P. Carlos Cardó SJ
Mientras Jesús estaba hablando, una mujer levantó la voz de entre la multitud y le dijo: «¡Feliz la que te dio a luz y te crió!».
Jesús replicó: «¡Felices, pues, los que escuchan la palabra de Dios y la observan!».
Después de curar a un endemoniado mudo, Jesús declaró que si
realizaba tales acciones era porque el reino de Dios había llegado. Con su
palabra y sus obras hace presente el señorío de Dios, que pone fin a los
poderes del mal en el mundo y restituye a sus hijos e hijas la verdadera
libertad.
Al oír la predicación de Jesús, una mujer anónima, en medio de la
multitud, prorrumpe en un grito de asombro típicamente maternal, que recoge
toda la admiración de la gente allí presente: ¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!
Jesús no rechaza esta felicitación que hace referencia a su madre y que, según
la mentalidad oriental, era felicitación al hijo, sino que aclara lo que es prioritario:
dichoso es más bien el que escucha con fe la palabra de Dios y la lleva a la
práctica.
Esa bienaventuranza de los que oyeron y siguieron a Jesús se hace
extensiva a todos los que tenemos acceso a su Palabra. No estamos en desventaja.
El nuevo y verdadero conocimiento de Jesús, que vuelve dichoso (bienaventurado) al creyente, consiste en escuchar y llevar a la práctica su Palabra. Por eso
Pablo dice a los corintios: aunque hemos
conocido a Cristo según la carne, sin embargo, ahora ya no le conocemos así
(2 Cor 5,16). La verdadera
bienaventuranza es, pues, la del cristiano fiel y perseverante que escucha y
vive conforme a lo que escucha.
A primera vista, la réplica de Jesús a aquella mujer: Dichosos más bien los que escuchan la
palabra de Dios y la practican –así como aquella otra que hizo acerca de su
verdadera familia (8, 21)–, no parecen ser muy favorables a María, la madre de
Jesús. Sin embargo, hay que reconocer que en la exclamación de la mujer aparecen
las palabras de María como una realidad cumplida: De ahora en adelante, todas las generaciones me proclamarán dichosa
(Lc 1,48).
Jesús, por su parte, señala que la dicha (la bienaventuranza) que
Dios concede es por la acogida a su palabra y su puesta en práctica. Y eso
mismo fue lo que expresó Isabel al recibir la visita de María: ¡Dichosa tú, que has creído, porque lo que te
ha dicho el Señor se cumplirá! (Lc 1, 45). No hay por qué deducir, por
tanto, que Jesús niegue que su madre sea dichosa por ser su madre, sino que la
prioridad para Él es la fe en la palabra y su puesta en práctica, lo cual
también en su madre se puede ver, como lo demuestra Lucas en los pasajes de la
anunciación y de la visitación. Ella pertenece, como modelo de creyente, a los
que acogen la palabra de Dios (Lc 1,45)
y la ponen por obra (Lc 8,21; cf. Hch
1,14).
En este sentido, María es la primera bienaventurada. Ella creyó en
lo que le dijo el Señor por medio del ángel, y la palabra se encarnó en su seno
(Lc 1, 38). Ella conservaba en su
corazón y meditaba este misterio (Lc 2,
19.51). En ella se anticipa la dicha que Dios concederá a todo creyente. A
ella, la primera oyente de la palabra, la proclamamos dichosa todas las
generaciones, nos confiamos a su intercesión maternal para que nos ponga con su
hijo, y la aclamamos como madre y figura de la Iglesia.
La Iglesia, comunidad de los creyentes, imita a María. Obedeciendo
al mandato de su Señor, anuncia su palabra a todas las naciones y engendra
hijos e hijas para Cristo. Como María, la Iglesia vive también del gozo de la
presencia del Señor en ella y hace vivir a todos la alegría del evangelio.
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