lunes, 19 de octubre de 2020

La necedad del rico (Lc 12, 13-21)

P. Carlos Cardó SJ

El hombre rico construyendo graneros más grandes, ilustración de Charles Foster publicada en Historias de la Biblia desde el Génesis hasta la Revelación, publicada por Publishing Co. Filadelfia (1911), conservada en la Biblioteca del Congreso de los EE.UU., Washington D.C.

En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: "Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia".

Él le contestó: "Hombre, ¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre ustedes?".

Y dijo a la gente: "Miren: guárdense de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes".

Y les propuso una parábola: "Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: "¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha". Y se dijo: "Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo: Hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come, bebe y date buena vida". Pero Dios le dijo: "Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios".

El uso de los bienes materiales y del dinero es un tema importante en el evangelio: no sólo porque son necesarios para vivir, sino porque tienen un enorme poder de seducción. El evangelio libera a la persona humana de toda tendencia idolátrica, que la lleve a someterse a las cosas, hasta perder su libertad frente a ellas y sacrificar en su honor los valores que ennoblecen y guían la vida. El cristiano ha de poner su confianza en Dios por encima de todo, ha de obrar con libertad responsable en el uso las cosas de este mundo y demostrar solidaridad fraterna.

Con el dinero se puede hacer el bien o hacer el mal. El dinero es malo cuando es mal adquirido, o cuando se emplea para fines malos, o se acumula para el disfrute egoísta, sin tener en cuenta la suerte de aquellos que podrían beneficiarse también con él.

La acumulación infecunda y egoísta genera desigualdades injustas y divide a los hermanos. Hay que administrar el dinero conforme al plan de Dios. Así, mientras el rico egoísta se llena de enemigos, quien administra bien sus bienes para que sirvan al desarrollo de su pueblo, para que den trabajo a la gente y para resolver las necesidades de los pobres, esa persona es justa, crece en dignidad. En palabras del Papa Francisco: “La vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los bienes de este mundo” (Evangelii Gaudium, 203).

El texto de San Lucas comienza con la intervención de un hombre anónimo que, en medio de la multitud, le pide a Jesús que haga de árbitro para que su hermano reparta con él la herencia. Jesús se niega a responder en términos jurídicos como lo hacían los rabinos y expertos en la ley, y prefiere ir a la raíz misma del conflicto entre los hermanos: la avidez insaciable. Lo que los divide es justamente lo que debería unirlos: el legado que el padre les ha dejado para ayudarlos a vivir. Pero el amor desordenado al dinero lleva a querer apropiarse de él, sustituye al amor del Padre y crea enemistad con el hermano. Es un hecho evidente que las relaciones humanas pueden romperse fácilmente cuando están de por medio el dinero y los bienes materiales, cuando los hombres actúan movidos por la avaricia y la ambición.

Para ilustrar este principio general Jesús propone luego una parábola. El protagonista es un rico, un agricultor afortunado que, no obstante, es calificado de torpe o insensato porque sólo piensa en sí y no tiene más interés en la vida que programarse un futuro seguro y feliz mediante la acumulación de bienes.

La forma de pensar de este hombre, que no ve más allá de su mundo solitario, se observa claramente en el modo como se expresa: habla de mi cosecha, mis graneros, mi trigo, mis bienes. En su horizonte está él solo, sin su padre Dios y sin sus hermanos los hombres. No quiere reconocer que los bienes que Dios da han de ser repartidos. Su afán de seguridad (otra cara del miedo a la muerte) lo impulsa a acumular riquezas para sí, hasta hacer depender la vida de lo que tiene y no de lo que es.

Pero la verdad de la existencia es otra: aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas y quien hace depender su vida de lo que tiene, echa a perder lo que es: hijo de Dios y hermano de su prójimo. Ya no tiene a Dios como padre, los demás dejan de ser hermanos para convertirse en competidores y las mismas cosas, que eran medios para el sostenimiento y desarrollo de su vida, pasan a ser causa de su desgracia. Por eso le dice Dios: ¡Torpe! Esta misma noche te pedirán el alma. ¿Para quién será todo lo que has almacenado?

Necio o torpe en la Biblia es el hombre que no tiene en cuenta a Dios ni le preocupa la suerte de los demás; el hombre vacío y fatuo que pone su confianza en cosas inseguras. Un antiguo escrito judío dice: “El amor al dinero conduce a la idolatría, porque cuando los pervierte el dinero, los hombres invocan como dioses a cosas que no son dioses, y eso los lleva hasta la locura” (Testamentos de los XII Patriarcas, 19,1).

Asimismo el salmo 39,7 dice: El hombre es como un soplo que desaparece, como una sombra que pasa; se afana por cosas transitorias, acumula riquezas y no sabe para quién serán. Y el profeta Jeremías expresa el lamento de Dios por sus hijos que, al olvidarse de Él, dejan de ver el justo valor de la vida y de lo que de veras cuenta para su realización y felicidad plena: Dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de aguas vivas, para ir a cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (Jer 2,13).

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