sábado, 31 de octubre de 2020

Elegir el último lugar (Lc 14, 1.7-11)

P. Carlos Cardó SJ

Banquete de bodas, óleo sobre lienzo de Jan Brueghel, el Viejo (1623), Museo del Prado, Madrid, España

Un sábado Jesús fue a comer a la casa de uno de los fariseos más importantes, y ellos lo observaban. Jesús notó que los invitados trataban de ocupar los puestos de honor, por lo que les dio esta lección: “Cuando alguien te invite a un banquete de bodas, no escojas el mejor lugar. Puede ocurrir que haya sido invitado otro más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga y te diga: Deja tu lugar a esta persona. Y con gran vergüenza tendrás que ir a ocupar el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ponte en el último lugar y así, cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo, ven más arriba. Esto será un gran honor para ti ante los demás invitados. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.

Las comidas, en especial los banquetes, suelen tener un carácter simbólico: son acontecimientos en los que se afirman valores o se establecen o refuerzan relaciones sociales. El comer no sólo sirve para alimentar el cuerpo. Una comida puede servir para iniciar o estrechar vínculos de amistad, establecer pactos y alianzas o celebrar acontecimientos importantes para la vida del grupo.

En Palestina, las comidas estaban regidas por normas tradicionales, que Jesús no dudó en modificar para transmitir mejor el significado que el banquete tenía en la predicación de los profetas: el banquete simbolizaba el Reino de Dios. Por eso, en contra de lo establecido, Él no dudaba en comer con publicanos y pecadores, para dar a entender que se debían superar las barreras y divisiones entre la gente y, sobre todo, hacer ver que Dios acogía en su Reino a los que, según las tradiciones judías, estaban excluidos de él.  Por eso las comidas de Jesús son tan importantes como sus curaciones de enfermos o el perdón que otorgaba a los pecadores.

El pasaje que comentamos, unido al de la curación de un enfermo en sábado, muestra cómo los fariseos y maestros de la ley, al criticar esa actitud de Jesús, no hacían otra cosa que manifestar su afán de dominio de lo religioso para someter al pueblo. Manipulaban las normas sociales de los banquetes para ocupar ellos los primeros lugares. Jesús desenmascara esta hipocresía y propone en cambio la lógica del Reino: hay que hacerse pequeños para entrar en el Reino de Dios. Su lógica es humildad, hecha de sinceridad, verdad y deseo de servir. Así han de obrar los que lo siguen.

No es fácil predicar hoy la humildad, en una sociedad que, tras el valor positivo de la búsqueda de superación personal, transmite imágenes falseadas del éxito, o del “triunfador”, como modelo de identificación. La humildad cristiana no frena la búsqueda del progreso personal y colectivo; lo que hace es librar a la persona de la mentira: la lleva a la aceptación de sí misma, a conocer sus limitaciones y debilidades, y la impulsa a obrar de acuerdo con ese conocimiento. Ser humilde no es sentirse inferior a los demás. “La humildad es andar en la verdad”, decía Santa Teresa.

El soberbio, en cambio, se engaña al pretender ubicarse donde no le corresponde. Cédele el puesto a éste, puede decirle quien lo invitó y, avergonzado, tendrá que ir a ocupar el último lugar. Esta vergüenza anticipa la del creyente a quien el Juez le dirá: No te conozco. Anticipa también la vergüenza de los hijos del Israel cuando vean venir gentes de todas partes a ocupar su puesto de elegidos por Dios (13,25). Y recuerda la vergüenza de Adán que quiso ocupar el puesto de Dios y se halló desnudo (Gen 3).

Dice Jesús: Más bien, cuando te inviten, acomódate en el último lugar. Vendrá el que te invitó y te dirá: Amigo, sube más arriba. Esta manera nueva de pensar la vemos reflejada en María. En su canto del Magnificat nos enseña a no sepultar los propios talentos, a reconocerlos con gratitud y a invertirlos de la manera más justa. A los humildes Dios los llena de su gloria, se refleja en ellos; a los soberbios los rechaza y derriba de sus tronos.

viernes, 30 de octubre de 2020

Curación de un hidrópico (Lc 14, 1-6)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo cura al hombre hidrópico, fresco de autor anónimo (1350 aprox.), Monasterio Visoki Dečani, Kosovo, Serbia

Un sábado Jesús fue a comer a la casa de uno de los fariseos más importantes, y ellos lo observaban.

Por casualidad había delante de él un hombre que sufría de hinchazón.

Jesús preguntó a los maestros de la Ley y a los fariseos: «¿Está permitido por la Ley curar en día sábado o no?». Pero ninguno respondió.

Jesús entonces se acercó al enfermo, lo curó y lo despidió.

Después les dijo: "«Si a uno de ustedes se le cae su burro o su buey en un pozo en día sábado, ¿acaso no va en seguida a sacarlo?». Y no pudieron contestarle.

Es el último sábado que pasará Jesús en Galilea, antes de ir a Jerusalén. Ahora ha aceptado la invitación que le ha hecho uno de los jefes de los fariseos. Sabe que en esa casa estarán los que buscan pretextos y ocasión para denunciarlo. Pero Él no se niega a ir. Comer es vivir; comer en sábado es participar de la vida de Dios, según la espiritualidad judía del sabbat. Por eso no puede negarse, Él ha venido a salvar lo que está perdido. Su misericordia le lleva a arriesgarse a sufrir ataques e incomprensiones. No quiere que ninguno se pierda. Y así, mientras los fariseos lo invitan para espiarlo, Él va hacia ellos para moverlos a conversión y darles a conocer la vida que Él ofrece y que ellos pueden tener.

