jueves, 31 de diciembre de 2020

El Verbo se hizo carne (Jn 1, 1-18)

P. Carlos Cardó SJ

Niño Jesús dormido sobre la cruz, óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo (siglo XVII), Museo del Prado, Madrid, España

En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Ya en el principio Él estaba con Dios. Todas las cosas vinieron a la existencia por Él y sin Él nada empezó de cuanto existe. Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron.

Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz.

Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por Él y, sin embargo, el mundo no lo conoció.

Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios.

Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan el Bautista dio testimonio de él, clamando: "A éste me refería cuando dije: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’ ".

De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado.

El último día del año nos pone ante la realidad del tiempo. Si lo vemos con fe no es sólo fugaz y pasajero porque en él nos viene Dios, en él se nos revela Dios. Yo soy el Alfa y la Omega –nos dice- el que es, el que era y el que está a punto de llegar, el todopoderoso (Apoc 1,8). Quiere decir que domina la historia, está simultáneamente al principio y al final, abraza el tiempo con su presencia y su voluntad soberana, dirige cada instante hacia a la meta final.

San Juan nos dice que Dios, por medio de su Hijo, entró en la historia nuestra, en nuestro tiempo. La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Cristo, desde toda la eternidad, estaba junto a Dios; él mismo era Dios, era la Palabra o Sabiduría viviente de Dios. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, esa Palabra se hizo hombre y habitó (literalmente, en el texto original, “acampó”) entre nosotros. Lo hizo para iluminar con su luz a todos los hombres. Los que reciben esa luz, es decir, los que acogen esa Palabra y por lo tanto a Dios, llegan a ser hijos de Dios.

Se hizo hombre. Nadie le ha visto nunca, pero ha querido estar con nosotros, acompañarnos en cada instante de nuestro viaje por el tiempo. No ha querido realizar la salvación del mundo manteniéndose en una inasequible lejanía, sino que ha preferido descender para elevarnos, empobrecerse para enriquecernos, hacerse hombre para hacernos participar de su misma vida. Se hace Dios-con-nosotros, cercano y prójimo nuestro, que habita entre nosotros.

En esto consiste el elemento decisivo de la buena noticia (evangelio) que Dios nos da. Pero al decírnosla, Dios se arriesga a que no la entendamos o se la rechacemos. Y así ha ocurrido, en efecto, pues ya en el primer siglo del cristianismo surgieron corrientes de pensamiento contrapuestas: unas que veían a Jesús como un hombre extraordinario, incluso como Mesías, pero no como Dios; otras que reconocían su divinidad pero negaban que fuese al mismo tiempo hombre.

A partir de ahí se han sucedido en la historia innumerables debates teológicos y, lo que es peor, polarizaciones prácticas que generan formas opuestas de vivir el cristianismo sobre la base de una glorificación excesiva de Jesucristo con olvido de su humanidad, o viceversa, es decir, por no integrar la divinidad y la humanidad en la persona de Jesucristo.

Consciente de las resistencias que sus afirmaciones sobre la encarnación de Dios iban a enfrentar, Juan, no obstante, da un paso más y proclama: Y nosotros hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (v. 14). La majestad, el poder, el resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser creador, todo ello se encarna en Jesús por su íntima unión trascendente con el Padre que lo envía.

Más aún, en Él, Dios no sólo asume nuestra condición humana, sino que se nos da a sí mismo. Por eso, el Niño que en Belén se incorpora en las vicisitudes históricas que hoy como entonces podemos vivir, es –en la misteriosa profundidad de su ser– una sola cosa con Dios. Es la palabra, la comunicación plena y definitiva de Dios. En adelante, toda su vida humana, desde su nacimiento hasta su muerte y toda su existencia de resucitado, elevado a la derecha del Padre, es comunicación de Dios de forma definitiva, en la que el mismo Dios se nos dice y se relaciona con todo ser humano como el aliado que lucha con nosotros y vence con nosotros, como el hermano mayor que guía con su ejemplo, como el amigo que comparte todo lo que es y todo lo que tiene.

Núcleo central de nuestra fe, la encarnación de Dios es asimismo raíz y fundamento último de nuestra esperanza. Este Dios hecho hombre, hecho historia, hecho tiempo, es el que nos asegura –particularmente en este último día del año–, que con su venida ha llenado nuestro futuro de promesa y lo ha encaminado irreversiblemente a su reino. El futuro de la humanidad y de todo el universo creado por amor está garantizado porque Dios se ha hecho hombre en Jesús para renovar, rehacer y llevar a plenitud todo lo creado.

miércoles, 30 de diciembre de 2020

El Niño crecía en edad, sabiduría y gracia (Lc 2, 36-40)

P. Carlos Cardó SJ

Infancia de Cristo, óleo sobre lienzo de Gerrit van Honthorst (1620), Museo del Hermitage, San Petersburgo, Rusia

Estaba allí la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad avanzada, casada en su juventud había vivido con su marido siete años, desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del templo, sirviendo noche y día con oraciones y ayunos. Se presentó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos aguardaban la liberación de Jerusalén.

Cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y el favor de Dios lo acompañaba.

