P. Carlos Cardó SJ
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún lavandero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: "Maestro, qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: "Éste es mi Hijo amado; escúchenlo". De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
En el camino a Jerusalén, Jesús intenta fortalecer la fe
de sus discípulos para que sean capaces de asumir el escándalo de su pasión.
Dice
el evangelio que Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a
solas a un monte. Son los mismos tres que “tomará consigo” en el momento
dramático de su agonía-pasión, en el huerto de Getsemaní (Mc 14,32-43). Ahora serán
testigos de una vivencia deslumbradora: la percepción de su gloria de Hijo único del Padre lleno de amor
y lealtad. Hay un paralelismo antitético entre el
pasaje de la Transfiguración y el de Getsemaní. Más tarde, a la luz de la
resurrección, comprenderán que el Jesús transfigurado del monte es el mismo
Mesías que salva en la cruz.
En el Antiguo Testamento Dios se comunicaba a través de elementos
naturales como el monte, la nube y la luz. En la transfiguración, en cambio, es
la naturaleza humana de Jesús la que aparece a la luz de Dios. Ya no es Dios que
desciende, sino el hombre que asciende y participa de la gloria de Dios, porque
Dios se ha hecho hombre.
¿Qué
ocurre en la transfiguración? Los discípulos, de forma inesperada, ven que se
les revela una indescriptible dimensión oculta de Jesús. Y
se quedan sin palabra, incapaces de expresar lo experimentado. Sólo atinan a
decir que sus vestidos se volvieron
tan resplandecientes, que ningún lavandero sería capaz de blanquearlos. Ante
el misterio de Dios, oculto en la persona de Jesús, la palabra más elocuente es el silencio.
Se
les aparecieron Elías y Moisés. Jesús se muestra como el
realizador de la esperanza de los profetas (representada en Elías) y como el
que lleva a plenitud la ley (dada a Moisés) por medio de la nueva alianza que
Dios establece con la entrega de su Hijo.
Sobrecogido
por la experiencia, Pedro siente la tentación de quedarse allí, de no seguir
adelante en el camino, quiere olvidar que Jesús, “seis días antes” les había anunciado la pasión. Quiere prolongar
la visión y el gozo, por eso su propuesta ingenua y egoísta: Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos
tres tiendas…
Vino
entonces una nube… y se oyó una voz desde la nube: Este es mi Hijo amado,
escúchenlo. Es la misma voz que había resonado en el Bautismo de Jesús, cuando
se abrieron los cielos y bajó sobre Él el Espíritu. Esta voz en el cielo
responde a la pregunta: ¿Quién es Jesús? Confirma la confesión de Pedro: Tú eres el Cristo, Hijo de Dios, y
confirma el camino de Jesús como Mesías Siervo sufriente por amor a sus hermanos,
conforme a la voluntad de su Padre. Jesús Siervo es el amado del Padre. La
gloria divina resplandece en Él y resplandecerá sobre todo el su cruz.
¿Qué nos dice hoy este pasaje tan lleno de simbolismos? Tenemos,
en primer lugar, el símbolo del monte. En la Biblia, el monte es el lugar de la
presencia de Dios y del encuentro con Él. Moisés trata con Dios en el monte; allí
recibe de Él la Ley grabada en piedra. En el monte de las bienaventuranzas, Jesús
proclama la esencia de su mensaje. En un monte se transfigura ante Pedro,
Santiago y Juan. Y el Gólgota será el monte de la nueva alianza –sellada
con su sangre. Para el cristiano, subir
al monte significa encontrarse con Cristo. Significa también subir a una
mayor intimidad con Dios, a una mayor generosidad en el compromiso cristiano, a
una vida más coherente y fiel.
Como
Pedro, el cristiano puede tener la tentación de quedarse en los aspectos más
agradables de su práctica cristiana y no asumir el compromiso práctico de la fe.
Pero hay que bajar del monte y volver al llano donde se libra la historia de la
vida y de la muerte de los hombres, guardando en el corazón la experiencia del
amor del Padre, que nos sostiene.
La
luz es otro símbolo importante en el relato. El mundo celeste refulge en el
rostro de Cristo y resplandecerá en el de los elegidos. El cristiano contempla
la gloria de Cristo y se va transformando en gloria, dice Pablo (2 Cor 3,7-16), es decir, su vida cambia.
La vida de los discípulos de Jesús había quedado ensombrecida con los anuncios
de su pasión, ahora en el monte se les concede la certeza de que aun la oscuridad
de la muerte quedará iluminada por la resurrección de Jesucristo.
La nube que cubre a los discípulos se abre con la voz que dice: Este es mi Hijo amado. Escúchenlo. Su
voz resuena en la vida de todos los días. La transfiguración fortalece a los
discípulos. Ya sabemos a dónde va el camino: a la resurrección (vv. 9ss). El
que nos llevó consigo al monte ha bajado con nosotros y permanece con nosotros.
Por eso tenemos la seguridad de que mañana, el mañana de Dios, será de día.