domingo, 28 de febrero de 2021

Homilia del II Domingo de Cuaresma - La transfiguración (Mc 9, 2-10)

P. Carlos Cardó SJ

Transfiguración, óleo sobre lienzo de Giovanni Gerolamo Savoldo (siglo XVI), Galería Uffizi, Florencia, Italia 

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún lavandero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.

Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: "Maestro, qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Estaban asustados, y no sabía lo que decía.

Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: "Éste es mi Hijo amado; escúchenlo". De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.

En el camino a Jerusalén, Jesús intenta fortalecer la fe de sus discípulos para que sean capaces de asumir el escándalo de su pasión.

Dice el evangelio que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a solas a un monte. Son los mismos tres que “tomará consigo” en el momento dramático de su agonía-pasión, en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-43). Ahora serán testigos de una vivencia deslumbradora: la percepción de su gloria de Hijo único del Padre lleno de amor y lealtad. Hay un paralelismo antitético entre el pasaje de la Transfiguración y el de Getsemaní. Más tarde, a la luz de la resurrección, comprenderán que el Jesús transfigurado del monte es el mismo Mesías que salva en la cruz.

En el Antiguo Testamento Dios se comunicaba a través de elementos naturales como el monte, la nube y la luz. En la transfiguración, en cambio, es la naturaleza humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no es Dios que desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria de Dios, porque Dios se ha hecho hombre.

¿Qué ocurre en la transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, ven que se les revela una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Y se quedan sin palabra, incapaces de expresar lo experimentado. Sólo atinan a decir que sus vestidos se volvieron  tan resplandecientes, que ningún lavandero sería capaz de blanquearlos. Ante el misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra  más elocuente es el silencio.

Se les aparecieron Elías y Moisés. Jesús se muestra como el realizador de la esperanza de los profetas (representada en Elías) y como el que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) por medio de la nueva alianza que Dios establece con la entrega de su Hijo.

Sobrecogido por la experiencia, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les  había anunciado la pasión. Quiere prolongar la visión y el gozo, por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres tiendas…

Vino entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado, escúchenlo. Es la misma voz que había resonado en el Bautismo de Jesús, cuando se abrieron los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esta voz en el cielo responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo sufriente por amor a sus hermanos, conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del Padre. La gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo el su cruz.

¿Qué nos dice hoy este pasaje tan lleno de simbolismos? Tenemos, en primer lugar, el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el lugar de la presencia de Dios y del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el monte; allí recibe de Él la Ley grabada en piedra. En el monte de las bienaventuranzas, Jesús proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza –sellada con su sangre. Para el cristiano, subir al monte significa encontrarse con Cristo. Significa también subir a una mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en el compromiso cristiano, a una vida más coherente y fiel.

Como Pedro, el cristiano puede tener la tentación de quedarse en los aspectos más agradables de su práctica cristiana y no asumir el compromiso práctico de la fe. Pero hay que bajar del monte y volver al llano donde se libra la historia de la vida y de la muerte de los hombres, guardando en el corazón la experiencia del amor del Padre, que nos sostiene.

La luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el rostro de Cristo y resplandecerá en el de los elegidos. El cristiano contempla la gloria de Cristo y se va transformando en gloria, dice Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia. La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios de su pasión, ahora en el monte se les concede la certeza de que aun la oscuridad de la muerte quedará iluminada por la resurrección de Jesucristo.

La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Su voz resuena en la vida de todos los días. La transfiguración fortalece a los discípulos. Ya sabemos a dónde va el camino: a la resurrección (vv. 9ss). El que nos llevó consigo al monte ha bajado con nosotros y permanece con nosotros. Por eso tenemos la seguridad de que mañana, el mañana de Dios, será de día.

sábado, 27 de febrero de 2021

Amar a los enemigos (Mt 5, 38-48)

P. Carlos Cardó SJ

Caín y Abel, óleo sobre lienzo de Giovanni Domenico Ferretti (1740), Colección privada 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Habrán oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo". Yo, en cambio, les digo: Amen a vuestros enemigos, y recen por los que los persiguen. Así serán hijos del Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si aman a quienes los aman, ¿qué premio tendrán? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludan sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto".

Toda la enseñanza moral de Jesús se resume en: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios. 

Quien no ama a su hermano no ama a Dios. Esto se ve de manera particular en lo referente al respeto que se debe tener a la vida del otro. No puede nombrar a Dios como Padre ni tomar parte en el banquete de la fraternidad quien primero no perdona a su hermano o no hace lo posible para restablecer la relación que se ha roto.

Para llegar a estos principios morales Israel tuvo que recorrer un largo camino. En la Biblia Dios habla en lenguaje humano, se adapta al proceso de maduración de su pueblo y emplea una pedagogía gradual para educarlo y, por medio de él, iluminar a toda la humanidad. Se parte del principio de la reciprocidad: si Abraham, padre de la raza, fue un extranjero de origen pagano, por ello Israel tiene que abrirse al amor al extranjero. Debe imitar a Dios en su amor misericordioso.