Jesús restituye al sábado, su verdadero contenido espiritual, que se ha perdido en Israel por culpa de los escribas y rabinos fariseos. El sabbat es el tiempo establecido para recordar el reposo de Dios después de su obra de vida. Por eso es tiempo santo para el encuentro con Él, con el Dios que da la vida.

Con Jesús se establece el verdadero sábado: quien está con Él, está con Dios y se hace depositario de su obra salvadora. Al mismo tiempo, contra la mentalidad farisea que no ve en el sabbat más que una norma a cumplir, Jesús establece que el sábado y en general todas las leyes deben estar al servicio de la vida de las personas y no al revés. Frente a la vida y a las necesidades fundamentales de un ser humano, las leyes y las prescripciones religiosas pasan a un segundo lugar.

Había allí, frente a Él, un enfermo de hidropesía. La sed que padece este hombre es insaciable; más bebe, más se hincha y más sed tiene. Es figura del fariseo, que inútilmente intenta saciarse de un agua que no da vida y sólo consigue hincharse de orgullo y presunción. Jesús es el que trae el agua que da vida.

La pregunta que Jesús hace a los expertos en la ley y a los fariseos, ¿Se puede sanar en sábado sí o no?, constituye el centro del relato. Sanar es lo que hace Jesús, el señor del sábado. Con su actitud y su obrar Él devuelve al sabbat su verdadero sentido y finalidad, que es proteger la vida, la salud y libertad del hombre (Ex 20,11; Dt 5,15). Los escribas y fariseos representan a los sabios y prudentes que conocen la ley, pero no a Dios. Se quedan oprimidos en la red de preceptos y prohibiciones que ellos han tejido.

Naturalmente, el gesto de Jesús aparece como provocador y escandaloso. Pero los allí presentes no dicen nada. Entonces Jesús tomó de la mano al enfermo, lo sanó y lo despidió.

Si los fariseos se convirtieran, el Señor les haría disfrutar de la salud que Él ofrece, precisamente en el sábado, día en que se recuerda la liberación de la esclavitud. Para moverlos al cambio, apela al sentido común y les dice: Hipócritas, ¿quién de ustedes si su hijo o su buey cae en el pozo no lo saca inmediatamente, aunque sea sábado? – Lo que vale para salvar el propio interés, vale también en caso de emergencia para socorrer al prójimo necesitado.

Desde la perspectiva del servicio a la vida se puede descubrir la voluntad de Dios. No se puede encasillar la voluntad salvadora de Dios en esquematismos rígidos.

Es el último sábado que pasará Jesús en Galilea, antes de ir a Jerusalén. Ahora ha aceptado la invitación que le ha hecho uno de los jefes de los fariseos. Sabe que en esa casa estarán los que buscan pretextos y ocasión para denunciarlo. Pero Él no se niega a ir. Comer es vivir; comer en sábado es participar de la vida de Dios, según la espiritualidad judía del sabbat. Por eso no puede negarse, Él ha venido a salvar lo que está perdido. Su misericordia le lleva a arriesgarse a sufrir ataques e incomprensiones. No quiere que ninguno se pierda. Y así, mientras los fariseos lo invitan para espiarlo, Él va hacia ellos para moverlos a conversión y darles a conocer la vida que Él ofrece y que ellos pueden tener.

Jesús restituye al sábado, su verdadero contenido espiritual, que se ha perdido en Israel por culpa de los escribas y rabinos fariseos. El sabbat es el tiempo establecido para recordar el reposo de Dios después de su obra de vida. Por eso es tiempo santo para el encuentro con Él, con el Dios que da la vida.

Con Jesús se establece el verdadero sábado: quien está con Él, está con Dios y se hace depositario de su obra salvadora. Al mismo tiempo, contra la mentalidad farisea que no ve en el sabbat más que una norma a cumplir, Jesús establece que el sábado y en general todas las leyes deben estar al servicio de la vida de las personas y no al revés. Frente a la vida y a las necesidades fundamentales de un ser humano, las leyes y las prescripciones religiosas pasan a un segundo lugar.

Había allí, frente a Él, un enfermo de hidropesía. La sed que padece este hombre es insaciable; más bebe, más se hincha y más sed tiene. Es figura del fariseo, que inútilmente intenta saciarse de un agua que no da vida y sólo consigue hincharse de orgullo y presunción. Jesús es el que trae el agua que da vida.

La pregunta que Jesús hace a los expertos en la ley y a los fariseos, ¿Se puede sanar en sábado sí o no?, constituye el centro del relato. Sanar es lo que hace Jesús, el señor del sábado. Con su actitud y su obrar Él devuelve al sabbat su verdadero sentido y finalidad, que es proteger la vida, la salud y libertad del hombre (Ex 20,11; Dt 5,15). Los escribas y fariseos representan a los sabios y prudentes que conocen la ley, pero no a Dios. Se quedan oprimidos en la red de preceptos y prohibiciones que ellos han tejido.

Naturalmente, el gesto de Jesús aparece como provocador y escandaloso. Pero los allí presentes no dicen nada. Entonces Jesús tomó de la mano al enfermo, lo sanó y lo despidió.

Si los fariseos se convirtieran, el Señor les haría disfrutar de la salud que Él ofrece, precisamente en el sábado, día en que se recuerda la liberación de la esclavitud. Para moverlos al cambio, apela al sentido común y les dice: Hipócritas, ¿quién de ustedes si su hijo o su buey cae en el pozo no lo saca inmediatamente, aunque sea sábado? – Lo que vale para salvar el propio interés, vale también en caso de emergencia para socorrer al prójimo necesitado.

