo.
Él nos enseñó a hacer presente en toda situación dolorosa la fuerza del amor de Dios que supera todo sufrimiento. Y porque en Jesús se nos manifestó Dios como amor solidario con el sufrimiento humano, ante la realidad muchas veces dolorosa de nuestro mundo, no renunciamos a nuestra confianza en Él.
Jesús, además, rechaza toda interpretación maniquea, que divide a los hombres en buenos y malos. No es justo ver el pecado en los otros, para justificarnos o descargar nuestra responsabilidad. Jesús nos propone, en cambio, la actitud honesta de quien reconoce que el mal actúa en todos y todos somos pecadores ante Dios. Por eso, antes de echar la culpa a los demás, examinemos nuestra conciencia.
La segunda parte del texto trae la parábola de Jesús sobre la higuera que no daba frutos. Con ella nos advierte que no debemos desaprovechar el tiempo que Dios nos da, sino que debemos emplearlo para dar los frutos que llevaremos cuando estemos ante Él.
El mensaje de la parábola es claro. La viña simbolizaba al pueblo de Israel. En ella, el árbol de la higuera, ubérrimo en frutos dulces, representaba la ley de Dios, que debía crecer y fructificar en la viña. Estos simbolismos valen también para nosotros: nuestro mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros es higuera destinada a dar fruto. Dios, el viñador, trabaja con nosotros y espera, lleno de paciencia y misericordia.
El Dios del perdón, el viñador, le concede un plazo a la higuera para que dé fruto. Cristo intercede por nosotros para que tengamos una oportunidad y nos convirtamos a Él. Dios tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3,9). Así, cuando el creyente reconozca todo el esmero que le dispensa su Señor también él querrá ser útil para los demás y para el mundo.
La parábola señala la diferencia que hay entre el comportamiento de Dios y el de los hombres. La lógica de estos es: ‘no sirve, córtala’. La lógica de Dios es: ‘no da frutos, la cuidaré con mayor esmero’.
Dios no tala la higuera, es decir, la persona. La respeta, le da una oportunidad para que cambie, porque la ama. Un texto del libro de la Sabiduría describe esta actitud de Dios que ama la vida por él creada: Te compadeces de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas todo cuanto existe y no desprecias nada de lo que hiciste; porque si algo odiaras, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría existir algo que tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas tus criaturas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida (Sab 11,23-26).
Jesús no hizo otra cosa que mostrarnos este rostro de Dios, amigo de la vida, e invitarnos a comprender que el camino de nuestra salvación consiste en imitar la generosidad de Dios con nuestro amor y servicio a los demás. En ese amor paciente y bondadoso, que todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo (1 Cor 13, 4.7) consiste el camino más excelente.  

viernes, 25 de octubre de 2019

Saber discernir los signos (Lc 12, 54-59)