El libro de Jonás describe vivamente lo difícil que fue para los hebreos aceptar la universalidad del mensaje de salvación. Y la culminación del largo recorrido hacia el amor universal se alcanza con la enseñanza del profeta Isaías, concretamente con el horizonte que él despliega para el deseo y el empeño práctico en favor de la paz: llegará el día en que todos los pueblos acogerán la palabra del Señor, de la que Israel es portador, aceptarán el señorío de Dios sobre todas las naciones y entonces de sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ya no alzará la espada nación contra nación, ni se entrenarán más para la guerra.  (Is 2,4).

El amor universal hecho norma de vida conduce a establecer relaciones de justicia a todos los niveles, de las que nace la paz, el desarme mundial y la conversión de los gastos de guerra en inversiones para el desarrollo humano.

El amor a todos los semejantes, hasta al enemigo, es una característica esencial del cristianismo frente a otras religiones. Es una tendencia común a todo grupo social el emplear el odio y aversión al enemigo como medio para reforzar la conciencia colectiva, definir la identidad común y reforzar la solidaridad entre sus miembros: se ataca y condena a los extraños, se defiende y apoya a los que son del grupo.

Por esta razón el amor a los enemigos, predicado por Jesús, debió significar para sus contemporáneos judíos una exigencia radical. La primitiva iglesia la recogió íntegramente y con la teología de Juan dejó establecido que, conforme al pensamiento de Jesús, el amor universal, sin excepciones, significa haber conocido a Dios.  Si no se ama, no se tiene fe (Cf. 1Jn 4, 7-8; 3, 11-17).

La lenta y progresiva comprensión bíblica del amor de Dios a todos alcanza en el Nuevo Testamento su culminación: Dios no tiene enemigos sino hijos; el cristiano no tiene enemigos, sino hermanos. Una religión que no llegue a esto, aún tiene camino por recorrer. Matar en nombre de Dios es la más abominable acción criminal porque va contra el hermano y contra Dios. Lo propio del cristianismo es morir perdonando, como Esteban el primer mártir.

Todos podemos emplear mal nuestra libertad y hacer sufrir con nuestras decisiones. Más aún, todos –desde Caín– tenemos una cierta inclinación a la maldad y la hemos cometido, grande o pequeña alguna vez. Pero es innegable que el odio es una enfermedad del alma. Sin embargo, nos podemos acostumbrar al mensaje que los medios de comunicación, sobre todo, las películas, nos transmiten acerca de la venganza como virtud; se enaltece al vengador, se da por sentado que la venganza resuelve el mal cometido, y eso no es verdad porque muchas veces genera una pendiente por la que es casi inevitable deslizarse.

Allí donde se desencadena el odio y la sed de venganza como reacción a frente a una violencia, un ultraje, o una injusticia padecida, allí triunfa el mal. La víctima inocente se ha dejado afectar por la enfermedad del mal y lo devuelve, generándose la espiral de la violencia. Refiriéndose al odio y a la venganza dice Etty Hillesum, la mártir judía de Auschwitz que acogió en su corazón el mensaje del cristianismo: “No veo más solución sino que cada cual se examine retrospectivamente su conducta y extirpe y aniquile en sí todo cuanto crea que hay que aniquilar en los demás. Y convenzámonos de que el más pequeño átomo de odio que añadamos a este mundo lo vuelve más inhóspito de lo que ya es” (Journal, p. 205).

Personas así se han aventurado en “un camino que es más excelente que todos los demás” (1Cor 12,31): el del amor incondicional a este mundo, a la humanidad pecadora y sufriente y al Dios de infinita misericordia. Imitarlo a Él es tender a la perfección. Sean perfectos como su Padre celestial, dice San Mateo. Sean misericordiosos como el Padre, dice San Lucas.

viernes, 26 de febrero de 2021

Reconcíliate con tu hermano (Mt 5, 20-26)

P. Carlos Cardó SJ

Reconciliación de Esaú y Jacob, óleo sobre lienzo de Peter Paul Rubens (1625 – 1628), Palacio se Schleissheim, Munich, Alemania

Yo se los digo: si no hay en ustedes algo mucho más perfecto que lo de los fariseos, o de los maestros de la Ley, ustedes no pueden entrar en el Reino de los Cielos. Ustedes han escuchado lo que se dijo a sus antepasados: "No matarás; el homicida tendrá que enfrentarse a un juicio". Pero yo les digo: Si uno se enoja con su hermano, es cosa que merece juicio. El que ha insultado a su hermano, merece ser llevado ante el Tribunal Supremo; si lo ha tratado de renegado de la fe, merece ser arrojado al fuego del infierno. Por eso, si tú estás para presentar tu ofrenda en el altar, y te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí mismo tu ofrenda ante el altar, y vete antes a hacer las paces con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda. Trata de llegar a un acuerdo con tu adversario mientras van todavía de camino al juicio. ¿O prefieres que te entregue al juez, y el juez a los guardias que te encerrarán en la cárcel? En verdad te digo: no saldrás de allí hasta que hayas pagado hasta el último centavo.

Han oído que se dijo… Yo les digo… La gente se admiraba de la autoridad con que Jesús enseñaba, tan distinta a las de sus maestros y doctores de la ley. No sólo hablaba en primera persona, cosa que los rabinos evitaban siempre, limitándose a repetir las enseñanzas de otros maestros de mayor prestigio, sino que Él aclaraba, interpretaba y llegaba hasta modificar la ley.