Desde la perspectiva del servicio a la vida se puede descubrir la voluntad de Dios. No se puede encasillar la voluntad salvadora de Dios en esquematismos rígidos.

jueves, 29 de octubre de 2020

Elección de los Doce (Lc 6, 12-19)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo y sus apóstoles, mosaico bizantino de autor anónimo (siglo IV), Iglesia de Santa Prudenciana, Roma

En aquellos días Jesús se fue a orar a un cerro y pasó toda la noche en oración con Dios. Al llegar el día llamó a sus discípulos y escogió a doce de ellos, a los que llamó apóstoles: 14.Simón, al que le dio el nombre de Pedro, y su hermano Andrés, Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Simón, apodado Zelote, Judas, hermano de Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor.

Jesús bajó con ellos y se detuvo en un lugar llano. Había allí un grupo impresionante de discípulos suyos y una cantidad de gente procedente de toda Judea y de Jerusalén, y también de la costa de Tiro y de Sidón. Habían venido para oírlo y para que los sanara de sus enfermedades; también los atormentados por espíritus malos recibían curación. Por eso cada cual trataba de tocarlo, porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos.

Jesús se retiró a la montaña para orar. En la Biblia, la montaña es uno de los lugares de manifestación de la presencia de Dios. Jesús solía orar en los montes (cf. Lc 9, 28). Al señalar Lucas: pasó la noche orando a Dios, resalta la trascendencia del acto que va a realizar. Jesús invoca a su Padre y pide su bendición sobre los hombres que va a elegir. Refiriéndose a ellos dirá en el evangelio de Juan: los hombres que tú me diste sacándolos del mundo; tuyos eran y tú me los diste (Jn 17,6). Y en los Hechos de los Apóstoles, declara Lucas que Jesús los escogió guiado por el Espíritu Santo (Hch 1,2). La oración era la fuerza de Jesús; a través de ella conocía la voluntad de su Padre. Por eso, la oración debe ser el origen de toda acción y opción apostólica.

Al hacerse de día, reunió a sus discípulos y eligió entre ellos a doce, a quienes dio el nombre de apóstoles, es decir, “enviados”. Jesús quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos (de ayer y de hoy), pero entre ellos elige a doce para asignarles el rol de emisarios y representantes suyos por excelencia. Ellos forman el núcleo del nuevo Israel, fundado sobre las doce tribus (cf. Lc 22,30). A ellos los hará los primeros responsables de la misión de anunciar en su nombre a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados (Lc 24, 47).

¿Quiénes son estos hombres? De la mayoría de ellos se sabe muy poco. Simón, el único a quien Jesús da un sobrenombre, Kefas, que significa “piedra”, y su hermano Andrés eran  pescadores (Mc 1,16.29; 13,3), naturales de Betsaida (Jn 1,40-41.44). Santiago y Juan eran hijos de un tal Zebedeo, también pescadores y compañeros de Simón Pedro. A este Santiago se le conoce como “el Mayor”, para diferenciarlo de “Santiago el Menor” (Mc 15,40). Felipe era también de Betsaida (Jn 1,44) y Bartolomé, fuera de este episodio, es un personaje totalmente desconocido, que una tradición posterior del s. IX identificó con Natanael, pero sin fundamento.

Mateo, que en su evangelio se llama a sí mismo Leví, era un publicano, que recaudaba los impuestos para los romanos. Tomás, era apodado “el mellizo” (Jn 11,16; 20,24), por su nombre arameo Te’oma’. Viene luego Santiago, hijo de Alfeo, que no es “Santiago, el Menor” (Mc 15,40), ni tiene nada que ver con “Santiago, hermano del Señor” (Gal 1,19; 1 Cor 15,6), que difícilmente era uno de los Doce. Simón, llamado el Zelota estuvo quizá vinculado al movimiento nacionalista de resistencia de “los zelotas”.

Judas, hijo de Santiago, llamado “Tadeo” en Marcos y Mateo (Mc 3,18; Mt 10,3), es también un personaje totalmente desconocido en el resto del Nuevo Testamento (excepto Hch 1,13), y no se le debe identificar con “Judas, hermano de Santiago”, a quien se atribuye la carta que lleva su nombre. Al final se menciona a Judas Iscariote, el traidor, cuyo nombre puede significar “hombre de Keriot”, aldea de Judea, o podría provenir de manera menos probable del latín sicarius (“sicario”, “matón”), como se designaba a los zelotas.

Son simples pescadores y artesanos de Galilea. Lo que les une es la experiencia que han tenido de la persona del Señor y el haber sido llamados por Él. No hay entre ellos sabios rabinos, ni fariseos, ni saduceos de la casta sacerdotal. Ni siquiera son virtuosos cumplidores de la ley. Son muy diferentes entre sí y cada cual mantendrá hasta el final su carácter personal en una convivencia no siempre fácil. Mucho tendrá que trabajar Jesús para inculcarles su mensaje de amor, de renuncia a los privilegios y al poder, su doctrina de servicio hasta la muerte.

Pero estarán con Él en toda circunstancia, le verán  rezar a su Padre, llorar por el amigo muerto, conmoverse ante la multitud hambrienta, alegrarse por sus triunfos apostólicos, estremecerse de angustia ante la inminencia de su muerte. Su palabra irá calando en su interior. Y por eso, más tarde, cuando ya no recuerden al pie de la letra sus palabras, su modo de pensar y actuar habrá pasado a hacerse carne y sangre en ellos, y aun cuando se encuentren en situaciones nuevas, no vividas en su convivencia con Él, podrán, sin embargo, decir con toda seguridad cómo se hubiese comportado Jesús en cada caso. Tan  identificados se sentirán con su persona y misión que, llegado el momento, compartirán también su destino redentor, dando como Él su vida por la salvación de los hombres.