P. Carlos Cardó SJ
Tormenta en las montañas rocosas, óleo sobre lienzo de Albert Bierstadt (1886), Museo de Brooklyn, Nueva York, Estados Unidos
En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Cuando ustedes ven que una nube se va levantando por el poniente, enseguida dicen que va a llover, y en efecto, llueve. Cuando el viento sopla del sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente? ¿Por qué, pues, no juzgan por ustedes mismos lo que les conviene hacer ahora? Cuando vayas con tu adversario a presentarte ante la autoridad, haz todo lo posible por llegar a un acuerdo con él en el camino, para que no te lleve ante el juez, el juez te entregue a la policía, y la policía te meta en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de ahí hasta que pagues el último centavo".
Jesús reprocha a la gente que saben muy bien discernir los signos del tiempo, las cosas materiales, pero no conocen las espirituales. Saben perfectamente lo que es necesario para la vida temporal, pero no saben lo que es necesario para la vida eterna.
Conocen el aspecto del cielo, pero no saben discernir la presencia de Dios. De ellos dice san Pablo: Los mundanos no captan las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no pueden entenderlas porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas. En cambio, quien posee el Espíritu lo discierne todo y no está sujeto al juicio de nadie (1Cor 2, 14-15).
Los criterios que mueven nuestras acciones no siempre son evangélicos, nuestros juicios no son los de Dios. Esto se ve de manera particular a la hora de tomar decisiones. Entonces es cuando debemos discernir. El discernimiento consiste en buscar y reconocer –siempre por medio de la oración– lo que Dios quiere de nosotros, para dejarnos conducir por Él, para que sea su voluntad y no la nuestra la que determine nuestras decisiones.
El discernimiento consiste, pues, en buscar y elegir lo que sea más conforme a los valores y enseñanzas de Jesucristo. Y la condición previa para poder elegir así es hacernos libres frente a todo lo creado, para poder optar por lo que más nos convenga en orden a cumplir la voluntad de Dios. Ustedes, hermanos, han sido llamados a la libertad. Pero no tomen la libertad como pretexto para satisfacer los apetitos desordenados; antes bien háganse servidores los unos de los otros por amor… (Gal 5,13).
Después de esa enseñanza sobre la necesidad de interpretar bien cada situación y discernir lo que se debe hacer, Lucas pone una parábola de Jesús, que podríamos llamar la parábola de la reconciliación. Contiene una llamada a elegir siempre lo que une, no lo que divide y enfrenta. En la base se puede apreciar un gran sentido común y también la sabiduría popular que se expresa en proverbios como éste: Comenzar una discusión es abrir una represa; antes que la pelea estalle, retírate (Prov 12,14).
Jesús dice: procura llegar a un arreglo con tu adversario para que no te lleve al juez y acabes en la cárcel. Todos sabemos que es mejor arreglar los asuntos por la vía pacífica de la conciliación, porque una vez entablado el litigio, las consecuencias pueden ser peores. En su sentido más exacto, la parábola contiene una advertencia de Jesús a sus oyentes para que se decidan a acoger su enseñanza. Es como si les dijera: ‘ésta es la última oportunidad, decídanse antes de que sea demasiado tarde’. Está incluido aquí el precepto sobre la reconciliación fraterna como condición para la reconciliación con Dios (cf. Mt 5, 25s).
Mientras estás de camino, dice Jesús. La vida es camino, su meta es la fraternidad del reino de Dios. Si no se pasa de la lógica de la venganza y del conflicto a la del perdón y la reconciliación, la vida simplemente no es humana.
Por eso venimos a la eucaristía, porque nos pone en el tiempo de la salvación, en el tiempo de la obra de Cristo en nosotros, nos da los criterios para discernir su presencia y lo que a Él le agrada. La eucaristía es signo de unión y reconciliación fraterna.

jueves, 24 de octubre de 2019

Fuego he venido a encender en la tierra (Lc 12, 49-53)