Esto causaba indignación a las autoridades religiosas; y lo que ciertamente no podían soportar era su pretensión de modificar y proponer de un modo nuevo el núcleo mismo de la Ley, los mandamientos. Para ello Jesús empleaba la fórmula: han oído ustedes que se dijo…, pues bien yo les digo… Por supuesto que ellos habían oído y, en el caso de los diez mandamientos, tenían la certeza de que esas palabras sagradas habían sido dictadas directamente por Dios a Moisés, que se las transmitió. De modo que al decir Jesús: pues bien, yo les digo, ponía su yo en el mismo nivel de Dios (Yo-soy), pretendía tener la misma autoridad del legislador divino.

Por eso lo acusarán de blasfemo porque, siendo un hombre, se hacía pasar por Dios (cf. Jn 10, 33). Pero Jesús no da marcha atrás. Juan en su evangelio hace ver la convicción interior que lo movía a obrar así: Porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha enviado es el que me ordena lo que tengo que decir y enseñar. Y sé que su enseñanza lleva a la vida eterna. Así, pues lo que yo digo es lo que me ha dicho el Padre (Jn 12,49-50).

La novedad que trae Jesús en su enseñanza consiste en que Él no propone normas y preceptos legales más estrictos aún que los anteriores, sino la buena noticia –evangelio– de que Dios obra en nosotros y nos concede el don de comportarnos entre nosotros a la manera como Él se comporta con nosotros. En el fondo, la nueva moral de Jesús tiene como fundamento el amor del Padre, que Él revela. En adelante, todo quedará contenido en un único mandamiento: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Ama a tu prójimo tal como es porque tú y él son iguales hijos e hijas queridos de Dios.  

A partir de aquí se entiende el giro que da Jesús a los mandamientos. Lo primero de todo es el respeto que debemos tener a la vida del otro. Por eso, no basta no matar; cuando se odia, se insulta o se desprecia a alguien, se le está matando en cierta forma.

La advertencia que hace Jesús es severa: el odio repercute en la misma persona que lo consiente, es veneno del alma y lleva a un final desastroso. Jesús lo expresa viva y crudamente: Será condenado al fuego que no se apaga. El original dice: Será condenado a la Gehenna, y se refiere a un lugar en el valle de Innon, fuera de los muros de Jerusalén, en el que los paganos sacrificaban víctimas humanas al dios Moloch. Para desacralizarlo, los hebreos  lo habían convertido en un basurero, en el que quemaban las inmundicias.

El fuego de la Gehenna ardía día y noche. Lo que viene a decir Jesús es que quien odia, quien deja de considerar al otro como un hermano, es como si hubiera hecho arder su propia vida, arrojándola a la basura.

Por eso es tan importante llegar al acuerdo, porque el desacuerdo significa negar la propia condición de hijo de Dios y de hermano de mi contrincante. Y esta es la razón por la cual el acuerdo está por encima de la ofrenda que se debe dar a Dios, por encima de los actos religiosos exteriores.

No se puede llamar Padre a Dios ni sentarse a la mesa de los hermanos si primero no se perdona al hermano. Y –la aclaración es importante– se debe advertir que Jesús dice: Si recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti… ve primero a reconciliarte con tu hermano, lo cual se refiere no sólo al caso de que yo haya cometido algo contra el prójimo, sino a que la relación se ha roto porque el otro es quien tiene algo contra mí.

La fraternidad rota es un mal en sí. Si de manera deliberada, pudiendo hacerlo, no se ponen los medios para repararla se incurre en una falta que impide compartir la mesa de la comunión. Tal omisión manifiesta que el otro ya no importa, ya no se le considera un hermano. Quien de esta manera se desentiende del hermano demuestra que él mismo ha dejado de ser hijo.

jueves, 25 de febrero de 2021

La eficacia de la oración y la regla de oro (Mt 7, 7-12)

P. Carlos Cardó SJ

Monja orando, óleo sobre lienzo de Joaquín Sorolla y Bastida (1883), Colección Bancaja, España

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden!”.

El núcleo del texto se centra en el imperativo del versículo 7: Pidan. Se trata de saber cómo orar. La oración ha de ser asidua, duradera y perseverante. Ahora bien, como esta enseñanza-mandato aparece en el evangelio de Mateo precedida por el precepto de no juzgar y seguida por la llamada regla de oro de la moral: traten a los demás como quieren que ellos los traten, se puede decir que lo que debemos pedir y lo que Dios nos da, ciertamente, es la capacidad de comprensión, el amor al prójimo.

Pidan y se les dará. Según San Agustín, Jesús nos manda pedir, no porque Dios no nos dé –ya que conoce nuestras necesidades aun antes de que le pidamos, y no hay nada que no hayamos recibido–, sino porque no debemos dejar de desear. “Tu deseo es tu oración, y si es continuo tu deseo, continua es tu oración. No en vano dijo el Apóstol: Orad sin interrupción (1Tes 5,17) … Tu deseo continuado es tu voz continuada. Callas si dejas de amar” (Comentario al Salmo 38).