La presentación de Jesús en el templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel, representado en las figuras del anciano Simeón y de la profetisa Ana.

Movido por el Espíritu, el anciano Simeón se alegra de haber encontrado a Jesús, luz de las naciones, que colma todas sus esperanzas y le hace capaz de vencer el miedo a la muerte. A continuación aparece en escena una anciana, llamada Ana, hija de Fanuel, que daba culto al Señor día y noche con ayunos y oraciones. También ella se puso a alabar a Dios y hablar del Niño Jesús a todos los judíos fieles que aguardaban la liberación de su pueblo.

Vienen luego dos frases sintéticas de la vida de Jesús en Nazaret: Cuando (sus padres) cumplieron las cosas prescritas en la ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría y la gracia de Dios estaba en él.

Más adelante, Lucas dirá algo muy semejante y conciso: Bajó con ellos a Nazaret y vivía sujeto a sus padres. Su madre conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón. Y Jesús crecía en edad, estatura y gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 50-53).

En esas frases está todo lo que el evangelio nos dice de esos treinta largos años de Jesús en Nazaret que, por ello los designamos como la “vida oculta”.  Jesús mismo no hablará para nada de ella. Nada hay en los relatos bíblicos que satisfaga nuestra curiosidad.

Se podría pensar, por ello, que en este mismo silencio, en este “no saber nada o casi nada” podríamos descubrir la primera lección de Nazaret: la lección del silencio cargado de palabra, pues no cabe duda de que la vida oculta de Jesús tiene una fuerza profética que contradice la lógica del mundo, que es la del triunfo, tanto más grande cuanto más sensacional.

Pero esa forma de revelarse el Salvador corresponde a la “sabiduría de Dios”. La palabra eterna, la comunicación viva y directa de Dios asume voluntariamente la impotencia del silencio y ocultamiento de treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida de la Palestina de entonces, Nazaret.

La obra de Dios no hace ruido, el amor no hace ruido, no se exhibe con publicidad, no necesita ni dinero ni poder para hacer el bien. Quedan cuestionadas muchas de nuestras eficacias.

La vida oculta se entiende desde la Pascua. Cuando las primeras comunidades entienden la Pascua como centro y proyecto de todo, se asoman a los primeros momentos de la historia de Jesús, subrayando estas dimensiones pascuales.

Dios asume la dimensión humana del anonimato, ocultamiento de treinta años transcurridos en una aldea de la región más pobre y deprimida, del pasar como  “uno de tantos”, ¡o como todos!— enseñándonos que “lo cotidiano”, cualquier circunstancia humana, es valiosísima si se la llena de amor. Clave para ello es estar en lo del Padre (Lc 2, 49).

martes, 29 de diciembre de 2020

Presentación de Jesús en el Templo (Lc 2, 22-35)

P. Carlos Cardó SJ

Presentación de Jesús en el Templo, óleo sobre lienzo de Bartolomeo della Porta (1516), Museo de Historia del Arte de Viena, Austria

Asimismo, cuando llegó el día en que, de acuerdo a la Ley de Moisés, debían cumplir el rito de la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, tal como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También ofrecieron el sacrificio que ordena la Ley del Señor: una pareja de tórtolas o dos pichones.

Había entonces en Jerusalén un hombre muy piadoso y cumplidor a los ojos de Dios, llamado Simeón. Este hombre esperaba el día en que Dios atendiera a Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor. El Espíritu también lo llevó al Templo en aquel momento.

Como los padres traían al niño Jesús para cumplir con él lo que mandaba la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios con estas palabras:"Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu servidor muera en paz como le has dicho. Porque mis ojos han visto a tu salvador, que has preparado y ofreces a todos los pueblos la luz que se revelará a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel".

Su padre y su madre estaban maravillados por todo lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: "Mira, este niño traerá a la gente de Israel ya sea caída o resurrección. Será una señal impugnada en cuanto se manifieste, mientras a ti misma una espada te atravesará el alma."

La presentación de Jesús en el templo es relatada por Lucas como la manifestación de Jesús Mesías a Israel, que aparece representado en los tres elementos característicos de su religiosidad: la Ley (van a cumplir lo mandado por la ley), el Templo (presentación del Niño en el templo) y la profecía (representada en Simeón y Ana).

Jesús-Mesías encarna y lleva a cumplimiento esos tres elementos. La Ley: porque Él trae la nueva ley del amor, sello de la nueva alianza. El templo: porque su cuerpo, roto en la cruz y resucitado al tercer día, es el verdadero templo. La profecía: porque la gente lo reconocerá como un profeta pero Él dirá que es más que eso, pues de Él hablan las Escrituras y en Él se cumple lo que anunciaron las profecías.

El Templo ocupa un lugar central en la vida judía. Era considerado el lugar donde resplandecía la gloria de Dios, donde se tenía la certeza de estar en su presencia, mucho más que en cualquier otra parte. Pero la entrada del Hijo del Altísimo, heredero del trono de David, que reinará sobre la casa de Jacob para siempre (Lc 1, 32-33), se realiza de manera humilde y paradójica: entra en el templo –la casa de su Padre– como un sometido más, como un hombre cualquiera que tiene que cumplir la ley. Sus padres pagarán por su rescate la ofrenda de los pobres, un par de tórtolas o dos pichones, aunque es Él quien viene a pagar con su sangre el rescate de nuestras vidas.