P. Carlos Cardó SJ
Feuerquelle (Fuente de fuego), óleo sobre lienzo de Paul Klee (1938), colección privada, Suiza
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "He venido a traer fuego a este mundo, y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Piensan que he venido a traer al mundo paz? No, más bien he venido a traer división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra."
Jesús avanza hacia Jerusalén y el horizonte se le vuelve cada vez más sombrío. Los que caminan con Él advierten que sus palabras se hacen cada vez más exigentes y comprometedoras.
Fuego he venido a encender en la tierra, les dice. Es el fuego de su Espíritu, de su vida, con el que nos ha bautizado. Es el fuego de la conversión, que transforma en nosotros aun aquello que no podemos cambiar. Es ardor espiritual, mística, entusiasmo, es decir, lo propio del amor. El Cantar de los Cantares (8,6s) habla justamente del amor como centella de fuego, llamarada divina, inextinguible, más fuerte que la muerte. El amor con que Dios nos ama enciende ese fuego; pero el problema es que nos resistimos a que arda en nosotros.
Con la pasión de su amor por nosotros, habla luego Jesús de la pasión que va a sufrir, y la siente como una terrible prueba. La espera de una muerte tan cruel llena de ansiedad su interior y lo fuerza a decir: ¡que angustiado estoy hasta que se cumpla! Ante el destino de cruz, la condición humana se estremece. Su voluntad de entregar su vida por nuestra salvación le lleva a tener que pasar por donde no quiere, con la confianza de que su Padre no lo abandonará. Se siente internamente dividido entre un deseo y una angustia, es la lucha interior que en el huerto de Getsemaní le hará sudar sangre, la lucha del amor que vence en la prueba suprema.
Jesús es consciente de que su proclamación del reino, como triunfo del amor salvador de Dios en el mundo, ha sido acogida por algunos, pero ha chocado desde el inicio de su predicación con la incomprensión de la mayoría, aun de sus propios familiares, y la oposición cada vez más hostil de las autoridades del pueblo.
La fidelidad a su proyecto, en perfecta sintonía con los designios del Padre, le ha creado enemigos, que se muestran más poderosos y violentos a medida que se acerca a Jerusalén, capital del poder político y religioso. Por eso sus palabras se vuelven cada vez más exigentes: no puede dejar de advertir a sus discípulos que su mensaje produce divisiones en la sociedad y confrontación hasta en la propia familia.
Hoy también Jesucristo sigue llamando a la radicalidad de su seguimiento, que puede llevar a posponer, de forma más o menos espinosa y difícil, otros valores –tan amados como el valor familia– para que el evangelio prevalezca en la orientación de la propia conducta. Él ha venido a traer la paz de unidad y de justicia. No una paz barata, sin mayores exigencias y alcances. El compromiso por la justicia, que el reino de Dios exige, puede producir a veces separación o incomprensión de los otros. El cristiano las asumirá con la firmeza de sus convicciones, detrás de las cuales actúa siempre el amor de Dios que triunfa.
El mensaje cristiano siempre podrá parecer crítico porque busca, interroga, conmueve. La palabra del Señor enfrenta a toda sociedad mal organizada e interpela también a la Iglesia por las adherencias que se le pegan en su labor por el reino. El evangelio es actual y lúcido; utiliza códigos culturales de hoy, pero no concuerda con proclamas ideológicas. Es esperanzador, libera, comunica el Espíritu de Dios que siempre alienta e impulsa, no desanima ni humilla; pero propone el ejemplo de Jesús, que  nunca  pretendió estar de acuerdo con todos ni a cualquier precio, ni quiso poner su vida a salvo sino entregarla.
El evangelio es el sueño de Jesús de una humanidad realmente fraterna, un mundo donde sea posible la justicia. Ese es el fuego interior que le mueve, el fuego que ha venido a traer a la tierra, y cómo desearía que estuviera ya propagándose. ¡Ojalá estuviera ya ardiendo! Pero nos da miedo ese fuego de amor y justicia, y no le permitimos que prenda en nosotros. Olvidamos lo que dice San Pablo: Es cierta esta verdad: Si con él morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él; si lo negamos, también él nos negará; si le somos infieles, él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo (2 Tim 2, 12-14).

miércoles, 23 de octubre de 2019

Sean como el administrador fiel (Lc 12, 39-48)