Se trata, por consiguiente, de no apagar el deseo interior y de mantenerlo vivo y abierto al infinito, porque en definitiva tiende a él. Si deseas a Dios, Él te hará sentir su presencia y te llenará de su Espíritu, por medio del cual habita en nosotros.

Pidan, busquen, llamen…No es una simple yuxtaposición de sinónimos. Algunos ven aquí un camino que parte de las cosas más simples y ordinarias y se prolonga sin fin, hasta el deseo del Reino, sugerido en el llamar a la “puerta”, que es Cristo. Se busca lo que no logramos hallar con nuestros medios, lo que está oculto a nuestros ojos, pero que Dios ve; incluso podemos decirle que no lo sentimos, que parece ausente o escondido o dormido, como lo estuvo en la barca cuando los discípulos bregaban contra las olas en la tempestad.

Muchas veces no podemos conciliar su bondad con los males que ocurren. Entonces, lo que pedimos y buscamos es su presencia. Descubrir a Dios en todo, cambia nuestra manera de vivir las cosas que nos duelen o atormentan. Se pide y se busca, en fin, por medio de la oración para vencer la desconfianza. El mal parece vencer en el mundo. El pecado, las injusticias y la corrupción de las costumbres ocultan la acción de la gracia salvadora, que se abre paso a pesar de todos los obstáculos. Entonces es necesario llamar para superar cuanto nos separa de la vida verdadera y nos disminuye la fe, la esperanza y el amor.

La parábola que sigue a continuación, del padre que sabe dar cosas buenas a sus hijos (pan, huevo, pescado), abre al horizonte de la paternidad/maternidad infinita de Dios. El Padre otorga sólo cosas buenas. En Lucas, las “cosas buenas” que da el Padre del cielo son el Espíritu Santo (Lc 11,13), es decir, la vida misma de Dios, el amor.

Conviene advertir que la fe en la oración según el evangelio no significa creer que el Padre celestial evite todo sufrimiento a los cristianos y que acceda a todas las peticiones que se le hagan. La oración del cristiano no es un substituto de la acción humana, en todo caso es una forma de acción y un estímulo para poner todos los medios confiando en la acción de la gracia divina.

Viene a continuación la llamada “regla de oro”: Traten a los demás como quieren que ellos los traten, porque en esto consiste la ley y los profetas. En Tobías 4,15 esta regla aparece en negativo: No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti. El amor se ha de mostrar en obras, dice San Ignacio de Loyola. El amor siempre produce un hacer en favor del otro. Todos sabemos cuáles son nuestros derechos, aspiraciones y deseos. El amor lleva a considerar los derechos del otro como deberes para mí y las aspiraciones del otro como mis aspiraciones; debo procurar contribuir a la realización de los justos deseos del otro. En esto consiste el amor.

El yo deja de ser el centro. Todas las enseñanzas de la Biblia (la ley y los profetas) se condensan en el mandamiento del amor, que es como premisa para la regla de oro. Todo lo que el amor y los preceptos de Jesús exigen, hay que hacerlo a nuestros prójimos. En este sentido, la regla de oro es como la síntesis del sermón de la montaña.

miércoles, 24 de febrero de 2021

El signo de Jonás (Lc 11, 29-32)

P. Carlos Cardó SJ

Salomón y la reina de Saba, óleo sobre cobre de Nicholas Vleughels (Primer tercio del siglo XVIII), Museo del Louvre, París, Francia

En aquel tiempo, la gente se apiñaba alrededor de Jesús, y él se puso a decirles: "Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación. Cuando sean juzgados los hombres de esta generación, la reina del Sur se levantará y hará que los condenen; porque ella vino desde los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón. Cuando sea juzgada esta generación, los hombres de Nínive se alzarán y harán que los condenen; porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás".

La raíz fundamental de la fe es la confianza. Los contemporáneos de Jesús, a pesar de haber visto las obras buenas que hacía, no confiaron; en vez de seguirlo pretendieron que Él obedeciera sus exigencias de pruebas extraordinarias para creer. Habían visto sus obras en favor de los enfermos, pero las atribuyeron a Belzebú, príncipe de los demonios. Habían escuchado su enseñanza, pero les resultaba insoportable la imagen nueva de Dios que transmitía, que modificaba su fe, su moral y, sobre todo, les quitaba autoridad y poder ante el pueblo.

La petición que le hacen de un signo extraordinario para creer en Él recuerda la tentación del maligno, cuando lo subió a la parte más alta del templo y le dijo: Tírate de aquí abajo… (Lc 4, 9). Por eso Jesús rechaza tajantemente esa petición y añade que a esa generación sólo se le dará el signo de Jonás: el profeta que con su predicación logró que todos los habitantes de Nínive se convirtieran; y el signo de la reina de Saba que hizo un largo viaje para conocer la sabiduría de Salomón.

Jonás es el profeta bíblico conocido por todos los judíos. Recibe de Dios la misión de ir a predicar la conversión a los habitantes de Nínive, opulenta ciudad asiria en la región actual del Mosul en Irak, famosa por sus riquezas y las malas costumbres de su gente. El profeta se rebela, no quiere la salvación de los ninivitas y cree imposible que se conviertan. Además, se niega a seguir a un Dios que es capaz de tener misericordia con gente así. Se escabulle, huye de su vocación, sufre un naufragio que le hace acabar en el vientre de un enorme pez; pero nada de eso le convence. Finalmente predica en Nínive aunque de mala gana y sin ninguna confianza.