Al bajar Jesús del monte se forman tres círculos concéntricos: el gentío que viene de todas partes para escucharlo y ser curados de sus enfermedades, los discípulos que escuchan su palabra y lo siguen, y los apóstoles que han sido asociados a su misión por una elección precisa e intencional. Todos juntos forman el pueblo de hijos e hijas que ama el Señor.

miércoles, 28 de octubre de 2020

Jesús levantado en lo alto (Jn 3, 11-16)

P. Carlos Cardó SJ

Señor de los milagros, mural pintado por un negro angoleño (siglo XVII), iglesia de Las Nazarenas, Lima

En verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si ustedes no creen cuando les hablo de cosas de la tierra, ¿cómo van a creer si les hablo de cosas del Cielo? Sin embargo, nadie ha subido al Cielo sino sólo el que ha bajado del Cielo, el Hijo del Hombre. Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Unico, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.

Todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos, y con un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que dé al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?

Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados en el desierto por serpientes que los mordían, y muchos morían  (Num 21, 4). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (Jn 3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.

Así fueron los hechos. En un primer momento, los judíos se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, pero después, por influjo de sus autoridades religiosas, lo rechazaron, le dieron la espalda, no acogieron su mensaje y opusieron contra Él una hostilidad que fue creciendo hasta convertirse en una verdadera confabulación para acabar con Él. Vieron en Él una amenaza a su fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a sus tradiciones religiosas. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y que podía seguir la suerte de  los profetas.

Y así fue. Lo condenaron y le dieron muerte en una cruz. Para una mirada no creyente, aquello no fue más que la ejecución de un pobre reo judío fracasado, sin importancia alguna para la historia, pues millones de muertes como la suya se han sucedido a lo largo de los siglos. Pero el evangelio nos hace ver otra cosa: el crucificado no es un pobre judío fracasado que muere solo en un patíbulo horrendo. Con Él está Dios y en Él se revela.

La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado por amor a la humanidad (Jn 3, 16). El sentido de su muerte es que Dios “entrega” a su Hijo en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida para revelar con ello hasta dónde el amor de su Padre y el suyo propio son capaces de llegar para que ninguno se pierda.

Jesús habló repetidas veces de su muerte. En la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 23-46), se ve que Jesús preveía que le iban a matar y que se podía esperar, según la mentalidad de los judíos, refrendada en muchos escritos del Antiguo Testamento, que quienes le darían muerte recibirían un severo castigo. Pero lo que después va a manifestar en su pasión es que el Dios que entrega a su Hijo para salvar al mundo es un Dios de infinita misericordia. Y que Él, el Hijo libremente entregado, morirá perdonando para vencer al mal con la abundancia del bien que brota de su amor.

A  quien lo acoge, ese amor le trae la misericordia y el perdón, le restablece su unión con Dios en virtud de su sangre derramada en la cruz. Mirar la cruz de Jesús crucificado es mirar la expresión suprema del amor que salva. San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).

Por eso los cristianos veneramos la cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie. Así, quien en su angustia o abandono fija sus ojos en la cruz del Señor, sentirá que Dios comparte su dolor y abre para él, en su mismo dolor, la esperanza de una vida nueva.

martes, 27 de octubre de 2020

El reino se parece al grano de mostaza y a la levadura (Lc 13,18-21)

P. Carlos Cardó SJ

La panadera, óleo sobre lienzo de Jean-François Millet (1854), Museo Kröller Müller, Otterlo, Países Bajos

En aquel tiempo, Jesús dijo: "¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué podré compararlo? Se parece a la semilla de mostaza que un hombre sembró en su huerta; creció y se convirtió en un arbusto grande y los pájaros anidaron en sus ramas".

Y dijo de nuevo: "¿Con qué podré comparar al Reino de Dios? Con la levadura que una mujer mezcla con tres medidas de harina y que hace fermentar toda la masa".

Jesús anuncia y hace presente el reino de Dios por medio de su palabra y de sus acciones liberadoras. Al mismo tiempo nos hace ver cómo crece y se desarrolla en el mundo. El reino, nos dice, se establece y se extiende progresivamente y siempre de manera casi invisible; hay que discernir para reconocerlo.

Actúa en la historia como Él actuó: en pobreza, sin poder, sin medios extraordinarios y llamativos. Su conocimiento está reservado a los pequeños y sencillos. Sin embargo, aunque su inicio es insignificante, el reino ha puesto ya en marcha todo un proceso de crecimiento, cuya conclusión y éxito final será grandioso y está asegurado. Para hacer comprender esta dinámica del desarrollo del reino de Dios, Jesús emplea varias parábolas: del sembrador, del trigo y la cizaña, del tesoro escondido y la perla de gran precio, de la red, y las dos pequeñas del granito de mostaza y de la levadura.

El granito de mostaza, pequeño como cabeza de alfiler, tiene sin embargo una fuerza vital invisible, irresistible, que germina y demuestra toda su potencialidad al “hacerse un árbol, en cuyas ramas vienen los pájaros a hacer sus nidos”. Su significado simbólico alude en primer lugar a la predicación de la palabra evangélica, que lleva dentro de sí la fuerza necesaria para lograr el establecimiento pleno y definitivo del reinado de Dios.