P. Carlos Cardó SJ
Jesús predicando a sus discípulos, ilustración de William Bassey Hole en La Vida de Jesús de Nazareth, ochenta pinturas. Publicada por Fine Art Society, Londres, 1906.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Fíjense en esto: Si un padre de familia supiera a qué hora va a venir el ladrón, estaría vigilando y no dejaría que se le metiera por un boquete en su casa. Pues también ustedes estén preparados, porque a la hora en que menos lo piensen, vendrá el Hijo del hombre".Entonces Pedro le preguntó a Jesús: "¿Dices esta parábola sólo por nosotros o por todos?".El Señor le respondió: "Supongan que un administrador, puesto por su amo al frente de la servidumbre con el encargo de repartirles a su tiempo los alimentos, se porta con fidelidad y prudencia. Dichoso ese siervo, si el amo, a su llegada, lo encuentra cumpliendo con su deber. Yo les aseguro que lo pondrá al frente de todo lo que tiene.Pero si ese siervo piensa: ‘Mi amo tardará en llegar’ y empieza a maltratar a los otros siervos y siervas, a comer, a beber y a embriagarse, el día menos pensado y a la hora más inesperada llegará su amo y lo castigará severamente y le hará correr la misma suerte de los desleales.El siervo que conociendo la voluntad de su amo, no haya preparado ni hecho lo que debía, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, haya hecho algo digno de castigo, recibirá pocos.Al que mucho se le da, se le exigirá mucho; y al que mucho se le confía, se le exigirá mucho más.
Estén atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor, es la respuesta de Jesús a sus discípulos que le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Hace ver que el “cuándo” es siempre, el tiempo de lo cotidiano, porque es allí donde se realiza el juicio de Dios. No en acontecimientos extraordinarios, sino en nuestra existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de salvación o perdición, de estar con el Señor o estar lejos de Él. Al final se recoge lo que se ha sembrado.
El trasfondo de estas parábolas y dichos de Jesús sobre la necesidad de estar preparados y vigilantes puede ser la situación de la Iglesia primitiva en la que, después de creer que la segunda venida de Jesucristo era inminente, entendieron que no era así y la larga espera hizo que bajara el fervor de las comunidades e incluso comenzaran a sufrir una cierta relajación de costumbres. A ellas en particular dirigieron los evangelistas sinópticos estos pasajes.
Estén preparados, vigilantes, significa discernir las cosas y distinguir las que nos sirven para estar con Dios en la vida de todos los días. Quien lo busca, lo encuentra. De lo contrario, viene como el ladrón que desvalija la casa. Hay que estar con los ojos abiertos.
El amo de casa puede aludir a los dirigentes: son los que el Señor ha puesto al frente de su casa y son ellos los primeros que han de cultivar la actitud de vigilancia, obrando con justicia y caridad. Si el dueño de casa es previsor y prudente no se deja sorprender por el ladrón que asalta las casas que no están bien guardadas. La imagen del ladrón nocturno representa la venida de improviso del Hijo del hombre como juez y salvador. Saben que el día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche, dice Pablo (1 Tes 5,2; ver también 2 Pe 3, 10 y Ap 3, 3).
La parábola del administrador va dirigida, en primer lugar, a los que tienen oficio de presidir o dirigir la comunidad. Por ser hombre de su confianza, el señor le confía al administrador durante su ausencia la responsabilidad de todo su personal de servicio. Tiene que ver para que nada les falte: tiene que distribuirles a su debido tiempo la ración de trigo.  Si es fiel y prudente se hará merecedor de una recompensa que nadie puede imaginar: lo pondrá al frente de todos sus bienes (cf. Lc 19, 17-19).
Pero si piensa: Mi Señor tarda en venir, y se pone a golpear a los criados y criadas, a beber y a emborracharse, traicionando la confianza de su patrón y obrando de manera prepotente con sus subordinados, vendrá el señor y lo castigará con todo rigor.
La Iglesia sólo tiene un jefe y señor: Jesucristo (cf. Mt 23, 8-10). Todos los demás somos hermanos y servidores, incluso cuando a uno se le confía una responsabilidad en la Iglesia. Pero en cierto sentido, todos somos administradores porque los bienes de los que disponemos o gerenciamos no son propios. Todo lo que somos y tenemos es don de Dios y debemos considerarlo así para cuidarlo bien.
Al mismo tiempo todos somos siervos, como el mismo Señor que se hizo siervo de todos. Recibimos la misma responsabilidad de servir la vida de los demás haciendo oportunamente lo que se debe. Somos siervos fieles si actuamos según la voluntad del Señor; prudentes si la preferimos por encima de cualquier otro interés o motivación para poder acertar.
Finalmente, quien ha recibido la misión de presidir la comunidad sólo podrá cumplirla bien si se mantiene como servidor de los servidores y no se transforma en patrón. Entonces reproduce en su vida la del siervo malo y traidor que golpea a los otros; ya no sirve ni a Dios ni a los demás y no reconoce al Señor que viene continuamente. Ese tal recibirá una pena que supera toda comparación: lo castigará con todo rigor, que literalmente se traduce: será partido en dos. Porque, en efecto, su existencia está dividida, lejos de sí mismo, de Dios y de los demás. Por eso el Señor no lo reconoce, porque él no ha reconocido a nadie.
Siempre que Jesús habla de nuestro destino final lo hace en tono serio, grave, pero no de amenaza, no hay que leerlo así; no es para asustarnos, sino para motivar la  responsabilidad que tenemos de nosotros mismos y para que aprovechemos el presente, que es el tiempo de su venida. Y recordando siempre que a quien mucho se le dio, mucho se le exigirá; y a quien mucho se le confió, más se le pedirá.