Y ocurre lo inesperado: la ciudad pagana se convierte, desde el rey hasta el último vasallo y hasta los animales, todos hacen penitencia y Dios los perdona. Jonás se enfada. Pero Dios le va a enseñar: hace que se seque el ricino que le da sombra. El profeta maldice por el calor que hace. Y Dios le dice: Tú te molestas por un simple ricino ¿y yo no voy a tener compasión de todo un pueblo?

Jonás es signo: fue enviado desde lejos para predicar la conversión a los habitantes de Nínive y éstos se convirtieron. Su persona y su palabra bastaron porque Dios actuó por medio de él. Los ninivitas creyeron en su palabra, y eso sólo bastó para la conversión. Jesús, por su parte, es el enviado de Dios, de Él procede, y es más que un profeta, pero las reacciones de sus oyentes han sido de lo peor. Por eso los ninivitas se levantarán contra esa generación perversa y la condenarán.

A continuación Jesús recuerda a sus oyentes la historia de la reina del Sur o de Saba (1 Re 10, 1-29; 2 Cr 9,1-12), conocida como Balkis en la tradición islámica, soberana de un pequeño reino al sur de Arabia, identificado como Etiopía. Ella también es un signo porque hizo un largo viaje, cargada de regalos de oro, piedras preciosas y especias, para escuchar la sabiduría del rey Salomón; Jesús, por su parte, viene a Israel encarnando en su persona y transmitiendo con su palabra la auténtica sabiduría de Dios y su proclamación salvífica, pero le han dado la espalda, no han querido escucharlo. Por eso en el día del juicio, la Reina del Sur acusará también a los detractores de Jesús, porque Él es más que Salomón.

Por todo eso, Jesús se niega a darles otra señal. Su persona y su palabra les deberían bastar. Él es el “testigo” primordial de Dios y de su amor; quien cree y confía en Él, acepta que Dios actúa en Él, ama, perdona, salva, instaura su Reino. Su credibilidad plena está basada en la perfecta coherencia que se da entre su palabra y su vida. Ha anunciado la buena noticia de la salvación ofrecida por Dios a todo el que se convierte y cree.

En vez de pedirle signos hay que escuchar su palabra y acoger su persona, su forma de ser humano. No hacen falta signos espectaculares para responder a su llamada. Dios respeta la libertad de sus hijos que pueden acoger su ofrecimiento o rechazarlo, y respeta al mismo tiempo la verdad del amor que no requiere de pruebas y crea libertad. Quien ama a otro está siempre expuesto al rechazo y a sufrir por ello; pero no puede constreñir. Quiere que se le ame libremente; lo contrario no es amor verdadero.

martes, 23 de febrero de 2021

La verdadera oración (Mt 6, 7-15)

 P. Carlos Cardó SJ

Cristo en el monte de los olivos, óleo sobre lienzo de Philippe de Champaigne (1646 – 1650), Museo de Bellas Artes de Rennes, Francia

Jesús les dijo: "Cuando pidan a Dios, no imiten a los paganos con sus letanías interminables: ellos creen que un bombardeo de palabras hará que se los oiga. No hagan como ellos, pues antes de que ustedes pidan, su Padre ya sabe lo que necesitan. Ustedes, pues, recen así: Padre nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. Danos hoy el pan que nos corresponde; y perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del Maligno. Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes. Pero si ustedes no perdonan a los demás, tampoco el Padre les perdonará a ustedes".

Al orar no hablen mucho, dice Jesús a sus discípulos, porque su Padre sabe lo que ustedes necesitan antes de que se lo pidan. Recomienda también orar en la habitación con la puerta cerrada para no ser vistos (Mt 6, 6). Pero no se trata de un encuentro con dos personas solitarias. El Señor siempre es Trinidad, comunidad de personas; y nosotros siempre somos también comunidad, Iglesia, mundo. Por eso, las tres primeras peticiones del Padrenuestro se refieren al Padre celestial aquí en la tierra, y las otras cuatro a la necesidad que tenemos de sus dones para vivir como hijos suyos y hermanos.

Padre. Poder decir Abba a Dios es el gran don de Jesús. Al hacerlo, nos afirmarnos como hijos e hijas suyos, creados por amor, amados por sí mismos; más aún, amados con el amor que el Padre tiene por su Hijo. Quien, movido por el Espíritu de Jesús, se atreve a decir Abba a Dios, experimenta el amor que Dios le tiene: un amor misericordioso y propicio, que estará siempre con él; y esta experiencia afirmará su vida para siempre con una confianza básica que le hará capaz de decir en cualquier circunstancia: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Rom 8, 32ss).

