P.
Carlos Cardó SJ
Jesús
y los niños, óleo sobre lienzo de Leopold Flumeng (siglo XX), Catedral de San
Pedro, Lovaina, Bélgica
En cierta ocasión, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el más grande en el Reino de los cielos?”.Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: “Yo les aseguro a ustedes que si no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, pues yo les digo que sus ángeles, en el cielo, ven continuamente el rostro de mi Padre, que está en el cielo”.
Esto supuesto, lo que nos quiere
decir el evangelio es que, en vez de andar en la vida como “los grandes” que se
satisfacen a sí mismos, creyendo no deber nada a nadie ni tener necesidad de
nadie, podemos renacer, volver a hacernos niños (Jn 3,1ss) para alcanzar nuestra condición más auténtica, la propia
del hijo que, en su dependencia de Dios, su Padre, halla su capacidad de
crecimiento, libertad y autonomía.
Este adulto convertido en niño se
siente acogido y acoge, sabe que todo lo ha recibido por gracia y que debe dar
gratis lo que gratis ha recibido. Sabe que no se ha dado la vida a sí mismo y
que puede perderla, sabe que puede vivirla disfrutándola para sí solo o
entregarla al servicio de los otros. Sabe, en fin, que en todo momento puede
abandonarse en brazos de su padre, porque el resultado final no dependerá sólo
de él sino de Dios.
Este abandono confiado en Dios, lo
expresa gráficamente el Salmo 131: Señor,
mi corazón no es soberbio ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que
superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos: como un niño en
brazos de su madre. Con esta quietud interior se desenvuelve en toda
circunstancia de su vida.
No se trata ya de la primera infancia, sino de aquella que es
propia del adulto que ejercita su libertad. Es como inocencia recuperada. A
esta “infancia espiritual”, costosa en verdad, se refería Jesús cuando bendecía
a los niños y prometía el reino de los cielos, a los que se asemejan a ellos.
Son los que pueden tratar con Dios con entera confianza y llamarlo Abba, padre.
Así, pues, el hacerse niño no
tiene nada que ver con el infantilismo, fruto de una mala educación de los
instintos, tendencias y afectos. Infantil es el insatisfecho, que no hace más
que buscar satisfacer su ansia de ser acogido, nutrido, sostenido. Infantil es el
que se aferra a los demás y a las cosas, exige, demanda y manipula, pero sin
corresponder y, en definitiva, sin poder valerse por sus propios medios. El
niño del evangelio, en cambio, tiene como modelo de inspiración la personalidad
de Jesucristo, el hombre libre.
Hacerse como niños en relación a
Dios y a los prójimos, reconocer la propia necesidad, rechazando todo orgullo y
autosuficiencia es vivir como auténticos discípulos de Cristo y es para Mateo
el centro de los valores cristianos que la Iglesia debe mostrar. Los creyentes
tienen delante un modelo altísimo: deben aprender de Jesús, que era manso y
humilde de corazón (no violento ni altanero) y procurar proceder en todo como Él
y realizarse humanamente como Él.
El versículo referente a los
ángeles, que cuidan de los pequeños y contemplan sin cesar el rostro de Dios,
habla de la especial amor y protección que Dios tiene a los niños y sirve de
motivación para valorar la vida de los pequeños, de los pobres y de los débiles
que valen y cuentan mucho para Dios. Con ellos se identificó el Hijo de Dios y
a los que son como ellos les promete su reino.
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