martes, 22 de octubre de 2019

Estén preparados (Lc 12, 35-38)

P. Carlos Cardó SJ
El Dios de los últimos, óleo sobre lienzo de Eduardo Kingman (1965), Casa-Museo Posada de las Artes Kingman, Quito, Ecuador
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas; estad vosotros como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela: os seguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y les irá sirviendo. Y si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos".
El cristiano espera, es un ser que espera siempre y vigila. No espera la muerte, porque eso le quita ánimos para vivir y le hace terminar esclavo del miedo. Espera la vida, porque espera a su Señor. Vive de este anhelo interior: Marana tha, ven, Señor Jesús.Con imágenes tomadas de la vida cotidiana Jesús propone a sus discípulos un estilo de vida caracterizado por la apertura y tensión al futuro, la espera atenta y vigilante y la responsabilidad en el trabajo.
El cristiano mira al futuro del que espera la salvación, la realización feliz de su existencia. Y esto tiene un nombre: es el Señor Jesús que viene.
El presente es el tiempo de la espera responsable. Se vive en alerta, pronto a partir en viaje o ponerse al trabajo.
La espera puede hacerse larga y tediosa, un largo período sin que nada suceda. Entonces la vigilancia y la responsabilidad pueden decaer y el cristiano corre el riesgo de la desilusión, la desconfianza o el cansancio. Debe entonces retomar la actitud del servidor despierto que mantiene su lámpara encendida toda la noche, a la espera de que su señor regrese de la fiesta de bodas a la que partió.
Estar preparado es como estar con la cintura bien ceñida. Así celebraban los judíos su cena pascual. Aunque la liberación se había realizado en el acontecimiento pasado del éxodo de Egipto, veían la vida como una búsqueda constante de liberación por medio de la práctica de la ley, que los preparaba como un pueblo bien dispuesto para la venida del mesías prometido. Los cristianos, por su parte, aguardan a su Señor celebrando su cena eucarística y sirviendo a los demás, a ejemplo de Jesús que no vino a que le sirvan sino a servir (Mt 20, 28) y pasó haciendo el bien (Hech 10, 38).
En muchos aspectos la vida en el mundo es como estar en la noche. El cristiano puede ver en la oscuridad por la luz que le viene del Señor; más aún, sabe que tiene que dejarse iluminar para poder él también dar luz a los demás. Por eso no puede quedarse dormido. Siente en su corazón la palabra que le dice: Despierta tú que duermes y te iluminará Cristo (Ef 5,14).
El Señor vendrá, tanto al final de la larga espera de la historia, como en sus incesantes venidas cotidianas, cuando el cristiano y la comunidad prestan oído a sus llamadas. Él les dice: Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré a su casa y cenaremos juntos (Ap 3, 20).
Finalmente, la forma de hacerse presente el Señor, tanto en el presente como en su venida futura es y será la de quien, siendo el Maestro y el Señor, se pone a servirnos. Es la característica más esencial de su persona y el sentido de toda su vida: Yo estoy entre ustedes como el que sirve (Lc 22, 27).
Con su presencia, la vida del cristiano se llena de una íntima alegría (¡Dichosos!), la alegría propia de una cena de hermanos y amigos, con el Señor Jesús en el centro. La vida se vuelve eucaristía. Comemos juntos su pan, que nos une en comunión, y aguardamos su dichosa venida compartiendo unos con otros nuestro pan.