Santificado sea tu nombre. Significa darle a Dios en la vida el lugar central que se merece. Jesús santificó su Nombre. Padre, yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,26). Santificamos el nombre de Dios cuando nos rendimos a Él sin miedo a nuestras limitaciones ni a la muerte. Santificamos su nombre cuando reconocemos como un don de su paternidad lo que somos y tenemos. Quien no reconoce la paternidad de Dios pretende hacerse padre de sí mismo, y busca sólo su propia gloria. De esta ignorancia, raíz del pecado, nace el orgullo y la ambición, que nos aleja de Él, nos divide y destruye la creación.

Venga tu reino. Es la gran promesa de Dios, término seguro de la historia humana. Es la soberanía de Dios que trae consigo el triunfo de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, el amor y la paz en toda la creación. El reino “ha llegado” en Jesús para cuantos se conviertan y crean en el evangelio; y “vendrá” finalmente en su plenitud para revelar la gloria de su amor salvador. Está entre nosotros oculto como la semilla sembrada que crece y se hace un árbol (Lc 13,18s). Y es, en definitiva, Jesucristo resucitado, que vuelve de la misma manera como se le vio marcharse (Hech 1, 11). Nos toca pedirlo, buscarlo, acogerlo (Lc 18,17). La invocación apresura su venida mucho más que cualquier otra obra humana.

Hágase tu voluntad. Su voluntad es el amor fraterno, la construcción de la fraternidad. Ahí es donde se cumple toda justicia y se participa de su santidad. La voluntad de Dios no puede ser sino el bien para sus hijos. Jesús la cumple porque entrega su vida por los hermanos. En el cielo, la voluntad divina se cumple por el amor que existe entre el Padre y el Hijo; en la tierra, por el Espíritu que nos hace vivir como hermanos y hermanas, partícipes del amor de Dios.

Danos hoy nuestro pan. El pan es vida. Así como la vida biológica sirve para la vida eterna, el pan material sirve para el espiritual, que es la Palabra y la Eucaristía. Ambos panes pedimos y no por separado, sino en continuidad uno y otro. Por el pan material no debemos inquietarnos, pues el Padre sabe lo que necesitamos (Lc 12, 22-31). Quien tiene el pan espiritual, trabaja, recibe y comparte. Pedir el pan no significa forzar la mano de Dios, obligarlo; es reconocerlo como el principio de la propia vida y no vivir con el miedo a la muerte. Y es el pan nuestro, no mi pan, porque lo que Dios da se comparte. Si no es pan nuestro, si no se comparte, genera división. Quien no comparte no ve en el prójimo a un hermano y, por tanto, no tiene derecho a llamar Padre a Dios.

Perdónanos nuestros pecados. El pan de la vida es el amor que Dios da (por gracia) a todos, incluso al que ha pecado. Per-donar es la acción intensa y completa del donar. Es regalar o ceder voluntaria y gratuitamente. Jurídicamente los latinos llamaban perdón a la acción del acreedor de ceder definitivamente al deudor aquello que le debía. Es lo que hace Dios con nosotros y, al hacerlo, nos hace capaces de perdonarnos. Porque somos perdonados, también perdonamos. El cristiano no es justo sino justificado; no es perfecto sino misericordioso; no es santo sino favorecido con la gracia del único Santo que es Dios; no es fuerte contra el mal sino compasivo con el que ha caído. Por eso no condena, sino perdona.

No nos dejes caer en tentación. No pedimos que nos libre de la prueba –componente de la vida temporal–, sino que nos proteja para no sucumbir. La tentación viene de mis debilidades y del miedo a la necesidad que se alía con el egoísmo. Pero “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por encima de sus fuerzas, antes bien con la tentación recibirán fuerzas suficientes para superarla” (1 Cor 10,13). La gran tentación es la pérdida de confianza en el Padre, que nos arranca del amor de Dios. Pero “esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1 Jn 5,4).

lunes, 22 de febrero de 2021

Anuncio de la pasión y reacción de Pedro (Mt 16, 13-23)

P. Carlos Cardó SJ

Cristo entrega las llaves a Pedro, óleo sobre lienzo de Vincenzo Catena (1520 aprox.), Museo Nacional del Prado, Madrid, España

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo Jesús preguntó a sus discípulos: "¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?".

Ellos contestaron: "Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas".

Él les preguntó: "Y vosotros, ¿quién dicen que soy yo?".

Simón Pedro tomó la palabra y dijo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo".

Jesús le respondió: "¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará… Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo".

Mientras suben a Jerusalén donde va a ser entregado, Jesús pregunta a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos responden refiriendo las distintas opiniones que circulan: que es Juan Bautista vuelto a la vida, que es Elías, enviado a preparar la inminente venida del Mesías (Mal 3, 23-24; Eclo 48, 10; Mt 11, 14; Mc 9,11-12), que es Jeremías, el profeta que quiso purificar la religión, o que es un profeta más.

¿Quién dicen ustedes que soy yo?, les dice Jesús. De lo que sientan en su corazón dependerá su fortaleza o debilidad para soportar el escándalo que va a significar su muerte en cruz. Entonces Pedro toma la palabra y le contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Como los demás discípulos, Pedro no es un hombre instruido. Sus palabras han tenido que ser fruto de una gracia especial. Por eso le dice Jesús: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.