La misteriosa actuación de Dios confiere a la palabra de Jesús su capacidad generativa, y aunque su desarrollo y extensión tiene una apariencia casi invisible, es ya una realidad en la historia humana. Este poder de Dios, creador y liberador, actúa en el mundo estableciendo el reino que Jesús predica.  El señorío de Dios sobre todas las cosas, que va transformando los corazones para que se instaure la paz y la justicia en el mundo tiene un desarrollo semejante al proceso de crecimiento de una pequeña planta. La imagen de los pájaros que vienen a anidar en sus ramas es la misma que los profetas emplearon para describir la extensión universal del reinado de Dios (Ez 17, 22s).

Con elementos sacados también de la vida ordinaria, la otra parábola de la levadura, que emplea un ama de casa para hace fermentar la masa, hace comprender fácilmente a los oyentes el modo como actúa y se desarrolla el reino de Dios. También aquí se subraya el contraste que hay entre los inicios silenciosos y escondidos, y el resultado final. La levadura se expande y permea de una forma invisible toda la masa. De modo semejante, el reino de Dios actúa con sus valores en el interior de las personas, las transforma y por medio de ellas se extiende.

Pero hay, además, otro simbolismo: la levadura sugiere la idea de algo impuro, maloliente incluso. La masa ya fermentada simbolizaba lo viejo, y por eso se la sacaba de las casas para celebrar la Pascua (Ex 12, 15), y se comían panes ácimos (puros), de harina no fermentada. Así se celebraba el paso de lo viejo a lo nuevo, de la muerte a la vida, de la esclavitud a la libertad.

Jesús hace ver que la novedad del reino de libertad y de vida sigue el mismo camino que Él sigue: nacido oculto en un pesebre, ha sido rechazado como impuro por las autoridades religiosas, va a morir y será sepultado en la tierra. Sin embargo, Él es portador de la pureza de Dios que consiste en la misericordia y que le lleva a mezclarse con la miseria humana.

La pureza de Dios consiste en perderse para hacerse siervo (12,18ss) y cargar con la debilidad y el pecado (8,17). Por eso Pablo dirá que Cristo crucificado se ha hecho para nosotros levadura, maldición, pecado (Gal 3,13; 2Cor 5,21), y por su resurrección ha hecho posible la fiesta de la verdadera pascua, que los cristianos celebran no con la levadura vieja, ni con la levadura de la malicia y de la maldad, sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad (1 Cor 5, 8). La nueva Pascua, los panes nuevos, el cuerpo de Cristo hecho pan que se nos da como alimento, configuran a los cristianos con su Señor y les hacen ser como Él ofrenda pura para la vida del mundo, humanidad nueva que nace de la eucaristía.

Hay aquí, pues una invitación a entrar por los caminos de Dios, por la lógica de su  reino: según la cual, el Creador se hizo pequeño para revelársenos en lo humano. Por su parte, su Hijo Jesucristo actuó en silencio, sin pretensiones de grandeza, y dejó establecido para la comunidad de sus seguidores que el mayor es quien se hace el más pequeño de todos para servirlos a todos (Lc 9,48; 22,26ss). Así actúa el reino de Dios, semejante al desarrollo casi invisible del grano de mostaza que se hace un árbol y a la acción silenciosa de la levadura que va fermentando la masa.

lunes, 26 de octubre de 2020

La mujer encorvada (Lc 13, 10-17)

P. Carlos Cardó SJ

Jesús y la mujer encorvada, acrílico sobre lienzo de la Hna. Barbara Schwarz, OP (2014), Publicado en Global Sisters Reports, proyecto de National Catholic Reporter

Un sábado Jesús estaba enseñando en una sinagoga. Había allí una mujer que desde hacía dieciocho años estaba poseída por un espíritu que la tenía enferma, y estaba tan encorvada que no podía enderezarse de ninguna manera.

Jesús la vio y la llamó. Luego le dijo: «Mujer, quedas libre de tu mal». Y le impuso las manos.

Al instante se enderezó y se puso a alabar a Dios. Pero el presidente de la sinagoga se enojó porque Jesús había hecho esta curación en día sábado, y dijo a la gente: «Hay seis días en los que se puede trabajar; vengan, pues, en esos días para que los sanen, pero no en día sábado».

El Señor le replicó: «¡Ustedes son unos falsos! ¿Acaso no desatan del pesebre a su buey o a su burro en día sábado para llevarlo a la fuente? Esta es hija de Abraham, y Satanás la mantenía atada desde hace dieciocho años; ¿no se la debía desatar precisamente en día sábado?». Mientras Jesús hablaba, sus adversarios se sentían avergonzados; en cambio la gente se alegraba por las muchas maravillas que le veían hacer.

El hecho de que sea una curación realizada en una sinagoga y en día sábado da carácter integral de salvación a la acción de Jesús en favor de una enferma. Ésta, además, es designada como una hija de Abraham y su curación, como quedar liberada de sus ataduras, con la intención de sugerir que el pueblo judío encuentra en Jesús la liberación de sus ataduras a una religión que ha venido a reducirse a un formalismo legalista.

Jesús restituye al día sábado su verdadero carácter de recuerdo del reposo de Dios y tiempo santo para el encuentro con Él. Con Jesús se establece el verdadero sábado, el tiempo definitivo del encuentro con Dios y con su obra salvadora. Al mismo tiempo Jesús reitera su afirmación de que el sábado y en general todas las leyes están al servicio de la persona humana y no al revés. Cuando está de por medio la vida y felicidad de un ser humano, las leyes y las prescripciones religiosas pasan a un segundo lugar.