Destaca en el relato la figura del anciano Simeón. Su nombre significa Yahvé ha oído. Representa al justo que oye la Palabra y la acoge en su corazón. Representa al cristiano que es el “oyente de la palabra”. Pero quien mueve a la persona para la escucha de la palabra de Dios no es solamente su voluntad, sino el Espíritu, que actúa en los corazones. Tres veces se le menciona referido a Simeón: el Espíritu estaba con él…; el Espíritu le había revelado que no moriría antes de haber visto al Cristo…; vino al templo movido por el Espíritu… Simeón es por ello también figura del Israel justo que aguarda el consuelo de Dios (Is 40), la liberación prometida para el tiempo del Mesías.

Después de ver al Niño y reconocerlo como el Mesías, Simeón expresa su gozo con un canto de alabanza a Cristo luz de las naciones. La Iglesia reza este himno en la última oración del día, antes del descanso nocturno. En él se expresa la actitud de confianza de quien, por acción del Espíritu en su vida y por su adhesión a la Palabra, ha vencido el miedo a la muerte y vive confiando en el Señor. El encuentro con el Señor libera de las sombras de la muerte. Quien se encuentra con el Señor puede morir en paz.

María y José se admiran de lo que dice el anciano.

Viene después la profecía que Simeón dirige a la Madre: Este Niño será un signo de contradicción, una bandera discutida. Muchos se escandalizarán de Él, no podrán resistirle y querrán hacerlo desaparecer. Pero queda claro que ante Él habrá que definirse: a favor o en contra. El que no está conmigo, está contra mí está; y el que no recoge conmigo, desparrama, dirá (Lc 11,23).

El pasaje de la Presentación de Jesús en el tempo, y en especial la figura de Simeón, dice mucho a la vida cristiana. Como él, el cristiano procura ser justo, es decir, respetuoso de Dios para proceder de manera responsable ante Él. El Espíritu es el que orienta sus relaciones con los demás y lo mantiene coherente y auténtico en su opción personal por Cristo. Su corazón, en fin, desborda de confianza porque sabe que el Señor es fiel y hará que sus ojos vean su salvación.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Los Santos Inocentes (Mt 2, 13-18)

P. Carlos Cardó SJ

Huida a Egipto, Jose Ferraz de Almeida (1881), Museo Nacional de Bellas Artes, Rio de Janeiro, Brasil

Cuando se marcharon los magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, coge al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo."

José se levantó, cogió al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes. Así se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: "Llamé a mi hijo, para que saliera de Egipto".

Al verse burlado por los magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los magos.

Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: "Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven".

Sin pretender ofrecer un relato biográfico, pues no es esa su intención, San Mateo quiere hacer ver en este pasaje de su evangelio que Jesús fue desde el inicio de su vida un Mesías aceptado por unos y rechazado por otros. Lo aceptan los sabios, que hacen un largo camino de búsqueda y lo adoran como Rey y salvador. Lo rechaza y quiere su muerte Herodes. José y María con el Niño tienen que huir. La familia de Jesús, lejos de vivir cómodamente instalada, padeció las amenazas, inseguridades y temores que hoy viven muchas familias.

Desde otra perspectiva, el texto es una presentación de la historia de Israel vista desde Jesús. La historia de Israel es profecía de la historia de Jesús. La huida a Egipto por la amenaza contra la vida del Niño recuerda el traslado a ese país de Jacob y su familia para sobrevivir del hambre (Gen 45, 1-7). A su vez, el odio de Herodes contra el Niño Jesús evoca la violencia del Faraón contra los primogénitos de los judíos (Ex 1, 15-16).

La huida a Egipto, el exilio y la vuelta a Palestina, lleva al evangelista a recordar las palabras de Oseas (11, 1): de Egipto llamé a mi hijo, que se refieren a Israel y su salida de la esclavitud. Pero con esta referencia al profeta, el evangelio de Mateo no sólo afirma que en la vida de Jesús se reproduce la historia de su pueblo, sino que ese hijo al que Dios llama es Jesús, cuya venida salvadora supera a todos los acontecimientos vividos por el pueblo de Israel. Por ser el Hijo de Dios, Jesús está por encima de las figuras más gloriosas, como Moisés. En el Mesías Jesús la historia del pueblo alcanza su meta, porque toda ella fue una anticipación, anuncio y preparación de su venida.

Al hablar de la matanza de los inocentes, Mateo hace una nueva referencia a la Biblia, citando esta vez a Jeremías (31,15), para recalcar la idea de que la historia de Israel tiende a Cristo. El profeta alude en este caso a la tragedia vivida por Israel en el exilio en Babilonia, que le resulta aún más dolorosa que la esclavitud en Egipto.