Esta misión que Jesús confía a Pedro la expone el evangelio de Mateo con tres imágenes: la roca, las llaves y el atar y desatar. Pedro, o Cefas, que significa roca, será el fundamento del edificio que es la Iglesia. Jesús será quien levante el edificio que congregará a todos sus fieles. Pedro será el cimiento porque Dios le ha concedido la verdadera confesión. Y a esta Iglesia, fundada para mantener viva la presencia del Señor resucitado, de su palabra y de sus obras, Jesús le promete una duración perenne: los poderes de la muerte no prevalecerán contra ella.

La otra imagen son las llaves. Te daré las llaves del reino de los cielos. Este gesto no significa –como sugieren algunas representaciones gráficas de San Pedro– que sea el portero del cielo, ni tampoco que sea dueño de la Iglesia Jesús dice “mi Iglesia”. La entrega de las llaves significa que Pedro recibe la misión de ser como el administrador que representa al dueño de la casa y obra en su lugar, por delegación. Pedro podrá abrir y cerrar el nuevo templo de la Iglesia, actuar en nombre de Cristo y representarlo. Cuanto Jesús promete aquí a Pedro, más tarde lo extenderá a toda la Iglesia (Mt 18,18).

La tercera imagen es la de atar y desatar: lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.  Corresponde al servicio de interpretar y definir lo que es conforme a la fe revelada y lo que la recorta, desvía o contradice. Jesús nos mostró lo que conduce al reino de Dios y lo que aleja de Él. Pedro tendrá que continuar esta labor. Jesús no abandona a su Iglesia, le da un guía con una gran autoridad, que actuará bajo la inspiración y asistencia continua de su Espíritu.

Siempre es oportuno reafirmar nuestra fe eclesial, renovar el sentido de Iglesia que –como enseña san Ignacio en sus Reglas para sentir con la Iglesia– nos da la certeza de que “entre Cristo nuestro Señor esposo y la Iglesia, su Esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige” (Ejercicios Espirituales, 365).

domingo, 21 de febrero de 2021

Homilía del I Domingo de Cuaresma - Las Tentaciones de Jesús en el desierto (Mc 1, 12-15)

P. Carlos Cardó SJ

Tentaciones de Cristo, fresco de Sandro Botticelli (1481 – 1482), Capilla Sixtina, El Vaticano, Roma

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían.

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: "Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: renuncien a su mal camino y crean en la Buena Nueva".

No cabe duda de que Jesús fue tentado en su realidad humana. No fue aparentemente tentado -como afirmaron algunos herejes-, sino de verdad y a lo largo de su vida, empezando por el tiempo que pasó en el desierto. Quiso someterse libremente a la tentación para estar cerca de los que son tentados.

Fue llevado por el Espíritu al desierto. En nuestra existencia, todos atravesamos por desiertos: son las crisis inevitables de toda vida humana. Y aunque la palabra crisis mueve a temor, no hay por qué verla como catástrofe. Enfrentada y sostenida por la fe, una crisis puede ser fuente de nuevas posibilidades, de consolidación de nuestra personalidad en humildad, aunque, de hecho, siempre produzca algún desequilibrio. Pero es ineludible pasar por la prueba que purifica el corazón humano del afán de posesión y de dominio, es decir, de lo que nos aleja de los verdaderos valores que muestra Jesús en el evangelio.

En el desierto, Satanás tentó a Jesús, nos dice Marcos. Satanás (palabra aramea) significa “el que acusa”, “el que divide”, el “adversario”. Crea división entre Dios y nosotros, rompe la unidad que debe haber entre las personas y nos deja solos. Nos hace caer y nos acusa. En el “Fausto” de Goethe el espíritu diabólico se presenta como aquel que “siempre se niega” y que busca destruir lo que es y lo que está por nacer. Promueve desorden y ruptura en la creación. Las relaciones humanas se rompen. Y por eso, el No que destruye y el Sí que crea siempre están en lucha, uno contra otro.

Los cuarenta días no hay que entenderlos en sentido cronológico. Hacen referencia a los cuarenta años que pasaron los israelitas en el desierto (Dt 8,2.4), y simbolizan toda una generación, un período de experiencia particularmente intensa y decisiva.

¿En qué consistió la tentación de Jesús? Satanás tienta a Jesús en la forma de realizar su vocación mesiánica de salvar al mundo: no conforme a la voluntad de Dios, es decir, por el camino de un Mesías Siervo que redime con la solidaridad, la verdad, el servicio y el amor que le llevará hasta “dar la vida por todos” (10,45) muriendo en la cruz, sino “como piensan los hombres”, es decir, por el camino de un Mesías poderoso que domina y somete.

Fue una tentación que acosó a Jesús a lo largo de su vida; le vino unas veces de parte de los poderosos de este mundo, otras veces de parte de sus propios discípulos como Pedro, que intentó disuadir a su Maestro de subir a Jerusalén donde iba a ser crucificado y recibió de Jesús una severa reprensión: Apártate de mí Satanás -le dijo Jesús-, tú piensas como los hombres no como Dios”. Llegada la hora de la pasión, esta tentación alcanzará su intensidad suprema, que le obligará a decir: Padre, todo te es posible: Aparta de mí este cáliz (14,36).

Podríamos decir que la tentación de Jesús es la de toda persona que pretende ser hijo o hija de Dios pero viviendo a su manera; tentación de pensar como los hombres y no como Dios. Es el mal que actúa en el corazón del ser humano desde Adán.