Se trata de una mujer que padece una enfermedad crónica de su columna vertebral. Es una hija de Abraham, miembro del pueblo escogido de Dios, pero es doblemente  excluida: por ser mujer en esa sociedad machista y por padecer una enfermedad crónica. Imagen neta, impactante, de tantas hijas de Dios, y de las hijas de la Iglesia, que viven con el rostro vuelto a tierra, sin enderezarse. Todas esperan la palabra y el gesto que las haga capaces de mirar a lo alto, que es lo propio de las hijas e hijos de Dios.

Lleva dieciocho años enferma, toda una vida, y sin embargo no pide nada, no suplica nada; ni siquiera como la hemorroísa intenta tocar a Jesús, es Él quien toma la iniciativa, la pone bajo su protección, la declara libre de su enfermedad, le impone las manos y de inmediato la mujer se enderezó y se puso a alabar a Dios.

El debate que se suscita resalta el significado del acontecimiento. El jefe de la sinagoga protesta, pero no lo hace hablando directamente a Jesús; se la agarra con la gente y dice: ¡Hay seis días para trabajar! ¡Vengan esos días a curarse y no en sábado! No se atreve a mirar a Jesús, de hecho gente como él no se atreven a nada, viven constreñidos por una religión que les quita libertad para todo.

Treinta y nueve obras prohibidas en sábado. Toda la vida quedaba reducida a la ley. La ley se convertía en muerte, sacrificaba la vida, el amor, la libertad. Pero a ellos, a los jefes religiosos, les traía al mismo tiempo una serie de beneficios, y eso es lo que defendían. Y eso es lo que Jesús desenmascara en público, la hipocresía del jefe de la sinagoga y de todos los de su rango y jerarquía. 

Para responder, Jesús recurre al sentido común, no hace falta más. Si nadie se hace problemas a la hora de tener que ir a atender a sus animales domésticos, como soltar a su burro o a su buey para llevarlos a beber aunque sea sábado, ¿por qué no se va a poder asistir a un ser humano? Y haciendo un juego de palabras con los verbos atar y soltar, Jesús hace ver la trascendencia de la liberación que Él trae: no va solamente a curar a la mujer sino que va a quitarle las ataduras con las que el poder del mal –representado en Satanás, espíritu de enfermedad– la tenía atada durante dieciocho años. Mujer, quedas libre…

Los fariseos y escribas siguen atados, anquilosados en sus costumbres, preceptos y prohibiciones, de las que no se pueden librar y a las que quieren someter a los demás. Si se convirtieran, el Señor les haría disfrutar de la salud que Él ofrece, precisamente en el sábado, día en que se recuerda la liberación de la esclavitud. La gente sencilla, en cambio, capta al vuelo lo que Jesús ofrece, y se entusiasma.

La estrechez de miras y la dureza de los formalismos y obligaciones impuestas impiden buscar la voluntad de Dios y comprender las manifestaciones, muchas veces tan evidentes, de su amor liberador. El jefe de la sinagoga y las autoridades religiosas quedaron avergonzados, pero toda la gente se alegró. 

domingo, 25 de octubre de 2020

Homilía del domingo XXX del Tiempo Ordinario - El mandamiento más importante (Mt 22, 34-40)

P. Carlos Cardó SJ

El buen samaritano, óleo sobre lienzo de Jacopo Bassano (1562 – 1563), Galería Nacional de Londres, Inglaterra

Cuando los fariseos supieron que Jesús había hecho callar a los saduceos, se juntaron en torno a él.

Uno de ellos, que era maestro de la Ley, trató de ponerlo a prueba con esta pregunta: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley?».

Jesús le dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el gran mandamiento, el primero. Pero hay otro muy parecido: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Toda la Ley y los Profetas se fundamentan en estos dos mandamientos».

Los fariseos plantean a Jesús una pregunta fundamental sobre la fe: cuál es el mandamiento principal, por el que ha de regirse el verdadero creyente. Jesús responde con el credo que todo buen israelita debe recitar cada día, el llamado “Shemá Israel”: Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas fuerzas. Y añade a continuación que el segundo mandamiento es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Ambos mandamientos estaban en la Escritura. El primero en el Deuteronomio 6,4-9 y el segundo en el Levítico 19,18b. El primero confesaba la unicidad de Dios y la disposición del hombre a amarlo con todo su ser, como lo más decisivo de la fe. El segundo, sobre el amor al prójimo, había quedado medio enterrado bajo la enorme cantidad de deberes, ritos, purificaciones, prohibiciones y castigos que contiene el libro del Levítico, como código de leyes sobre el culto.

Se podría pensar que el más importante de estos dos amores es el primero porque Dios es lo primero y porque sin referencia a Él, de quien nos viene todo, no podemos hacer nada. Pero San Juan dice en su 1ª Carta (4,20) que quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve, es decir, que el amor a Dios pasa necesariamente por el amor a los demás.

Y San Pablo es aún más tajante: Todo mandamiento queda contenido en estas palabras: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Rom 13,9). Y añade que la ley entera queda cumplida con este único mandamiento: amarás al prójimo como a ti mismo (Gal 5,14). Por último, el mismo Jesús dejó en su última cena un único mandamiento: Ámense los unos a los otros (Jn 15,17).