Para visualizar plásticamente este dolor, Jeremías pone en escena a Raquel, antecesora del pueblo, enterrada en Ramá, cerca de Belén, que grita desesperada por la suerte que padecen sus hijos, el pueblo de Israel, a consecuencia de su infidelidad a la alianza con su Dios. Interpretando este hecho, Mateo saca de aquí la idea que domina todo su evangelio: Israel ha ido a la ruina por su incredulidad.

Pero el Mesías Jesús, asumiendo sobre sí el pecado del pueblo y derramando su sangre como expiación, logra la salvación para todo el que cree en Él, y da inicio al pueblo de la nueva alianza. El drama cruento de Jesús, ligado solidariamente al de su pueblo, se presenta como anticipado simbólicamente en la muerte de los inocentes de Belén. La sangre de los niños de Belén prefigura la sangre del Cordero inocente, Jesucristo, que borra el pecado del mundo.

Podemos decir también que la matanza de los inocentes anticipa las incontables matanzas de inocentes que se sucederán a lo largo de la historia. La injusticia y la maldad humana siguen exterminando vidas de niños que mueren cada día por el hambre, la guerra y la marginación. Podemos pensar también en tantos inocentes que sufren violencia sin poder defenderse.

Como reza la liturgia de los Santos Inocentes, ellos carecían del uso de la palabra para proclamar su fe, pero lo hicieron con su muerte y fueron glorificados en virtud del nacimiento de Cristo. A nosotros nos toca testimoniar con nuestra vida y con el compromiso por la justicia, la fe que confesamos de palabra.

domingo, 27 de diciembre de 2020

Homilía de la Fiesta de la Sagrada Familia - Presentación de Jesús y vida en Nazaret (Lc 2, 22-40)

P. Carlos Cardó SJ

Simeón con el Niño Jesús, óleo sobre lienzo de José de Ribera “El Españoleto” (1647), colección privada, España

Asimismo, cuando llegó el día en que, de acuerdo a la Ley de Moisés, debían cumplir el rito de la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, tal como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También ofrecieron el sacrificio que ordena la Ley del Señor: una pareja de tórtolas o dos pichones.

Había entonces en Jerusalén un hombre muy piadoso y cumplidor a los ojos de Dios, llamado Simeón. Este hombre esperaba el día en que Dios atendiera a Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor. El Espíritu también lo llevó al Templo en aquel momento.

Como los padres traían al niño Jesús para cumplir con él lo que mandaba la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios con estas palabras: Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu servidor muera en paz como le has dicho. Porque mis ojos han visto a tu salvador, que has preparado y ofreces a todos los pueblos, luz que se revelará a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel.

Su padre y su madre estaban maravillados por todo lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Mira, este niño traerá a la gente de Israel ya sea caída o resurrección. Será una señal impugnada en cuanto se manifieste, mientras a ti misma una espada te atravesará el alma. Por este medio, sin embargo, saldrán a la luz los pensamientos íntimos de los hombres».

Había también una profetisa muy anciana, llamada Ana, hija de Fanuel de la tribu de Aser. No había conocido a otro hombre que a su primer marido, muerto después de siete años de matrimonio. Permaneció viuda, y tenía ya ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo día y noche al Señor con ayunos y oraciones. Llegó en aquel momento y también comenzó a alabar a Dios hablando del niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.

Una vez que cumplieron todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se desarrollaba lleno de sabiduría, y la gracia de Dios permanecía con él.

En el domingo después de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia. Nos invita a pensar en la vida familiar que tuvo Jesús con María y José en Nazaret.

De los treinta largos años vividos por Jesús con sus padres, los evangelios no dicen casi nada. El más elocuente, Lucas, proporciona unos cuantos datos elementales: que José y María siguieron con él las costumbres religiosas de la circuncisión y presentación en el templo, que iban cada año a Jerusalén por la fiesta de pascua y que cuando el niño cumplió doce años, se quedó en el templo sin que lo supieran sus padres. De todo lo que siguió después, apenas dos frases: el niño crecía en edad, sabiduría y gracia ante Dios y los hombres … y vivía sujeto a sus padres” (Lc 2, 39-40. 50-53). Aparte de esto sólo sabemos que sus paisanos lo conocían a él y a su padre el carpintero y que había parientes suyos mezclados entre sus discípulos o en la multitud que lo seguía.

A pesar de esta falta de información, queda claro que Jesús, como todo ser humano, tuvo que ser protegido y cuidado por una familia. Necesitó un hogar que lo sostuviera en la existencia, lo librara de los peligros que asechan a todo niño y a todo adolescente, lo adiestrara a valerse por sí mismo y le enseñara a incorporarse eficazmente en la vida de los humanos, de su cultura y de su sociedad. En su hogar de Nazaret, Jesús se nutrió, creció y maduró asimilando los valores de unos padres profundamente religiosos y enraizados en la cultura de su pueblo.

Es válido por tanto reflexionar sobre la familia teniendo como referente la familia de Jesús. La familia es como la tierra: engendra y nutre plantas sanas o raquíticas según la calidad de los nutrientes que posee. Es verdad que la familia no lo es todo, pero no se puede negar que a ella le corresponde una aportación decisiva en la construcción de la personalidad del ser humano.