La corta narración de Marcos concluye con una enigmática constatación: vivía entre las fieras (en convivencia pacífica) y los ángeles le servían. Se puede ver aquí una referencia implícita a Adán que, antes de pecar, vivía entre los animales, en comunión con la creación entera, sin temer ningún peligro (Gn 2,20). Jesús, viene a inaugurar los tiempos nuevos, a restablecer la armonía que había en el principio. Jesús enfrenta al mal y lo vence, dando origen al hombre nuevo, que vive en armonía consigo mismo, con sus semejantes, con la naturaleza y con Dios. Este Mesías, que atraviesa los desiertos del hombre, se revela como el Hijo, a cuyo servicio están los ángeles.

Superada la prueba, Jesús inicia su predicación, proclamando la instauración del reinado de Dios. Anunciado por los profetas, el reinado de Dios, consiste en el cambio del corazón del hombre, en la transformación de toda situación de injusticia y en el cumplimiento de la esperanza.

El reinado de Dios trae consigo la transformación plena de este mundo. Para acogerlo hay que convertirse: Conviértanse –dice Jesús- y crean en la Buena Noticia. Se trata de un cambio en el comportamiento personal y también en la actuación pública. La conversión a la que Jesús invita no se reduce a unas cuantas prácticas de piedad y penitencia: es la vida entera puesta al servicio del Señor y de los demás. Es acoger libre y responsablemente la Buena Noticia anunciada por Jesús. Y lo definitivo en la buena noticia de Jesús es que el ser humano alcanza su plenitud, cuando sale de sí mismo y se deja modelar por el amor divino. Nuestro compromiso en esta cuaresma lo podríamos sintetizar así: hacer con mi vida creíble el evangelio.

sábado, 20 de febrero de 2021

Llamamiento de Leví y comida con pecadores (Lc 5, 27-32)

P. Carlos Cardó SJ

La fiesta en la casa de Leví, óleo sobre lienzo de Paolo Veronese (1573), Galería de la Academia, Venecia

En aquel tiempo, Jesús vio a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". 

Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros.

Los fariseos y los escribas dijeron a sus discípulos, criticándolo: "¿Cómo es que comes y bebes con publícanos y pecadores?".

Jesús les replicó: "No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino para invitar a los pecadores a que se arrepientan".

Jesús realiza un gesto provocador. Llama a un publicano a formar parte de su comunidad. Un judío decente evitaba el trato con los publicanos, porque eran considerados pecadores públicos y descreídos por dedicarse al vil oficio de recaudar impuestos para los romanos y ejercerlo de manera fraudulenta.

La sorpresiva distinción de que ha sido objeto, provoca en el publicano Leví el deseo de celebrarlo y organiza un banquete. Quiere agradecer a ese Maestro galileo que haya tenido para con él esa deferencia tan inesperada, y tan contraria a las costumbres y creencias de los judíos, de contarlo entre sus discípulos. Naturalmente invita a muchos otros publicanos. Y Jesús acepta la invitación a sentarse a la mesa con esa gente. Sorprendente.

La expectativa del Reino de Dios como un banquete que reunirá a los justos y elegidos había cargado de simbolismo el acto natural del comer: no sólo se celebraba el memorial del éxodo con el banquete del cordero pascual, sino que el comer juntos solía ser expresión de valores compartidos, alianzas, amistades.

Pero como en la mesa del reino Dios comía sólo con sus elegidos y los otros quedaban excluidos, el judío sólo podía sentarse a la mesa con gente considerada honesta, justa, fieles a su religión. Por eso en la regla de la comunidad esenia, grupo especialmente excluyente y rigorista, estaba establecido: Que ningún pecador o gentil, ni cojo o manco o herido por Dios en su carne tenga parte en la mesa de los elegidos (regla de Qumram).

Jesús cambia esta mentalidad. Los pecadores no se han de evitar como apestados. El médico cura a los enfermos. En Jesús, Dios se acerca a los excluidos, despreciados, no practicantes, traidores –como los publicanos que trabajaban en favor de los romanos– y pecadores públicos.

La comunidad cristiana toma conciencia. El Dios de Jesús no es el dios de la sociedad judía puritana, excluyente y discriminadora. Es Dios de misericordia, que ofrece a todos la posibilidad de rehabilitarse. La comunidad cristiana toma conciencia de lo que es: pecadores que han sido tocados por la gracia en Jesucristo. Cada uno puede verse en Leví, o entre los invitados al banquete. Por consiguiente, no caben las discriminaciones.

No necesitan médico los sanos sino los enfermos. No he venido a llamar a justos sino a pecadores. Pablo dirá: Miren, hermanos, a quienes eligió Dios: no hay entre ustedes sabios, ni poderosos…, lo débil del mundo escogió Dios… (1 Cor 1, 26).

En la mesa del Señor nos sentamos los pecadores. Es él quien nos congrega de toda raza, lengua y cultura. Reúne a todos los hijos e hijas de Dios dispersos. Y le damos gracias porque nos hace dignos de servirlo en su presencia. Indignos todos; la gracia es la que nos dignifica.