P.
Carlos Cardó SJ
«Si el dueño de casa supiera a qué hora vendrá el ladrón, ustedes entienden que se mantendría despierto y no le dejaría romper el muro. Estén también ustedes preparados, porque el Hijo del Hombre llegará a la hora que menos esperan».
Pedro preguntó: «Señor, esta parábola que has contado, ¿es sólo para nosotros o es para todos?».
El Señor contestó: «Imagínense a un administrador digno de confianza y capaz. Su señor lo ha puesto al frente de sus sirvientes y es él quien les repartirá a su debido tiempo la ración de trigo. Afortunado ese servidor si al llegar su señor lo encuentra cumpliendo su deber. En verdad les digo que le encomendará el cuidado de todo lo que tiene. Pero puede ser que el administrador piense: «Mi patrón llegará tarde». Si entonces empieza a maltratar a los sirvientes y sirvientas, a comer, a beber y a emborracharse, llegará su patrón el día en que menos lo espera y a la hora menos pensada, le quitará su cargo y lo mandará donde aquellos de los que no se puede fiar. Este servidor conocía la voluntad de su patrón; si no ha cumplido las órdenes de su patrón y no ha preparado nada, recibirá un severo castigo. En cambio, si es otro que hizo sin saber algo que merece azotes, recibirá menos golpes. Al que se le ha dado mucho, se le exigirá mucho; y cuanto más se le haya confiado, tanto más se le pedirá cuentas».
Estén
atentos porque no saben a qué hora llegará el Señor, es la respuesta de Jesús a sus
discípulos que le preguntan “cuándo” será el fin del mundo. Hace ver que el
“cuándo” es siempre, el tiempo de lo cotidiano, porque es allí donde se realiza
el juicio de Dios. No en acontecimientos extraordinarios, sino en nuestra
existencia de todos los días se decide nuestro destino futuro en términos de
salvación o perdición, de estar con el Señor o estar lejos de Él. Al final se
recoge lo que se ha sembrado.
El trasfondo de estas parábolas y dichos de Jesús sobre la
necesidad de estar preparados y vigilantes puede ser la situación de la Iglesia
primitiva en la que, después de creer que la segunda venida de Jesucristo era
inminente, entendieron que no era así y la larga espera hizo que bajara el
fervor de las comunidades e incluso comenzaran a sufrir una cierta relajación
de costumbres. A ellas en particular dirigieron los evangelistas sinópticos
estos pasajes.
Estén preparados, vigilantes, significa discernir las cosas y distinguir
las que nos sirven para estar con Dios en la vida de todos los días. Quien lo
busca, lo encuentra. De lo contrario, viene como el ladrón que desvalija la
casa. Hay que estar con los ojos abiertos.
El amo de casa puede
aludir a los dirigentes: son los que el Señor ha puesto al frente de su casa y
son ellos los primeros que han de cultivar la actitud de vigilancia, obrando
con justicia y caridad. Si el dueño de casa es previsor y prudente no se deja
sorprender por el ladrón que asalta las casas que no están bien guardadas. La
imagen del ladrón nocturno representa la venida de improviso del Hijo del
hombre como juez y salvador. Saben que el
día del Señor vendrá como un ladrón en plena noche, dice Pablo (1 Tes 5,2; ver también 2 Pe 3, 10 y Ap 3, 3).
La
parábola del administrador va dirigida, en primer lugar, a los que tienen
oficio de presidir o dirigir la comunidad. Por ser hombre de su confianza, el
señor le confía al administrador durante su ausencia la responsabilidad de todo
su personal de servicio. Tiene que ver para que nada les falte: tiene que distribuirles a su debido tiempo la ración
de trigo. Si es fiel y prudente se hará merecedor de una recompensa que nadie puede
imaginar: lo pondrá al frente de todos
sus bienes (cf. Lc 19, 17-19). Pero si piensa: Mi Señor tarda en venir, y se pone a golpear a los criados y criadas,
a beber y a emborracharse, traicionando la confianza de su patrón y obrando
de manera prepotente con sus subordinados, vendrá el señor y lo castigará con todo rigor.
La Iglesia sólo tiene un jefe y señor: Jesucristo (cf. Mt 23, 8-10). Todos los demás somos
hermanos y servidores, incluso cuando a uno se le confía una responsabilidad en
la Iglesia. Pero en cierto sentido,
todos somos administradores porque
los bienes de los que disponemos o gerenciamos no son propios. Todo lo que
somos y tenemos es don de Dios y debemos considerarlo así para cuidarlo bien.
Al mismo tiempo todos somos siervos,
como el mismo Señor que se hizo siervo de todos. Recibimos la misma
responsabilidad de servir la vida de los demás haciendo oportunamente lo que se
debe. Somos siervos fieles si actuamos según la voluntad del Señor; prudentes si la preferimos por encima de
cualquier otro interés o motivación para poder acertar. Finalmente, quien ha
recibido la misión de presidir la comunidad sólo podrá cumplirla bien si se
mantiene como servidor de los servidores y no se transforma en patrón.
Entonces reproduce en su vida la del siervo malo y traidor que golpea a los otros; ya no sirve ni a Dios
ni a los demás y no reconoce al Señor que viene continuamente. Ese tal recibirá
una pena que supera toda comparación: lo
castigará con todo rigor, que literalmente se traduce: será partido en dos. Porque,
en efecto, su existencia está dividida, lejos de sí mismo, de Dios y de los
demás. Por eso el Señor no lo reconoce, porque él no ha reconocido a nadie.
Siempre que Jesús habla de nuestro destino final lo hace en tono serio, grave, pero no de amenaza, no hay que leerlo así; es para motivar la responsabilidad que tenemos de nosotros mismos y para que aprovechemos el presente, que es el tiempo de su venida. Y recordando siempre que a quien mucho se le dio, mucho se le exigirá; y a quien mucho se le confió, más se le pedirá.
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