La familia marca nuestra fisonomía física, psíquica, cultural, social y religiosa. Nos abrimos a la vida y la vamos descubriendo a través de  los ojos de nuestros padres y de nuestros hermanos; nos orientamos por lo que oímos y vemos en nuestra familia: por lo que se nos dice –¡el hombre se forma por la palabra!–, nos relacionamos con los demás conforme a las relaciones que vivimos en nuestro hogar; forjamos nuestra seguridad personal, a partir de la seguridad que la familia nos brindó.

Todo lo que vimos y oímos en los primeros años nos marcó para siempre. Por eso, es innegable que en el tejido de las relaciones familiares se lleva a cabo el proceso de formación de la conciencia, la asimilación de los valores, la capacidad de expresar y suscitar sentimientos y afectos humanos.

No es un lugar común decir que la familia está en crisis; es una realidad preocupante. Muchos piensan que el problema principal de la sociedad actual es la inseguridad, pero es innegable que la primera causante de inseguridad puede ser con frecuencia la propia familia. Además de ir en aumento el número de familias incompletas y de hijos nacidos fuera de matrimonio, las familias bien constituidas padecen un incesante bombardeo de mensajes que minan su unidad y consistencia.

A la casa entran, violando controles y vigilancia, los mensajes directos o subliminales de la internet y de la TV: violencia, pornografía, frivolidad, relativismo moral e increencia. Se añade a esto la inseguridad económica de tantos grupos sociales: el desempleo, que genera desasosiego y obliga a muchos a emigrar, o la sobrecarga de trabajos que hace que los padres pasen la mayor parte del día fuera del hogar. 

Por estas y otras causas de orden moral y social, la familia puede ser la primera célula neurótica de la sociedad. La familia es el ámbito en el que es posible vivir las mayores alegrías y también los más duros sufrimientos y tribulaciones. Todos sabemos que hay tanto de lo uno como de lo otro, y que el problema no está en la institución, en cuanto tal, sino en las personas que componen cada familia. Ellas son, en definitiva, las que preparan y abonan la tierra para que la frágil planta que es una persona crezca sana y segura. Cuando un hombre y una mujer se aman de verdad (y esta es la condición sine qua non para que haya familia), se da el calor afectivo que propicia el diálogo, el espíritu de superación y, sobre todo, la fe.

El evangelio nos hace contemplar, pues, a la familia que el Hijo de Dios necesitó para su crecimiento y desarrollo humano. José y María contribuyeron eficazmente con la gracia para plasmar y formar en el niño, adolescente, joven y adulto Jesús su inconfundible modo de ser y de actuar, de orar y tratar a los demás. El ejemplo del hogar de Nazaret será siempre un referente para nuestras familias en la tarea diaria de hacer del hogar un ámbito eficaz para la formación de personas verdaderamente creyentes, libres, responsables y seguras.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Persecuciones (Mt 10, 17-23)

P. Carlos Cardó SJ

Persecución de los cristianos, ilustración publicada en Historia de los jóvenes de Roma de Charlotte Mary Yonge (1878) 

Jesús les dijo: "¡Cuídense de los hombres! A ustedes los arrastrarán ante sus consejos, y los azotarán en sus sinagogas. Ustedes incluso serán llevados ante gobernantes y reyes por causa mía, y tendrán que dar testimonio ante ellos y los pueblos paganos. Cuando sean arrestados, no se preocupen por lo que van a decir, ni cómo han de hablar. Llegado ese momento, se les comunicará lo que tengan que decir. Pues no serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre el que hablará en ustedes. Un hermano denunciará a su hermano para que lo maten, y el padre a su hijo, y los hijos se sublevarán contra sus padres y los matarán. Ustedes serán odiados por todos por causa mía, pero el que se mantenga firme hasta el fin, ése se salvará."

La fiesta de San Esteban, el 26 de diciembre, tiñe de rojo la navidad. Es el primer mártir del cristianismo, el primero que selló con su sangre la fe en Jesús. San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales hace contemplar el misterio del nacimiento de Cristo desde esta perspectiva: “Mirar y considerar lo que hacen (Nuestra Señora y José), así como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza, y al cabo de tantos trabajos, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mí” (Ejercicios, 116). La falta de posada, las condiciones tan precarias en que nace y el tener que ser recostado en un pesebre (Lc 2,7) se proyectan hasta la extrema indefensión y soledad de su crucifixión. Inicio y fin se tocan. Como fue el principio así será el final. “¡Y todo esto por mí!”.

Así quiso Dios realizar la salvación del mundo. Y Jesús, su Hijo, asumió libremente este destino que había sido ya simbolizado por el profeta como el propio del Cordero que es llevado al matadero (Is 53,7). Siervo inocente soporta sobre sí la violencia del mal y, sin devolverlo, vence al mal.

Una multitud de testigos suyos lo seguirán (Hebr 12,1), dispuestos a identificarse con Él en su estilo de vida y también en una muerte como la suya. Recordarán que la suerte del Maestro ha de ser la del discípulo y si lo persiguieron a Él, a ellos también los perseguirán (Jn 15,20). Los entregarán a los tribunales… como hicieron con Él.

