P. Carlos Cardó SJ
En el principio ya existía aquel que es la Palabra, y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. Ya en el principio Él estaba con Dios. Todas las cosas vinieron a la existencia por Él y sin Él nada empezó de cuanto existe. Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron.
Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino testigo de la luz.
Aquel que es la Palabra era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba; el mundo había sido hecho por Él y, sin embargo, el mundo no lo conoció.
Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron; pero a todos los que lo recibieron les concedió poder llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni por voluntad del hombre, sino que nacieron de Dios.
Y aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. Hemos visto su gloria, gloria que le corresponde como a Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan el Bautista dio testimonio de él, clamando: "A éste me refería cuando dije: ‘El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo’ ".
De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado.
El último día del año nos pone ante la realidad del tiempo. Si lo
vemos con fe no es sólo fugaz y pasajero porque en él nos viene Dios, en él se
nos revela Dios. Yo soy el Alfa y la Omega –nos dice- el que es, el
que era y el que está a punto de llegar, el todopoderoso (Apoc 1,8). Quiere
decir que domina la historia, está simultáneamente al principio y al final,
abraza el tiempo con su presencia y su voluntad soberana, dirige cada instante
hacia a la meta final.
San Juan nos dice que Dios, por medio de su Hijo, entró en la
historia nuestra, en nuestro tiempo. La Palabra se hizo carne y habitó entre
nosotros. Cristo, desde toda la eternidad, estaba junto a Dios; él mismo
era Dios, era la Palabra o Sabiduría viviente de Dios. Cuando llegó la plenitud
de los tiempos, esa Palabra se hizo hombre y habitó (literalmente, en el texto
original, “acampó”) entre nosotros. Lo hizo para iluminar con su luz a todos
los hombres. Los que reciben esa luz, es decir, los que acogen esa Palabra y
por lo tanto a Dios, llegan a ser hijos de Dios.
Se
hizo hombre. Nadie le
ha visto nunca, pero ha querido estar con nosotros, acompañarnos en cada
instante de nuestro viaje por el tiempo. No ha querido realizar la salvación del
mundo manteniéndose en una inasequible lejanía, sino que ha preferido descender
para elevarnos, empobrecerse para enriquecernos, hacerse hombre para hacernos
participar de su misma vida. Se hace Dios-con-nosotros, cercano y prójimo
nuestro, que habita entre nosotros.
En esto consiste el elemento decisivo de la buena noticia (evangelio)
que Dios nos da. Pero al decírnosla, Dios se arriesga a que no la entendamos o
se la rechacemos. Y así ha ocurrido, en efecto, pues ya en el primer siglo del
cristianismo surgieron corrientes de pensamiento contrapuestas: unas que veían a
Jesús como un hombre extraordinario, incluso como Mesías, pero no como Dios; otras
que reconocían su divinidad pero negaban que fuese al mismo tiempo hombre.
A partir de ahí se han sucedido en la historia innumerables
debates teológicos y, lo que es peor, polarizaciones prácticas que generan
formas opuestas de vivir el cristianismo sobre la base de una glorificación
excesiva de Jesucristo con olvido de su humanidad, o viceversa, es decir, por
no integrar la divinidad y la humanidad en la persona de Jesucristo.
Consciente
de las resistencias que sus afirmaciones sobre la encarnación de Dios iban a
enfrentar, Juan, no obstante, da un paso más y proclama: Y nosotros hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del
Padre, lleno de gracia y de verdad (v. 14). La majestad, el poder, el
resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser creador, todo ello se encarna
en Jesús por su íntima unión trascendente con el Padre que lo envía.
Más
aún, en Él, Dios no sólo asume nuestra condición humana, sino que se nos da a
sí mismo. Por eso, el Niño que en Belén se incorpora en las vicisitudes
históricas que hoy como entonces podemos vivir, es –en la misteriosa
profundidad de su ser– una sola cosa con Dios. Es la palabra, la comunicación plena
y definitiva de Dios. En adelante, toda su vida humana, desde su nacimiento hasta
su muerte y toda su existencia de resucitado, elevado a la derecha del Padre, es
comunicación de Dios de forma definitiva, en la que el mismo Dios se nos dice y
se relaciona con todo ser humano como el aliado que lucha con nosotros y vence
con nosotros, como el hermano mayor que guía con su ejemplo, como el amigo que
comparte todo lo que es y todo lo que tiene.
Núcleo
central de nuestra fe, la encarnación de Dios es asimismo raíz y fundamento
último de nuestra esperanza. Este Dios hecho hombre, hecho historia, hecho
tiempo, es el que nos asegura –particularmente en este último día del año–, que
con su venida ha llenado nuestro futuro de promesa y lo ha encaminado irreversiblemente
a su reino. El futuro de la humanidad y de todo el universo creado por amor está
garantizado porque Dios se ha hecho hombre en Jesús para renovar, rehacer y
llevar a plenitud todo lo creado.
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