Los dos mandamientos son semejantes entre sí, más aún, son una misma realidad vista en sus dos dimensiones inseparables y recíprocas, que no se dan la una sin la otra. Jesús subrayó esta unidad y la originalidad suya consistió en hacernos ver que en él, Hijo de Dios hecho prójimo nuestro, se unen el amor a Dios y el amor al prójimo en una unidad perfecta, hasta convertirse en uno solo. El amor es uno solo: el de Dios que se nos ha revelado, nos ha salvado en su Hijo Jesucristo, ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo y nos hace capaces de amarnos los unos a los otros.

El amor procede de Dios y hay que acogerlo y cuidarlo con esmero. Es lo más fuerte que hay y a la vez lo más vulnerable, porque siempre se puede abusar de él. Pero a quien permanece fiel al amor recibido se le concede poder cumplir el mandamiento del Señor: Ámense unos a otros como yo los he amado (Jn 13, 34). De este amor dice San Pablo que es paciente y bondadoso; no tiene envidia, no es jactancioso ni arrogante; no se porta indecorosamente; no es egoísta, no se irrita, no lleva cuenta del mal; no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca (1 Cor 13, 4-8).

Cuando este amor mueve a la persona, ella no puede dejar de hacer lo que le pide, pero lo siente como una exigencia distinta, que no le viene impuesta desde el exterior, sino que le nace de dentro. Así, el amor le moviliza no sólo el corazón y los sentimientos, ni solo la mente y el pensamiento, sino la vida entera. Se demuestra más en obras que en palabras y lleva a dar y comunicar lo que uno es y lo que uno tiene. Es deseo y búsqueda del bien del otro, es alabanza, respeto y servicio al otro como a uno mismo. Se ama al otro tal como es y se procura promoverlo.

Nadie puede quedar excluido del amor. Dios ama a todos porque es Padre de todos. Por eso, lo característico del amor cristiano es que no sólo abraza a los que están vinculados por parentesco, amistad, mutua atracción o afinidad de intereses. Toda persona es ese prójimo a quien debo amar como a mí mismo. Debo, pues, aproximarme a él (aprojimarme), hacerlo mi prójimo con mi atención y servicio, porque al encontrarlo a él me encuentro y sirvo a Dios.  

sábado, 24 de octubre de 2020

La higuera seca (Lc 13, 1-9)

P. Carlos Cardó SJ

Caída de la Torre de Siloé, acuarela opaca sobre grafito de James Tissot (1886 – 1894), Museo de Brooklyn, Nueva York

En ese momento algunos le contaron a Jesús una matanza de galileos. Pilato los había hecho matar en el Templo, mezclando su sangre con la sangre de sus sacrificios.

Jesús les replicó: «¿Creen ustedes que esos galileos eran más pecadores que los demás porque corrieron semejante suerte? Yo les digo que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, perecerán del mismo modo. Y aquellas dieciocho personas que quedaron aplastadas cuando la torre de Siloé se derrumbó, ¿creen ustedes que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Yo les aseguro que no. Y si ustedes no renuncian a sus caminos, todos perecerán de igual modo.»

Jesús continuó con esta comparación: «Un hombre tenía una higuera que crecía en medio de su viña. Fue a buscar higos, pero no los halló. Dijo entonces al viñador: «Mira, hace tres años que vengo a buscar higos a esta higuera, pero nunca encuentro nada. Córtala. ¿Para qué está consumiendo la tierra inútilmente?».

El viñador contestó: «Señor, déjala un año más y mientras tanto cavaré alrededor y le echaré abono. Puede ser que así dé fruto en adelante y, si no, la cortas».

Dos sucesos ocurridos en Jerusalén dan ocasión a Jesús para dar un criterio de interpretación de los males que se producen en el mundo y del modo como Dios actúa.

El primero es un mal causado por la maldad humana, concretamente de Poncio Pilato, que sometió a mano de hierro a los judíos. La forma como mató a un grupo de galileos, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían, fue una muestra de su crueldad.

El segundo acontecimiento es un accidente, que pone de manifiesto la manera violenta e inevitable en que actúan a veces las leyes de la naturaleza. Fue la muerte trágica de dieciocho desgraciados que murieron aplastados al caerse la torre de Siloé en Jerusalén.

Ambos acontecimientos, como todos los males del mundo, interrogan al creyente: ¿por qué se producen tales cosas? Ante el mal, producto de la libertad humana, o desencadenado a consecuencias de las leyes naturales, uno palpa la fragilidad del ser, el riesgo de la existencia. Los males, en definitiva, abren los ojos del creyente a la acción de Dios que tiene poder para salvarnos, pero cuenta con nuestra libre colaboración.

Es comprensible que ante los males del mundo el hombre se pregunte acerca de la bondad de Dios y de su creación. Pero no siempre tiene que ser así. La fe cristiana no propone explicaciones consoladoras del mal, sino que impulsa la búsqueda de medios para superarlo y cambiar el mundo en dirección del reino de Dios. Este fue el camino que escogió Jesucristo. Él nos enseñó a hacer presente en toda situación dolorosa la fuerza del amor de Dios que supera todo sufrimiento. Y porque en Jesús se nos manifestó Dios como amor solidario con el sufrimiento humano, ante la realidad muchas veces dolorosa de nuestro mundo, no renunciamos a nuestra confianza en Él.

Jesús, además, rechaza toda interpretación maniquea, que divide a los hombres en buenos y malos. No es justo ver el pecado en los otros, para justificarnos o descargar nuestra responsabilidad. Jesús nos propone, en cambio, la actitud honesta de quien reconoce que el mal actúa en todos y todos somos pecadores ante Dios. Por eso, antes de echar la culpa a los demás, examinemos nuestra conciencia.