Los que intentan apagar la verdad con la injusticia no soportarán su forma de ser, que contradice radicalmente lo que ellos viven. El justo con su sola presencia desenmascara la mentira del corrupto, que no tiene más remedio que hacerlo callar o  hacerlo desaparecer de su vista. Y así ha venido ocurriendo en la historia del cristianismo, desde Juan Bautista, degollado por Herodes, y desde Esteban, el diácono lleno de gracia y de poder, que hacía signos y prodigios en favor de los necesitados, que fue examinado con atención por las autoridades del pueblo y su rostro les pareció como el de un ángel, pero amotinaron a la gente contra él para que lo apedrearan porque no pudieron contradecir la sabiduría y el espíritu con que hablaba (Hechos 6, 8-15).  

Mártir significa testigo. Darán testimonio, había anunciado Jesús. La sangre derramada sella como supremo testimonio la determinación de vivir hasta el final los valores que el Maestro transmitió. Con su martirio, el testigo fiel demuestra que esos valores por los cuales ha vivido, valen más que la vida.

Por eso puede morir en paz, seguro de que el Espíritu hablará en su favor. En el peligro, no le arrebatará ningún espíritu de miedo o de egoísmo, de odio o de violencia, sino el Espíritu de Dios, espíritu de amor que actúa en los corazones, e infunde el coraje (¡mucho más fuerte y eficaz que el de la venganza!) para perdonar incluso a los que lo persiguen.

El espíritu del mundo, espíritu de injusticia y de conflicto, seguirá extendiendo su influjo aparentemente invencible. Por Él, el hermano entregará al hermano a la muerte; se levantarán los hijos contra los padres y los matarán… La falta de moral ataca las raíces de la vida, destruye la convivencia, mata los afectos y los sentimientos. Pero el Espíritu de Cristo se abre paso y asegura la victoria porque ya la anticipó y desplegó para siempre al resucitar a Jesús de entre los muertos. El amor es más fuerte.

Quien se mantiene en esta fe que vence al mundo, ese se salvará.

viernes, 25 de diciembre de 2020

El Verbo se hizo carne - NAVIDAD (Jn 1, 1-18)

 P. Carlos Cardó

Adoración del Niño, fresco de Pinturicchio (1500 – 1501), colegiata de Santa Maria Maggiore, Bologna, Italia

Al principio ya existía la Palabra y la Palabra se dirigía a Dios, y la Palabra era Dios. Ésta al principio se dirigía a Dios. Todo existió por medio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe. En ella había vida, y la vida era la luz de los hombres; la luz brilló en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron.

Hubo un hombre enviado por Dios, llamado Juan, que vino como testigo, para dar testimonio de la luz, de modo que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino un testigo de la luz. La luz verdadera que ilumina a todo hombre estaba viniendo al mundo. En el mundo estaba, el mundo existió por ella, y el mundo no la reconoció. Vino a los suyos, y los suyos no la acogieron. Pero a los que la acogieron, a los que creen en ella, los hizo capaces de ser hijos de Dios: quienes no han nacido de la sangre ni del deseo de la carne, ni del deseo del varón, sino de Dios.

La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Y nosotros contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad. Juan grita dando testimonio de él: Éste es aquél del que yo decía: El que viene detrás de mí, es más importante que yo, porque existía antes que yo. De su plenitud hemos recibido todos: una lealtad que responda a su lealtad. Pues la ley se promulgó por medio de Moisés, la lealtad y la fidelidad se realizaron por Jesucristo. Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, lo ha explicado.

Cada año la fiesta de Navidad nos hace meditar con profunda admiración las palabras del prólogo del evangelio de San Juan: “El verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1). Dios no ha querido únicamente mirar desde lo alto el mundo creado por Él, sino que ha descendido, hasta hacerse uno de nosotros para elevarnos hasta Él. A Dios nadie lo ha visto nunca, pero se ha querido incorporar en nuestro mundo y en nuestra historia por medio de su Hijo Jesucristo para habitar entre nosotros. Nos había hablado antiguamente por medio de los profetas, pero ahora nos ha hablado en su propio Hijo, hecho Emmanuel, Dios-con-nosotros, cercano y prójimo nuestro.

Esto es lo que celebramos en la Navidad: un acontecimiento histórico, real, que sigue afectando profundamente nuestras personas, y no sólo nuestros sentimientos o nuestra admiración estética o nuestro gusto festivo…, porque toca a lo más íntimo de nuestro corazón y, sobre todo, porque ha pasado a ser parte de nuestra historia, dándole una característica especial a nuestra identidad. Celebramos el nacimiento del Niño, del Niño por excelencia y con mayúscula, sin el cual nuestra vida simplemente no tiene sentido; no seríamos lo que somos ni pensaríamos el futuro como lo pensamos. El mundo, la historia y nuestras propias vidas son ya otra cosa desde que Dios quiso nacer para nosotros en Belén y porque, al hacerlo, Él comparte nuestro destino y lo asegura para toda la eternidad.

