miércoles, 28 de octubre de 2020

Jesús levantado en lo alto (Jn 3, 11-16)

P. Carlos Cardó SJ

Señor de los milagros, mural pintado por un negro angoleño (siglo XVII), iglesia de Las Nazarenas, Lima

En verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos, y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no aceptan nuestro testimonio. Si ustedes no creen cuando les hablo de cosas de la tierra, ¿cómo van a creer si les hablo de cosas del Cielo? Sin embargo, nadie ha subido al Cielo sino sólo el que ha bajado del Cielo, el Hijo del Hombre. Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en él tendrá por él vida eterna. ¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Unico, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.

Todos queremos una vida segura, libre de sufrimientos, y con un final feliz, no una muerte funesta y sin sentido, que dé al suelo con nuestras esperanzas. Pero ¿quién nos puede asegurar eso? ¿Quién nos garantiza que la vida no se pierde sin más en un final nefasto e inesperado?

Los israelitas se plantearon estas preguntas fundamentales cuando se vieron atacados en el desierto por serpientes que los mordían, y muchos morían  (Num 21, 4). Moisés levantó una serpiente de bronce en lo alto de un mástil y quienes la miraban quedaban libres del veneno y vivían. Haciendo una comparación, Jesús dice: Así tiene que ser levantado el Hijo del  hombre (Jn 3,14). Pero hay una enorme distancia entre la salud que obtenían los israelitas con la serpiente de bronce y la vida eterna que trae Jesús levantado en la cruz.

Así fueron los hechos. En un primer momento, los judíos se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, pero después, por influjo de sus autoridades religiosas, lo rechazaron, le dieron la espalda, no acogieron su mensaje y opusieron contra Él una hostilidad que fue creciendo hasta convertirse en una verdadera confabulación para acabar con Él. Vieron en Él una amenaza a su fe, un “blasfemo” que se hacía pasar por Dios y se oponía al culto y a la moral judía: al sábado, al templo, a sus tradiciones religiosas. Jesús tuvo conciencia de lo que se tramaba contra Él y que podía seguir la suerte de  los profetas.

Y así fue. Lo condenaron y le dieron muerte en una cruz. Para una mirada no creyente, aquello no fue más que la ejecución de un pobre reo judío fracasado, sin importancia alguna para la historia, pues millones de muertes como la suya se han sucedido a lo largo de los siglos. Pero el evangelio nos hace ver otra cosa: el crucificado no es un pobre judío fracasado que muere solo en un patíbulo horrendo. Con Él está Dios y en Él se revela.

La pasión y muerte de Jesús ponen de manifiesto la relación que hay entre Él y Dios. Es Dios quien lo ha enviado por amor a la humanidad (Jn 3, 16). El sentido de su muerte es que Dios “entrega” a su Hijo en manos de los pecadores (Mc 14,41; 10,33.45), y Jesús por su parte, hace suya la voluntad de su Padre y da libremente su vida para revelar con ello hasta dónde el amor de su Padre y el suyo propio son capaces de llegar para que ninguno se pierda.

Jesús habló repetidas veces de su muerte. En la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 23-46), se ve que Jesús preveía que le iban a matar y que se podía esperar, según la mentalidad de los judíos, refrendada en muchos escritos del Antiguo Testamento, que quienes le darían muerte recibirían un severo castigo. Pero lo que después va a manifestar en su pasión es que el Dios que entrega a su Hijo para salvar al mundo es un Dios de infinita misericordia. Y que Él, el Hijo libremente entregado, morirá perdonando para vencer al mal con la abundancia del bien que brota de su amor.

A  quien lo acoge, ese amor le trae la misericordia y el perdón, le restablece su unión con Dios en virtud de su sangre derramada en la cruz. Mirar la cruz de Jesús crucificado es mirar la expresión suprema del amor que salva. San Pablo dirá: ¡Me amó y se entregó a la muerte por mí! (Gal 2,20). Éramos incapaces de salvarnos, pero Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Es difícil dar la vida por un hombre de bien; aunque por una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir. Pues bien, Dios nos ha mostrado su amor ya que cuando éramos pecadores Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8).

Por eso los cristianos veneramos la cruz, porque ella nos hace ver que Dios quiere salvar a todos, sin excluir a nadie. Así, quien en su angustia o abandono fija sus ojos en la cruz del Señor, sentirá que Dios comparte su dolor y abre para él, en su mismo dolor, la esperanza de una vida nueva.

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