P.
Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, se reunieron los fariseos para ver la manera de hacer caer a Jesús, con preguntas insidiosas, en algo de que pudieran acusarlo.
Le enviaron, pues, a algunos de sus secuaces, junto con algunos del partido de Herodes, para que le dijeran: "Maestro, sabemos que eres sincero y enseñas con verdad el camino de Dios, y que nada te arredra, porque no buscas el favor de nadie. Dinos, pues, qué piensas: ¿Es lícito o no pagar el tributo al César?".
Conociendo Jesús la malicia de sus intenciones, les contestó: "Hipócritas, ¿por qué tratan de sorprenderme? Enséñenme la moneda del tributo". Ellos le presentaron una moneda.
Jesús les preguntó: "¿De quién es esta imagen y esta inscripción?".
Le respondieron: "Del César".
Y Jesús concluyó: "Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios".
Los fariseos
y los partidarios de Herodes plantean a Jesús una pregunta capciosa: ¿es
lícito pagar el impuesto al César? Si
lo negaba, se ponía contra los romanos. Si decía que era lícito pagar, iba
contra el pueblo que sufría aquella carga injusta. Además, la cuestión dividía
a los judíos: unos se aprovechaban del cobro de los impuestos, como los
publicanos, y otros se oponían –incluso hasta la violencia, como los celotas–,
porque lo consideraban una idolatría el
sometimiento al emperador romano.
Antes de
responder, Jesús pide que le enseñen una moneda para desenmascarar su mala
intención. ¡Hipócritas! –les
dice– ¿Por qué intentan comprometerme? Cuestionan el derecho del
César pero la moneda fiscal que muestran es la prueba visual de que pagan el
impuesto. Además, aceptar la moneda, con la imagen del César y la inscripción:
“Tiberio César Augusto, hijo del divino Augusto”, es reconocer con hechos
concretos que no tienen “más rey que al César”. Reconocen por tanto
públicamente su soberanía.
Si dicen que
Dios es el único Señor, ¿por qué no reconocen lo que ya hacen y asumen las
consecuencias? Es como si les dijera: Hipócritas hace tiempo que pagan el
impuesto y encima usan la moneda fiscal y la muestran sin reparo, ¿por qué,
pues, me vienen con preguntas capciosas?
Por estar
sometidos al imperio romano, los judíos estaban obligados a pagar sus
impuestos, siempre que ese pago no implicara desobedecer las leyes divinas (así lo reconocen los apóstoles Pablo y
Pedro, cf. Rom 13,1-7; 1 Pe 2,13-17). Por otro lado, todo
israelita debía reconocer que a Dios, y sólo a Él se le debía adorar, y que
ningún poder terreno podía exigir esto para sí. La fe en el único Dios prohibía
la divinización de cualquier poder temporal.
Por eso, la
respuesta de Jesús no es un modo elegante de escabullir el problema o de confirmar
a sus adversarios en lo que ya hacen; él sitúa la cuestión en otro nivel: ¿Qué
puede esperar el César y qué no? ¿Qué se le debe dar y qué no? Por eso, lo
sorprendente de su respuesta está al final: Den
a Dios lo que es de Dios. Es el precepto de los preceptos. La obediencia a Dios
no tiene límites. Los fariseos sólo habían querido hacerle daño a Jesús. Pero la
respuesta que les da, a ellos que sólo han preguntado por el César y no por
Dios, los deja aturdidos y sin palabra; no les queda más que retirarse.
Las palabras
de Jesús: al César lo que es del César y
a Dios lo que es de Dios, han sido interpretadas de diversas maneras.
Muchos ven ahí el fundamento de la separación entre lo temporal y lo religioso.
Otros dedujeron más bien la alianza entre el trono y el altar para mutuo sostén
y apoyo. Los regímenes dictatoriales siempre han pretendido sacralizar el
Estado o subordinar la Iglesia al poder político; mientras otros, durante mucho
tiempo, defendieron el poder temporal de la Iglesia y quisieron que la
autoridad del Estado dependiese de la eclesiástica, en formas variadas de
integrismo o de voluntad de dominio por ambos lados.
Consecuencia
de ello es la serie interminable de escollos y dificultades que han sufrido en
la historia las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Pero queda claro en la
frase de Jesús que sólo quien da a Dios lo que es de Dios sabe qué cosa hay que
darle al César. Lo que es de Dios es la libertad de sus hijos y el amor a los
hermanos. Quien busca esto en su vida sabe dar respuesta a lo otro.
Hoy, quizá, y
debido entre otras causas a la corrupción de la cosa pública, la tendencia va
hacia la “privatización de la religión”, a inducir al cristiano a vivir su fe
en el fuero íntimo de su conciencia, como si de esa manera pudiese
desentenderse de la política y de la economía. Se intenta desactivar la carga
social del cristianismo, en beneficio de intereses egoístas de individuos y
grupos de poder.
Pero la
Iglesia no puede dejar de transmitir los valores del evangelio que han de
iluminar y orientar todo el quehacer humano, incluido el quehacer político y
social, con el que el ser humano organiza la convivencia en sociedad, y
encuentra en ello su realización. Por eso es importante el compromiso político
del cristiano, que es ejercicio de la “caridad política”, orientada a promover
la solidaridad, la libertad y la dignidad de las personas.
El concilio Vaticano II y el pensamiento de los últimos Papas nos enseñan a reconocer la independencia y carácter laico del Estado. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia confronta a la sociedad con los valores éticos y morales del Evangelio. El cristiano reconoce la autoridad civil y la respeta con lealtad en todo aquello que la autoridad realiza por el bien común. Pero el cristiano nunca es un aliado incondicional del poder: ante todo es un aliado de las personas y especialmente de los más indefensos. Por eso, cuando el poder político impone acciones y decisiones que atentan contra la conciencia, contra los valores y deberes éticos y morales, el César se encontrará con el rechazo decidido del cristiano.
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