La segunda parte del texto trae la parábola de Jesús sobre la higuera que no daba frutos. Con ella nos advierte que no debemos desaprovechar el tiempo que Dios nos da, sino que debemos emplearlo para dar los frutos que llevaremos cuando estemos ante Él.

El mensaje de la parábola es claro. La viña simbolizaba al pueblo de Israel. En ella, el árbol de la higuera, ubérrimo en frutos dulces, representaba la ley de Dios, que debía crecer y fructificar en la viña. Estos simbolismos valen también para nosotros: nuestro mundo es la viña del Señor y cada uno de nosotros es higuera destinada a dar fruto. Dios, el viñador, trabaja con nosotros y espera, lleno de paciencia y misericordia.

El Dios del perdón, el viñador, le concede un plazo a la higuera para que dé fruto. Cristo intercede por nosotros para que tengamos una oportunidad y nos convirtamos a Él. Dios tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos se conviertan (2 Pe 3,9). Así, cuando el creyente reconozca todo el esmero que le dispensa su Señor también él querrá ser útil para los demás y para el mundo.

La parábola señala la diferencia que hay entre el comportamiento de Dios y el de los hombres. La lógica de éstos es: no sirve, córtala. La lógica de Dios es: no da frutos, la cuidaré con mayor esmero. Dios no tala la higuera, es decir, la persona. La respeta, le da una oportunidad para que cambie, porque la ama.

Un texto del libro de la Sabiduría describe esta actitud de Dios que ama la vida por Él creada: Te compadeces de todos porque todo lo puedes, y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas todo cuanto existe y no desprecias nada de lo que hiciste; porque si algo odiaras, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría existir algo que tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas tus criaturas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida (Sab 11,23-26).

Jesús no hizo otra cosa que mostrarnos este rostro de Dios, amigo de la vida, e invitarnos a comprender que el camino de nuestra salvación consiste en imitar la generosidad de Dios con nuestro amor y servicio a los demás. En ese amor paciente y bondadoso, que todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo (1 Cor 13, 4.7) consiste el camino más excelente.  

viernes, 23 de octubre de 2020

Saber discernir los signos (Lc 12, 54-59)

P. Carlos Cardó SJ

Tormenta en las montañas, óleo sobre lienzo de Albert Bierstadt (1870), Museo de Bellas Artes de Boston, Massachusetts, Estados Unidos

En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Cuando ustedes ven que una nube se va levantando por el poniente, enseguida dicen que va a llover, y en efecto, llueve. Cuando el viento sopla del sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente? ¿Por qué, pues, no juzgan por ustedes mismos lo que les conviene hacer ahora?

Cuando vayas con tu adversario a presentarte ante la autoridad, haz todo lo posible por llegar a un acuerdo con él en el camino, para que no te lleve ante el juez, el juez te entregue a la policía, y la policía te meta en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de ahí hasta que pagues el último centavo".

Jesús reprocha a la gente que saben muy bien discernir los signos del tiempo, las cosas materiales, pero no conocen las espirituales. Saben lo que es necesario para la vida temporal, pero no saben lo que es necesario para la vida eterna. Conocen el aspecto del cielo, pero no saben discernir la presencia de Dios. De ellos dice san Pablo: Los mundanos no captan las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no pueden entenderlas porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas. En cambio, quien posee el Espíritu lo discierne todo y no está sujeto al juicio de nadie (1Cor 2, 14-15).

Los criterios que mueven nuestras acciones no siempre son evangélicos, nuestros juicios no son los de Dios. Esto se ve de manera particular a la hora de tomar decisiones. Entonces es cuando debemos discernir. El discernimiento consiste en buscar y reconocer –siempre por medio de la oración– lo que Dios quiere de nosotros, para dejarnos conducir por Él, para que sea su voluntad y no la nuestra la que determine nuestras decisiones.

El discernimiento consiste, pues, en buscar y elegir lo que sea más conforme a los valores y enseñanzas de Jesucristo. Y la condición previa para poder elegir así es hacernos libres frente a todo lo creado, para poder optar por lo que más nos convenga en orden a cumplir la voluntad de Dios. Ustedes, hermanos, han sido llamados a la libertad. Pero no tomen la libertad como pretexto para satisfacer los apetitos desordenados; antes bien háganse servidores los unos de los otros por amor… (Gal 5,13).

Después de esa enseñanza sobre la necesidad de interpretar bien cada situación y discernir lo que se debe hacer, Lucas pone una parábola de Jesús, que podríamos llamar la parábola de la reconciliación. Contiene una llamada a elegir siempre lo que une, no lo que divide y enfrenta. En la base se puede apreciar un gran sentido común y también la sabiduría popular que se expresa en proverbios como éste: Comenzar una discusión es abrir una represa; antes que la pelea estalle, retírate (Prov 12,14).

Jesús dice: procura llegar a un arreglo con tu adversario para que no te lleve al juez y acabes en la cárcel. Todos sabemos que es mejor arreglar los asuntos por la vía pacífica de la conciliación, porque una vez entablado el litigio, las consecuencias pueden ser peores. En su sentido más exacto, la parábola contiene una advertencia de Jesús a sus oyentes para que se decidan a acoger su enseñanza. Es como si les dijera: ésta es la última oportunidad, decídanse antes de que sea demasiado tarde. Está incluido aquí el precepto sobre la reconciliación fraterna como condición para la reconciliación con Dios (cf. Mt 5, 25s).

Mientras estás de camino, dice Jesús. La vida es camino, su meta es la fraternidad del reino de Dios. Si no se pasa de la lógica de la venganza y del conflicto a la del perdón y la reconciliación, la vida simplemente no es humana.