P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Yo les aseguro que a todo aquel que me reconozca abiertamente ante los hombres, lo reconocerá abiertamente el Hijo del hombre ante los ángeles de Dios; pero a aquel que me niegue ante los hombres, yo lo negaré ante los ángeles de Dios.
A todo aquel que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero a aquel que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará.
Cuando los lleven a las sinagogas y ante los jueces y autoridades, no se preocupen de cómo se van a defender o qué van a decir, porque el Espíritu Santo les enseñará en aquel momento lo que convenga decir".
Jesús pide una adhesión plena a su persona y a su mensaje. Y no
duda en vincular la actitud que se tenga hacia Él, de aceptación o rechazo, con
el destino final de la persona, en términos de salvación o perdición. Si uno me niega… también le negaré… Recuerda
otra frase: Feliz el que no se sienta
defraudado de mí (Lc 7, 23).
Quien ha optado por el seguimiento de Jesús debe manifestar
públicamente su compromiso y esto le hace depositario de una promesa del mismo Jesús
para cuando venga como “Hijo de hombre” a juzgar el universo con justicia (Cf. Lc 9,26; 22,69; Hech 17,31). Asimismo, quien
reniegue o se avergüence de Él, el “Hijo del hombre” tendrá que declarar en su
contra en el juicio.
Las afirmaciones de Jesús en el versículo que sigue (v. 10)
parecen referidas a diferentes personas, no a los discípulos. La formulación de
la frase: A todo aquel que hable en
contra del Hijo del hombre se le podrá perdonar…hace que parezca dirigida a
otro auditorio más amplio y complejo. Hablan contra Jesús los que sólo ven en
él al hombre, al hijo del carpintero, y no lo reconocen como el enviado de
Dios.
Hablan contra él de manera aún más grave los que, al verlo
realizar sus milagros, le atribuyen un poder diabólico, concretamente de
Belzebú. Si se convirtieran de la dureza de su corazón, ciertamente Jesús no
les negaría el perdón. Pero también nosotros, todos, podemos “hablar” contra el
Hijo del hombre por medio de nuestros pensamientos y acciones. Así, en la
práctica, nos olvidamos del Señor y lo ponemos de lado. Se podría decir que en
la base de toda acción pecaminosa hay un rechazo a Jesucristo; tales acciones son
como palabras dichas contra Él. Por eso todos sentimos en nuestra conciencia la
llamada a convertirnos y acercarnos al perdón, que nunca se nos negará.
Otra cosa es lo que Jesús llama blasfemia contra el Espíritu Santo, pecado
para el que no hay posibilidad de perdón alguno. Este pecado no consiste en
ofender con palabras al Espíritu Santo, sino en el rechazo obstinado a aceptar
la salvación que Dios ofrece a toda persona por medio de su Espíritu Santo. La
gravedad de este pecado, que lo convierte en imperdonable, no está únicamente
en el rechazo de la predicación evangélica, o en el olvido de Cristo en que
caemos cuando actuamos contra sus valores y enseñanzas, sino en la actitud
persistente, contumaz y obstinada de oposición frontal a la influencia del
Espíritu Santo, que anima la proclamación del evangelio e inspira en los
corazones el reconocimiento de la necesidad de convertirse y pedir el perdón.
Esta intransigencia obcecada, que
se cierra a la acción del Espíritu, impide el perdón de Dios. Es una forma
extrema de rebeldía y antagonismo frente al propio Dios, es una oposición
«blasfema» al ofrecimiento de salvación que Él hace.
La misericordia del Señor no tiene
límites, pero quien se niega deliberadamente a acogerla, mediante el
arrepentimiento, y rechaza el perdón de sus pecados porque no lo considera
necesario, en una palabra, quien da la espalda a la salvación ofrecida por el
Espíritu Santo, él mismo se pierde. La perdición viene no porque la Iglesia y
el Señor no puedan perdonarle, todo lo contrario, sino porque la persona misma,
rechaza el don que Dios está dispuesto a darle.
Es pecado contra el Espíritu Santo,
además, porque es resistencia y rechazo a la conversión que el Espíritu inspira
en los corazones: nos convence del pecado (Jn
16, 8-9). Fue la actitud de los fariseos, que se cerraron a la aceptación
del plan divino, no reconocieron el daño que hacían a la gente con sus
enseñanzas y actitudes, y despreciaron la llamada a la conversión que Jesús les
dirigió en todo momento.
Después
de estas severas advertencias, Jesús promete a sus discípulos que ese mismo
Espíritu los defenderá cuando los persigan y los hagan comparecer en las
sinagogas o en tribunales paganos ante autoridades y jueces. El mismo Espíritu
que consagró a Jesús para su misión (Lc
3, 22; 4,1.14-18) y le asistió en todas sus acciones (Lc 10,21), vendrá también en auxilio de sus discípulos y les
inspirará palabras elocuentes que sus acusadores no podrán rebatir.
Visto en su conjunto, este pasaje hace ver al cristiano que el
seguimiento de Jesús consiste en una adhesión plena y permanente a su persona,
que implica la responsabilidad de dar testimonio de Él y de su palabra en toda
circunstancia, aun cuando quienes se les opongan lleguen a rechazar y
despreciar de manera obstinada la acción del Espíritu del Señor.
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