Dice San Juan que vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, pero a cuantos lo recibieron, a los que creyeron en Él, les dio la capacidad de ser hijos de Dios. En efecto, se requiere la gracia de la fe para entender y aceptar la identidad del Niño que nace en Belén. Reconocer en Él al Eterno que se ha hecho tiempo, al Hijo de Dios que se ha hecho hombre, al Creador, ley y razón universal, que ha tomado para sí carne humana, sin dejar de ser al mismo tiempo Verbo y Palabra divina con toda su gloria y el abismo insondable de su amor y poder infinitos, eso no nos lo puede revelar ni la carne ni la sangre, ni mortal alguno sobre la tierra (Mt 16, 17), sino Dios su Padre que está en los cielos.

Un antiguo himno litúrgico canta la paradoja increíble de la grandeza del Salvador del mundo que se descubre en la pequeñez de un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre:

Hoy ha nacido de la Virgen María

Aquel que mantiene en su mano el universo.

Ha sido envuelto en pañales,

Aquel que por esencia es invisible.

Siendo Dios, ha sido recostado en un pesebre,

Aquel que ha afirmado sobre los cielos su trono.

Que la inmensa majestad de Dios haya aparecido en la estrechez de este mundo maltrecho, que el Santo y feliz comparta las tristezas y lágrimas de esta tierra nuestra, que la Vida eterna asuma vida temporal para morir en la cruz… ¡y todo esto por mí!, esta es la verdad inabarcable, la belleza espléndida, la bondad más tierna y profunda que tiene para nosotros la Navidad.

Es, pues, mucho más que una fiesta familiar, por bella y tierna que sea. Navidad es el día en que declaro mi adhesión personal a la Palabra de Dios, que ha querido decírseme en el pequeño Niño de Belén la increíble bondad y amor inmerecido de Dios por mí, y yo acojo esa Palabra para que nazca en mí y me transforme, hasta el punto de que pueda realizarse en cada uno de nosotros lo que deseaba San Pablo: que Cristo nazca por la fe en nuestros corazones (Ef 3,17), que Cristo se forme en nosotros (Gal 4,19).

Y eso es posible y deseable, como no dudaron en afirmarlo los grandes maestros del espíritu: que Dios mismo entra en nuestros corazones como entró en Belén, como vino al mundo en la primera Navidad, y que lo hace de manera real y verdadera, y con mayor intensidad e intimidad aún que entonces.

jueves, 24 de diciembre de 2020

El cántico de Zacarías (Lc 1, 67-79)

P. Carlos Cardó SJ

El profeta Zacarías, fresco de Miguel Ángel (1511), Capilla Sixtina, El Vaticano, Roma

Su padre Zacarías, lleno de Espíritu Santo, profetizó: "Bendito el Señor, Dios de Israel, porque se ha ocupado de rescatar a su pueblo. Nos ha suscitado una eminencia salvadora en la Casa de David, su siervo, como había prometido desde antiguo por boca de sus santos profetas: salvación de nuestros enemigos, del poder de cuantos nos odian, tratando con lealtad a nuestros padres y recordando su alianza sagrada, lo que juró a nuestro padre Abrahán, que nos concedería, ya liberados del poder enemigo, servirle sin temor en su presencia, con santidad y justicia toda la vida. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque caminarás delante del Señor, preparándole el camino; anunciando a su pueblo la salvación por el perdón de los pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará desde lo alto un amanecer que ilumina a los que habitan en tinieblas y en sombras de muerte, que endereza nuestros pasos por un camino de paz".  

Como el Magníficat de María, el cántico de Zacarías está lleno de referencias y motivos bíblicos sobre la esperanza que tenía Israel de la venida del Mesías prometido. Es como una síntesis de los anhelos más profundos del pueblo judío, que recogen los de la humanidad de todos los tiempos. Este cántico es un modelo de la fe bíblica, que descubre en los acontecimientos de la historia la acción de Dios. La historia está llena de su promesa, y en ella se nos revelan sus designios salvadores. Por la fe, los acontecimientos de la historia revelan su contenido de “palabra”.

El himno tiene dos partes, la primera (vv. 68 a 75) es una bendición. En la Biblia, el que bendice es propiamente Dios, y su bendición es donación de vida, gracia y don que se recibe. La plenitud de la bendición es el Shalom, la paz, abundancia y bienestar enviados de lo alto. Pero el ser humano, aunque pobre y desvalido ante el Poderoso, también bendice al Señor con una palabra que reconoce y confiesa su generosidad y le da gracias.

La bendición de Zacarías no es propiamente por el hijo que le ha nacido, sino porque ve que la esperada liberación mesiánica está por cumplirse: ya viene el Salvador, descendiente de David, y su llegada será anunciada y preparada por Juan.

Zacarías describe la salvación que trae Jesús con todos los contenidos históricos  y políticos que el Antiguo Testamento y el judaísmo de su tiempo le atribuían: la ve como una liberación concreta y definitiva de toda opresión extranjera, Israel ya no será dominado por nadie, su victoria sobre sus enemigos está asegurada y ya no habrá miedo ni inseguridad. Late en el himno el deseo profundo de una tierra nueva, en la que habrá por fin una paz estable, y se podrá rendir a Dios el culto que se merece, con santidad y justicia, en su presencia todos nuestros días (v. 74s).

