P. Carlos Cardó SJ
Mientras hablaba, un fariseo lo invitó a comer en su casa. Jesús entró y se sentó a la mesa. El fariseo, que lo vio, se extrañó que no se lavase antes de comer. Pero el Señor le dijo: “Vosotros los fariseos limpiáis por fuera la copa y el plato, cuando por dentro estáis llenos de robos y malicia. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad, más bien, lo interior en limosna y tendréis todo limpio”.
Jesús fue invitado a almorzar a casa de un fariseo y fue a
sentarse a la mesa sin cumplir con la norma tradicional de lavarse, al menos
las manos, a la vista de todos. El dueño de casa se escandalizó. Los fariseos
pretendían distinguirse por la observancia escrupulosa de un conjunto de
prácticas ritualistas que se creía mantenían puro al hombre, alejado de la
impureza propia de los paganos, pecadores y enfermos.
Según la doctrina de los fariseos y juristas, el cumplimiento de
la ley mediante la práctica de las buenas obras, hacía justo al hombre y le
aseguraba la salvación. Por ello, esta interpretación había inducido a la
casuística y a la moral rigorista que llevaba a cumplir hasta en los más
mínimos detalles lo prescrito en la ley de Moisés, desmenuzada en más de 350
preceptos menudos, que ocupaban la atención del judío todo el día. Todo se
volvía imprescindible para tener la seguridad de la salvación, incluso acciones
tan ordinarias como lavar copas, vasos y utensilios de cocina.
La crítica de Jesús va a la raíz del problema y propone un cambio
sustancial: una nueva moral del corazón, basada en una relación personal,
amorosa y confiada con el Padre, basada en el amor que supera a la ley. La
persona se siente motivada para dar cada vez más, sin sentirse agobiada por el
peso –venido desde el exterior– de las obligaciones legales.
Las normas y tradiciones pueden estar bien si sirven de ayuda para
la entrega a los demás; de lo contrario, pervierten la religión, tranquilizan las
conciencias y dan la falsa seguridad de estar salvados. Desde esta perspectiva
hay que mirar las cosas; sólo así se puede discernir lo puro y lo impuro, lo
importante y lo secundario, lo que agrada a Dios o no.
Con estas advertencias Jesús se sitúa en la línea de los grandes
profetas que procuraron conducir a Israel hacia una fe y religiosidad más
auténtica, poniendo el amor y la práctica de la justicia por encima de todo. El
profeta Miqueas sintetizó esta orientación con su frase: Se te ha dicho, hombre, lo que es bueno y lo que el Señor desea de ti: que
defiendes la justicia, que ames con lealtad y que seas humilde con tu Dios (Miq
6,8).
Desde esa perspectiva, la entrega a Dios, que se demuestra en la
caridad y la solidaridad, cuya expresión más común es la limosna, es lo que
confiere a la persona la verdadera pureza. La palabra griega eleemosyne, que traduce el término hebreo sedaqah,
justicia (cf. Lv. 25, 35; Dt. 15, 7-
8.11; 26, 12), no designa una acción meramente filantrópica, voluntaria,
sino un deber de justicia vinculado a la solidaridad con la comunidad.
En las sociedades antiguas, cuya economía era muy primaria, de
subsistencia en su mayor parte, la limosna era una forma de distribución de los
bienes, era parte de la justicia distributiva. En el Antiguo Testamento la
contribución generosa en favor de los pobres es una acción que se le hace a
Dios mismo.
Es conocido el proverbio: El
que se apiada del pobre le hace un préstamo al Señor, y él lo recompensará por
su buena obra (Prov 19,17). Daniel aconseja al rey: Redime tus pecados dando limosna y tus maldades socorriendo a los
necesitados (Dan 4, 24). El libro del Eclesiástico afirma: El agua apaga las llamas, la limosna
consigue el perdón de los pecados (Eclo 3, 30). Y Tobit exhorta así a su
hijo Tobías: Haz limosna con tus bienes y
no te desentiendas de ningún pobre, porque así Dios no se desentenderá de ti....
Da limosna según tus posibilidades y los bienes que poseas. Si tienes poco, no
temas dar limosna según ese poco, porque es atesorar un buen tesoro para el día
en que lo necesites… Si algo te sobra, dalo en limosna, y que no se te vayan
los ojos tras lo que das... (Tob 4, 7-11.15).
Den
limosna de corazón y entonces quedarán limpios,
concluye Jesús. Se trata, pues, de actuar desde el corazón, que el Espíritu de
Dios purifica y renueva (Ez 11, 19; 26,
36; Sal 51, 10; Dt 30, 6). Allí es donde la persona oye lo que debe hacer
para que sea el amor, y no la ley, la que rija su conducta. En definitiva, sólo
el amor, recibido como gracia y asumido obedientemente como el camino de la
auténtica realización personal, hace al ser humano capaz de dar de sí con
generosidad, sin llevar cuenta y sin sentirse agobiado ni cansado por el peso
de las normas.
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