En la segunda parte (vv.76-79) de su himno, Zacarías anuncia el futuro de su hijo Juan.

Elegido por Dios como el precursor del Mesías, preparará para él un pueblo bien dispuesto. Pero lo que más sobresale es la admiración por la persona y obra de Jesús Mesías, que vendrá como el sol que nace de lo alto para iluminar a los que caminan en tinieblas y sombras de muerte. A simple vista, podría parecer que la salvación mesiánica se espiritualiza demasiado, pero en realidad lo que se anuncia es la más radical de las acciones libradoras de Dios, que llega hasta las raíces mismas del mal y de toda opresión: la maldad del pecado.

La Iglesia canta este himno todos los días en la oración de la mañana: alaba a Jesucristo que por su resurrección brilla como el sol sobre la oscuridad de la muerte y da inicio al día perenne en que vivimos: al hoy de la continua visita y presencia del Dios-con-nosotros. Bajo esa luz vivimos, ella nos trae perdón, santidad y justicia, ella nos guía en la construcción de los caminos de la paz.

El himno de Zacarías nos invita a admirar y agradecer la obra de Dios en nuestra historia personal.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Nacimiento de Juan Bautista (Lc 1, 57-66)

P. Carlos Cardó SJ

Natividad de Juan Bautista, icono bizantino de autor anónimo (siglo XV aprox.), Museo del Jermitage, San Petersburgo, Rusia

Cuando a Isabel se le cumplió el tiempo del parto, dio a luz un hijo. Los vecinos y parientes, al enterarse de que el Señor la había tratado con tanta misericordia, se congratulaban con ella. Al octavo día fueron a circuncidarlo y lo llamaban como a su padre, Zacarías.

Pero la madre intervino: “No; se tiene que llamar Juan”. Le decían que nadie en la parentela llevaba ese nombre.

Preguntaron por señas al padre qué nombre quería darle. Pidió una tablilla y escribió: Su nombre es Juan. Todos se asombraron. Al punto se le soltó la boca y la lengua y se puso a hablar bendiciendo a Dios. Toda la vecindad quedó sobrecogida; lo sucedido se contó por toda la serranía de Judea y los que lo oían reflexionaban diciéndose: ¿Qué va a ser este niño? Porque la mano del Señor lo acompañaba.

Juan Bautista, figura clave del tiempo de Adviento, fue el hombre que recibió de Jesús el mayor de los elogios: «Yo les digo que, entre los hijos de mujer, no hay nadie mayor que Juan».

La narración de su nacimiento la hace San Lucas con pocas palabras, porque prefiere resaltar más la imposición de su nombre. Pero en esas pocas palabras, se expresa algo muy importante en la Biblia: la concepción y nacimiento de los personajes que van a tener una especial misión en la historia de Israel es un acontecimiento en el que Dios interviene.

Esto se destaca de modo especial cuando la mujer que concibe es una estéril como Sara, esposa de Abraham y madre de Isaac (cf. Gen 16, 1; 17, 1), o como la esposa de Manoa, que concibió y dio a luz a Sansón (Cf. Jue 13, 2-5). Por esto, en el caso de Isabel, esposa estéril de Zacarías, los vecinos ven en su parto una acción de la misericordia y se alegran con ella.

Aparte de esto, es indudable que la antropología contenida en la Biblia considera la venida al mundo de toda persona humana no como un acontecimiento o fenómeno fortuito o puramente biológico. Cada nacimiento es un hecho querido por Dios, y responde siempre a un designio suyo de amor. “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque eres sublime y tus obras son prodigiosas” (Sal 139, 13-14).

El nombre Juan. En las culturas antiguas el nombre que se daba a las personas era siempre significativo. «Nomen est omen», (el nombre es presagio, pronóstico), decían los latinos; y para los hebreos el nombre señalaba algún atributo de Dios que en la vida del recién nacido se iba a manifestar, o el significado de la misión que le tocaba desempeñar al niño.

«Su nombre es Juan» (Lc 1,63) dice Isabel y Zacarías lo confirma ante los parientes maravillados, escribiéndolo en una tablilla. El mismo Dios, por su ángel, había dado este nombre que significa «Dios es favorable». En la vida de Juan Dios se mostrará favorable a su pueblo y a toda la humanidad. Pero no sólo en su vida: Dios siempre está en favor de todos sus hijos e hijas, en favor de toda vida humana aun antes de nacer. Mi propia vida, desde su concepción, demuestra que soy llamado por él a la existencia. “El Señor me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre” (Is 49,1).

Juan nace con una misión que cumplirá cabalmente: vivirá dedicado a preparar la venida de Jesús Mesías. Como él, todos tenemos una misión que cumplir: la que nuestro Creador y Padre nos asigna aun antes de nacer. Ella confiere orientación y sentido a mi existencia. Percibida en mi interior como una llamada o atracción que aúna y orienta todos mis deseos, puedo libremente optar por ella como mi propio camino y elegir las actitudes que más me conduzcan a su cumplimiento, seguro de que en ello me juego mi realización personal y mi felicidad.